Historia y política

José Herrera Peña

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México 2003


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José Herrera Peña

Prólogo

Capítulo I
El Primer Congreso Nacional

Capítulo II
La frustrada elección nacional de 1808

Capítulo III
Las elecciones de 1810

Capítulo IV
La elección española de 1810

Capítulo V
La elección de 1811 y el proyecto constitucional de la Junta de Gobierno

Capítulo VI
La Constitución Política de la Monarquía Española

Capítulo VII
Principales principios constitucionales aplicables a América

Capítulo VIII
Sentimientos de la Nación

Capítulo IX
Las elecciones de 1813

Capítulo X
Congreso Constituyente de Chilpancingo

Capítulo XI
La Constitución de Apatzingán

23 tesis y 2 conclusiones

 


Sentimientos de la Nación


Casa de la Constitución


Constitución para la libertad

Presentación

Primera parte

Segunda parte

La versión de Vicente Leñero y Herrejón Peredo

De la Tierra Caliente al frío altiplano

Petición de perdón

Los errores de la Constitución

Graves revelaciones militares

Escrito comprometedor

La retractación

Texto principal

Notas de apoyo

Temas de actualidad

Órganos del Estado Federal y de las entidades federativas

 Constitución Política de 1917

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Bases del Estado mexicano

 

Raíces

-históricas, políticas, constitucionales-

del

Estado mexicano

José Herrera Peña

VI

Constitución Política de la Monarquía Española

 

1) Disposiciones generales

Las cortes fueron integradas por 90 eclesiásticos, 56 abogados, 15 catedráticos, 39 militares, 49 funcionarios, 14 nobles y 8 comerciantes, además de 20 no profesionales, pero intelectuales, procedentes de todos los dominios españoles de Europa, Asia y América. Fue un “congreso minado por la discordia, que discutía entre gritos y aclamaciones y en estado de sitio la mayoría del tiempo... en una ciudad sitiada, entre rogativas, cañonazos y críticos furiosos”.[1]

Como señala Alamán, bajo dos puntos de vista puede ser considerada la Constitución Política de la Monarquía Española. Uno, según la forma general de gobierno de la nación, y otro, según la forma particular que se estableció para las grandes regiones de América y Asia, antes conocidas como “las Indias”, que habían tenido hasta entonces una legislación especial y sido gobernadas bajo principios enteramente diversos a los adoptados para el resto de la monarquía.

En diez títulos, divididos en capítulos y artículos, está distribuido el código constitucional gaditano.

En el primero, se establecen las disposiciones generales. Se declara que la soberanía reside en la nación. Y se señalan las condiciones necesarias para ser español.[2] Después se demarca el territorio español, comprendiendo en él todas las posesiones de Europa, América y Asia; se declara que la religión católica, apostólica, romana, "única verdadera", es la religión de la nación española, y se prohibe el ejercicio de cualquiera otra.[3]

Se establece la forma de gobierno monárquico, moderado, hereditario, y la distribución de poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Y se determinan las condiciones necesarias para ser ciudadano español, así como aquellas por las cuales se suspenden o se pierden sus derechos.

 

2) El poder legislativo

Luego se enuncia el modo de formar las cortes, la elección de diputados, las facultades de las cortes así como de la diputación permanente que debía quedar en ejercicio entre una y otra reunión.[4]

Las cortes están formadas por una sola cámara integrada por diputados de todos los dominios españoles de Europa, América y Asia.

La base para la representación nacional es la misma en ambos hemisferios.

La elección se verifica por tres órdenes sucesivos de votación. Los ciudadanos, reunidos en juntas parroquiales, eligen compromisarios, y éstos, electores parroquiales. Reunidos en la cabecera de partido, los electores parroquiales nombran a los que, con los demás partidos, habrán de elegir en la capital de la provincia a los diputados de las cortes. Si la guerra impide la llegada de los diputados de alguna provincia, los anteriores deben continuar en calidad de suplentes.

Las sesiones de las cortes son anuales y duran tres meses, prorrogables por uno más. Tienen derecho de proponer proyectos de ley los diputados y los ministros del gobierno o secretarios de despacho, pudiendo estos asistir a las sesiones y tomar parte en ellas, pero no en la votación.

