Historia y política

José Herrera Peña

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México 2003


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José Herrera Peña

Prólogo

Capítulo I
El Primer Congreso Nacional

Capítulo II
La frustrada elección nacional de 1808

Capítulo III
Las elecciones de 1810

Capítulo IV
La elección española de 1810

Capítulo V
La elección de 1811 y el proyecto constitucional de la Junta de Gobierno

Capítulo VI
La Constitución Política de la Monarquía Española

Capítulo VII
Principales principios constitucionales aplicables a América

Capítulo VIII
Sentimientos de la Nación

Capítulo IX
Las elecciones de 1813

Capítulo X
Congreso Constituyente de Chilpancingo

Capítulo XI
La Constitución de Apatzingán

23 tesis y 2 conclusiones

 


Sentimientos de la Nación



Casa de la Constitución



Constitución para la libertad

Presentación

Primera parte

Segunda parte

La versión de Vicente Leñero y Herrejón Peredo

De la Tierra Caliente al frío altiplano

Petición de perdón

Los errores de la Constitución

Graves revelaciones militares

Escrito comprometedor

La retractación

SEMBLANZA

I. VIAJES

II. EL BOTÁNICO

III. NATURALEZA

IV. SOCIEDAD

CONCLUSIÓN

Texto principal

Notas de apoyo

Temas de actualidad

Órganos del Estado Federal y de las entidades federativas

 Constitución Política de 1917

Partidos políticos

Agrupaciones políticas

EZLN

EPR

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Polémica sobre un caso célebre

Bases del Estado mexicano


Congreso Constituyente
Versión de Juan O'Gorman
Castillo de Chapultepec

 

Raíces

-históricas, políticas, constitucionales-

del

Estado mexicano

José Herrera Peña

I

Primer Congreso Nacional


1) Instituciones establecidas y detonante de la crisis

El 8 de junio de 1808 llegó a México la noticia del motín de Aranjuez, a consecuencia del cual había abdicado Carlos IV a favor de su hijo, el príncipe de Asturias, destinado a llevar el nombre de Fernando VII.

El virrey de la Nueva España difundió la noticia con pesar, porque el fin del reinado de Carlos IV significaba su propio fin, y produjo el inevitable júbilo de los demás, por la razón contraria: el advenimiento del nuevo monarca implicaba el de un nuevo virrey. En todo caso, las autoridades organizaron los festejos populares de rigor.

Una semana después llegó otra noticia totalmente inesperada: que tanto Carlos como Fernando habían resuelto la querella dinástica renunciando ambos a la corona y abdicándola en Napoleón.

El virrey José de Iturrigaray convocó apresuradamente al “real acuerdo” –a los miembros de la audiencia- y pulsó su opinión al respecto. ¿Qué hacer ante tal situación?

El ayuntamiento de México, por su parte, se reunió para el mismo efecto y sin que nadie se la solicitara, produjo su propia opinión.

Los órganos de gobierno más importantes de la Nueva España eran el virrey, la audiencia y los ayuntamientos.

El virrey, además de gobernador del reino, superintendente de la real hacienda y capitán general del ejército, ejercía facultades legislativas limitadas, que le permitían dictar reglamentos y ordenanzas. Además, tenía funciones judiciales restringidas, en su calidad de presidente de la real audiencia, órgano de justicia en el que podía intervenir con voz, pero sin voto. Su autoridad se derivaba directamente del rey, quien extendía y revocaba libremente su nombramiento.

La audiencia, por su parte, era un tribunal de apelación, pero también, en casos especiales, de gobierno, tanto al constituirse en consejo del virrey -con el nombre de real acuerdo- para asesorarlo, cuanto principalmente al ocupar su cargo en su ausencia. Sus resoluciones judiciales podían ser impugnadas en tercera y última instancia en España. Los miembros de tal organismo, los oidores, eran también directamente nombrados por el rey.

Por último, los cabildos de los ayuntamientos -españoles e indígenas- administraban, unos, las ciudades y villas españolas, y otros, los pueblos indígenas. Ambos eran jurídicamente de igual jerarquía y estaban organizados de manera semejante. Las funciones ejecutivas las desempeñaban los regidores, y las judiciales, los alcaldes. Sus resoluciones fundamentales eran aprobadas por el virrey, aunque en la práctica funcionaban con gran autonomía, en razón de la distancia. Sus miembros, a diferencia de virrey y oidores, no eran designados por el rey sino por los vecinos más distinguidos de ciudades, villas y demás lugares del reino.

Notable fue la eficacia de los cabildos españoles de América, llamados criollos, para administrar, proteger, embellecer y servir las ciudades del continente a su cargo. Con base en su experiencia en el manejo de los asuntos públicos, los ayuntamientos se constituyeron en juntas de gobierno y ejercieron el poder durante la crisis política en la que la antigua España quedó bajo el dominio napoleónico. Tales serían los casos de Caracas, Santa Fe de la Nueva Granada, Quito, Santiago de Chile, Buenos Aires, etcétera.


2) Posición de la Audiencia

En México, constituían el tribunal superior o real audiencia siete oidores y tres fiscales. Oidores: Pedro Catani, regente; Ciríaco González Carvajal, decano; Guillermo de Aguirre, Tomás Calderón, José Mesia, Miguel Bataller y José Arias Villa Fañe. Fiscales: Francisco Javier Borbón, Ambrosio Sagarzurrieta y Francisco Robledo.[1]

En relación con la consulta que hizo el virrey, qué hacer ante la situación en la cual España se había quedado sin rey, había dos caminos. Uno era rendir obediencia a Napoleón y parecía ser el más indicado, pues tal es el que había seguido la familia real y las autoridades de España, pero también, como lo señala el doctor Mora, el más erizado de peligros, por el abierto y beligerante rechazo de los españoles americanos, llamados criollos. El otro, no reconocer dominación alguna extranjera, era sin duda el más patriótico, aunque no menos expuesto que la anterior, pues si la metrópoli, con mayores recursos, había perecido bajo el peso de Francia, no era de esperarse que corrieran con mejor suerte los reinos americanos, menos fuertes que aquélla.

