Historia y política | ||
Información sobre México | ||
|
En esta sección, se presentan los capítulos del libro "Maestro y Discípulo", de José Herrera Peña, editado por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México, 1995, y reimpreso en 1996. Esta obra reconstruye la personalidad de don José Ma. Morelos y Pavón a partir del juicio que le siguió el tribunal de la Inquisición y hace referencia a las relaciones académicas y personales que tuvo con su Maestro, el rector Miguel Hidalgo y Costilla. PRESENTACIÓN Quisiera decir que estas páginas se refieren a la vida de José María Morelos y Pavón. A su vida, desde que nació en 1765 hasta los cuarenta y cinco años de edad, en que se lanzó a la guerra de independencia. A su vida, contada por él mismo ante los jueces inquisidores que lo juzgaron para condenar sus ideas. En parte lo es. Pero su vida, estrictamente hablando, puede ser descrita en unas cuantas líneas. En un alarde de síntesis, el propio declarante lo hizo con no más de cincuenta palabras. Luego entonces, más que un relato de su vida, lo que se ofrece aquí es un panorama del mundo educativo, cultural, político y social de aquella época; cuya perspectiva se abre a partir de uno de los pasajes más impresionantes del juicio inquisitorial que se le siguió a Morelos: aquél en que se refirió a don Miguel Hidalgo y Costilla como su Maestro en el Colegio de San Nicolás de la antigua Valladolid de Michoacán. Los vínculos de Morelos con el rector de San Nicolás lo marcarían para siempre. No habiendo sido su alumno en las aulas, sería sin embargo su discípulo fuera de ellas. Se conocieron en los claustros académicos y estrecharon sus relaciones gracias a las generosas enseñanzas extra cátedra que aquél impartió a éste. Conservarían su amistad toda la vida. El tratamiento que años más tarde daría Hidalgo al colegial Morelos sería el de "querido discípulo y amigo". Una relación semejante sería la que se dió antes entre Hidalgo, jamás alumno de Francisco Javier Clavijero en el Colegio de los jesuitas, a pesar de haberse conocido y tratado personalmente. Hidalgo terminaría convirtiéndose, como en el caso anterior, en discípulo y amigo del autor de la Storia Antica del Messico. La admiración permanente que Hidalgo guardara a su Maestro Clavijero sería similar a la que Morelos le tributaría. ¿Por qué? ¿Qué tipo de enseñanzas se trasmitieron uno al otro? Estas páginas fueron escritas alrededor de tales preguntas y plantean hipótesis que fueron inspiradas al autor por la lectura de Jacques Lafaye y Francisco de la Maza, entre otros. Capturado por sus enemigos, Morelos fue sujeto a un intenso interrogatorio. De todos los funcionarios coloniales que lo asediaron, los jueces inquisidores tenían necesidad de conocer íntimamente al detenido, su vida personal, su ejercicio profesional, su actuación social, sus relaciones familiares, sus ideas y sus sentimientos, antes de que éste sobresaliera en la guerra de independencia. Nosotros también. Por eso, al igual que los inquisidores, me atreví a plantearle numerosas preguntas, con la desventaja de que ellos lo conocieron personalmente y yo no. Sin embargo, presionados por el
tiempo para finalizar el juicio sumario en no más de tres días, muchas
de sus vivencias -la mayor parte de ellas- se mantuvieron fuera de las
actas. Consecuentemente, en el juicio no quedaron registradas más que
las preguntas fundamentales, las que requerían en función de sus
intereses políticos, o sea aquéllas que les interesaban para
justificar su sentencia: a todas las cuales el acusado dio breve
respuesta. Quedó igualmente fuera de actas el contexto en que
ocurrieron los hechos. Para ellos, todo estaba al frente y aparecía del
mismo tamaño. Peor aún, los pequeños asuntos los vieron grandes y los
grandes los perdieron. Los árboles les impidieron contemplar el bosque.
