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José Herrera Peña

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En esta sección, se presentan los capítulos del libro "Maestro y Discípulo", de José Herrera Peña, editado por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Morelia, Michoacán, México, 1995, y reimpreso en 1996.

Esta obra reconstruye la personalidad de don José Ma. Morelos y Pavón a partir del juicio que le siguió el tribunal de la Inquisición y hace referencia a las relaciones académicas y personales que tuvo con su Maestro, el rector Miguel Hidalgo y Costilla.

PRESENTACIÓN

Quisiera decir que estas páginas se refieren a la vida de José María Morelos y Pavón. A su vida, desde que nació en 1765 hasta los cuarenta y cinco años de edad, en que se lanzó a la guerra de independencia. A su vida, contada por él mismo ante los jueces inquisidores que lo juzgaron para condenar sus ideas. En parte lo es. Pero su vida, estrictamente hablando, puede ser descrita en unas cuantas líneas. En un alarde de síntesis, el propio declarante lo hizo con no más de cincuenta palabras.

Luego entonces, más que un relato de su vida, lo que se ofrece aquí es un panorama del mundo educativo, cultural, político y social de aquella época; cuya perspectiva se abre a partir de uno de los pasajes más impresionantes del juicio inquisitorial que se le siguió a Morelos: aquél en que se refirió a don Miguel Hidalgo y Costilla como su Maestro en el Colegio de San Nicolás de la antigua Valladolid de Michoacán.

Los vínculos de Morelos con el rector de San Nicolás lo marcarían para siempre. No habiendo sido su alumno en las aulas, sería sin embargo su discípulo fuera de ellas. Se conocieron en los claustros académicos y estrecharon sus relaciones gracias a las generosas enseñanzas extra cátedra que aquél impartió a éste. Conservarían su amistad toda la vida. El tratamiento que años más tarde daría Hidalgo al colegial Morelos sería el de "querido discípulo y amigo".

Una relación semejante sería la que se dió antes entre Hidalgo, jamás alumno de Francisco Javier Clavijero en el Colegio de los jesuitas, a pesar de haberse conocido y tratado personalmente. Hidalgo terminaría convirtiéndose, como en el caso anterior, en discípulo y amigo del autor de la Storia Antica del Messico. La admiración permanente que Hidalgo guardara a su Maestro Clavijero sería similar a la que Morelos le tributaría. ¿Por qué? ¿Qué tipo de enseñanzas se trasmitieron uno al otro? Estas páginas fueron escritas alrededor de tales preguntas y plantean hipótesis que fueron inspiradas al autor por la lectura de Jacques Lafaye y Francisco de la Maza, entre otros.

Capturado por sus enemigos, Morelos fue sujeto a un intenso interrogatorio. De todos los funcionarios coloniales que lo asediaron, los jueces inquisidores tenían necesidad de conocer íntimamente al detenido, su vida personal, su ejercicio profesional, su actuación social, sus relaciones familiares, sus ideas y sus sentimientos, antes de que éste sobresaliera en la guerra de independencia. Nosotros también. Por eso, al igual que los inquisidores, me atreví a plantearle numerosas preguntas, con la desventaja de que ellos lo conocieron personalmente y yo no.

Sin embargo, presionados por el tiempo para finalizar el juicio sumario en no más de tres días, muchas de sus vivencias -la mayor parte de ellas- se mantuvieron fuera de las actas. Consecuentemente, en el juicio no quedaron registradas más que las preguntas fundamentales, las que requerían en función de sus intereses políticos, o sea aquéllas que les interesaban para justificar su sentencia: a todas las cuales el acusado dio breve respuesta. Quedó igualmente fuera de actas el contexto en que ocurrieron los hechos. Para ellos, todo estaba al frente y aparecía del mismo tamaño. Peor aún, los pequeños asuntos los vieron grandes y los grandes los perdieron. Los árboles les impidieron contemplar el bosque. De este modo, lo que ganaron en intimidad a través del conocimiento personal, lo perdieron por pasión política, odio e indiferencia.