Finalmente, el real acuerdo se decidió no tomar ninguna decisión o, en otras palabras, mantener el statu quo. Según el acta de la sesión del real acuerdo, de 15 de julio, lo único que se acordó fue mantener el reino en estado de defensa, por lo que pudiese sobrevenir.[2]


3) Propuesta del ayuntamiento de México

Por su parte, el ayuntamiento de la Ciudad de México, con base en las Leyes de Indias, arguyó dos cuestiones fundamentales: primero, que la renuncia de Fernando VII a la corona era nula así como la consiguiente cesión de bienes de la monarquía española a Napoleón, y que, en caso de ser válida, esta nación era la legítima heredera, en lo que le correspondía, de la corona; segundo, que era conveniente que Iturrigaray siguiera al frente del gobierno, aunque ya no con su antiguo carácter de virrey sino con una nueva calidad política, la de encargado del reino, para reafirmar la cual era necesario que convocara a un congreso nacional.

El ayuntamiento estaba formado por un alcalde, trece regidores ordinarios y cuatro regidores honorarios. El martes 19 de julio se juntaron en cabildo extraordinario Juan José de Fagoaga, alcalde ordinario; Antonio Méndez Prieto y Fernández, decano presidente; Ignacio Iglesias Pablo, Manuel de Cuevas Moreno de Montoy Guerrero y Luyando, el Marqués de Uluapa, León Ignacio Pico, Manuel Gamboa y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, todos ellos, regidores propietarios, y el procurador general Agustín de Rivero.[3]

También participaron Francisco Primo de Verdad y Ramos, el síndico del común Juan José Francisco de Azcárate; el Marqués de Santa Cruz de Inguanz Agustín de Villanueva, y el doctor Manuel Díaz, regidores honorarios.[4]

No asistieron por estar ausentes de la capital los regidores Joaquín Romero de Camaño, Antonio Rodríguez Velasco, Manuel Arcipreste y Joaquín Caballero, y por estar enfermo, Ignacio de la Peza y Casas.[5]

El síndico del común Primo de Verdad propuso que se hiciera saber al virrey la disposición de la capital para defender los dominios del reino y conservarlos para sus legítimos soberanos. Hubo consenso en la propuesta y se resolvió solicitarle igualmente que mantuviera el reino fuera del alcance no sólo de los franceses y su emperador sino también “de toda otra potencia, aún de la misma España”.

Por otra parte, se dijo que al renunciar a la corona Carlos IV en 1808 y entregar a Napoleón los bienes territoriales de la monarquía española y los seres humanos que habitaban en ella -como si fueran animales- el abdicante había cometido un acto nulo; ya que al tomar posesión “juró no enajenar el todo o la parte de los dominios que le prestaron obediencia”, según se hizo constar solemnemente en el acta respectiva.[6]

No podía ceder en favor de un tercero lo que no era suyo, ni menos atentar contra los legítimos intereses de los sucesores de la monarquía. La renuncia de Fernando VII en beneficio del mismo emperador corso tampoco era válida, porque la había hecho antes de tomar posesión de su cargo y le había sido arrancada bajo presión. No se puede renunciar a lo que no se tiene.[7]

En estas condiciones, la nación americana -conocida como reino de la Nueva España- era la legítima sucesora de los derechos del monarca. La soberanía se había transferido naturalmente de éste a aquélla. “Nadie tiene derecho -declaró el regidor Juan José Francisco de Azcárate- a atentar contra los respetabilísimos derechos de la nación”.[8] Consecuentemente, “ninguno -prosigue el regidor- puede nombrar soberano a la nación, sin su consentimiento”.[9] Cualquier designación hecha por Napoleón, el duque de Murat e incluso por Carlos IV o Fernando VII era nula.

Tales son las bases jurídicas que obligarían a los miembros del Ayuntamiento de México, en agosto de 1808, a presentar al virrey José de Iturrigaray una doble petición:

  • que permaneciera en el cargo, “entendiéndose que con la calidad de provisional”, y ya no como “virrey”, strictu sensu, puesto que ya no había rey, sino como “encargado del reino”.[10]

  • que convocara a un Congreso de representantes de todas las ciudades, villas y demás lugares del reino, que asumiera las atribuciones y las facultades todas de la soberanía, y que, por ende, tomara en sus manos la majestad de la nación.

Era preciso que él, como encargado provisional del reino, jurara no sólo desempeñar su encargo ante dicho congreso, conforme a las leyes vigentes, sino también no entregarlo a nadie. Todas las otras autoridades constituidas debían obligarse asimismo ante el congreso, desde el primero hasta el último de los empleados públicos.[11]

Los asuntos más importantes que requirieran resolución soberana, sobre todo en materias de hacienda, guerra y justicia así como los nombramientos de los principales funcionarios del reino, debían someterse ante el congreso.

Así, pues, el reino debía quedar momentáneamente representado “por las superiores autoridades que lo gobiernan y administran justicia” (virrey y audiencia) así como por la ciudad (ayuntamiento) y demás corporaciones civiles y eclesiásticas, reunidas en congreso, y adquirir el compromiso de devolver la soberanía al monarca cuando se hallase libre de toda presión extraña.[12]

Todo lo expuesto fue aprobado por unanimidad y así se le hizo saber al virrey


4) Elementos fundamentales de la propuesta

Audaz era la declaración de que “la soberanía reside en el reino”, así fuera provisionalmente, es decir, en los cuerpos que lo componen, audiencia y ayuntamientos -que tales eran los “tribunales superiores y corporaciones que llevaban la voz pública”- así como en los demás citados. Esto significa que la soberanía ya no reside en el rey. 

Si la soberanía reside en las clases que componen el reino, éstas tendrán la atribución de representarlo frente a otras naciones, expedir leyes, nombrar a sus autoridades y hacer justicia en todos sus niveles, incluyendo la última instancia, mientras el rey recupera su trono.

Hasta entonces, las autoridades más importantes habían dimanado del rey. No existiendo éste, las actuales habían perdido fundamento, legitimidad y razón de ser. La propuesta del ayuntamiento, al invertir la situación, resolvía el problema tan inesperadamente como inesperado había surgido el problema mismo, y además, en forma conveniente para todas las partes… sobre todo para el virrey. Los altos funcionarios del reino ya no dependerían del rey sino al contrario: ahora estos –incluyendo el rey- dependerían del reino -representado por sus corporaciones– y administrado por el virrey, por lo menos en forma provisional, hasta que el rey regresara… si regresaba.

