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Raíces -históricas, políticas, constitucionales- del Estado mexicano José Herrera Peña Prólogo Si
las leyes más importantes de una monarquía son las que regulan la
sucesión dinástica, las de una república serán las que norman la
elección popular. Estos sistemas de transmisión del poder no sólo son incompatibles, en principio, sino también contradictorios. Sin embargo, la fuerza de los acontecimientos obligó a políticos y juristas europeos y americanos de los siglos XVIII y principios del XIX a acercarlos a un imposible punto de convergencia. Aunque
la tarea no tuvo éxito, alcanzó por lo menos a conciliar dos elementos
aparentemente inconciliables derivados de aquéllos: la
aristocracia y la democracia. En Inglaterra, por ejemplo, esta
conciliación se logró a partir del siglo XVIII, porque aristocracia y
democracia convivieron dentro de la monarquía. En Estados Unidos también,
porque la democracia y la aristocracia conjugaron sus principios, aunque
esta vez dentro de la república. En Francia no, porque la monarquía y
la aristocracia fueron eliminadas y en su lugar se estableció la república
democrática. En España tampoco, porque en las primeras décadas del
siglo XIX se conservó la aristocracia dentro de la monarquía, pero se
suprimió la democracia. En México, según opinión de algunos, el Estado nacional no se formó sino hasta 1857. El Estado, sí; pero la nación se formó antes, a lo largo del siglo XVIII. Durante la gran crisis política en que el universo hispánico se quedó sin soberano, a partir de 1808, la Nueva España -que era jurídicamente un reino gobernado por el rey a través de un virrey- intentó asumir los atributos de la soberanía a través de un congreso nacional electo por las provincias. De haber prosperado su intento, se hubiera pasado –por la vía pacífica-
del Estado colonial al Estado autónomo, de la monarquía absoluta a una
monarquía moderada (o a un imperio constitucional) y de la aristocracia
a la democracia. La antigua España y la nueva España habrían sido
libres e independientes entre sí, pero quizá unidas bajo una misma autoridad
soberana. Al
iniciarse este proceso, los representantes de la sujeción española
rechazaron la transición. Entonces, los partidarios de la autonomía
americana decidieron avanzar sin ellos. Al cabo de escasos tres meses,
la minoría española resolvió el conflicto sorpresivamente, recurriendo
a la fuerza y descargando un golpe político contra la mayoría americana. El 16 de
septiembre de 1808, el grupo peninsular depuso al virrey y encarceló a los principales
partidarios de la autonomía. El desenlace fue trágico. Por
una parte, se frustró el esfuerzo nacional para transitar pacíficamente
de un sistema a otro, y por otra, quedaron rotos los puentes de
entendimiento entre ambas partes. El
resultado fue una nación dividida, polarizada, en la cual cada grupo se
atrincheró detrás de sus propias posiciones y decidió hacer prosperar
su proyecto político por encima del contrario. Los partidarios
de la sujeción aristocrática y esclavista recrudecieron la represión,
y los de la autonomía democrática, la rebeldía. El 16 de septiembre
de 1810 -dos años después- cuando por fin se dio el choque abierto y
frontalentre ellos, la explosión sería brutal. A
partir de entonces, ya nada fue igual, y todos, amos y esclavos, señores
y siervos, propios y extraños, comprendieron que el pasado había
muerto, a pesar de que los partidarios de la sujeción intentaron desesperada y
ferozmente mantenerlo vivo durante los años siguientes. Todo sería
inútil. No quedaba más que el futuro. En
este contexto, los grupos políticos americanos (o criollos) intentaron
avanzar a través de distintas estrategias. Unos insistieron en afirmar la
identidad nacional dentro del mundo hispánico y dieron cauce a sus empeños
como diputados de las cortes de Cádiz. Otros, los que ya habían roto
definitivamente con este mundo con las armas en la mano, construyeron
sus propios órganos de gobierno. El
precedente de la primera tendencia se dio en 1809, cuando los españoles, con el asentimiento
americano, eligieron a la persona que debía representar a la Nueva España
ante la Junta Central Gubernativa de España. Un año después, en 1810, rotas las
hostilidades entre los partidarios de la sujeción y los de la
independencia, se complicaron las cuestiones constitucionales. En 1810,
por primera vez en la historia, al mismo tiempo que surgieron dos ejércitos
frente a frente -los nacionales y los españoles-, se celebraron dos
elecciones -de diferentes características- en los campos opuestos de la
colonia y la insurgencia; unas cupulares –entre los miembros de los
ayuntamientos- para nombrar diputados a las cortes constituyentes españolas,
y otras, populares, entre las multitudes congregadas en los llanos del
Bajío, para elegir a los representantes ejecutivos de la nación en pie
de guerra, ratificadas éstas por los ayuntamientos de las ciudades y
villas que tocaban. En
1811 se llevó a cabo otra elección, esta vez indirecta, en el área
geográfico-política de la insurgencia, para reorganizar el gobierno
del Estado nacional, en proceso de crisis por la pérdida de los
primeros caudillos, apoyado por la fuerza
armada popular. Y
en 1813, como en 1810, se celebraron otras dos elecciones en medio de la
guerra, ambas indirectas; unas, en segundo grado, en las provincias
dominadas por el gobierno español, y otras, en primer grado, en los
territorios controlados por las fuerzas nacionales. Aquéllas, para representar a la
Nueva España ante las cortes ordinarias de España –que no condujeron
a resultado alguno- y éstas, convocadas por José Ma. Morelos, para
formar un cuerpo constituyente nacional que declarara la independencia,
asumiera íntegramente los atributos de la soberanía y diera forma jurídica
a la nación. Estos
esfuerzos democráticos -apuntalados por las armas- imprimirían
profundamente su huella -aún claramente visible- en el rostro político
de la nación y, con éxito inmediato o sin él, sentaron las bases firmes del
Estado nacional mexicano. Aquí
se describe la forma en que ocurrieron Morelia,
Mich., 22 octubre 2001. José
Herrera Peña.
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