Una comisión de siete diputados debe quedar permanente entre unas y otras sesiones, para velar por la observancia de la constitución y de las leyes, así como para dar cuenta a las cortes de las infracciones que note mientras éstas estén en receso.

 

3) El ejecutivo y el judicial

Enseguida se definen las facultades del rey y se fija el orden de sucesión a la corona. Se establece también cómo debe gobernarse el reino en la minoría de edad del rey o en caso de tener algún impedimento, y cómo debe ser dotada la familia real.[5]

Se señala el número y funciones de los secretarios de despacho y se les declara responsables de las órdenes del rey que autoricen con sus firmas.

Se define la formación del Consejo de Estado, compuesto de 40 individuos, de los cuales 12 a lo menos deben ser nacidos en las provincias de ultramar, y las atribuciones que debe ejercer.

Y son objeto de este título la administración de justicia así como los jueces y tribunales encargados de ella.

 

4) Los ayuntamientos

En el título sobre “el gobierno interior de las provincias y pueblos”, en lugar de los antiguos ayuntamientos por compra o herencia se establecen ayuntamientos de elección popular, cuyos miembros se renuevan cada año por mitad.[6]

Los ayuntamientos tienen a su cargo la política interior de los pueblos: cuidar de las rentas municipales, instrucción pública, casas de beneficencia y obras de comodidad y ornato.

Para el desempeño de sus funciones, los ayuntamientos están bajo la inspección de otras corporaciones de mayor jerarquía, llamadas “diputaciones provinciales”, que se crean en cada provincia, presididas por el "jefe superior" -nombrado por el rey- en quien residirá el gobierno político, y compuestas por el intendente y siete individuos nombrados por los mismos electores que eligen diputados.

Estas diputaciones, sobre las que descansa todo el gobierno económico de las provincias, no deben tener más de noventa sesiones al año, distribuyéndolas en el orden que mejor les parezca, sin facultades para resolver o concluir algo definitivamente, pues las ordenanzas municipales de los pueblos, los arbitrios propuestos por los ayuntamientos para las obras públicas y las cuentas de la inversión de estos mismos arbitrios, habrán de pasarse a las cortes por las diputaciones provinciales, con su informe para su aprobación, sin más diferencia respecto a las provincias de ultramar, en razón de la distancia, que poner en ejecución los arbitrios con aprobación del "jefe político", aunque dando inmediatamente cuenta al gobierno para que éste, a su vez, los someta a la aprobación de las cortes.

 

5) Las contribuciones

Las cortes se reservan la facultad de establecer o confirmar anualmente las contribuciones -materia del siguiente título-, sean directas o indirectas, generales, provinciales o municipales, subsistiendo las antiguas hasta que se publique su derogación o sustitución.[7]

Las contribuciones deben repartirse entre todos los españoles, en proporción a sus facultades, sin excepción ni privilegio alguno, asignando las cortes a las provincias su respectivo cupo de las directas, y haciendo lo mismo las juntas provinciales respecto a las municipalidades, y los ayuntamientos respecto a los vecinos.

La tesorería general, establecida para toda la nación, es el órgano encargado de disponer y aplicar los productos de todas las rentas, estando para ello en correspondencia con las tesorerías de las provincias.

Ningún pago se debe hacer por la tesorería general que no sea por orden del rey, autorizada por el ministro de hacienda, expresando en ella el gasto a que se destine y el decreto de las cortes en que se apoya.

Una contaduría mayor, que habrá de organizar una ley especial, estará encargada del examen de todas las cuentas, quedando la de la tesorería general sujeta a la aprobación de las cortes.

 

6) Ejército, educación y reforma de la Constitución

En los dos títulos siguientes se trata de la fuerza militar y de la instrucción pública. La fuerza militar está formada por tropas permanentes o de continuos servicios y por milicias nacionales que se mandan levantar.[8]

Para la instrucción pública se dispone formar una dirección general de estudios, a cuyo cargo estará la inspección de la enseñanza, sujeta ésta a un plan uniforme en todo el reino, reservándose las cortes la atribución de arreglar por planes y estatutos especiales todo cuanto pertenezca a este ramo.

La libertad de imprenta, ya establecida por ley, queda confirmada por una disposición del último de los dos títulos a que se hizo referencia.