Porque si no regresaba, se presentó la posibilidad de que dichas corporaciones nombraran a Iturrigaray “primer rey de la Nueva España independiente”, según escribió en sus notas Melchor de Talamantes y se propagó como rumor en los círculos políticos de la capital, con gran preocupación de los oidores.

En todo caso, como se señaló antes, el virrey debía obligarse bajo juramento, ante el pleno de los representantes de la nación constituidos en congreso, a gobernar provisionalmente conforme a las leyes, así como a defender la integridad y los derechos del reino. Tal juramento debía ser igualmente hecho por los miembros de las demás corporaciones. Así, todos quedarían obligados ante el órgano supremo.

Dos pues eran las novedades más importantes de esta “representación”, como se llamaba a la propuesta:

  • la creación inmediata y momentánea de un nuevo poder político nuevo, provisional, compuesto por varios órganos: ayuntamiento de México, como órgano consultivo de gobierno; audiencia de México, como órgano superior de justicia, y encargado del gobierno del reino, con facultades específicas en materia de hacienda y guerra, y

  • la creación a más largo plazo de un poder político supremo, el congreso nacional, ante le cual se sometieran todas las autoridades del país, empezando por el virrey y los oidores –con nuevos títulos y funciones-, y seguidos por aristócratas,, altos oficiales del ejército, jefes de oficina, obispos y todos los demás; poder político supremo que descansaría fundamentalmente en los ayuntamientos, a través de sus representantes.

Pero en términos políticos, la propuesta era de mayor trascendencia, porque implicaba un pacto entre americanos y peninsulares para gobernar el país en forma autónoma y mantenerlo en estado de defensa no sólo frente a Francia sino también “de la misma España”.


5) Rechazo de la propuesta por la Audiencia

El virrey sometió a consulta de la audiencia o real acuerdo la propuesta del ayuntamiento y el 20 de julio, “en el curso del debate, los oidores manifestaron claramente el disgusto que les causaba la duda de la corporación municipal sobre la subsistencia legal de las autoridades todas y su indicación para revalidarlas popularmente”.[13]

Con asistencia de alcaldes y fiscales, dicho real acuerdo reprochó al ayuntamiento dos cosas: primero, que “haya tomado sin corresponderle la voz y representación de todo el reino”, y segundo, que haya planteado “medios que no corresponden al fin propuesto, ni son conformes a las leyes fundamentales de nuestra legislación, ni tampoco coherentes con los principios establecidos”.[14]

“En el presente estado de cosas –concluye- nada se ha alterado en orden a las potestades establecidas legítimamente (en la Nueva España) y deben todas continuar como hasta aquí, sin necesidad del nombramiento y juramento. Este real acuerdo y todas las demás potestades tienen hecho juramento de fidelidad, que dura y durará no sólo en lo legal sino en sus propios sentimientos”.[15]

Si habían jurado fidelidad al monarca y obediencia a las leyes de la corona, las autoridades debían continuar ejerciendo sus funciones de acuerdo con dichas leyes, hasta que la situación se aclarase. Consecuentemente, nada de cuerpos o asambleas con atributos soberanos, ni un ejecutivo con atribuciones específicas, ni de un tribunal supremo propio, y menos de un Estado autónomo. Los ayuntamientos no tenían ninguna facultad consultiva. Esta facultad estaba reservada a la audiencia. Debían supeditarse, como siempre, a la autoridad del virrey, conforme a las leyes vigentes, y no las leyes –y el virrey- a las resoluciones de los ayuntamientos reunidos en congreso nacional.

Al rechazar la propuesta de los americanos, los oidores peninsulares rechazaron no sólo la posibilidad de establecer temporalmente un nuevo órgano de poder, con facultades específicas para hacer frente a la situación, sino también de compartirlo con ellos en igualdad de condiciones. En otras palabras, rechazaron el pacto político que les fue propuesto. Nunca más se les volvería a plantear con tal generosidad.

Así concluyó la primera parte de este inesperado debate constitucional.


6) Posición del virrey y razones de Estado

Para el virrey, los argumentos de los oidores carecían de consistencia política así como de eficacia práctica.

Cierto que las autoridades establecidas habían sido designadas por el rey legítimo y que en consecuencia debían permanecer en ejercicio de sus funciones conforme a la ley. Pero:

  • El rey legítimo, Carlos IV, al cual debían su nombramiento, ya había sido depuesto; es decir, ya no era rey.

  • Por otra parte, Fernando VII, destinado a sucederlo, no había alcanzado a tomar posesión, por lo que todavía no era rey legítimo.

  • Ambos habían resignado la corona en favor de Napoleón.

  • Tampoco podía considerarse como tal a Napoleón, depositario legal y político de la corona española.

Luego entonces, desde cualquier óptica bajo la cual se analizara el problema, las principales autoridades de la Nueva España, empezando por la del virrey, ya no tenían más carácter que el provisional, y sus actos y resoluciones debían circunscribirse a atender los asuntos de trámite.

El mismo Talamantes comentaría esta situación en forma breve, pero no menos clara:

“No habiendo rey legítimo en la nación, no puede haber virreyes. No hay apoderado sin poderdante. El que se llamaba pues virrey de México ha dejado de serlo desde el momento en que el rey ha quedado impedido para mandar en la nación. Si tiene al presente alguna autoridad, no puede ser otra sino la que el pueblo haya querido concederle. Y como el pueblo no es rey, el que gobierne con el consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey”.[16]

A partir de la deposición de Carlos IV, en efecto, el virrey Iturrigaray había quedado prácticamente fuera de su cargo, salvo que se diera el hipotético y muy remoto caso de que Fernando VII lo ratificara en su empleo. Su sustitución, pues, no era más que cuestión de tiempo. Sin embargo, al abdicar Fernando a favor de Napoleón, se había complicado la situación y creado un inesperado y profundo vacío político, legal y constitucional.

Iturrigaray se convenció de que ese vacío no podría ser llenado más que con una ficción jurídica y política, persuasiva y convincente, como la que había propuesto el ayuntamiento, que mantuviera no sólo la legitimidad del rey abdicante, a pesar de su abdicación, sino también la de las autoridades todas, aunque con las diferencias que les imponía la situación.

