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Polémica sobre un caso célebre DOS INTERPRETACIONES DE LA MISMA HISTORIA III PETICIÓN DE PERDÓN En los últimos momentos de su vida, Morelos se
retractó de haber participado en el movimiento de independencia, según
la tesis fundamental de Carlos Herrejón Peredo, expuesta en su libro Los
Procesos de Morelos, editado en 1985 por el Colegio de Michoacán,
financiado por el Gobierno de Michoacán a cargo de Cuauhtémoc Cárdenas
Solórzano y subsidiado por la Secretaría de Educación Pública cuyo
titular era Miguel González Avelar. Su retractación -añade el referido historiador-
no fue un acto aislado, final y único, sino la culminación de un
proceso de ablandamiento y declinación que se fue desarrollando a lo
largo de su cautiverio. "Puede pensarse -dice Herrejón- que varias
declaraciones de los procesos, en conjunto, representan una disposición
de ánimo que se encaminaba a la retractación". |
El avance de dicha disposición, a juicio del
investigador citado, dejó su huella en cuatro cuestiones distintas:
primera, "el deseo manifestado por Morelos, desde el proceso de la
Jurisdicción Unida, de acudir al rey a pedirle perdón". Otra, la
revelación que hizo Morelos el 12 de diciembre, de su puño y letra,
sobre escondite de armas y material bélico. Tercera, el testimonio del
arzobispo Fonte sobre la autenticidad de la retractación. Y la más
grave de todas -concluye Herrejón-, el hecho de que Morelos recibió
los sacramentos de la Iglesia antes de morir. Al autor de Los Procesos de Morelos se le
pasó agregar otras dos -por lo menos- que también podrían formar
parte de ese "estado de ánimo" tendiente, según él, al
"arrepentimiento" y a la "retractación": una de
ellas, el reconocimiento que hizo de los "errores" que se le
señalaron sobre la Constitución de Apatzingán, y la otra, la
elaboración de un "plan de pacificación". Sin embargo, ninguno de los hechos anteriores, ni
los mencionados por el historiador ni los agregados por mí, representa
esa supuesta "disposición de ánimo". Veamos la primera de
las fallas que se le critican, la de su intento de ir a la antigua España
para solicitar el perdón del rey. Luego, por separado, las demás. Al caudillo, como se asentó en uno de los capítulos
anteriores, se le hizo comparecer en la ciudad de México ante un
tribunal especial, mixto, formado por la Iglesia y el Estado. Este
tribunal, llamado Jurisdicción Unida, se constituyó para juzgarlo
-como a don Miguel Hidalgo y Costilla en Chihuahua en 1811- al tenor de
las disposiciones jurídicas españolas en vigor: Ley 12, título 9; Ley
71, título 15, y Ley 13, título 12 del Código Carolino, llamado así
en honor de Carlos IV, bajo cuyo reinado se expidió. Estas normas jurídicas
habían derogado en 1795 a las de la antigua Recopilación de Indias, en
lo relativo a clérigos españoles que cometen el delito de "lesa
majestad" y otros "crímenes enormes y atroces". Para fundamentar su legitimidad, la Jurisdicción
Unida -como le ocurriría igualmente al Tribunal del Santo Oficio-, tenía
necesidad de dejar acreditado en autos que Morelos era clérigo español,
que se había levantado en armas contra su soberano, es decir, había
cometido el delito de alta traición y otros crímenes enormes
y atroces. Y es que, de reconocerse que el detenido tenía
características diferentes a las exigidas por las leyes españolas,
como lo propusiera el supremo gobierno nacional insurgente en marzo de
1812, a través del Plan de Paz y Guerra (redactado por José Ma. Cos),
la situación hubiera sido diferente. En otras palabras, de haberse
admitido que Morelos había adquirido una nueva nacionalidad, la
americana (mexicana), como él lo proclamó, y dejado la anterior, la
española; que además ostentaba el carácter de militar -con el grado
de capitán general-, no de clérigo, y por último, que era jefe de un
nuevo Estado nacional -en lucha por su independencia-, no un rebelde a
la autoridad establecida, y que este Estado había tenido que recurrir a
la guerra contra otro Estado -el español-, las leyes carolinas arriba
citadas no hubieran sido aplicables. En este caso, los tribunales
coloniales se habrían visto obligados a disolverse, por carecer de
jurisdicción y competencia, y a tratar al detenido como prisionero de
guerra; es decir, a privarlo de su libertad, no de la vida, hasta que se