Y el título final, por su parte, contiene lo conducente a la observancia y modo de proceder para hacer variaciones a la constitución.[9]

Las cortes, en las primeras sesiones de cada año, deben tomar en consideración las infracciones que se han hecho a la constitución, al acecho de las cuales está la diputación permanente, con auxilio de todo español. Las mismas cortes tomarán las medidas necesarias para el conveniente remedio y para hacer efectiva la responsabilidad de los contraventores.

Ninguna alteración, adición ni reforma puede proponerse a ninguno de los artículos de la constitución sino hasta ocho años después de que se haya puesto en práctica en su totalidad.

Las formalidades requeridas para que tenga efecto cualquiera variación o reforma son tan largas y complicadas que, para cumplirlas, son necesarios de cuatro a seis años, pues la discusión de la reforma intentada debe hacerse y aprobarse por las cortes, renovarse dos veces, y sujetarse definitivamente a la aprobación de las terceras cortes, cuyos diputados deben ser autorizados con poderes especiales para tal efecto.

 

7) Del absolutismo real al absolutismo parlamentario

Aunque el rey conserva el poder material, por tener a su disposición la fuerza armada y la facultad de conferir las gracias y los empleos, la mayor parte de sus facultades, sin embargo, pasan a las cortes, entre ellas, la de interpretar las leyes.

Siendo todo incierto -por su misma novedad- todo, y no sólo las leyes, estaba sujeto a interpretación. Consecuentemente, el ejecutivo no podría dar paso sin recurrir a las cortes. La influencia de éstas se percibiría en todos los ramos de la administración pública. Los ministros serían responsables ante ellas. El rey estaba obligado a consultar para todo al Consejo de Estado y éste, siendo el canal del nombramiento de todos los altos empleos de la iglesia y la magistratura, tenía su origen en las propias cortes.

Por consiguiente, las tensiones y conflictos entre un congreso con tan gran poder y un gobierno que, acostumbrado a ejercerlo en su totalidad, se consideraba despojado de él y se esforzaría en recuperar, tendrían que ser frecuentes e inevitables.

Entre el despotismo real y el despotismo democrático no quedaba elemento alguno intermedio que amortiguara sus enfrentamientos. La autoridad real carecía de medios legítimos para hacerlos valer frente a situaciones amenazantes, pues la constitución no facultaba al rey a disolver el congreso, ni a suspender sus sesiones, ni a rehusar su sanción a las leyes sino por tiempo limitado.

Se ha dicho que la creación de otra cámara que resistiese, por una parte, las ampliaciones del poder real, tendientes al absolutismo, y por la otra, los agresivos embates del espíritu democrático, propicios a adoptar resoluciones precipitadas, hubiese evitado que dichas fuerzas se vieran sometidas a crudos encuentros. Es probable. España tenía antecedentes en la materia. En la época de su mayor gloria y esplendor había estado animada por un sistema monárquico, moderado por la prudencia de la nobleza y el clero, por una parte, y estimulado por el ímpetu del espíritu popular, por la otra.

Pero, en la medida en que el rey había utilizado a las ciudades para debilitar a los estamentos de la nobleza y el clero, y a éstos para debilitar a las ciudades, creció el despotismo monárquico. Aumentó el poder real, pero se debilitó el desarrollo político.

En la nostalgia por mejores tiempos y en búsqueda del reequilibrio, la Junta Central había llamado a cortes por estamentos para que funcionaran en dos cámaras, una, la del estado llano, y otra, la de la nobleza y el clero; pero el espíritu de los nuevos tiempos impedió la realización del proyecto.

Los inconvenientes del nuevo orden democrático, en todo caso, habrían de sentirse a corto plazo, pero sin poder remediarlos, porque la rigidez de la Constitución prohibía que se le modificara o reformara sino pasados ocho años, y después, sólo era posible iniciar su revisión con formalidades y demoras que debilitaban cualquiera iniciativa al respecto.

Frente a frente, pues, habrían de quedar dos poderes, dos espíritus, dos épocas: uno, monárquico y absolutista, que se resistía a morir, y el otro, parlamentario y democrático, que no acababa de nacer.

 

8) La Constitución en América

Dos temas habrán de plantearse por separado. Uno, la influencia –directa e indirecta- que recibió la ley fundamental gaditana de la diputación americana, y otro, la forma en que dicha ley intentaría ser aplicada en América.