De este modo, lo que ganaron en intimidad a través del conocimiento
personal, lo perdieron por pasión política, odio e indiferencia. El hombre de nuestra época es
totalmente extraño a aquélla. Sin embargo, aunque imposible integrarse
al pasado, la lejanía le ayuda a entenderlo. Cierto que la distancia no
le confiere necesariamente certeza, pero el individuo actual puede ver
el bosque con más facilidad que los árboles. Percibe mejor el todo que
las partes. También le es más sencillo distinguir lo importante de lo
baladí. Es más objetivo. Ser objetivo no significa ser neutral o no
tomar partido. No hay nadie que sea estrictamente neutral. Sin embargo,
la distancia es una especie de removente que enfría el juicio y permite
apreciar los hechos con mayor serenidad, ecuanimidad y justicia, a veces
imposible para el contemporáneo de los acontecimientos. Por eso, aunque es una desventaja
no haber tenido reporteros, cámaras de televisión o internet en aquel
tiempo, el hombre de hoy puede acercarse a lo ocurrido en ese entonces
gracias a lo que pudiéramos llamar tecnología histórica. Valiéndome
de ésta, pude hacer numerosos acercamientos a la época y, sobre todo,
a los momentos en que se conocieron Maestro y Discípulo. A través de
dicha técnica, fue posible distinguir con precisión tanto el perfil
personal de ambos personajes, cuanto el paisaje -natural y social- en el
que vivieron y lucharon. También resultó relativamente fácil,
como ya lo dejé dicho, someter a Morelos a nuevos interrogatorios,
obvios para el tribunal pero no para nosotros. Sin ningún plazo para
terminar la labor, no vacilé en detenerme en todo aquello que,
marginado de la perspectiva histórica, parece nimio; pero sin lo cual
no hubiera sido posible conocer mejor al personaje. En cuanto al nuevo
cuestionamiento hecho por el autor de estas páginas al notable acusado,
la mayor parte de las respuestas son de éste, como lo es la ampliación
de sus declaraciones. Sin embargo, me vi obligado a reconstruir algunas
de sus afirmaciones echando mano a documentos y testimonios de la época
o fundándome en atrevidas hipótesis. Por otra parte, muchas preguntas
quedaron vibrando en el aire, sin respuesta; pero en lugar de extraerlas
del texto, las dejé allí para curiosidad de las nuevas generaciones. Deploro haber escrito una
historia tan larga para periodo tan breve, pero aunque la escribí hace
muchos, muchísimos años, nunca tuve el tiempo de sintetizarla. Cierto
que después lo tuve; pero resumirla hubiera sido reescribirla y
sustituir el texto fresco de un hombre joven por el más
"acartonado" de otro, diferente a aquél. Preferible conservar
su relativa aunque extensa ligereza, que apretarla para dejarla en una síntesis
más pesada. De todos modos, la lectura de
estas páginas no es fácil. No hay violencia, ni crímenes, ni sangre,
ni sexo, ni lucha por el poder para acelerar la velocidad del relato,
sino -en la primera parte- escuelas, aulas, clases, libros, profesores,
estudiantes, exámenes, actos académicos, ideas y costumbres: todo en
un universo mitad medieval, mitad renacentista, mitad europeo, mitad indígena,
mitad esotérico, mitad político, en el que a veces las cosas se
entremezclan y se empantanan. Esta lasitud es interrumpida de
vez en cuando por el chasquido del látigo fuera de los claustros académicos;
por el estremecimiento de los sueños eróticos en las horas de
descanso, y por el aterciopelado deslizamiento de las ambiciones
personales arrastrándose como sombras por los rincones de los
