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Raíces -históricas, políticas, constitucionales- del Estado mexicano José Herrera Peña VII Principios constitucionales aplicables a América
1) La igualdad de los desiguales Si a los negros y sus
descendientes -puros o mezclados con blancos, indios o asiáticos-, es decir, a las
castas, se les negó la ciudadanía, a los indios, en cambio, se les reconoció.
No faltaba más. En ejercicio de sus
derechos políticos, los indios votaron en lo sucesivo por candidatos a los
que, dado el sistema de elección indirecta en segundo grado, nunca
conocieron, por lo lejanos, y éstos, por su parte, ni como miembros de los
ayuntamientos, ni como diputados provinciales, ni como diputados a cortes,
tampoco los atendieron en forma alguna. Se les extendió
constitucionalmente el título de ciudadanos, pero se les obligó a prestar el
servicio militar, del que hasta entonces habían estado exentos. Se les libró generosamente
del tributo, pero en lo sucesivo se les sometió al pago de las contribuciones
generales. Se les admitió en los
ayuntamientos de los pueblos, pero se les privó del régimen particular de
sus parcialidades y repúblicas. Se mandó que no se les
diese azotes por castigo, pero se les sometió a la secuela interminable de
los procesos de la jurisdicción ordinaria, tanto en materia penal como civil. Sus cajas de comunidad
quedaron extinguidas y sus mermados recursos fueron refundidos en los mal
administrados fondos de propios. Ganaron el título de
ciudadano, que los sujetó en lo individual a nuevas y desconocidas
obligaciones y les otorgó nuevos e impracticables derechos; pero perdieron el
espíritu proteccionista que la legislación
de Indias había tenido hasta entonces en su beneficio, producto de muchos
errores sufridos en el curso de tres siglos, muchos de ellos corregidos en
dicha legislación. Y ellos, que solían vivir
en comunidades, no como individuos sino como partes de un todo -pueblos, parcialidades,
“repúblicas de indios”-, empezaron a sentir los
rigores del régimen político liberal e individualista, pero sin recibir más
que algunos de los
beneficios que éste trae consigo. La diputación americana
apoyó estas innovaciones legislativas, basada en el romántico principio
liberal de que, así como la mala ley embrutece a los seres humanos, la buena
ley los humaniza y enaltece; principio que, por otra parte, sería invocado
por Morelos en sus Sentimientos de la
Nación. Sin embargo, aunque los
diputados no tuvieron dudas de la bondad de las nuevas leyes liberales e
individualistas, basadas en el principio de regular las relaciones de seres
libres e iguales en derechos, sí dudaron, y muy seriamente, que los seres
desiguales de América, indios y españoles, fueran iguales en derechos. Las
antiguas Leyes de Indias no habían
sido malas por su espíritu proteccionista, ni por reconocer implícitamente
la desigualdad y la incapacidad relativa de los indios, sino por haberse
aplicado mal y en provecho de los españoles. El padre Mier, por ejemplo,
tan poco afecto a la legislación de Indias, comentaría más tarde que ésta
se había ido adaptando poco a poco a las necesidades e
intereses de los indios, como resultado de siglos de desatinos, mientras que
la nueva legislación, impuesta súbitamente por el espíritu liberal, había
destruido de golpe toda su organización y sistema, sin haber creado
previamente las bases firmes y adecuadas para sostener el nuevo. Han pasado dos siglos desde
entonces. A pesar de los intentos que se han hecho para sujetar a los
indios a leyes e instituciones liberales, muchas veces éstas se han tenido
que modificar conforme al espíritu de las antiguas, para regular tanto las relaciones
de los indios con otros grupos, cuanto sus relaciones entre sí. Más
adelante, al hacer referencia a la Constitución de Apatzingán de 22 de
octubre de 1814, se precisará esta idea.
2) Diversidad regional en la unidad soberana España y América no podían
ser gobernadas por la misma legislación y por las mismas instituciones. No lo
habían sido durante los tres siglos anteriores. No lo podían ser ahora. No
lo llegarían a ser nunca. Siendo sus problemas diferentes, tenían que ser
diferentes su legislación, sus instituciones y su forma de gobierno. “Yo sé bien –expresó
Guridi y Alcocer- que la ley es una para todos, aquí (en España) y en América;
pero no lo es su ejecución, la que no puede prescindir de las circunstancias
peculiares, que es indispensable conocer. Y no las conocerá sin duda, ni las
tendrá presentes al tiempo del despacho, sino quien se dedique privativamente
al de aquel mundo”.[1] Era
necesdario reconocer las diferencias. Sin embargo, las cortes no establecieron
más diferencias que las que les sirvieron para ejercer su control a través de la centralización del poder.