En cuanto a la influencia de la diputación americana, los puntos más debatidos por ésta fueron

  • igualdad de todos los hombres ante la ley en ambos continentes;

  • igualdad de representación entre las provincias europeas y las de ultramar;

  • participación de los americanos en las Cortes y en los órganos del poder ejecutivo –Consejo de Estado y secretarías de despacho- y

  • conformación de órganos políticos provinciales: jefes políticos, juntas provinciales, ayuntamientos y órganos judiciales.

Aún cuando las cortes aprobaron disposiciones comunes a ambos hemisferios, las ideas, proyectos e iniciativas de la diputación americana no sólo revelaron la necesidad de establecer marcadas diferencias de gobierno entre las provincias europeas y americanas sino también contribuyeron, al lado de las que se derivaron de los movimientos libertarios sostenidos con las armas en la mano, a la especial conformación de las estructuras políticas que tendrían más tarde los países independientes, entre ellos, la república mexicana.

La igualdad de los españoles de ambos hemisferios fue ratificada por las cortes, así que, en este sentido, la diputación americana obtuvo un resonante triunfo.[10] Desafortunadamente, también se aprobaron las vías para hacer nugatoria dicha igualdad, tratando a los desiguales de un modo igual y a los iguales de un modo desigual.

La igualdad fundamental de los desiguales se declaró desde que se definió el concepto de nación.

“La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”.[11] Son españoles “los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas y los hijos de estos; los extranjeros que hayan obtenido carta de naturaleza; los que sin ella lleven diez años de vecindad, y los libertos desde que adquieren la libertad.”[12]

Son españoles, pues, europeos, indios, negros y asiáticos libres, nacidos y avecindados en los dominios españoles de ambos mundos, Europa y América, así como sus mezclas y los descendientes de ellos; los extranjeros naturalizados; los extranjeros residentes diez años en ellos, aunque no sean naturalizados, y los que fueron esclavos, a partir del momento en que adquirieron su libertad: los libertos. Los esclavos no son españoles porque no son personas, son cosas. Se pueden comprar y vender.

Todos los españoles tienen las mismas obligaciones políticas, entre ellas, ser fieles a la Constitución, “obedecer las leyes y respetar las autoridades establecidas”, así como “contribuir en proporción a sus haberes para los gastos del Estado”, y en fin, a “defender la patria con las armas cuando sean llamados por la ley”[13].

 

9) La desigualdad de los iguales

Pero no todos los españoles tienen los mismos derechos. A partir de este momento, los iguales empiezan a ser tratados en forma desigual. Todos tienen obligaciones y derechos civiles, incluyendo los esclavos, mas no todos tienen derechos políticos.

El congreso gaditano no se atrevió a abolir la esclavitud sino sólo el tráfico de esclavos. “No se trata de manumitir los esclavos de las posesiones de América” aclaró Argüello.[14]  El esclavo “es una propiedad ajena, autorizada por las leyes -agregó Gallego- y sin una indemnización sería injusto despojar de ella a su dueño... Una cosa es abolir la esclavitud, y otra, abolir este comercio”.[15] En el entendido de que, si se suprime el comercio de esclavos, expresó Aner, habrá que pensarse “en remediar la falta de brazos útiles que ha de producir en América semejante abolición”.[16]

Pero Guridi y Alcocer, por Tlaxcala, presentó un proyecto que, a partir de la abolición del tráfico de esclavos, termina en la abolición de todo el sistema esclavista. Propuso, en pocas palabras, que “los hijos de los esclavos no nacerán esclavos... (Por otra parte) los esclavos serán tratados del mismo modo que los criados libres, sin más diferencia que... no podrán variar de amo”.[17] No sería aceptado.

Por otra parte, se reitera que todos los españoles gozan de derechos civiles. En cambio, no todos tienen derechos políticos, sino únicamente una clase especial de españoles: los ciudadanos. Y aunque teóricamente todos los españoles pueden llegar a ser ciudadanos, no todos lo son y llegar a serlo es prácticamente imposible.

Son ciudadanos sólo aquellos españoles que “por ambas líneas traen su origen de los dominios españoles de ambos hemisferios y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios”.[18]

De acuerdo con la declaración anterior, son ciudadanos únicamente los originarios de España y América así como sus descendientes, es decir, los europeos e indios domiciliados en cualquiera de los dos continentes, y sus descendientes, mezclados o no; pero no lo son los originarios de los hemisferios de Asia y África ni los mezclados con ellos, sean españoles o indios, ni sus descendientes.