El mundo hispánico se había quedado sin cabeza. Primo de Verdad tenía razón: “un pueblo en estado de interregno puede llamarse ciudad sin gobierno y semejante a un ejército sin general”.[17] Era necesario darle legítimamente una cabeza, por lo menos aquí, en esta parte del mundo, en la Nueva España, y mantenerla sobre sus hombros con sus propios medios.

Los únicos elementos legítimos en que descansaba la nación eran los ayuntamientos, porque sus integrantes no habían sido nombrados por el rey sino por los propios vecinos. Esta siempre había sido la auténtica fuerza del reino, desde su fundación hasta el presente. El ayuntamiento de México, pues, a través de su propuesta. lo había provisto de la posibilidad de legitimar su autoridad como encargado del reino, aunque fuera de manera provisional. Configurar una nueva entidad política –una junta o congreso nacional- a base de vecinos, es decir, a base de ayuntamientos, que descansaba en una fuerza propia, de la cual él dependiera y a la vez que dependiera de él, sería sentar las bases que le permitieran consolidar su posición política, desempeñar sus funciones y hacer frente a la situación.

Además, había razones de Estado para convocar al Congreso. Según el ayuntamiento de la ciudad, asesorado por Talamantes, el congreso era requisito sine qua non para garantizar la seguridad interna y externa de la nación, sobre todo esta última.

En cuanto a la identidad y seguridad del reino frente al mundo, “el gobierno exterior del reino tiene dos ramos: uno activo, que es la alianza y correspondencia con las naciones extranjeras; el otro pasivo, que es la resistencia a los enemigos. Permitamos que esté bien administrado este segundo –aunque nos consta que no- pero, ¿qué hay del primero, que es el más esencial, y para el cual el virrey y las audiencias no tienen autoridad alguna?”[18]

Y por lo que se refiere a su seguridad interna, “no hay tranquilidad sin orden. No hay orden sin leyes, sin tribunales que las hagan observar, y faltando la metrópoli, nos faltan todos los tribunales supremos, que dan consistencia y firmeza a los menores. Este defecto no se ha reparado. ¿Cómo habrá, pues, tranquilidad?”[19]


7) Asamblea de los tres estados

En tales condiciones, el 28 de julio llegaron más noticias a México, tan estremecedoras como las anteriores: España entera se había insurreccionado contra Napoleón y estaba formando juntas de gobierno que asumían la soberanía en nombre y ausencia del rey cautivo. Al día siguiente, al hacerse pública la información, se inflamó el espíritu popular.

De inmediato, el ayuntamiento se reunió y pidió al virrey que, lejos de reconocer a alguna de tales juntas, la Nueva España formara la suya propia, en los términos de la propuesta que le había presentado anteriormente. Al mismo tiempo, le sugirió que tomara el voto consultivo no sólo de la audiencia sino también de la nobleza –española e indígena- y del clero, cuyos principales representantes residían en la capital del reino.

El virrey Iturrigaray, en lugar de consultar primero al real acuerdo sobre el contenido de dicha petición y citar después a la asamblea, como lo señalaba la ley, convocó primero a la asamblea y consultó después al real acuerdo. “Decidida, como lo está, la convocación de la junta general, he tenido por oportuno remitir a vuestras señorías, como lo hago, las mencionadas representaciones (del ayuntamiento) con sus antecedentes”.[20] Las “representaciones” a que se refiere el virrey eran las nuevas propuestas del ayuntamiento, cuyo contenido no se conoce más que por inferencias, ya que los documentos originales que las contienen nunca han sido localizados; pero los cuales no pudieron ser muh diferentes de los anteriores..

Los miembros de la audiencia se indignaron al conocer los documentos de referencia y exigieron al virrey, “de uniforme dictamen”, que “se sirva suspender la junta que tiene decidida, y que no haga novedad en materia de tanta gravedad y consecuencia”.[21]

Si Fernando ya había regresado a España “no sólo sería inútil la junta promovida sino sumamente perjudicial por las razones que no pueden ocultarse a la penetración de vuestra excelencia”. Y si el rey no ha regresado -ni llegara a regresar- era indispensable conocer previamente lo que “su excelencia” ha determinado “en razón de esos cuerpos y personas que han de concurrir a la junta (así como) el modo y términos en que han de hacerlo, para qué fines, con qué representación y voto –bien decisivo o consultivo- y modo y términos en que deberá concurrir a ella este tribunal”.[22]

El virrey contestó que “la convocación de la junta general” no era posible suspenderla “pues ya estaba decidida de antemano para la conservación de los derechos de su majestad, para la estabilidad de las autoridades constituidas, para la seguridad del reino, para la satisfacción de sus habitantes, para los auxilios que puedan contribuir y para la organización del gobierno provisional que convenga establecer para los asuntos de resolución soberana, mientras varían las circunstancias”.[23]

Y concluyó tajantemente: “Sin la reunión de las autoridades y personas más prácticas y respetables de todas las clases de esta capital, ni puede consolidarse toda mi autoridad, ni afianzarse el resto de mis resoluciones. El congreso de estos individuos examinará si conviene crear una particular junta de gobierno que me auxilie en los casos urgentes que puedan sobrevenir y ocurran”. Así, pues, “urge mucho celebrar la primera sesión el martes de la mañana siguiente a las nueve de la mañana en este Real Palacio”.[24]

La audiencia contestó al virrey “por segunda vez” que “no se presenta en el día ni en las circunstancias, urgencia ni necesidad alguna” para realizar tal junta; que las leyes de Indias “tienen previsto el remedio para casos iguales” y que dicho remedio consiste en la conservación de la autoridad del virrey “en su plenitud”, bajo consulta “en las materias arduas e importantes”, con el real acuerdo.[25] Esto le confería el gobierno absoluto para todo lo ordinario, con asistencia del real acuerdo en lo extraordinario. No menos, pero tampoco más. En este marco, sobre esta base y bajo la protesta del caso, sus miembros concurrirían a la asamblea del siguiente día.

La junta general fue convocada, por cierto, sin agenda previa. Así ocurriría con las tres siguientes. Los notables de la capital, representando a los tres estados –nobleza, clero y estado llano- se reunieron el 9 de agosto en el palacio del virrey, sin saber exactamente para qué habían sido convocados.

El virrey, sin embargo, según lo expuesto, tenía el propósito de someter a su opinión, entre otros, los siguientes temas básicos:

  • estabilidad de las autoridades constituidas;

  • organización de un gobierno provisional para los asuntos que requiriesen resolución soberana, y

  • facultades del virrey.