El hombre de nuestra época es totalmente extraño a aquélla. Sin embargo, aunque imposible integrarse al pasado, la lejanía le ayuda a entenderlo. Cierto que la distancia no le confiere necesariamente certeza, pero el individuo actual puede ver el bosque con más facilidad que los árboles. Percibe mejor el todo que las partes. También le es más sencillo distinguir lo importante de lo baladí. Es más objetivo. Ser objetivo no significa ser neutral o no tomar partido. No hay nadie que sea estrictamente neutral. Sin embargo, la distancia es una especie de removente que enfría el juicio y permite apreciar los hechos con mayor serenidad, ecuanimidad y justicia, a veces imposible para el contemporáneo de los acontecimientos.

Por eso, aunque es una desventaja no haber tenido reporteros, cámaras de televisión o internet en aquel tiempo, el hombre de hoy puede acercarse a lo ocurrido en ese entonces gracias a lo que pudiéramos llamar tecnología histórica. Valiéndome de ésta, pude hacer numerosos acercamientos a la época y, sobre todo, a los momentos en que se conocieron Maestro y Discípulo. A través de dicha técnica, fue posible distinguir con precisión tanto el perfil personal de ambos personajes, cuanto el paisaje -natural y social- en el que vivieron y lucharon.

También resultó relativamente fácil, como ya lo dejé dicho, someter a Morelos a nuevos interrogatorios, obvios para el tribunal pero no para nosotros. Sin ningún plazo para terminar la labor, no vacilé en detenerme en todo aquello que, marginado de la perspectiva histórica, parece nimio; pero sin lo cual no hubiera sido posible conocer mejor al personaje.

En cuanto al nuevo cuestionamiento hecho por el autor de estas páginas al notable acusado, la mayor parte de las respuestas son de éste, como lo es la ampliación de sus declaraciones. Sin embargo, me vi obligado a reconstruir algunas de sus afirmaciones echando mano a documentos y testimonios de la época o fundándome en atrevidas hipótesis. Por otra parte, muchas preguntas quedaron vibrando en el aire, sin respuesta; pero en lugar de extraerlas del texto, las dejé allí para curiosidad de las nuevas generaciones.

Deploro haber escrito una historia tan larga para periodo tan breve, pero aunque la escribí hace muchos, muchísimos años, nunca tuve el tiempo de sintetizarla. Cierto que después lo tuve; pero resumirla hubiera sido reescribirla y sustituir el texto fresco de un hombre joven por el más "acartonado" de otro, diferente a aquél. Preferible conservar su relativa aunque extensa ligereza, que apretarla para dejarla en una síntesis más pesada.

De todos modos, la lectura de estas páginas no es fácil. No hay violencia, ni crímenes, ni sangre, ni sexo, ni lucha por el poder para acelerar la velocidad del relato, sino -en la primera parte- escuelas, aulas, clases, libros, profesores, estudiantes, exámenes, actos académicos, ideas y costumbres: todo en un universo mitad medieval, mitad renacentista, mitad europeo, mitad indígena, mitad esotérico, mitad político, en el que a veces las cosas se entremezclan y se empantanan.

Esta lasitud es interrumpida de vez en cuando por el chasquido del látigo fuera de los claustros académicos; por el estremecimiento de los sueños eróticos en las horas de descanso, y por el aterciopelado deslizamiento de las ambiciones personales arrastrándose como sombras por los rincones de los edificios.

Escúchanse mucho después -en la segunda parte-, el percutir de las herramientas de construcción, al levantar Morelos el templo de Nocupétaro y labrar personalmente su púlpito; el relincho de las bestias, cuando éste emprende intensas actividades mercantiles que lo hacen viajar frecuentemente de la Tierra Caliente a la capital de la provincia, y los susurros de los amores prohibidos.

Acompañar al cura en sus tareas estrictamente profesionales tampoco es nada excitante, ni siquiera cuando recorre los largos caminos de la Tierra Caliente hasta los lugares remotos para bautizar a los recién nacidos o dar la extremaunción a los muertos. Sin embargo, el interés se reaviva al contemplar las reyertas en las que participa; aumenta al conocer a la mujer que ama, y queda en suspenso al observar la casi indiferencia con la que observa los acontecimientos políticos que conmueven al reino de la Nueva España en 1810.

Nada de lo expuesto es ficción, aunque a veces lo parezca. Y es que, así como la realidad es más sorprendente, increíble e inesperada que la fantasía, del mismo modo la historia es más fascinante que la novela. Por cierto, hay cierto paralelismo entre historiador y novelista: ambos usan su imaginación; mas el historiador no lo hace para inventar, como el novelista, sino para seleccionar hechos, clasificarlos y colocarlos en el lugar adecuado. En esta materia, la destreza en la organización de los hechos es lo que determina la forma y calidad del producto.