Y resulta que los originarios de África y Asia, sobre todo de África, han dado origen a las castas americanas –negros mezclados con indios, europeos y asiáticos o con el producto de sus mezclas- y éstas se han multiplicado de tal modo que constituían más de la mitad de la población en América.

Beye de Cisneros, diputado por México, no quiso valerse de “cómputos tal vez exagerados, que hacen subir la población de la América española a veintisiete o ventiocho millones… (sino) me contraigo al (cómputo) moderado del Barón de Humboldt”, es decir, a dieciséis. “En esa inteligencia, y computando esos dieciséis millones, diez son castas y seis españoles e indios puros”.[19]

Luego entonces, a pesar de que las castas constituyen casi el doble que la población total de indios y españoles, ni los negros africanos, ni sus descendientes, ni los cruzados con ellos con cualquier otra raza, ni tampoco sus descendientes, son ciudadanos.

Podrían serlo si cumplen ciertos requisitos, pero estos son tan severos, difíciles y complicados, que superan con mucho a los que se exigen a los extranjeros para obtener su carta de naturalización. La Constitución señala:

“A los que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos; en su consecuencia, las cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la patria o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos, de que estén casados con mujer ingenua y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio”[20]

Las palabras que anteceden significan que nadie que tenga sangre africana, o que se suponga o se repute de tenerla, aunque sea español, hijo de legítimo matrimonio, libre e igual a los demás españoles de distintos orígenes, ni él, ni ninguno de sus descendientes, sea de la generación que fuere, mezclado o no con otras razas, podrá ser ciudadano, salvo en caso de recibir la “carta de ciudadano”.

Y para recibirla, será necesario que, o bien hagan “servicios calificados a la patria”, o bien “se distingan por su talento, aplicación y conducta”, pero siempre y cuando sean hijos de legítimo matrimonio y residentes de los dominios españoles, y además, a condición de que ejerzan “alguna profesión, oficio o industria útil”, y por último, de que dispongan “de capital propio”. Lo que significa que, en la práctica, ninguno de ellos podría recibir el título de ciudadanía.

Se hace la aclaración de que sólo se reputaron con sangre africana las castas de América, pues en España se supuso que no había tal mezcla, a pesar de que la historia demostró siempre lo contrario.

 

10) El fondo político de la cuestión

Los diputados americanos consideraron odiosa, injusta, indigna, ofensiva e impracticable tal exclusión. Al conocer el proyecto de Constitución, el obispo de Michoacán fray Antonio de San Miguel pidió que se suprimiese tan execrable disposición.

El consulado de Guadalajara, por su parte, aunque formado por españoles europeos, dio instrucciones al diputado Uría -que representaba a aquella provincia- de que también se pronunciase en contra.[21] En cumplimiento de lo anterior, el diputado Uría expuso que las cortes acababan “de declarar solemnemente la soberanía de la nación y de reconocer por sus partes integrantes a los mismos a quienes se tiene ahora en menos para que sean ciudadanos”. Si el artículo 22 quedaba sancionado en los términos en que se proponía, “será bastante a mi parecer para deslucir la grande obra de la Constitución que se pretende dar a la nación”. [22]

“El mayor realce de los hombres que existen en las Españas –prosiguió Uría- consiste en haber nacido libres en sus preciosos territorios y hallarse en ellos avecindados: esto es ser español, sin necesitar de otra circunstancia para serlo, y sin que su origen -sea el que fuere- pueda privarlo de esta cualidad, la más apreciable y decorosa. Ser parte de la soberanía nacional y no ser ciudadano de la nación sin mérito personal, son a la verdad dos cosas que no pueden concebirse y que una a la otra se destruye”.[23]

Esos zambos y mulatos a quienes la Constitución privó de la ciudadanía formaban en América no sólo la masa útil de los trabajadores en los reales de minas y en las plantaciones de las haciendas, sino también la espina dorsal de los batallones de pardos y morenos destinados a la defensa de las costas y al mantenimiento de los derechos de España en las revueltas interiores.