En cambio, las diferencias absolutamente indispensables para conservar la unidad de la nación -aunque
no necesariamente del gobierno- no las aceptaron. En lugar del virrey, gobernador, capitán general y superintendente de la real hacienda, crearon para las provincias -incluidas las de ultramar- la figura del ”jefe superior” nombrado por el rey. En cada provincia se estableció además una diputación o junta provincial, presidida por el “jefe superior” y compuesta por el presidente, el intendente y siete individuos electos, no como un embrión de un poder legislativo local, sino como órgano adicional y prolongación del poder ejecutivo. Por otra parte, las
relaciones del virrey con la audiencia, la participación de ésta en los
negocios del gobierno como consejo del virrey -con el nombre de real acuerdo-
la junta superior de real hacienda, y los juzgados y administraciones
especiales en varios ramos, todo quedó teórica y constitucionalmente
suprimido. En la práctica, al contrario, todo fue
anticonstitucionalmente sostenido. La diputación americana
había advertido a las cortes la necesidad de innovar y cambiar leyes e
instituciones en función de la igualdad de los españoles de ambos
hemisferios así como de la igualdad de las diversas entidades provinciales
que formaban parte de su estructura política; pero respetando al mismo tiempo las diferencias que
hubieran de respetarse -tradiciones, instituciones, leyes, y autonomías- para
salvaguardar su riquísima diversidad en la unidad esencial de la nación. El mismo diputado Guridi y
Alcocer, por Tlaxcala, lo expuso muy claramente desde que empezaron los
debates. El término nación debía interpretarse en su más
amplio significado político. Y así como en Alemania, Inglaterra y otros
países, la diversidad de sus religiones no había sido incompatible con la
unidad nacional, de la misma manera entre nosotros la diversidad de
territorios, separados por un inmenso océano, o la de idiomas, como el
castellano y las lenguas vernáculas, o la de naciones distintas, como las de
españoles, indios, negros y asiáticos, tampoco debía ser incompatible con
la unidad del Estado español.[2] El gobierno, pues, debía
reconocer, atender y respetar esas diferencias, variedades y diversidades, sin
perjuicio de que sus componentes quedaran “sujetos a una autoridad
soberana”. Era necesario sostener la
igualdad entre los españoles de todos los continentes, y a partir de esta
igualdad, por paradójico que parezca, reconocer las desigualdades que
tuvieran entre sí. De ahí la necesidad de declarar la ciudadanía común de
los españoles no sólo de raíz europea y asiático-americana sino también
africana, y
al mismo tiempo, de reconocer la validez de las diferencias en costumbres,
leyes e instituciones locales. Era necesario, por
consiguiente, que el principio de igualdad entre españoles y americanos se
expresara en el poder ejecutivo; específicamente, en el órgano consultivo,
es decir, en el Consejo de Estado, y en sus órganos administrativos,
o sea, en las secretarías de despacho. Sólo a partir de esta igualdad, reflejada en sus instituciones centrales, se podría garantizar el desarrollo desigual de América respecto de España, bajo una misma autoridad soberana. Pero al mismo tiempo,
para hacer valer las diferencias que garantizaran e hicieran posible la unidad, era indispensable instituir en forma especial
y distinta
las siguientes figuras locales: jefe político de las provincias, juntas
provinciales, ayuntamientos y órganos de justicia.