Ahora bien, cuando se escribe sobre el pasado, aunque se busca lo que realmente sucedió, no se puede estar completamente seguro de haber capturado fiel e íntegramente los acontecimientos. La realidad histórica, como el agua que se desliza entre las manos, es sumamente huidiza. Consecuentemente, lo menos que se puede hacer es permanecer dentro de la evidencia, apegarse a ella y obtener conclusiones congruentes, no con el pensamiento del autor ni con los prejuicios de los historiadores, sino con las premisas planteadas.

Para evitar influencias virtuosas o perniciosas de otros escritores, lo ideal es acercarse a los hechos a través de las fuentes primarias. Las fuentes secundarias deben usarse como guías al comienzo del proyecto, para plantear el esquema general de lo que realmente pasó; pero no seguirlas, porque al hacerlo se termina por reescribir el libro de otro y no el propio.

Si en este caso recurrí a algunas fuentes secundarias es porque, en primer lugar, éstas reproducen fuentes primarias que, de otro modo, hubieran permanecido inaccesibles para mí, y porque, en segundo, plantean puntos cruciales de referencia -frívolos, tendenciosos o inexactos- que es necesario desarticular en aras de la lógica histórica. He aquí la prueba de lo dicho con anterioridad: se podrá ser más o menos objetivo, pero no neutral.

Así, pues, me hundí en las fuentes primarias; pero no sólo en las escritas sino también en las no escritas. En las fuentes escritas, como cartas, informes, solicitudes, expedientes, actas, acuerdos, resoluciones, sentencias, reglamentos, programas de estudio, libros, folletos, cuadros estadísticos e incluso periódicos de la época. Y en las no escritas, como la geografía, el paisaje, el clima, la arquitectura, las obras de arte, las expresiones espirituales y las tradiciones orales. De ambas fuentes -escritas y no escritas- extraje los hechos, las ideas y las emociones que forman la trama de esta historia.

Las fuentes no escritas las viví. Hace mucho, muchísimo tiempo, estudié en el Colegio de San Nicolás. Enseñé en él. No en el mismo edificio donde ejerció la cátedra por veinte años el Maestro Hidalgo y estudió dos Morelos, porque fue destruido por el odio; pero sí en el actual, edificado sobre las ruinas de aquél. Viví virtualmente en las mismas aulas, contemplé los mismos atardeceres y respiré el mismo aire que ellos. Escuché las anécdotas que todavía se cuentan sobre su vida. Después de siglo y medio, casi oí sus pasos. Sentí con fuerza su presencia.

Visité durante años el antiguo Seminario Tridentino, en el que Morelos hizo su bachillerato en Artes, hoy Palacio de Gobierno, así como el antiguo Colegio de San Francisco Javier, hoy Palacio Clavijero, en el que estudiara Hidalgo. Recorrí miles de veces la hermosa ciudad de Morelia -la antigua Valladolid- y admiré sus piedras, sus monumentos, sus palacios, sus arcadas, sus jardines, sus templos, sus museos, como lo hacen actualmente sus habitantes, sus profesores y sus estudiantes; como lo hizo el colegial Morelos durante casi cinco años. Viví en esa hermosa ciudad. La gocé. La sufrí. Amé en ella. Luché. Gané. Perdí.

Y desde mis tiempos de estudiante nicolaita, dos o tres meses al año; pero sobre todo después, cuando fui suspendido -por razones políticas- de mi cátedra de la Universidad de San Nicolás -un año entero-, también visité todas las regiones de Michoacán y me detuve en muchos lugares en los que vivió el profesor Morelos; principalmente en la paradisíaca y boscosa Uruapan, donde pasó casi tres años ejerciendo la cátedra, sin dejar de ser seminarista, y yo frecuenté a mis numerosos amigos, en especial al pintor Manuel Pérez Coronado. O en el legendario y húmedo Pátzcuaro, que sigue asomándose al lago para contemplar su imagen, donde él visitaba a sus parientes y yo entrevisté múltiples veces al general Lázaro Cárdenas, y donde aquél enterró a su madre, y yo, mis ilusiones académicas. O en la vibrante Apatzingán, cuna de la Tierra Caliente, donde él vivió diez años de su juventud como labrador y yo tuve agradables e inolvidables experiencias políticas y afectivas. O en el caluroso Churumuco y en los risueños pero ardientes pueblos gemelos de Carácuaro y Nocupétaro, donde él vivió quince años de su madurez como cura, y yo me solacé con la sabrosa conversación de sus hombres y mujeres. Todas estas imágenes y vivencias son asimismo fuentes primarias de esta historia.