Todo lo expusieron con claridad y fuerza los diputados americanos durante la larga y empeñada discusión del artículo 22, que duró del seis al diez de septiembre de 1811. Una parte de los europeos se inclinó de su lado y propuso que para ser ciudadano bastara con tomar las armas en defensa de la nación; pero fue inútil: el artículo fue aprobado en los términos presentados por la comisión.

El diputado Guridi y Alcocer, no hallando fundamento razonable para excluir de la ciudadanía a los españoles americanos de origen africano, expresó con ironía que quizá fuese alguna represalia de la península por haber sido alguna vez sojuzgada por cartagineses, o acaso por la dominación de ocho siglos de los moros, o inclusive por su color oscuro, y agregó que algunos africanos son más blancos que los mismos españoles.[24]

Pero las causas más probables de tal exclusión –concluyó Guridi- son, por una parte, el estado de esclavitud en que se encuentran, y por otra, su elevado número. La esclavitud “infecciona el origen africano” y por eso sus descendientes han sido excluidos de la ciudadanía. Pero su número, sumado al de los españoles americanos, es más alto que el de los ciudadanos de España, y por eso se requiere reducirlo, a fin de que los asuntos de gobierno no se les escapen de las manos a los europeos.[25]

 

11) Insistencia de la diputación americana

El diputado Argüelles, en nombre de la mayoría europea, aclaró que no se trataba de privar a los originarios de África del derecho de ciudadanía sino al contrario, de darles el derecho de adquirirla, y que, en todo caso, “la nación debe llamar a componerle a quien juzgue oportuno”.[26]

El diputado Gordoa, por Zacatecas, le hizo notar la contradicción: “¿Cómo puede comprenderse que los que traen origen de África (origen malhadado y cuya maldición no tiene fin, según se asienta en este artículo, pues que lo transmiten a sus pósteros y hasta las generaciones más remotas) sean a un mismo tiempo españoles y no españoles, miembros y no miembros de una sociedad que ellos también componen y que se llama nación española? La soberanía es una e indivisible, y ésta, según han declarado las cortes, reside esencialmente en la nación española, a la que por los artículos 1 al 16 componen también los que traen su origen de Africa, y además, como ya son españoles, les obligan los artículos 7, 8, 9 y el 11: ¿estos no son méritos para que se les otorgue la ciudadanía?”.[27]

Además, Ramos Arizpe, por Coahuila, dijo que el objetivo primario de todas las opiniones de sus compañeros era formar un “todo moral capaz de conservar la integridad de la monarquía y la más íntima y cordial unión entre todos sus individuos”. La nación se afirma “sobre dos polos: la Península y América. Si cualquiera falla, peligra su existencia y podría hundirse en ese anchuroso mar”. La cuestión era importante, tan importante “que va a decidir la integridad de la monarquía. Y esta terrible idea, que arredraría el espíritu más fuerte, me estrecha más fuerte, me estrecha más imperiosamente a manifestar con franqueza mi opinión”.[28]

Su opinión, como la de sus colegas americanos, era que se reconociera la ciudadanía -y no sólo la nacionalidad- a los residentes de ambos hemisferios, independientemente de su origen. Terrero reclamó: “¿Los españoles de África no son ciudadanos, aunque pueden llegar a serlo...? ¿Tiene por ventura aquella gente alguna mancha original semejante a la de nuestro primero y común padre, que nace naciendo los hombres, y se ingiere y extiende de unos en otros hasta la consunción de la especie...? ¿Cuándo acabaremos de entender que la política de los Estados debe ser la justicia y la igualdad en acciones, en pesos, en medidas y en nivelar a los hombres por sus méritos, no por eso que titulan cuna?”[29]

El diputado Felíu, por su parte, recordó que se había dicho que “esos españoles no son, pero pueden ser ciudadanos. En mi entender significa más: esto es, que ni lo son, ni pueden serlo... ¿Es justo que puedan ser más fácilmente ciudadanos españoles los extranjeros, que unos españoles que lo son por todos títulos?”[30]

Y Beye de Cisneros, por México, no dejó de advertir:  “Esas castas... son las que en las ocasiones de guerra forman la principal fuerza de los ejércitos de América en defensa del territorio español”.[31]

Pero en defensa del proyecto, Dou aclaró arrogantemente: “”los españoles originarios de nuestros dominios europeos o ultramarinos son iguales en derechos a los de esta Península; esto vale lo mismo que decir que no lo son, ni gozan de igual derecho, los originarios de África”.[32]