3) El Consejo de Estado La Constitución propone que el Consejo de Estado, una especie de pequeño Senado, sea formado por cuarenta individuos, de los cuales cuatro serán eclesiásticos, cuatro grandes de España, y los demás distinguidos por su ilustración o conocimientos, o por sus señalados servicios en los ramos de la administración y del gobierno del Estado.[3] De los cuarenta consejeros,
“doce a lo menos deben ser nacidos en las provincias de ultramar”.[4]
Todos son nombrados por el
rey -a propuesta de las cortes- y tienen facultades para emitir dictamen en
asuntos graves gubernativos; señaladamente, en los relativos a dar o negar la
sanción a las leyes, declarar la guerra y hacer los tratados.[5] “La comisión –dice
Barragán- quiso establecer esta concesión –la de los doce consejeros de
ultramar- no sólo para borrar el gran malestar que había producido la
exclusión del estatuto de la ciudadanía a las castas, sino también debido a
que las clases superiores, la nobleza y la eclesiástica, eran mucho menos
numerosas en las Américas que en la Península, y así, sin esta concesión,
se habría menguado más todavía su representación”.[6] Pero esto no satisfizo a la
diputación americana, que reprodujo sus reproches de que no se respetaba el
trato de igual a igual aprobado por las cortes. “Con todo –concluye
Barragán- y pese a la sinceridad de estos reclamos, no hubo modificación
sobre el particular”.[7] De los cuarenta consejeros
de Estado, sólo se eligió a la mitad, y de los doce americanos, únicamente
a tres: José Mariano de Almansa, de Veracruz, que había sido candidato a
vocal de la Junta Central; Melchor de Foncerrada, oidor de México, y José de
Aizinema, coronel de milicias de Guatemala.
4) Secretarías de despacho La comisión propuso siete
secretarías de despacho: 1) Estado, 2) Gobernación para la Península e
islas adyacentes, 3) Gobernación para Ultramar, 4) Gracia y Justicia, 5)
Hacienda, 6) Guerra y 7) Marina.[8] Al discutirse este asunto,
la diputación americana, en lugar de aceptar una secretaría, la de Gobernación
para Ultramar, reclamó tres: la primera, Gobernación, Gracia y
Justicia; la segunda, Hacienda, y la tercera, Guerra y Marina.
Paralelamente, propuso otras tres similares para los asuntos de la Península.
Se alejaría así el tema del despotismo. La comisión alegó que un
gabinete dividido produciría una nación dividida. Guridi y Alcocer replicó
que “la unidad consiste en el rey, que es la cabeza, no en los ministros,
que son los brazos, y aún el cuerpo humano tiene dos… La monarquía abarca
dos mundos, y por lo mismo debe tener dos ministros en cada ramo de los que
admiten división.”[9] Ramos Arizpe, por su parte,
hizo hincapié en que los principios invocados para la creación de las
secretarías de España eran exactamente los mismos e igualmente invocables
para los asuntos de ultramar, “en donde se ofrecen tantos, tan interesantes
y acaso más complicados negocios que en la Península.”[10] “Para el gobierno de las
provincias de la Península, en que viven once millones de hombres alrededor
del gobierno, se establecen seis secretarios, y para cada una de las Américas
-que es medio mundo- en que habitan quince millones de habitantes (o dieciséis
según el diputado Beye de Cisneros) un solo secretario”.[11] Justo o no, confuso o no,
el proyecto se aprobó y las Américas no tuvieron más que una secretaría
para que atendiera el despacho de sus asuntos; pero, por lo menos, se dejó a
las cortes ordinarias la teórica tarea de que hicieran la variación “que
la experiencia o las circunstancias exijan”.[13]
Nunca se haría variación alguna. Conforme a
la Constitución, todas las órdenes del rey tienen que ir firmadas por el secretario del despacho del ramo a que el asunto
corresponda. Ningún tribunal ni persona pública dará cumplimiento a la
orden real que carezca de este requisito.[14] Los secretarios de
despacho, pues, son responsables ante las cortes de las órdenes que autoricen
contra la Constitución o las leyes, sin que les sirva de excusa haberlo
mandado el rey.[15] La elección para ministro de la Gobernación de Ultramar recayó en Tomás González Calderón, regente de la Audiencia de México, y por no haber querido o podido pasar a España “por sus enfermedades”, ocupó su lugar Manuel de la Bodega y Molinedo, oidor de la misma Audiencia, convertida ésta en Tribunal Supremo y aquél en magistrado del mismo órgano judicial, por disposición constitucional. Sería él,
Manuel de la Bodega y
Molinedo, ministro de Gobernación de Ultramar, quien elaboraría la memoria
sobre la mezquindad de las cortes para reconocer la ciudadanía a los españoles
de las castas americanas, sin pensar que así como éstas habían defendido
sus reinos, de la misma manera podrían volver sus armas contra ellos; memoria
que presentaría a Fernando VII, al retornar a su trono, y que no sería
rechazada por éste.