Además, conocí bien a los lugareños de todas estas regiones y muchos de ellos -y algunas de ellas- también me conocieron a mí. Su carácter ha cambiado poco desde hace dos siglos. Participamos juntos en múltiples eventos culturales y en varias luchas políticas. Moldeados por el clima y por la historia, ellos constituyen también, como la accidentada geografía, los bien trazados diseños urbanos y los melancólicos poblados rurales, fuentes primarias de la historia. En todo caso, lo son de esta historia.

Ya señalé que éste es un trabajo viejo. Lo empecé a escribir en Morelia en 1965, año en que se celebró el segundo centenario del nacimiento del héroe, y lo terminé cinco años después, en Chilpancingo, a cuya generosa Universidad fui a parar en inesperado exilio académico y político.

Allí estuve todo ese tiempo dedicado a la enseñanza universitaria, a atender la Escuela de Humanidades -de la cual fui Director- y a escribir, en mis ratos libres, estas páginas. Era inevitable. Tenía en mi posesión todos los datos, los documentales, los históricos, los biográficos, los geográficos, los espirituales, los humanos. En Morelia había formado parte de la comisión formada por el gobernador Agustín Arriaga Rivera para organizar los actos del bicentenario del nacimiento del héroe que, entre otras cosas, publicó una selección de obras fundamentales, sin las cuales no sería posible conocerlo. Fue decisiva la aportación de Antonio Arriaga Ochoa (Morelos, Documentos, en dos tomos), que se inscribe en la gran tradición recopiladora que inició Hernández y Dávalos, prosiguió Genaro García y culminó a nivel local Genaro Arreguín. Lo fue igualmente la de José R. Benítez (Morelos, su Casa y su Casta). Estaban además los dos tomos de la biografía de Hidalgo, de Castillo Ledón, y los sesudos artículos de Nicolás León.

Con tal riqueza de materiales de primera mano, este relato fue fácil de escribir, a pesar mío. El manuscrito, pues, producto viejo, fue hecho por un joven. En ese tiempo pensaba en una trilogía. Esta obra sería la primera parte. Su vida política y militar -la gloria y apogeo de su carrera-, la segunda. Y su captura, enjuiciamiento y muerte, la tercera. En todas trabajé. Publiqué algunos artículos sobre estos temas en la revista SIEMPRE!, primero, y en el diario EXCELSIOR, después; mas no las obras mismas, porque nuevamente me vi obligado a emigrar; esta vez, a Canadá.

Aquí viví infinitos horizontes que, al permanecer siempre blancos por la nieve y el hielo, llegan a perturbar el espíritu. Dilatado y sucio cielo grisáceo que avanza cerca de la tierra, cansada de tanta monotonía. Viento grotesco que aúlla desesperado en el espacio. Temblor de las esqueléticas ramas de los árboles, dobladas bajo el peso de las agujas de hielo. Días sumamente cortos. Noches inacabablemente largas. Frío infernal. Ríos majestuosos que "dan la espalda al mar", al decir de Paul Valery, como el San Lorenzo -el padre de Canadá-, totalmente congelado, como los grandes lagos -mares interiores-, como las gigantescas cataratas, bruscamente detenidas entre los resplandores de su movimiento. Hay lugares espectacularmente lóbregos y hasta aterradores al Norte del continente que, al contemplarse por primera vez -envueltos totalmente en un frío de espanto-, permiten comprender por qué los primeros descubridores europeos pensaron que allí había sido arrojado -como castigo- el primer asesino de la historia. Llámanle la Tierra de Caín. Los propios canadienses -los quebequenses- tienen un canto, una emoción, un poema, que dice: "Mi patria no es una patria: es el invierno. Mi casa no es una casa: es la nieve..."