El diputado Aner confirmó: “No pueden tener parte alguna en la representación nacional los que no sean naturales originarios de los dominios españoles en ambos hemisferios, y por una consecuencia indudable, quedan excluidos de todo concurso a la representación nacional, los originarios de África existentes en los dominios españoles”.[33]

El diputado Espiga explicó que los gobiernos más ilustrados no han elevado a ninguna parte del mundo a las castas a la categoría de ciudadanos. “¿Gozan por ventura éstas en la Jamaica -y demás posesiones inglesas- del derecho de ciudadano, que aquí se solicita en su favor con tanto empeño...? Vuélvase la vista a los innumerables propietarios de la Carolina y de la Virginia, pertenecientes a estas castas, y que viven felizmente bajo las sabias leyes del gobierno de los Estados Unidos: ¿son acaso ciudadanos? No, señor; todos son excluidos de los empleos civiles y militares”.[34]

Y el diputado Creus concluyó: “Cuando se comparan estos hombres (las castas) a los extranjeros, es necesario hacer una gran diferencia, pues éstos, aunque sean de otra nación, sabemos que casi todas las de Europa reciben una misma educación...; pero cuando se trata de una multitud de sujetos (que pertenecen a las castas)...  es necesario que se proceda con mucho pulso”.[35]

A pesar de la presión ejercida por la diputación americana, sus propuestas fueron rechazadas y el artículo respectivo fue aprobado  -con restricciones a los españoles de origen africano- por 108 votos contra 36.[36]

Entonces, el diputado Ramos Arizpe propuso una adición al artículo aprobado. Enfatizó que los reyes habían dictado providencias benéficas, activas y pasivas, como la de haber impedido que se hiciesen padrones con distinción de castas o la de haber permitido y autorizado “casamientos desiguales”; providencias que contrastaban tristemente con lo que acababan de decretar las cortes liberales.

Para atenuar estas providencias, recomendó que el artículo se aclarase en su parte más odiosa y vaga, esto es, la que extiende la exclusión, no a todos "los que son" sino a todos los que fuesen “habidos y reputados” por originarios de África, y propuso que se aclarara que, “para excluir el concepto de originarios por cualquiera línea del África, bastara ser hijos de padres ingenuos o primeros nietos de abuelos libres”.[37]

Los diputados europeos se percataron de que esta adición excluiría de la ciudadanía únicamente a los esclavos y a sus hijos ilegítimos, pero no a los demás, que seguían siendo sumamente numerosos, y el diputado Calatrava no dudó en calificarla de “artificio poco disimulado para dejar sin efecto el artículo que acaba de aprobarse”.[38]

Guridi y Alcocer, por su parte, al apoyar la adición propuesta por Ramos Arizpe, aclaró que era absurdo que se excluyera de la ciudadanía, no a los originarios de Africa sino a los que se supusiera o se reputara por originarios de ese continente. “Cualquier habitante de América nacido allí, para ser ciudadano, tendrá que probar que no es oriundo de África, cosa muy difícil respecto de los más, por su pobreza y falta de papeles y ejecutorias”. Y probar que no tiene dicho origen, será todavía más difícil en los términos en que está concebido el artículo, “pues es necesario que se pruebe la opinión, la que es tan varia como las cabezas”.[39]

Sometida la adición propuesta por Ramos Arizpe a votación, tampoco se aprobó.[40]

De no haberse excluido de los derechos de ciudadanía a las castas de origen africano, es decir, de origen esclavo, el número de ciudadanos americanos habría sido igual o mayor que el de los europeos, y por consiguiente, el de diputados también, lo que se hubiera reflejado en las decisiones de Estado. No sería exagerado decir que en lugar de que España gobernara a América, se habría presenciado el notable fenómeno de que aquélla se viese gobernada por ésta.

Por otra parte, los ingleses habían recomendado a los españoles que otorgaran a los americanos “una completa, justa y liberal representación en cortes”, pero al arrebatarles la ciudadanía a las castas, reconoció a los del nuevo mundo sólo una representación política incompleta, injusta y restrictiva. A causa de ello, poco faltó para que la diputación americana no suscribiera la Constitución. Todavía algunos días antes de que concluyeran las sesiones, dicha diputación protestó contra la ilegalidad de todo cuanto se hiciese sin el número de diputados que a sus países correspondía.