5) Jefes políticos y juntas provinciales El gobierno político de
las provincias residía en un “jefe superior” nombrado por el rey, al que
se empezó a llamar “jefe político”, a cargo del poder ejecutivo
(sustituto del virrey, aunque con menos facultades discrecionales que éste,
en teoría, no en la práctica)[16] Se propuso que en cada
provincia hubiera una diputación llamada provincial, presidida por el “jefe
superior”, compuesta por el presidente, el intendente y siete individuos
electos; no, se reitera, como embrión de un órgano legislativo sino como
prolongación del poder ejecutivo.[17]
Los diputados americanos a las cortes constituyentes sostuvieron que si se confiaba todo el gobierno de la provincia a un ministro del rey, como lo era el “jefe superior” o “jefe político”, no habría remedio contra el despotismo. Para evitarlo propusieron que se estableciera una junta formada por personas que merecieran la confianza, no tanto del rey, cuanto de los pueblos; la cual, además de auxiliar al “jefe político” a hacer el bien, le impidieran hacer el mal. “De nada servirán las
leyes y las mejores instituciones en el centro de la nación -declararon- si
no adoptamos esta moderación en las provincias. Los recursos contra la opresión,
esencialmente las largas distancias, son regularmente inútiles para obtener
el remedio, sólo por la dilación”.[18] “La nación, además, está
habituada en gran parte, desde nuestra gloriosa revolución, a que las
provincias sean gobernadas por autoridades colectivas, elegidas por ellas
mismas y presididas por gobernadores de nombramiento real”.[19] Así había ocurrido, en
efecto, no sólo en la Península -al formarse juntas en cada ciudad- sino
también en las Américas, desde 1808, aunque aquí con más orden y mayor
autonomía de facto, salvo en México,
cuya junta había sido frustrada desordenada y atropelladamente por los
europeos. Las diputaciones
provinciales debían tener facultades para asistir no sólo a los jefes políticos
locales sino también al mismo gobierno central, a través de sus informes;
pero era necesario que dichos jefes no concentraran toda la autoridad, como lo
señalaba el proyecto, porque si esto ocurría, según el diputado Larrazábal,
se dejaría abierta la puerta “a la arbitrariedad y el despotismo, en tal
grado a que no habíamos llegado en tiempos del antiguo despotismo”.[20] En efecto, el “jefe político”
o “jefe superior” podía muy bien no dar curso a ninguna reclamación,
siempre que así le conviniera. “Es conocido que aquí, en España, los
jefes superiores impiden la circulación y cumplimiento de los decretos de las
cortes. ¿Qué no sucederá en las lejanas provincias de ultramar?”[21] El diputado Ramos Arizpe,
por su parte, preguntó a las cortes: “¿Qué temor se tiene a las
representaciones (informes) francas y directas de las diputaciones
provinciales? ¿O no se quieren oír verdades importantes? Pues las
diputaciones no dirán otra cosa si se les deja en libertad.”[22] “Es monstruosidad ridícula
–dijo Ramos Arizpe- proclamar seguridad, libertad, franco acceso de cada
español al gobierno, y negar éste a unos cuerpos que, poseídos de verdadero
patriotismo, son los únicos que podrían frenar el poder de los jefes, si no
se les pusiera una traba escandalosa en este artículo… esto es dar licencia
de andar a los tullidos y poner grillos a los que tienen pies robustos”.[23] Si la Constitución
–continuó Ramos Arizpe- “ha depositado el gobierno en los jefes políticos,
sea enhorabuena. Pero si la misma Constitución se ha ocupado de acabar con la
tendencia del gobierno a la arbitrariedad, es necesario que junto a él esté
otra autoridad que, además de ilustrarlo con sus luces, contrarreste su
natural inclinación al despotismo”.[24] “¿Y qué autoridad está
más inclinada, o mejor diré, terminantemente designada -en la Constitución-
que las diputaciones provinciales? Estas, por sus elementos constitucionales,
tienen más íntima analogía con la parte gubernativa, y verdaderamente
entran en lo que, generalmente hablando, se conoce como poder ejecutivo o
gobierno”.[25] “Si las leyes han de ser
expresión de la voluntad general, yo aseguro a las cortes que toda la nación,
especialmente su mayoría –que habita en las Américas- quiere que sus
cuerpos representativos y más populares, cuales son las diputaciones, tengan
libre este derecho”.[26] “Y ojalá tuvieran el de
castigar a sus jefes, como lo han expuesto con repetidas quejas varias
provincias, demostrando con la experiencia de tres siglos que el gobierno español,
lejos de castigar a sus malos gobernantes, o les ha disimulado sus delitos y
conducta desoladora, hasta llegarse a dispensar, como al virrey Brachifort, de
ser residenciados (juzgados) o lo que ha sido peor y más frecuente, los ha
premiado y dado nuevos empleos”.[27] Las cortes no aceptaron la
propuesta de los diputados americanos, pero sí, por lo menos, que las
diputaciones provinciales dieran parte al supremo gobierno de los abusos de
los jefes en la administración de las rentas públicas así como en las
infracciones constitucionales que advirtiesen. Por lo demás, las
diputaciones provinciales debían turnar a las cortes para su aprobación, con
su informe, las ordenanzas municipales de los pueblos, los arbitrios
propuestos por los ayuntamientos para las obras públicas y las cuentas de la
inversión de estos mismos arbitrios. La única diferencia que se
admitió fue que las provincias de ultramar, por razón de la distancia,
ejecutaran las medidas anteriores –elaboración de ordenanzas, ejecución de
arbitrios y rendición de cuentas- con sólo la aprobación provisional del
“jefe político”, aunque siempre dando cuenta a las cortes después, para su
aprobación definitiva.
