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José Herrera Peña

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José Herrera Peña
Sala del Pleno
Supremo Tribunal de Justicia en el Estado de Michoacán de Ocampo.

Polémica sobre un caso célebre

Dos interpretaciones de  la misma historia

CAPITULO IV

LOS ERRORES DE LA CONSTITUCION

Al concluir sus actuaciones la Jurisdicción Unida se constituyó el tribunal del Santo Oficio. Esto fue el jueves 23 de noviembre de 1815, poco después del medio día, a efecto de condenar a Morelos por sus ideas liberales, republicanas y democráticas; por haberlas convertido en normas constitucionales del nuevo Estado nacional y por haberse valido de la fuerza pública para hacerlas cumplir.

Es necesario aclarar que el 8 de julio de 18156 -cuatro meses antes de su captura- el mismo tribunal de la Inquisición había declarado heréticas las ideas anteriores, contenidas en el Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana, que fue sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814. Habiendo sido Morelos uno de los que lo firmaran y juraran, debía ser juzgado y condenado como hereje.

Herrejón Peredo, en su obra Los Procesos de Morelos, editada en 1985 por el Colegio de Michoacán, financiada por el gobernador Cuauhtémoc Cárdenas y subsidiada por el Secretario de Educación Pública González Avelar, sostiene que en este tribunal Morelos trató hasta lo último de eludir su responsabilidad respecto a la elaboración del Decreto Constitucional citado; que se negó a defenderlo, y que reconoció los errores que contiene.

Las explicaciones que ofrece para justificar las "debilidades" del declarante son más penosas que las "debilidades" mismas. Según Herrejón, el acusado firmó la Constitución de Apatzingán porque "la conocía poco". Entonces, ¿es necesario aprenderse de memoria un documento para poder firmarlo?.

Morelos no defendió el Código Constitucional -agrega- porque su participación en el proceso de su elaboración "fue bastante menor de lo que pudiera pensarse"; es más, porque "la elaboración misma del Decreto Constitucional se llevó a cabo sin Morelos". ¿Acaso hace falta intervenir en la redacción de un documento político -sobre todo de esta clase- para defenderlo?

Y "reconoció los errores" que contiene, porque el cautivo, "regular moralista -concluye Herrejón- carecía de conocimientos profundos de teología dogmática" y no era experto en el análisis de cuestiones delicadas en materia de fe. ¿Se requiere entonces ser un teólogo de la talla de Santo Tomás o de Daniel Rops para dictaminar si es herejía o no que un grupo nacional asuma el derecho de gobernarse a sí mismo? ¿O ser un "gran moralista", como insinúa serlo el propio Herrejón Peredo -por encima del "regular" Morelos- para saber si es herejía o no que un individuo profese las creencias de su agrado, mientras no afecte derechos de terceros? Cuestiones como éstas, de carácter político o de tolerancia ideológica -señaladas por la Constitución de Apatzingán- ¿realmente entrañan un conflicto de fe? ¿Es en efecto difícil establecer la diferencia entre unas y otras?

Firmar un documento político sin saber lo que dice es algo peor que pecar de ingenuidad. Negarse a defenderlo, a pesar de haberse comprometido a ello, o reconocer como errores de la nación sus más altos valores políticos, antes admitidos como aciertos, es carecer de principios, de responsabilaidad, de valor, de dignidad.

¿Fue así Morelos...?

Juzgue el lector. Veamos primero el asunto de su responsabilidad. "Es evidente -dice Herrejón- la voluntad de deslindar su responsabilidad respecto a la elaboración del Decreto Constitucional".

Lo evidente es lo contrario. Desde las primeras audiencias indagatorias del tribunal del Santo Oficio, antes de que se iniciara propiamente la instrucción, hasta el final, el compareciente advirtió que todo este asunto -el de la independencia- era estrictamente político, no de religión.