Con tal motivo, las cortes sesionaron en secreto y un día antes de que se promulgara la Constitución, acordaron que todo diputado que se negase a firmarla, y a jurar lisa y llanamente guardarla, sería declarado indigno del nombre de español, despojado de todos sus honores, bienes y distinciones, y expelido de todos los dominios de España. Ante amenaza tan directa, los diputados americanos firmaron. Aquellos que, no siendo diputados, se atrevieron a presentar sus dudas por escrito, como el obispo de Orense, fueron infamados por las cortes.

Pero los diputados americanos quedaron dolidos por el trato. Tan es así que, dos años después, al ser reinstalado Fernando VII en su trono, el consejero de Estado Manuel de la Bodega y Molinedo, de origen novohispano, en nombre del nuevo continente, informaría al monarca:

“Salió después decretada la mezquina representación de la América, a pesar de los esforzados discursos de los diputados, sin haberse tenido a lo menos en consideración que estos mismos (los españoles pertenecientes a las castas) a quienes se les privó del título de ciudadanos, podían defenderlo y vengarse con las mismas armas que tenían en las manos”.[41]

jherrerapen@hotmail.com



[1] Actas de las Cortes de Cádiz, Antología de Enrique Tierno Galván, tomo I, Biblioteca Política Taurus, Madrid, 1964, página 15.

[2] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, Título I.

[3] Ibid, Título II.

[4] Ibid, Título III, uno de los más extensos de la Constitución.

[5] Ibid, Título IV.

[6] Ibid, Título VI.

[7] Ibid, Título VII.

[8] Ibid, Títulos IX y X.

[9] Ibid, Título XI.

[10] La definición de la nación española se basó en el Decreto de 15 de octubre de 1811.

[11] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812,  artículo 1. El debate respectivo, en su parte política, puede consultarse en las Actas de las Cortes de Cádiz, tomo II, páginas 524-537.

[12] Ibid, artículo 5.

[13] Ibid, artículos 7, 8 y 9.

[14] Actas de las Cortes de Cádiz, tomo I, página 59.

[15] Ibid., página 62.

[16] Ibid., página 63.

[17] Ibid., proposiciones segunda, cuarta y tercera, página 65.

[18] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículo 18.

[19] Actas de las Cortes de Cádiz, tomo I, página, 241.

[20] Constitución Política de la Monarquía Española, artículo 22.

[21] Actas de las Cortes de Cádiz, Tomo I, página 180.

[22] Ibid, página 162.

[23] Ibid. Pág. 163.

[24] Ibid., página 168.

[25] Ibid.

[26] Ibid, página 178.

[27] Ibid, página 181.

[28] Ibid, página 191.

[29] Ibid, página 208-210.

[30] Ibid., página 221.

[31] Ibid., página 244.

[32] Ibid., página 200.

[33] Ibid, página 211.

[34] Ibid, página 251.

[35] Ibid., página 269.

[36] Ibid, página 270.

[37] Ibid, página 270.

[38] Ibid, página 281-282.

[39] Ibid, página 290..

[40] Ibid, página 291.

[41] Hernández y Dávalos, Op. Cit., Tomo V, Documento 185, Representación hecha al rey por el consejero de Estado, informándole de la situación política de la Nueva España, página 726. Para ganarse la voluntad de los diputados americanos, las cortes aprobarían un decreto el 11 de septiembre de 1811, o sea, al día siguiente de haber rechazado las propuestas americanas, por el que se hacen concesiones para que las castas alcancen un lugar en las universidades y seminarios así como en las corporaciones eclesiásticas, pero no en las instituciones políticas: “Deseando... facilitar a los súbditos españoles que por cualquier línea traigan su origen de África el estudio de las ciencias y el acceso a las carreras eclesiásticas, a fin de que lleguen a ser cada vez más útiles al Estado, han resuelto habilitar, como por el presente decreto habilitan, a los súbditos españoles que por cualquier línea traen su origen del África, para que, estando por otra parte dotados de prendas recomendables, puedan ser admitidos a las matrículas y grados de las universidades, ser alumnos de los seminarios, tomar el hábito en las comunidades religiosas y recibir los órdenes sagrados...” Actas de las Cortes de Cádiz, tomo I, páginas 291-292.

 

 

 

 

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