6) Los ayuntamientos En lugar de
los antiguos ayuntamientos, que se componían de regidores perpetuos, cuyos
oficios eran vendibles y renunciables, con alcaldes y cierto número de
regidores nombrados por los mismos ayuntamientos, las cortes dispusieron que
se establecieran ayuntamientos de elección popular. Debían
componerse estos de uno o dos alcaldes, regidores y el procurador síndico;
ser presididos por el “jefe político”, donde lo hubiere, y en su defecto
por el alcalde o por el primero de los alcaldes, si hubiere dos.[28] Se estableció
la no reelección de alcaldes, regidores y procuradores síndicos, sino hasta
pasados dos años por lo menos.[29] Ramos Arizpe
propuso la siguiente adición: “No
asistiendo por cualquier motivo el jefe político y el alcalde de primera
elección, lo presidirá el de la segunda, y en ausencia de éste, el regidor
más antiguo de los concurrentes, porque la experiencia enseña que mil veces
se frustran por no querer asistir el jefe político o presidente, y se ha dado
el caso escandaloso, sobre injusto, de recoger las llaves de los archivos de
ayuntamientos. Sépase que ha de haber cabildo, reunida la mayor parte de sus
individuos”.[30] Pero la
adición no fue aprobada. De acuerdo
con la ley, los
ayuntamientos tienen a su cargo la política interior de los pueblos: rentas
municipales, instrucción pública, casas de beneficencia y obras de comodidad
y ornato. Para el
desempeño de sus funciones, dichos ayuntamientos quedan bajo la inspección
de la diputación provincial, a quien deben rendir cuenta justificada cada año
de los caudales públicos que hubieren recaudado e invertido.[31]
7) La Constitución en la Nueva España A partir del
30 de septiembre de 1812, en que la Constitución se dio a conocer y se juró
en México, empezaron a publicarse bandos con prevenciones para intentar ir
adaptando las viejas instituciones y prácticas a las formas y lenguaje del
nuevo sistema. La plaza,
llamada hasta entonces plaza mayor, tomó el nombre de “Plaza de la
Constitución”, según la inscripción correspondiente que se mandó poner
en una lápida. La aduana,
casa de moneda y rentas dejaron de denominarse reales, como hasta entonces, y
empezaron a llamarse nacionales. La audiencia
dejó de ser consejo del virrey y se redujo a la función de administrar
justicia. La mayor parte de los juzgados especiales cesaron. Reducida la
administración de justicia a tribunales ordinarios, cesó también la “junta de
seguridad” que había estado encargada especialmente de los procesos de
infidencia, es decir, de los casos políticos. Las
administraciones particulares de ciertos ramos de obras públicas, como el
desagüe y otros, pasaron teóricamente a la diputación provincial. Los cambios
anteriores representaron sólo una transferencia de facultades de unos
órganos a otros y variaciones de nombre. De ellos, la libertad de prensa y
las elecciones para nombrar ayuntamientos, diputados provinciales y diputados
a cortes, hubieran podido significar cambios profundos, históricos, de fondo;
pero no se llevaron a cabo. Y los que se intentaron, fueron inmediatamente suprimidos, derogados o permitidos en forma incompleta y por poco tiempo,
volviéndose todo al estado de cosas que existían antes de ellos. En esta
materia se distinguen dos épocas:
8) Primera época constitucional De las leyes
expedidas por las cortes, la más importante sin duda fue la relativa a la
libertad de imprenta, promulgada para “atender la facultad individual de los
ciudadanos de publicar sus pensamientos e ideas políticas” como “único
camino para llevar al conocimiento de la verdadera opinión pública”, pero
fundamentalmente con el doble propósito de permitir “un freno de la
arbitrariedad de los que gobiernan” así como “de ilustrar a la nación en