Fue una asamblea impresionante, la primera que se realizó en México para tratar asuntos de Estado. No sería superada en número, representatividad y solemnidad más que por la que se celebraría en la catedral de Oaxaca algunos años después, en diciembre de 1813, por instrucciones del capitán general José Ma. Morelos, a fin de elegir representante de la provincia al Congreso Constituyente de Chilpancingo.

Asistieron al palacio real 82 personas –demasiadas para la época- presididas por el virrey, sentado bajo dosel. “Seguían en la línea derecha de sillas” el real acuerdo, con los señores fiscales, “y en la otra y las demás”, el arzobispo, canónigos e inquisidores y miembros del ayuntamiento.

También concurrieron los miembros del tribunal de cuentas, los del consulado, jefes de oficina, títulos nobiliarios y vecinos distinguidos, clérigos y frailes en representación de sus congregaciones, y además, los delegados del ayuntamiento de Jalapa, y los gobernadores de las parcialidades de indios de San Juan y Santiago.[26]


8) Primer debate político

En esta asamblea, los representantes del ayuntamiento de México reiteraron sus argumentos anteriores; pero invocaron esta vez la tesis de la soberanía popular -allí mismo declarada herética- e insistieron que se organizara un gobierno provisional, que al igual que los de España, pero por medios más legales, ejerciera la soberanía, es decir, el poder supremo, en nombre de Fernando VII.

El licenciado Primo de Verdad, quien tomó la palabra en nombre del ayuntamiento, a través de un razonamiento por analogía, expuso que la Ley de Partida prevé explícitamente que en caso de que quede el rey en menor edad, sin haberle nombrado regente su padre o tutor, designárselo corresponde a la nación, representada por las cortes. Agregó que en las actuales circunstancias, dada la analogía con la ausencia o el cautiverio del soberano legítimo, era necesario proceder conforme a la ley, y con base en ella, convocar a una junta o congreso de representantes de todas las ciudades, villas y demás lugares del reino, a fin de que dicho congreso asumiera la soberanía para reservársela a Fernando VII, por una parte, y por otra, para nombrar al encargado provisional del gobierno del reino y demás autoridades.[27]

Esta vez, la propuesta se basó no sólo en las modernas tesis liberales de la soberanía popular sino también en la tradición jurídica española y alcanzó a definir los perfiles de los nuevos órganos de poder, ligeramente distintos a los originalmente planteados por el mismo ayuntamiento en julio anterior.

  • Las audiencias (había tres, las de México, Guadalajara y Chihuahua) formarían tribunales supremos, pero siin funciones gubernativas, y sus miembros serían nombrados o ratificados por el congreso.[28] (La audiencia de México ya había quedado sujeta de hecho a la opinión, no vinculante jurídicamente, pero decisiva moralmente, de la asamblea de los tres estados que se estaba llevando a cabo).

  • El congreso estaría formado por representantes de todas las ciudades, villas y pueblos del reino, dotado de atribuciones para designar, no al virrey –ya que el congreso no era rey- sino al “encargado provisional del gobierno”, y éste, a su vez, quedaría comprometido y obligado ante dicho congreso o junta nacional.

  • Se erigiría también una pequeña junta o consejo de gobierno, con carácter consultivo, pero permanente, que auxiliaría al virrey en sus decisiones fundamentales.

La alianza entre europeos y americanos, pues, propuesta inicialmente por el ayuntamiento, “aún contra la misma España”, fue reemplazada esta vez, como se ve, por una alianza más restringida entre americanos y virrey, en función de los más altos intereses del nuevo Estado nacional.

Pero, en la práctica, todo el poder quedaría en manos de los americanos, reunidos en cortes, parlamento o congreso. El supremo tribunal de justicia, formado por peninsulares, se limitaría a ejercer funciones exclusivamente judiciales, no de gobierno, y el encargado del gobierno del reino, también peninsular, tendría el carácter de provisional, vigilado además de cerca por un consejo de gobierno americano. Más tarde, ya se vería.

A los oidores no se les escapó la proyección política de la propuesta, y apoyados por muchos peninsulares presentes en la asamblea, categóricamente la rechazaron. A través de los fiscales de la propia audiencia expusieron que la soberanía reside en el rey; que éste la ha transmitido parcialmente al virrey a través de las leyes, y que observar éstas era respetar la voluntad soberana de aquél.

Para demostrar al virrey que la audiencia era el único órgano de carácter consultivo, no el ayuntamiento, y menos la junta que se estaba llevando a cabo, hablaron directamente a virrey, regidores y síndicos y los instruyeron frente a la asamblea. Les dijeron: “el primero y más principal derecho de la soberanía puede ser el de romper la guerra y hacer la paz, y aunque vuestra excelencia (el virrey) no lo tiene, ¿quién le podrá negar la facultad de defenderse y estar preparado contra cualquiera agresión? Las Leyes de Indias lo autorizan respecto de sus enemigos interiores. Y el derecho público, natural y de gentes lo constituyen en necesidad, con mayor motivo cuando cualquier particular tiene semejante derecho”.[29]

“Otra de las prerrogativas del monarca es la de hacer leyes, pero ¿qué necesidad tenemos de otras que las que nos gobiernan, a cuya observancia excitan vuestra excelencia y los tribunales superiores por medio de bandos, edictos y acordados, que sostienen el orden de la justicia conmutativa y distributiva, según el mérito de cada uno?”[30]

“Aunque no puede nombrar presidentes y oidores, por lo respectivo a los primeros, está proveído con las cédulas y órdenes de sustitución de mando, y por lo que hace a los segundos, con la facultad que tiene vuestra excelencia de nombrar abogados en falta de oidores para el desempeño de los negocios. Y como las audiencias deben subsistir, continuarse y conservarse aunque sea con un solo oidor (según lo establece la ley) por este medio lo sostiene su excelencia”.[31]

“El perdón de los delitos es reservado al soberano y a vuestra excelencia le es dado por las leyes. La naturalización de extranjeros está suplida por las reales órdenes que previenen que todos los que sean útiles al Estado se dejen vivir en América”.[32]

“La formación de juntas es atributo propio de la soberanía, pero estando formadas las que se necesitan para la real hacienda y otras, puede vuestra excelencia, según las ordenanzas, formar las que necesita para las disposiciones de la guerra. Otras muchas prerrogativas tiene su majestad de su privativa inspección, pero pocas hay que no se encuentren suplidas por las leyes indianas”.[33]

Los fiscales concluyeron:

  • España está en estado de emergencia. Tal es la razón por la que han surgido diversas juntas gubernativas. En cambio, la Nueva España no lo está. Vive normalmente. Luego entonces, no tiene necesidad de formar ninguna junta nacional.