edificios. Escúchanse mucho después -en la segunda parte-, el percutir de las herramientas de construcción, al levantar Morelos el templo de Nocupétaro y labrar personalmente su púlpito; el relincho de las bestias, cuando éste emprende intensas actividades mercantiles que lo hacen viajar frecuentemente de la Tierra Caliente a la capital de la provincia, y los susurros de los amores prohibidos. Acompañar al cura en sus tareas estrictamente profesionales tampoco es nada excitante, ni siquiera cuando recorre los largos caminos de la Tierra Caliente hasta los lugares remotos para bautizar a los recién nacidos o dar la extremaunción a los muertos. Sin embargo, el interés se reaviva al contemplar las reyertas en las que participa; aumenta al conocer a la mujer que ama, y queda en suspenso al observar la casi indiferencia con la que observa los acontecimientos políticos que conmueven al reino de la Nueva España en 1810. Nada de lo expuesto es ficción, aunque a veces lo parezca. Y es que, así como la realidad es más sorprendente, increíble e inesperada que la fantasía, del mismo modo la historia es más fascinante que la novela. Por cierto, hay cierto paralelismo entre historiador y novelista: ambos usan su imaginación; mas el historiador no lo hace para inventar, como el novelista, sino para seleccionar hechos, clasificarlos y colocarlos en el lugar adecuado. En esta materia, la destreza en la organización de los hechos es lo que determina la forma y calidad del producto. Ahora bien, cuando se escribe sobre el pasado, aunque se busca lo que realmente sucedió, no se puede estar completamente seguro de haber capturado fiel e íntegramente los acontecimientos. La realidad histórica, como el agua que se desliza entre las manos, es sumamente huidiza. Consecuentemente, lo menos que se puede hacer es permanecer dentro de la evidencia, apegarse a ella y obtener conclusiones congruentes, no con el pensamiento del autor ni con los prejuicios de los historiadores, sino con las premisas planteadas. Para evitar influencias virtuosas o perniciosas de otros escritores, lo ideal es acercarse a los hechos a través de las fuentes primarias. Las fuentes secundarias deben usarse como guías al comienzo del proyecto, para plantear el esquema general de lo que realmente pasó; pero no seguirlas, porque al hacerlo se termina por reescribir el libro de otro y no el propio. Si en este caso recurrí a algunas fuentes secundarias es porque, en primer lugar, éstas reproducen fuentes primarias que, de otro modo, hubieran permanecido inaccesibles para mí, y porque, en segundo, plantean puntos cruciales de referencia -frívolos, tendenciosos o inexactos- que es necesario desarticular en aras de la lógica histórica. He aquí la prueba de lo dicho con anterioridad: se podrá ser más o menos objetivo, pero no neutral. Así, pues, me hundí en las fuentes primarias; pero no sólo en las escritas sino también en las no escritas. En las fuentes escritas, como cartas, informes, solicitudes, expedientes, actas, acuerdos, resoluciones, sentencias, reglamentos, programas de estudio, libros, folletos, cuadros estadísticos e incluso periódicos de la época. Y en las no escritas, como la geografía, el paisaje, el clima, la arquitectura, las obras de arte, las expresiones espirituales y las tradiciones orales. De ambas fuentes -escritas y no escritas- extraje los hechos, las ideas y las emociones que forman la trama de esta historia. Las fuentes no escritas las viví. Hace mucho, muchísimo tiempo, estudié en el Colegio de San Nicolás. Enseñé en él. No en el mismo edificio donde ejerció la cátedra por veinte años el Maestro Hidalgo y estudió dos Morelos, porque fue destruido por el odio; pero sí en el actual, edificado sobre las ruinas de aquél. Viví virtualmente en las mismas aulas, contemplé los mismos atardeceres y respiré el mismo aire que ellos. Escuché las anécdotas que todavía se cuentan sobre su vida. Después de siglo y medio, casi oí sus pasos. Sentí con fuerza su presencia. Visité durante años el antiguo
Seminario Tridentino, en el que Morelos hizo su bachillerato en Artes,
hoy Palacio de Gobierno, así como el antiguo Colegio de San Francisco
Javier, hoy Palacio Clavijero, en el que estudiara Hidalgo. Recorrí
miles de veces la hermosa ciudad de Morelia -la antigua Valladolid- y
admiré sus piedras, sus monumentos, sus palacios, sus arcadas, sus
jardines, sus templos, sus museos, como lo hacen actualmente sus
habitantes, sus profesores y sus estudiantes; como lo hizo el colegial
Morelos durante casi cinco años. Viví en esa hermosa ciudad. La gocé.