consumara la paz. Pero lo que se quería era darle muerte. Tal es la razón
por la cual las actas en todos los procesos están redactadas con el
lenguaje jurídico y político de sus captores, de tal suerte que lo que
consta en ellas no hace sino reafirmar constantemente la pretendida
legitimidad de los tribunales que las produjeron. Si se toma en cuenta esta dicotomía no sólo
formal sino también ideológica; no sólo lingüística sino igualmente
política, no será difícil comprender el verdadero sentido de los
procesos y podrá admitirse, por consiguiente, que el intento del
declarante de ir a España "a pedir perdón al rey" no fue
otra cosa que un plan para negociar directamente el reconocimiento político
del nuevo Estado nacional. Habrá que explicar el asunto. Las declaraciones de
Morelos son breves, directas y frecuentemente irónicas. Cuando se le
acusa de haber traicionado al rey, produce una sarcástica respuesta que
deja perplejos a los jueces: imposible cometer delito alguno contra una
persona que no existe. Tenía razón. El monarca había abdicado la
corona en favor de Napoleón desde mayo de 1808 y no sería reinstalado
en su trono -por la misma Francia- sino seis años después, en mayo de
1814; reinstalación de la cual dudaba el prisionero que hubiera tenido
efecto. Sus palabras textuales son las siguientes: "No
creyó que incurría en el delito de alta traición cuando se decidió
por la independencia de estas provincias -y trabajó
cuando pudo por establecerla-, porque al principio no había rey en España
contra quien se pudiese cometer este delito". Cierto que después
sumó su voto a la Declaración del Congreso de Chilpancingo "de
que nunca debía reconocerse al señor Fernando VII, ya porque no
era de esperarse que volviese, o ya porque si volvía había de ser contaminado".
En todo caso, antes de votar, lo consultó "con las personas más
instruidas que seguían aquel partido. Y le dijeron que era justo
por varias razones, de las cuales una era la culpa que se
consideraba en Su Majestad por haberse puesto en manos de Napoleón y
entregarle la España como un rebaño de ovejas". En la declaración anterior hay varios términos
que no son de Morelos, sino de los jueces. Luchó por la independencia
de la nación, no de "estas provincias", expresión
heredada de la Constitución de Cádiz recientemente derogada por el
monarca. Escribió los Sentimientos de la Nación, no los
sentimientos de "estas provincias". Las personas "más
instruidas" que lo asesoraban crearon una nueva entidad política
independiente, un nuevo Estado nacional, no un nuevo
"partido político"; que le hizo la guerra a España,
no que promovió una revolución contra el rey. Aunque el secretario del tribunal intercala en el
acta el título de "su majestad", al referirse al monarca español,
escribe después involuntariamente las auténticas palabras de Morelos,
según las cuales no es el "rey nuestro señor", como los
jueces lo han registrado antes, sino "el señor Fernando", a
secas. Además, culpa al señor Fernando -lo considera culpable- de
haber cedido cobardemente sus posesiones y entregado su pueblo como
ganado a un déspota extranjero. Este acto constituye el más grave de
los delitos políticos en cualquier país y en cualquier época de la
historia. El ilustre reo dicta sentencia. La alta traición fue cometida
por "el señor Fernando", a quien considera culpable, no por
él. Y por último, esta apreciación no es personal sino del nuevo
Estado nacional, obligado a insurgir de entre las ruinas del viejo
Estado español. El juicio contra él, en resumen, lo convierte en un
juicio contra el rey (y los que dependen de él). En estas condiciones, ¿no es extraño oírle decir
a continuación que, si el Congreso lo aprobaba, pensaba salir a Nueva
Orleáns o a Caracas en busca de ayuda, "o a la antigua España
para presentarse al rey nuestro señor... y pedirle perdón"? ¿No
es incomprensible que proyectara hacer un viaje a los países de América
(del Norte y del Sur) para pedir apoyo y, al mismo tiempo, a España,
para lo contrario, es decir, para echarse a los pies del rey? ¿No es
absurdo, además, que intentara ir a pedir perdón a un hombre al que
acababa de calificar de traidor? No. No es incomprensible, ni absurdo, ni extraño,
ni incongruente, ni contradictorio, si lo dicho anteriormente se
expresa, no en la terminología colonial sino en el lenguaje insurgente.