Los diez años que viví en Montreal, consagrado a la promoción del turismo canadiense hacia México y a algunas actividades académicas, me hicieron olvidar mis aspiraciones editoriales; pero casi al final de este periodo cayeron en mis manos, sin buscarlos, varios volúmenes bellamente escritos por el cardenal Villeneuve, de Quebec; todos los cuales iluminaron la parte relativa a los estudios eclesiásticos de Morelos y revivieron mi interés en el tema. Al combinar lo expuesto por dicho cardenal canadiense con las constancias que sobre esta parte de su vida publicó Antonio Arriaga, todo embonó, todo se acopló, todo se ajustó por sí mismo. Y a pesar de que soy un ser totalmente negado para las cuestiones religiosas, hice un esfuerzo de comprensión y agregué a la inédita obra el capítulo relativo a su ordenación sacerdotal.

A mi regreso al país, leí varios libros nuevos sobre el tema publicados en Michoacán durante mi larga ausencia. Uno de ellos, patrocinado por el gobernador Carlos Torres Manzo, escrito por mi querido amigo y maestro Ernesto Lemoine Villicaña, me revolvió las entrañas. Imposible regatear a éste sus indiscutibles méritos como investigador. Los tiene y de sobra. Sin embargo, muchos de ellos se pierden, en mi opinión, al erigirse intérprete de valiosos hechos y documentos descubiertos o divulgados por él. ¿Por qué no haberse limitado a comentar los hallazgos documentales desde el punto de vista paleográfico o historiográfico? ¿Por qué erigirse en juez sin conocer el universo jurídico de la época? ¿Por qué no constreñirse a las labores propias del historiador?

Hay que reconocer que la prosa de Lemoine es impecable. Tallada en un fino castellano que tiene como modelo la de Jorge Luis Borges, plantea con elegancia las más siniestras barbaridades. Y no es que en ocasiones vea con ojos actuales el mundo del pasado, en lugar de presentar éste bajo una forma accesible al interés de hoy -lo cual no deja de ser una incongruencia inaceptable en un historiador profesional-, sino que, con el noble propósito de "humanizar" a los ídolos de bronce que pueblan nuestra historia -particularmente a Morelos-, acaba por resaltar sus defectos -la mayor parte de ellos imaginarios- sin reparar necesariamente en sus cualidades; como si "humanizar" fuera sinónimo de denigrar. El caso es que en última instancia -paradójicamente prohijado por Michoacán-, tal historiador nos ofrece a un personaje michoacano, como lo es Morelos, que poco o nada tiene qué ver con el original y que, en cambio, tiene un extraño parecido al propio Lemoine.

Absurdo y ridículo sería decir que el héroe fue hombre sin debilidades ni defectos; pero al hablar de éstos, hay qué hacer referencia a los reales y probados, no a los que se le atribuyen por ignorancia, veleidad o mala fe; colocarlos en uno de los platillos de la balanza para medir el peso específico que influyeron en su personalidad, sin olvidar poner en el otro sus virtudes, ya que éstas limitaron, contuvieron o compensaron aquéllos, y, sobre todo, descubrir las repercusiones que produjo el conjunto -defectos, debilidades y cualidades personales- en la marcha de los acontecimientos trascendentales, ya que hablar de defectos o atributos, sin que éstos hayan sido determinantes en los sucesos públicos o por lo menos influido en ellos, es perder el tiempo en lo inocuo o irrelevante.

Al leer, pues, a mi amigo y maestro Lemoine, no pude resistir la tentación de rehacer el manuscrito empolvado, con el fin de rechazar sus imputaciones -que sentí calumniosas- y aclarar las numerosas falacias del contradictorio historiador; no sólo las que le atribuye al Morelos estudiante de Valladolid, al maduro catedrático de Uruapan y al recio clérigo de la Tierra Caliente, sino también al notable político y militar de la insurrección; entre otras, la de su aparente derrumbe frente a sus verdugos españoles, ante los cuales supuestamente se arrodilló para pedirles perdón; tendencia perversa que proseguiría, en el universo literario, el distinguido dramaturgo Vicente Leñero y, en el histórico, el investigador Carlos Herejón Peredo.

Esta última etapa -la del hombre público- tenía prioridad. Cuando las pruebas históricas corroboran una visión, lo sensato es aceptarlas; pero cuando éstas demuestran no sólo algo distinto sino exactamente lo contrario, callar y dejar hacer es aceptar el error y sumarse -por omisión- a la calumnia. Así que tomé la palabra en forma oral y por escrito; es decir, en mi cátedra de la Facultad de Derecho de la UNAM y en diversos artículos publicados por el diario EXCELSIOR para dar mi opinión al respecto.