Luego entonces, el tribunal citado, cuya función era únicamente velar por la pureza de la fe, no la de apoyar al régimen colonial o condenar al naciente Estado nacional -asuntos políticos- carecía de competencia para juzgar materias ajenas a la suya. En este caso, lo que procedía era declarse incompetente y sobreseer la causa.

El tribunal de referencia no dio trámite a la demanda del ilustre reo, por supuesto, y continuó con el proceso.

Al llegar al punto de la Constitución de Apatzingán, asunto político, no de religión, Morelos aceptó enfáticamente que "la juró y la mandó jurar".

Cierto que firmó el documento -lo aclaró él mismo- bajo reserva; es decir, a pesar de diferir en una de sus partes más importantes: la orgánica, lo que representó "un sacrificio de su inteligencia particular a la voluntad general", para usar los mismos términos de la Constitución mencionada.

Cierto también que no intervino en toda su elaboración, "sino es a los últimos artículos de ella", según sus propias palabras; pero -advirtió-, habiéndola leído en un día -insiste- la juró".

Y cierto, por último, que no sólo él sino todos los diputados la aprobaron con urgencia, pues "la Constitución se leyó (y aprobó) en un día precipitadamente; pero -nótese la insistencia- confiesa que la juró y la mandó jurar".

Con esto está dicho todo. A confesión de parte, relevo de prueba. Al contrario de lo que sugiere Herrejón, el héroe asumió desde el principio, ante el tribunal, la responsabilidad íntegra de sus actos políticos.

Pasemos al siguiente asunto. "Morelos dijo en su proceso -señala Herrejón- que no defendía el Decreto Constitucional. Es demasiado fácil alegar que esta declaración no es auténtica o que fue arrancada por presión. Más bien hay indicios y pruebas para no pensar así".

Lo "demasiado fácil", al contrario, es suponer que la declaración de Morelos es auténtica. No lo es. Pero admitamos que expresó realmente -para concordar con Herrejón- que se negaba a defender la Constitución. Una cosa es decir, y otra, hacer. Y lo que hizo, a pesar de lo dicho, fue defenderla.

La defendió, además, haciendo gala de su más fina ironía. Al acusársele de haber participado en una Constitución tachada de herejía, expresó que ésta se derivaba de la Constitución de Cádiz. Tal es la primera premisa del silogismo. La segunda, omitida de las actas, no lo está de la realidad ni de la historia: la Constitución española nunca fue tachada de herejía. La conclusión es inevitable. Era ridículo calificar de herética a la Constitución mexicana, no habiéndolo sido la española, de la que aquélla se derivaba.

Después de esta defensa, el colofón de que "no por eso la defiende", palabras que el acta atribuye a Morelos y que sirven de fundamento a la tesis de Herrejón, carece de validez, tanto desde el puinto de vista lógico como del jurídico, ya que lo que acababa de hacer era justamente lo contrario: ¡defenderla!

A continuación, los jueces inquisidores lo hicieron aqdnmitir "los errores" de la Carta Magna. Cierto. Sin embargo, el héroe puso en ridículo al tribunal con otra respuesta que, a pesar de que Herrejón la ve comprometedora, es de fino carácter irónico. "No reflexionó en los daños que acarreaba", dijo. Y en efecto, si la mexicana "tomó sus principales capítulos –explica Morelos- de la Constitución española", y si ésta no produjo ningún daño a la pureza de la fe, resultaba temerario "reflexionar" que la Constitución insurgente, cuyos principales capítulos eran virtualmente los mismos, sí lo llegaran a causar. "No reflexionó" en que lo que los europeos aprobaran "en orden al bien común", como él mismo lo expresó, pudiera "acarrear daños" por hacerlo los mexicanos. Curioso tribunal que condenara en éstos lo que no hiciera en aquéllos.

Después de escuchar al acusado, el nuevo colofón puesto por los jueces en su boca, de que "ahora reconoce los errores que se le indican" -ante el cual se inclina Herrejón- carece de importancia y fundamento. Sin embargo, habrá qué precisar: ¿qué errores se le indicaron?