  • La ley citada por el representante del ayuntamiento sobre el derecho de reunirse en cortes para nombrar tutor al rey menor se refiere a un pueblo principal, que tiene este derecho, no a un pueblo accesorio y subordinado, que no lo tiene. En otras palabras, a la metrópoli, no a una colonia.

  • En tales condiciones, juntarse en cortes y nombrar autoridades sin consentimiento del monarca no es ejercer sino usurpar la soberanía.[34]

El oidor Aguirre, por su parte, tocando el fondo del asunto, preguntó directamente al síndico Primo de Verdad cuál es el pueblo en el que ha recaído la soberanía, y al responder éste que “en las autoridades constituidas” (pensando quizá en las Siete Partidas, ley primera, título décimo, partida segunda: “pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los omes”), el oidor le replicó irónicamente que “las autoridades no son el pueblo”.[35]

Al final, aunque no se aprobó la junta nacional, como lo quería el ayuntamiento, tampoco se aprobó el reconocimiento a ninguna junta procedente de la metrópoli, como lo deseaba la audiencia. Nadie perdió, pero nadie ganó. De este modo, el virrey dio a la prensa un comunicado en los siguientes términos:

“Cualesquiera juntas que en clase de supremas se establezcan para aquellos y estos reinos –según la Gaceta de México- no serán obedecidas si no fueren inauguradas, creadas o formadas por Su Majestad”.[36]


9) Acuerdos contradictorios, pero no vinculantes

“Para asuntos importantes del servicio que han de tratarse en Junta en este Real Palacio, espero se sirvan vuestras señorías concurrir a ella a las nueve de la mañana del día 31 del corriente”.[37] Firma el virrey.

En la reunión de 31 de agosto, a la que convocó Iturrigaray sin temario previo u orden del día –como empezó a ser su costumbre- ambos partidos, ayuntamiento y audiencia, en lugar de acercar sus propuestas, las polarizaron. La audiencia propuso que se reconociera a la Junta de Sevilla como soberana, aunque únicamente en las materias de hacienda y guerra. Esto hizo decir al poderoso marqués de Rayas que la soberanía es indivisible.[38]

Otros advirtieron que en la reunión anterior se había tomado la determinación de no reconocer a junta alguna como suprema, ni externa ni interna, ni total ni parcialmente, a menos que estuviera autorizada por Fernando VII, y que esto no ocurría con la de Sevilla, aunque tampoco con la junta nacional de la Nueva España, por lo que resultaban ociosas ambas propuestas.

A pesar de lo expuesto, así como el real acuerdo insistió en mantener su posición de reconocer a alguna junta peninsular y la concretó aún más con su propuesta de reconocer a la de Sevilla, del mismo modo el alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia expresó, con apoyo de todos los miembros del ayuntamiento (salvo dos) que el asunto del reconocimiento a alguna junta peninsular no era cosa urgente y que bien era posible esperar a que el rey Fernando tomara la determinación que considerase adecuada para el gobierno de todos sus reinos. En cambio, la Nueva España no podía soslayar lo siguiente:

  • Asuntos de gravedad que podrían sobrevenir, para afrontar los cuales era necesario contar con la diputación general de todo el reino, y

  • Asuntos importantes e inmediatos, cuya atención reclamaba sin dilación una pequeña junta –una especie de consejo de gobierno- que en lo posible representase a todas las clases, y cuya función fuese la de auxiliar al virrey, en lo que éste le propusiera y consultara; lo que equivalía de hecho a reemplazar a la audiencia en esta materia, la cual, en contraparte, sería elevada a la categoría de órgano de última instancia en materia de apelación judicial, es decir, supremo tribunal de justicia de la nación.

A reserva de responder puntualmente a la propuesta anterior, el oidor Guillermo de Aguirre insistió en que se reconociera a la Junta de Sevilla. A este respecto aclaró que era necesario distinguir tres clases de juntas que habían aparecido en la península: juntas supremas de provincia o de reinos como el de Navarra; la junta suprema de España, y la junta suprema de España y de las Indias Españolas.

Las primeras juntas –las de provincia- les debían ser indiferentes, la segunda –la suprema de España- no ser objeto de discusión, por referirse exclusivamente a la península, y la tercera –la suprema de España y de las Indias- que era la de Sevilla, “había limitado sus funciones de suprema a los asuntos de guerra y a los de hacienda como inseparables de aquéllos”. Y concluyó que así como las Castillas y León ya la habían reconocido, del mismo modo la Nueva España debía hacer lo mismo.[39]

Castro Palomino replicó que aunque la Junta de Sevilla y otras se titulen supremas y aún soberanas, “se ignora el origen de estos epítetos”, siendo de la opinión que no se le reconociera. El arzobispo Lizana y el inquisidor Sainz, por su parte, apoyaron esta postura, al considerar que el asunto del reconocimiento “no era de pronta ejecución”. [40] Estos votos, al estar contra el reconocimiento de la Junta de Sevilla, no hacían más que confirmar lo que se había decidido en la sesión anterior, es decir, que no se reconociera a ninguna junta que no fuera autorizada por el monarca; pero en el marco específico de la nueva reunión en proceso, fortalecían indirectamente la postura del ayuntamiento, o sea, que la nación formase su propia junta para asuntos de especial importancia, aunque no contara con la autorización real.