El viaje a España pensó hacerlo -no lo olvidemos- sólo si el Congreso
le daba la autorización y los recursos. Así lo declaró ante el
tribunal. No fue un intento personal e íntimo, que sugiere el deseo de
huir desmoralizado, ya que transmitió "su pensamiento a sus dos
compañeros de gobierno" (formado por tres). El proyecto, por
consiguiente, debía ser previamente aprobado por el Supremo Consejo de
Gobierno; luego, por el Congreso. Tratábase entonces de un proyecto de
Estado. En este contexto, "pedir perdón al rey" no era solicitar un perdón destinado a salvar la vida de un hombre, como pudiera erróneamente suponerse. De haber querido hacer esto, no necesitaba trasladarse "a la antigua España". Le hubiera bastado negociar el indulto -tantas veces ofrecido y siempre rechazado- en la Nueva España. Y habría mantenido oculto su pensamiento. Comunicárselo a sus compañeros de gobierno era absurdo y contraproducente. Menos a los diputados del Congreso, en el cual tenía rivales políticos que lo habrían hecho pedazos. El "perdón" al que se refiere Morelos
estaba destinado a salvar la vida de una nación torturada por una larga
guerra, que no había cometido más crimen que el de querer forjar su
propio destino histórico. Siguiendo este orden de ideas, el "perdón"
solicitado al rey para la nación no podía ser más que el resultado
del "perdón" concedido por la nación al rey, por haberla
traicionado y abandonado durante años; por tenerla todavía
desamparada, "si es que se había restituido", a pesar de
tener la obligación legal y política de protegerla; por haberla
dejado, en suma, en manos de tiranos extranjeros y asesinos locales, los
peninsulares, que ejercían despóticamente el poder colonial, en lugar
de confiarlo a los que la habían defendido en su ausencia para
conservarla dentro de sus dominios. Recuérdese la terminante declaración de Morelos,
de que "nunca debía reconocerse al señor Fernando"...
a menos que él reconociera la independencia de la nación. Pedir
"perdón", en estas circunstancias, no era ninguna afrenta
sino una obligación política. La frase del "perdón"
-insisto- pertenece a la terminología enemiga. Lo que se quería pedir,
en realidad, en el lenguaje insurgente, era el "reconocimiento político"
del nuevo Estado nacional. Esta solicitud era la carta de
negociación que se quería plantear directamente ante el monarca,
"si es que se había restituido". Y se quería plantear directamente ante él, no a través de
terceros, como lo eran los gobernantes de la Nueva España. El
proyecto no implicaba renunciar a la lucha armada y mucho menos a la
independencia. Al contrario. Tomaba a una y otra como punto de partida
para llegar a una transacción favorable a las dos partes en conflicto.
La concesión del "perdón" era la concesión de la
independencia. De haberse llevado a cabo este proyecto, la república
independiente, establecida en forma provisional al tenor de la
Constitución de Apatzingán, hubiera sido reemplazada por una monarquía
constitucional independiente. La nación, a través de sus
representantes reunidos en Congreso, habría asumido la jefatura de
gobierno, y el rey, la del Estado. Morelos hubiera aceptado este
compromiso -no hay ninguna duda-, como lo hiciera de agosto de 1811 a
1813, al formar parte de la Suprema Junta Nacional Americana, que
sostuviera a la par la independencia y los derechos del monarca ausente,
de acuerdo con la tesis de López Rayón. Y es que, a pesar de que Morelos era un republicano convencido, por la consecución de la independencia nacional todo debía intentarse. Todo. Incluyendo -desde luego- la instauración de la monarquía democrática. De hecho, tal fue la posición de Vicente Guerrero cinco años después; tal el proyecto que se vio obligado a formular Agustín de Iturbide... *****
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