Primero, que mandó guardar y hacer ejecutar la Ley Fundamental. Segundo, que ordenó hacerla jurar y que se valió de la fuerza para imponer su observancia. A lo primero respondió que era cierto, que "la juró y la mandó jurar", y a lo segundo, que lo hizo creyendo que sus capítulos "eran en orden al bien común".

Habiéndo considerado expresamente, aquí y ahora, que sus principios eran aciertos de la nación en pie de guerra, con los cuales se comprometió y juró, es absurdo que, al mismo tiempo, los haya reconocido implícita o explícitamente como errores. Esto va contra las leyes de la lógica y del sentido común.

Al advertir el juego de los inquisidores, Morelos aprovechó una de las preguntas que le hicieron para estampar con fuerza y precisión, sin equívoco de ninguna clase, el verdadero carácter de sus ideas políticas.

"Lo que puede decir -declaró- es que al confesante siempre la pareció mal (la Constitución) por impracticable, y no por otra cosa". Esta frase hay que leerla a contrario sensu para entenderla mejor. La Ley Suprema siempre le pareció bien en todo -incluyendo sus supuestos errores- salvo en la parte oprgánica, operativa, práctica; es decir, en la relativa a la organización de los Poderes Públicos del nuevo Estado nacional.

El héroe siempre censuró, en efecto, que el Congreso dirigiera los asuntos de la guerra y de la paz. Siempre se opuso a que el gobierno careciuera de facultades y estuviera dividido, además, en tres personas, durante el limitadísimo periodo de un año. Siempre consideró difícil -si no imposible- que un Estado nacional, en pie de guerra, sin un mando único, indivisible y dotado de toda clase de facultades, pudiera alcanzar su independencia. Siempre criticó la parte orgánica o, como él la llamaba, la parte "práctica" de la Constitución de Apatzingán, por no haber establecido un Poder Ejecutivo vigoroso.

Y esto lo hizo no sólo en el tribunal, sino antes, en medio de sus compañeros diputados. Tal fue la principal discrepancia que tuvo con ellos. Lo que propuso fue que el Estado se dividiera en tres poderes y que el Congreso se reservara únicamente el legislativo, es decir, el poder de hacer leyes; que depositara el Ejecutivo en un Generalísimo, y que éste tuviera autoridad en toda la extensión del país y sobre todas las armas insurgentes, por encima de los pequeños caudillos en proceso de convertirse en caciques.

Nunca le pareció bien que la Constitución adoptara un poder ejecutivo inoperante para alcanzar la victoria, que no podía ejecutar nada. En este sentido, no, "no la defendió". Y sólo en este sentido, sí, "sí reconoció los errores que contiene". En este sentido, en suma, "siempre le pareció mal -insistió- por impracticable. No por otra cosa".

Así, pues, contra lo sostenido por Herrejón Peredo, las constancias procesales interpretadas conforme a derecho y dentro de su marco político e histórico, permiten descubrir a un hombre que se mantuvo siempre erguido, la orgullosa frente levantada, ante sus verdugos; que asumió en todo tiempo la responsabilidad íntegra de sus actos políticos -sobre todo en tratándose de la suscripción de la más importante de las leyes nacionales- y que defendió permanentemente los principios filosóficos y políticos de dicha Carta, por considerar que eran en orden al bien común y, consiguientemente, aciertos del nuevo Estado nacional en pie de guerra.

Y criticó, antes y durante su cautiverio, el capítulo referente al Poder Ejecutivo. Fue un error, a su juicio, no haber dotado de suficiente autoridad al Poder Ejecutivo. Fue un error haber dejado a la nación sin la fuerza suficiente para ejecutar su voluntad política, que era la de regir por sí misma su propio destino histórico, asunto político y no de religión. Y fue un error haber dejado a la Constitución como documento teórico, no adecuado a la práctica; con principios acertados, pero con un sistema de organización política ineficaz para alcanzarlos. "Siempre le pareció mal -en suma- por impracticable. No por otra cosa..."

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