En todo caso, el debate hizo que la asamblea empezara a variar su parecer respecto de la reunión anterior. Después de todo, reconocer a la Junta de Sevilla no era mala idea. Concluida la sesión, se organizaron “los tres clases de votos que hubo; es decir, los que convinieron con el oidor Aguirre (reconocimiento de la junta peninsular); los que siguieron al citado señor Villaurrutia (no reconocimiento de peninsular y formación de la propia) y los singulares, con el fin de tenerlo todo presente para extender el acta, como en efecto se extendió por el señor oficial mayor de gobierno don Félix Sandoval”.[41]

Al reorientarse el parecer de la asamblea, ésta se pronunció por el reconocimiento de la Junta de Sevilla. El alcalde ordinario José Juan de Fagoaga y el regidor Agustín de Villanueva, inclusive, que hasta entonces habían seguido el parecer del ayuntamiento de México, se separaron de él y emitieron sus votos en este sentido. De este modo, por 50 votos contra 14, apoyaron la propuesta del oidor Aguirre.[42]

El virrey agradeció a todos su presencia y les anticipó que esa sería la última reunión. “Señores, ya se acabaron las juntas, esta será la última”. ¿Por qué? A la perspicacia de los oidores no se les escapó la razón. “Se atribuyó por algunos –comentan los oidores- a que (Iturrigaray) no había podido reunir la mayoría de votos conforme a sus ideas”.[43]


10) Convocatoria al Congreso Nacional

Sin embargo, esa misma noche llegaron pliegos de Asturias que confirmaron que en España no sólo cada provincia sino cada ciudad había formado su junta, y que ninguna de ellas reconocía supremacía en las demás.

Estas novedades determinaron que el virrey Iturrigaray tomara de inmediato dos decisiones ejecutivas:

  • A pesar de que ya había decidido acabar con las juntas, citó rápidamente a una nueva para el día siguiente, 1 de septiembre, a las 4 de la tarde, aunque no para deliberar, ni para votar, sino únicamente para enterarla de la situación.[44]

  • Al mismo tiempo, convocó de inmediato en la capital a los representantes de los ayuntamientos del reino para que se reunieran en congreso nacional.[45]

Era claro que en materia de juntas, México no tenía por qué reconocer a una más que a otra. En la reunión que se tendría unas horas después, el 1 de septiembre, hasta los mismos fiscales de la audiencia, que el día anterior habían sostenido la necesidad de reconocer la Junta de Sevilla, propusieron que dicho reconocimiento se suspendiera mientras no se recibieran otras noticias.

Los oidores, en cambio, insistieron que, a pesar de las circunstancias, reconocer a la Junta de Sevilla era lo más conveniente para el reino.

Esta vez el virrey pidió a todos que no votasen en el acto, porque no los había convocado para eso, sino para informarles lo sucedido, y les dijo que entre tanto reflexionasen su voto y lo emitieran después por escrito, resumiendo en uno el de las dos reuniones, es decir, la anterior y ésta.[46] Con ello quería evitar que los miembros de la asamblea tomaran acuerdos que contrariaran a los precedentes, como se había hecho en la segunda reunión de 31 de agosto respecto de la primera, de 9 de agosto, y en ésta de 1 de septiembre respecto de la segunda, de 31 de agosto.

Y aunque reiteró que dichos acuerdos no eran más que meras consultas que no lo obligaban a nada, de todas maneras aclaró que consideraba necesario que se adoptaran para instruirse y proceder conforme a lo que él tuviese “por mejor”.

De las personas que asistieron a la tercera junta, 58 votarían que no se reconociera soberanía “por ahora” a las Juntas de Sevilla y de Oviedo. [47]

“Por ahora”, pues, no se reconoció a ninguna junta de la península, lo que fortaleció al partido americano. Al mismo tiempo, el virrey tuvo “por mejor” para el reino que éste tuviera su propia junta, es decir, que se estableciera el congreso nacional. La decisión la había tomado inclusive antes de que se emitieran los votos de los congregantes con expresión de causa.

 Así, pues, la suerte estaba echada.

 

jherrerapen@hotmail.com

 


[1]Hernández y Dávalos, Op. Cit. Tomo III, Documento 148, Respuesta de los oidores de México  a la vindicación del señor Iturrigaray, páginas 781-803.

[2] Ibid, página 787.

[3] Felipe Tena Ramírez, Leyes Fundamentales de México, Ed. Porrúa, México, 1989, Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declara se tenga por insubsistente la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en favor de Napoleón, de 19 de julio de 1808, José Calapiz Matos, escribano mayor de cabildo páginas 4-20.

[4] Ibid.

[5] Ibid.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Ibid.

[9] Ibid.

[10] Ibid.

[11] Ibid.

[12] Ibid..

[13] Julio Zárate, México a través de los Siglos, Tomo III, editorial Cumbre, México, 1958, página 42.

[14] Genaro García, Documentos históricos mexicanos, tomo II, Documento VI, Voto Consultivo del Real Acuerdo sobre la representación del ayuntamiento de México, 21 julio 1808, página 37.

[15] Ibid.

[16] Notas de Melchor de Talamantes a la proclama del virrey publicada en la Gaceta extraordinaria de México, viernes 12 agosto 1808, tomo 15, número 77, folio 560. Las referidas notase se hallan en la Causa contra Talamantes, Genaro García, Op. Cit., Tomo VI, páginas 1-88.

[17] Genaro García, Op. Cit, tomo II, Documento LIII, Memoria póstuma del síndico del ayuntamiento de México Lic. D. Francisco Primo de Verdad y Ramos, página 157.

[18] Ibid.

[19] Ibid.

[20] Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento X, Oficio del virrey Iturrigaray al Real Acuerdo, con que le remite las segundas representaciones del ayuntamiento de México, a la vez que le avisa haber reselto ya la convocación a una junta general, 5 agosto 1808, página 45.

[21] Ibid, tomo II, Documento XI, Voto Consultivo del Real Acuerdo sobre las segundas representaciones del ayuntamiento de México, en que aparece también la opinión de dicho cuerpo acerca de la proyectada convocación de la Junta General, 6 agosto 1808, página 46.

[22] Ibid.

[23] Ibid, tomo II, Documento XII, Oficio del virrey Iturrigaray al Real Acuerdo, en que resuelve terminantemente la celebración de la Junta General iniciada por él, 5 agosto 1808, página 47.

[24] Ibid.

[25] Ibid, tomo II, Documento XV, Voto Consultivo del Real Acuerdo en que ofrece asistir a la Junta General convocada por el virrey Iturrigaray bajo las protestas que en el mismo Voto constan, 8 agosto 1808, página 53.

[26] Ibid, tomo II, Documento XVI, Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, Francisco Fernández de Córdoba marqués de San Román, superintendente de la Real Casa de Moneda, secretario de su majestad “según lo acordado por la misma junta general”, y José Arias de Villafañe, escribano de cámara y gobierno del real acuerdo, con honores de secretario de su majestad y de su Consejo, oidor de la real audiencia y síndico del ayuntamiento, página 56.