En ese momento se había desatado una especie de campaña cuyo fin era revelar la aparente cobardía de Morelos en los tribunales coloniales. Lo obligado, pues, en primer lugar, era tocar esta etapa para puntualizarla, y luego, si acaso, las demás. Así que, en lugar de terminar y publicar el viejo proyecto, opté por utilizar parcialmente este manuscrito como materia prima para hacer un libro de carácter polémico que titulé Morelos ante sus jueces, editado por Porrúa en 1985 -a iniciativa de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)-, en el que describo lo que ocurrió en los tribunales coloniales; muy diferente, por cierto, a lo sostenido por Lemoine, Leñero y Herrejón. De este modo, consideré que la vieja trilogía que concebí durante mi juventud había quedado descoyuntada, no sólo por haberla empezado por el final, sino sobre todo por sustituirla por un producto autónomo, con vida propia, que no precisaba antecedentes.

Este trabajo, por consiguiente, era ya inutilizable. Tal fue la conclusión a la que llegué en esos días. Nuevamente lo sepulté en un cajón olvidado y allí lo dejé durante diez años más: de los cuales casi la mitad los viví en Nicaragua. América central era, en el momento de mi llegada, un volcán en erupción, como el que existe en Masaya, a unos cuantos kilómetros de Managua, sobre el cual se ha edificado un restorán al borde de la lava ardiente. Allí asistí a una de las últimas batallas -si no es que a la última- de la "guerra fría" entre las dos poderosas fuerzas que se disputaban entonces el dominio del mundo.

Cuando Cristóbal Colón descubrió esta región del planeta pensó que había encontrado el paraíso terrenal. Comprendí por qué. Es un homenaje de la creación. La tierra es fértil, la verde vegetación, exhuberante; el variado horizonte -mar, montañas, ríos, volcanes, lagos y valles- se la pasa jugando con el cielo, que revienta de azul. La geografía es un poema. La población no hace más que reflejar a la naturaleza al expresarse poéticamente. Valga un ejemplo, a los postes para sostener el tendido de las líneas eléctricas les llama "palos de luz". Por eso se entiende el surgimiento en esas tierras de Rubén Darío, el poeta más grande de nuestros tiempos en lengua española.

Pues bien, la cintura de América se estremecía en aquellos momentos de puro temor. Resonaban fuerte los ladridos de los perros de la guerra. La Embajada de México -en donde prestaba mis servicios- desplegaba múltiples esfuerzos para que éstos no se soltaran. La fina diplomacia mexicana, dirigida con tacto y firmeza por el canciller Bernardo Sepúlveda, fue uno de los factores que impidieron la intervención, el desastre y la muerte. Conforme pasó el tiempo, el foco del conflicto fue desplazándose de Nicaragua a Panamá, a consecuencia de lo cual cayó el presidente Noriega. La política exterior de nuestro país fue cambiando también de orientación y métodos. Todos estos acontecimientos atrajeron completamente mi interés y mi atención.

En 1990 regresé a México y me dediqué a diversas actividades en el sector público hasta que, en los primeros días de 1995, al quedar en el ocio forzado que produce el desempleo, me dediqué a revisar viejos papeles. Un día, al buscar en los anaqueles superiores de mi librero ciertos documentos, se me vino encima una caja que reventó en el suelo. Al reacomodar su contenido, descubrí este ensayo entre las gastadas carpetas; lo releí como si hubiera sido escrito por otro -así fue en realidad- y constaté con agradable sorpresa que éste también, como el Morelos ante sus jueces publicado por Porrúa en 1985, tiene vida propia e independiente, a pesar de algunas necesarias repeticiones. Le di algunos fugaces retoques finales y lo propuse para su publicación a la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, la cual, para mi extrañeza, lo aceptó, lo publicó en 1995 y lo reimprimió al año siguiente.

Y así, además de incorporarme a los actos organizados por el país, especialmente por Michoacán, para celebrar un aniversario más del natalicio de Morelos, rendí involuntario tributo a ese hombre ya desaparecido que una vez fui.

Colinas del Sur, Distrito Federal, México, enero de 1999.

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