La sufrí. Amé en ella. Luché. Gané. Perdí. Y desde mis tiempos de estudiante
nicolaita, dos o tres meses al año; pero sobre todo después, cuando
fui suspendido -por razones políticas- de mi cátedra de la Universidad
de San Nicolás -un año entero-, también visité todas las regiones de
Michoacán y me detuve en muchos lugares en los que vivió el profesor
Morelos; principalmente en la paradisíaca y boscosa Uruapan, donde pasó
casi tres años ejerciendo la cátedra, sin dejar de ser seminarista, y
yo frecuenté a mis numerosos amigos, en especial al pintor Manuel Pérez
Coronado. O en el legendario y húmedo Pátzcuaro, que sigue asomándose
al lago para contemplar su imagen, donde él visitaba a sus parientes y
yo entrevisté múltiples veces al general Lázaro Cárdenas, y donde
aquél enterró a su madre, y yo, mis ilusiones académicas. O en la
vibrante Apatzingán, cuna de la Tierra Caliente, donde él vivió diez
años de su juventud como labrador y yo tuve agradables e inolvidables
experiencias políticas y afectivas. O en el caluroso Churumuco y en los
risueños pero ardientes pueblos gemelos de Carácuaro y Nocupétaro,
donde él vivió quince años de su madurez como cura, y yo me solacé
con la sabrosa conversación de sus hombres y mujeres. Todas estas imágenes
y vivencias son asimismo fuentes primarias de esta historia. Además, conocí bien a los
lugareños de todas estas regiones y muchos de ellos -y algunas de
ellas- también me conocieron a mí. Su carácter ha cambiado poco desde
hace dos siglos. Participamos juntos en múltiples eventos culturales y
en varias luchas políticas. Moldeados por el clima y por la historia,
ellos constituyen también, como la accidentada geografía, los bien
trazados diseños urbanos y los melancólicos poblados rurales, fuentes
primarias de la historia. En todo caso, lo son de esta historia. Ya señalé que éste es un
trabajo viejo. Lo empecé a escribir en Morelia en 1965, año en que se
celebró el segundo centenario del nacimiento del héroe, y lo terminé
cinco años después, en Chilpancingo, a cuya generosa Universidad fui a
parar en inesperado exilio académico y político. Allí estuve todo ese tiempo dedicado a la enseñanza universitaria, a atender la Escuela de Humanidades -de la cual fui Director- y a escribir, en mis ratos libres, estas páginas. Era inevitable. Tenía en mi posesión todos los datos, los documentales, los históricos, los biográficos, los geográficos, los espirituales, los humanos. En Morelia había formado parte de la comisión formada por el gobernador Agustín Arriaga Rivera para organizar los actos del bicentenario del nacimiento del héroe que, entre otras cosas, publicó una selección de obras fundamentales, sin las cuales no sería posible conocerlo. Fue decisiva la aportación de Antonio Arriaga Ochoa (Morelos, Documentos, en dos tomos), que se inscribe en la gran tradición recopiladora que inició Hernández y Dávalos, prosiguió Genaro García y culminó a nivel local Genaro Arreguín. Lo fue igualmente la de José R. Benítez (Morelos, su Casa y su Casta). Estaban además los dos tomos de la biografía de Hidalgo, de Castillo Ledón, y los sesudos artículos de Nicolás León. Con tal riqueza de materiales de
primera mano, este relato fue fácil de escribir, a pesar mío. El
manuscrito, pues, producto viejo, fue hecho por un joven. En ese tiempo
pensaba en una trilogía. Esta obra sería la primera parte. Su vida política
y militar -la gloria y apogeo de su carrera-, la segunda. Y su captura,
enjuiciamiento y muerte, la tercera. En todas trabajé. Publiqué
algunos artículos sobre estos temas en la revista SIEMPRE!, primero, y
en el diario EXCELSIOR, después; mas no las obras mismas, porque
nuevamente me vi obligado a emigrar; esta vez, a Canadá. Aquí viví infinitos horizontes
que, al permanecer siempre blancos por la nieve y el hielo, llegan a
perturbar el espíritu. Dilatado y sucio cielo grisáceo que avanza
cerca de la tierra, cansada de tanta monotonía. Viento grotesco que aúlla
desesperado en el espacio. Temblor de las esqueléticas ramas de los árboles,
dobladas bajo el peso de las agujas de hielo. Días sumamente cortos.