[27] Ibid, tomo II, Documento DLIII, Memoria póstula del Síndico del Ayuntamiento de México Lic. D. Francisco Primo de Verdad y Ramos en que fundando el derecho de soberanía del pueblo justifica los actos de aquel cuerpo, 12 septiembre 1808, página 147.

[28] Memoria de Miguel Ramos Arizpe presentada a las Cortes de Cádiz, 1811, No. 22, Defectos en la Administración deJusticia, VI Reunión Interparlamentaria México-España, Querétaro, 1992, página 30.

[29] Genaro García, Op. Cit, tomo II, Documento LVII, Exposición de los Fiscales en que constan los votos que externaron en la Junta General de 9 de agosto, 14 diciembre 1808, página 183.

[30] Ibid.

[31] Ibid.

[32] Ibid.

[33] Ibid.

[34] Ibid.

[35] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo III, Documento 148, Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor Iturrigaray, 9 noviembre 1808, página 798.

[36] Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento XVI, Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808, página 56.

[37] Ibid, Documento XXV, 30 agosto 1808, página 71.

[38] Ibid, Documento XLIV, Voto del marqués de San Juan de Rayas porque no se reconozca a la Junta de Sevilla y porque se convoque a un Congreso mexicano, 5 septiembre 1808, página 103.

[39] Ibid, tomo II, documento XXXVI, Voto del oidor D. Guillermo de Aguirre porque a la Junta de Sevilla se le reconozca en lo relativo a hacienda y guerra, 3 de septiembre de 1808, página 85.

[40] Ibid, tomo II, documentos XXXVII, XXXV y XXXIX, Votos de Felipe de Castro Palomino, del decano inquisidor Sainz, de 3 de septiembre, y del arzobispo Lizana, de 4 de septiembre, páginas, 90, 84 y 94, respectivamente.

[41] Ibid, tomo II, documento LI, Relación de los pasajes más notables ocurridos en las Juntas Generales en los días 9 y 31 de agosto, 1 y 9 de septiembre de 1808; 16 de octubre de 1808, página 136.

[42] Ibid, tomo II, documento XXXIII, Voto del señor D José de Vildisola porque a la Junta de Sevilla se le reconozca en lo relativo a hacienda y guerra, 2 de septiembre de 1808, página 78.

[43] Ibid, tomo II, documento LI, Relación de los pasajes más notables ocurridos en las Juntas Generales en los días 9 y 31 de agosto, 1 y 9 de septiembre de 1808página 136.

[44] Ibid, tomo II, documento XXVI, Minuta de la convocatoria del virrey Iturrigaray para la junta del 1 de septiembre de 1808, página 71

[45] El texto de la convocatoria es el siguiente: “Circular a todos los Ayuntamientos. Conviniendo que en las actuales circunstancias haya en esta capital un apoderado que represente los derechos y acciones de ese cuerpo, prevengo a vuestra señoría que sin pérdida de tiempo dirija su poder al Ayuntamiento de la capital de esa provincia, para que sustituyéndole en el sujeto que por sí elija, pueda emprender su venida a la más posible brevedad. México, 1 de septiembre de 1808.” Genaro García, Op. Cit., tomo II, documento XVIII, Minuta de Circular del Virrey Iturrigaray a todos los Ayuntamientos del virreinato en que les previene que nombren sus representantes para el Congreso General, página 74.

[46].Ibid, tomo II, documento XXXI, Oficio del virrey Iturrigaray en que pide a los concurrentes a la junta del 1 de septiembre que formulen su voto por escrito, 2 septiembre 1808, página 76.

[47] Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento XXVII, Lista de personas que asistieron a la junta del 1 de septiembre y que votaron que no se reconozca por ahora soberanía en las juntas de Sevilla y Oviedo, páginas 72-74. Votaron contra el reconocimiento de las juntas europeas Francisco Primero de Verdad y Ramos (síndico), Josef Arias de Villafañe, Manuel Díaz de los Cobos Muxica (canónigo de Guadalupe), Antonio Rodríguez Velasco, Leon Ignacio Pico (miembro del ayuntamiento), Jacobo de Villa Urrutia (oidor alcalde de corte), Antonio Velasco Ramírez (canónigo de Guadalupe), Manuel Santos Vargas Machuca (gobernador), Marqués de San Juan de Rayas, Carlos Camargo (apoderado general de la parcialidad), Eleuterio Severino Guzmán (apoderado y representante del señor Camargo, por no haber podido asistir, por sus enfermedades), José Antonio de Estrada (representando al señor Juan José Olvera), Angel del Rivero, Juan Francisco de Azcárate (miembro del ayuntamiento), Alejandro Fernández, Francisco Robledo (fiscal del crimen), Agustín de Villanueva Cáceres-Ovando, Juan Cienfuegos, Juan José Güereña, Antonio María Campos, José Juan Fagoaga (miembro del ayuntamiento), Conde de Pérez Gálvez, Marqués de Uluapa, Miguel Bachiller, Joaquín Obregón, Francisco Javier Borbón, Manuel dse Cuevas Monroy Guerrero y Luyando, Andrés Fernández de Madrid, Antonio Méndez Prieto y Fernández, Joaquín Gutiérrez de los Ríos, Miguel Arnaiz, Joaquín Colla, Antonio de Bassoco, José Macías, Ignacio de Obregón, Ambrosio de Sagarzurieta, Pedro María de Monterdo, Ignacio Iglesias, Juan Manuel Vázquez de la Cadena, José Ignacio Beye Cisneros, Francisco de la Cotera, Francisco Menocal, Manuel de Gamboa, Marqués de Castañiza, Juan Navarro, Joaquín Maniau (contador general de tabaco), Conde de Regla, Francisco Beye Cisneros, Felipe de Castro Palomino, Mariscal de Castilla (marqués de Ciria), Antonio Torres Torija, Agustín Pérez Quijano, José Antonio del Xpto. y Conde (auditor de guerra), Conde de la Cortina, Marqués de San Miguel de Aguayo, Bernardo del Prado y Ovejero (inquisidor), Conde de Medina y Torres, y Manuel del Campo y Rivas. 

 

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