Noches inacabablemente largas. Frío infernal. Ríos majestuosos que
"dan la espalda al mar", al decir de Paul Valery, como el San
Lorenzo -el padre de Canadá-, totalmente congelado, como los grandes
lagos -mares interiores-, como las gigantescas cataratas, bruscamente
detenidas entre los resplandores de su movimiento. Hay lugares
espectacularmente lóbregos y hasta aterradores al Norte del continente
que, al contemplarse por primera vez -envueltos totalmente en un frío
de espanto-, permiten comprender por qué los primeros descubridores
europeos pensaron que allí había sido arrojado -como castigo- el
primer asesino de la historia. Llámanle la Tierra de Caín. Los propios
canadienses -los quebequenses- tienen un canto, una emoción, un poema,
que dice: "Mi patria no es una patria: es el invierno. Mi casa no
es una casa: es la nieve..." Los diez años que viví en
Montreal, consagrado a la promoción del turismo canadiense hacia México
y a algunas actividades académicas, me hicieron olvidar mis
aspiraciones editoriales; pero casi al final de este periodo cayeron en
mis manos, sin buscarlos, varios volúmenes bellamente escritos por el
cardenal Villeneuve, de Quebec; todos los cuales iluminaron la parte
relativa a los estudios eclesiásticos de Morelos y revivieron mi interés
en el tema. Al combinar lo expuesto por dicho cardenal canadiense con
las constancias que sobre esta parte de su vida publicó Antonio
Arriaga, todo embonó, todo se acopló, todo se ajustó por sí mismo. Y
a pesar de que soy un ser totalmente negado para las cuestiones
religiosas, hice un esfuerzo de comprensión y agregué a la inédita
obra el capítulo relativo a su ordenación sacerdotal. A mi regreso al país, leí varios libros nuevos sobre el tema publicados en Michoacán durante mi larga ausencia. Uno de ellos, patrocinado por el gobernador Carlos Torres Manzo, escrito por mi querido amigo y maestro Ernesto Lemoine Villicaña, me revolvió las entrañas. Imposible regatear a éste sus indiscutibles méritos como investigador. Los tiene y de sobra. Sin embargo, muchos de ellos se pierden, en mi opinión, al erigirse intérprete de valiosos hechos y documentos descubiertos o divulgados por él. ¿Por qué no haberse limitado a comentar los hallazgos documentales desde el punto de vista paleográfico o historiográfico? ¿Por qué erigirse en juez sin conocer el universo jurídico de la época? ¿Por qué no constreñirse a las labores propias del historiador? Hay que reconocer que la prosa de
Lemoine es impecable. Tallada en un fino castellano que tiene como
modelo la de Jorge Luis Borges, plantea con elegancia las más
siniestras barbaridades. Y no es que en ocasiones vea con ojos actuales
el mundo del pasado, en lugar de presentar éste bajo una forma
accesible al interés de hoy -lo cual no deja de ser una incongruencia
inaceptable en un historiador profesional-, sino que, con el noble propósito
de "humanizar" a los ídolos de bronce que pueblan nuestra
historia -particularmente a Morelos-, acaba por resaltar sus defectos
-la mayor parte de ellos imaginarios- sin reparar necesariamente en sus
cualidades; como si "humanizar" fuera sinónimo de denigrar.
El caso es que en última instancia -paradójicamente prohijado por
Michoacán-, tal historiador nos ofrece a un personaje michoacano, como
lo es Morelos, que poco o nada tiene qué ver con el original y que, en
cambio, tiene un extraño parecido al propio Lemoine. Absurdo y ridículo sería decir
que el héroe fue hombre sin debilidades ni defectos; pero al hablar de
éstos, hay qué hacer referencia a los reales y probados, no a los que
se le atribuyen por ignorancia, veleidad o mala fe; colocarlos en uno de
los platillos de la balanza para medir el peso específico que
influyeron en su personalidad, sin olvidar poner en el otro sus
virtudes, ya que éstas limitaron, contuvieron o compensaron aquéllos,
y, sobre todo, descubrir las repercusiones que produjo el conjunto
-defectos, debilidades y cualidades personales- en la marcha de los
acontecimientos trascendentales, ya que hablar de defectos o atributos,
sin que éstos hayan sido determinantes en los sucesos públicos o por
lo menos influido en ellos, es perder el tiempo en lo inocuo o
irrelevante. Al leer, pues, a mi amigo y
maestro Lemoine, no pude resistir la tentación de rehacer el manuscrito
empolvado, con el fin de rechazar sus imputaciones -que sentí
calumniosas- y aclarar las numerosas falacias del contradictorio
historiador; no sólo las que le atribuye al Morelos estudiante de
Valladolid, al maduro catedrático de Uruapan y al recio clérigo de la
Tierra Caliente, sino también al notable político y militar de la
insurrección; entre otras, la de su aparente derrumbe frente a sus
verdugos españoles, ante los cuales supuestamente se arrodilló para
pedirles perdón; tendencia perversa que proseguiría, en el universo
literario, el distinguido dramaturgo Vicente Leñero y, en el histórico,
el investigador Carlos Herejón Peredo. Esta última etapa -la del hombre
público- tenía prioridad. Cuando las pruebas históricas corroboran
una visión, lo sensato es aceptarlas; pero cuando éstas demuestran no
sólo algo distinto sino exactamente lo contrario, callar y dejar hacer
es aceptar el error y sumarse -por omisión- a la calumnia. Así que tomé
la palabra en forma oral y por escrito; es decir, en mi cátedra de la
Facultad de Derecho de la UNAM y en diversos artículos publicados por
el diario EXCELSIOR para dar mi opinión al respecto. En ese momento se había desatado
una especie de campaña cuyo fin era revelar la aparente cobardía de
Morelos en los tribunales coloniales. Lo obligado, pues, en primer
lugar, era tocar esta etapa para puntualizarla, y luego, si acaso, las
demás. Así que, en lugar de terminar y publicar el viejo proyecto, opté
por utilizar parcialmente este manuscrito como materia prima para hacer
un libro de carácter polémico que titulé Morelos ante sus jueces,
editado por Porrúa en 1985 -a iniciativa de la Universidad Nacional Autónoma
de México (UNAM)-, en el que describo lo que ocurrió en los tribunales
coloniales; muy diferente, por cierto, a lo sostenido por Lemoine, Leñero
y Herrejón. De este modo, consideré que la vieja trilogía que concebí
durante mi juventud había quedado descoyuntada, no sólo por haberla
empezado por el final, sino sobre todo por sustituirla por un producto
autónomo, con vida propia, que no precisaba antecedentes. Este trabajo, por consiguiente,
era ya inutilizable. Tal fue la conclusión a la que llegué en esos días.
Nuevamente lo sepulté en un cajón olvidado y allí lo dejé durante
diez años más: de los cuales casi la mitad los viví en Nicaragua. América
central era, en el momento de mi llegada, un volcán en erupción, como
el que existe en Masaya, a unos cuantos kilómetros de Managua, sobre el
cual se ha edificado un restorán al borde de la lava ardiente. Allí
asistí a una de las últimas batallas -si no es que a la última- de la
"guerra fría" entre las dos poderosas fuerzas que se
disputaban entonces el dominio del mundo. Cuando Cristóbal Colón descubrió
esta región del planeta pensó que había encontrado el paraíso
terrenal. Comprendí por qué. Es un homenaje de la creación. La tierra
es fértil, la verde vegetación, exhuberante; el variado horizonte
-mar, montañas, ríos, volcanes, lagos y valles- se la pasa jugando con
el cielo, que revienta de azul. La geografía es un poema. La población
no hace más que reflejar a la naturaleza al expresarse poéticamente.
Valga un ejemplo, a los postes para sostener el tendido de las líneas
eléctricas les llama "palos de luz". Por eso se entiende el
surgimiento en esas tierras de Rubén Darío, el poeta más grande de
nuestros tiempos en lengua española. Pues bien, la cintura de América
se estremecía en aquellos momentos de puro temor. Resonaban fuerte los
ladridos de los perros de la guerra. La Embajada de México -en donde
prestaba mis servicios- desplegaba múltiples esfuerzos para que éstos
no se soltaran. La fina diplomacia mexicana, dirigida con tacto y
firmeza por el canciller Bernardo Sepúlveda, fue uno de los factores
que impidieron la intervención, el desastre y la muerte. Conforme pasó
el tiempo, el foco del conflicto fue desplazándose de Nicaragua a Panamá,
a consecuencia de lo cual cayó el presidente Noriega. La política
exterior de nuestro país fue cambiando también de orientación y métodos.
Todos estos acontecimientos atrajeron completamente mi interés y mi
atención. En 1990 regresé a México y me
dediqué a diversas actividades en el sector público hasta que, en los
primeros días de 1995, al quedar en el ocio forzado que produce el
desempleo, me dediqué a revisar viejos papeles. Un día, al buscar en
los anaqueles superiores de mi librero ciertos documentos, se me vino
encima una caja que reventó en el suelo. Al reacomodar su contenido,
descubrí este ensayo entre las gastadas carpetas; lo releí como si
hubiera sido escrito por otro -así fue en realidad- y constaté con
agradable sorpresa que éste también, como el Morelos ante sus
jueces publicado por Porrúa en 1985, tiene vida propia e
independiente, a pesar de algunas necesarias repeticiones. Le di algunos
fugaces retoques finales y lo propuse para su publicación a la
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la cual, para mi
extrañeza, lo aceptó, lo publicó en 1995 y lo reimprimió al año
siguiente. Y así, además de incorporarme a los actos organizados por el país, especialmente por Michoacán, para celebrar un aniversario más del natalicio de Morelos, rendí involuntario tributo a ese hombre ya desaparecido que una vez fui. Colinas del Sur, Distrito Federal, México, enero de 1999. ¨ ¨ ¨
|
Temario |
|
||