general”.[32] El decreto
sobre libertad de imprenta no se dio a conocer en México sino hasta que el
diputado Ramos Arizpe pidió a las cortes que ordenaran su establecimiento y
puesta en vigor. No pudiendo
los tribunales coloniales suspender la ejecución de las leyes, dada la orden
del supremo gobierno de que se publicara la referida ley, no se pudo evitar más
dilación, y el 5 de octubre de 1811, el virrey tomó juramento a los
individuos de la junta de censura que habían de garantizar el ejercicio de la
libertad de prensa, en el estricto marco de la ley. Inmediatamente
surgieron periódicos por todas partes. Carlos Ma. de Bustamante inauguró el
suyo con el significativo título de: “Conque podemos hablar…”[33].
También Joaquín Fernández de Lizardi empezó su colección “El Pensador
Mexicano”. Y así sucesivamente. Al mismo
tiempo, se convocó a las asambleas populares para que nombraran electores que
habrían de designar a los miembros de los ayuntamientos. Por bando del 27 de
noviembre las elecciones -primarias y secundarias- se celebraron el domingo 29
de ese mes. Pero la celebración de éstas trajo como consecuencia la derogación
de la libertad de prensa y la suspensión de las elecciones terciarias. Los resultados electorales fueron los mismos en México, Puebla, Toluca y otros puntos en que pudieron celebrarse, ocupados por sus tropas, no así en los que estaban bajo la jurisdicción del gobierno insurgente: por todas partes resultaron electos americanos partidarios de la independencia, y ningún peninsular. Correspondería a estos electores decidir en elección posterior los cargos de los ayuntamientos. Siendo
americanos todos los electores, todos los miembros de los ayuntamientos tendrían
que serlo también. Era inevitable. Francisco Antonio Galicia, uno de los
electores de la ciudad de México, informaba el 3 de enero de 1812 al
insurgente López Rayón, presidente de la Junta de Gobierno, que el virrey,
la audiencia “y todos los gachupines” habían procurado entorpecer el
proceso electoral “porque bien conocen que no saldrá ninguno de ellos, y
en esto no se engañan, pues los electores están resueltos a que así se
verifique”.[34] Y así se verificó. Fue tal el delirio popular que desató la elección anterior, que el “jefe político” constitucional o “virrey” de facto Francisco Javier Venegas consultó a la audiencia (que constitucionalmente ya no existía por haberse convertido en tribunal) y a la cual ya no podía consultar en “real acuerdo” (porque esta función había sido suprimida) sobre la conveniencia de suspender la libertad de imprenta.[35] De este
modo, el orden constitucional empezó a volverse inconstitucional. En lugar de
“jefe político” con facultades políticas limitadas, Venegas empezó a
ejercer como
“virrey” de facto, con amplias facultades discrecionales. Y en
lugar de tribunal de justicia, con atribuciones exclusivamente judiciales,
funcionó de hecho una audiencia con atribuciones consultivas en materia de
gobierno. Reinstaladas de
facto las instituciones anteriores, y tras una deliberación de cinco
horas, el “real acuerdo” anticonstitucional decidió, por mayoría de
quince votos, salvo uno en contrario, suspender la libertad de prensa. El
bando correspondiente expone los abusos cometidos al amparo de la libertad,
restablece las antiguas leyes y reglamentos, y advierte que la libertad de
prensa se pondrá en vigor hasta que cesen las extraordinarias circunstancias
que han obligado a las autoridades a suspenderla. Por lo que
se refiere a las elecciones de los ayuntamientos así como de diputados
provinciales, Venegas, “jefe político” de nombre y “virrey” de hecho, decretó que éstas quedasen
suspensas y que el antiguo ayuntamiento
continuara hasta nueva orden. De este modo, los electores no pudieron elegir a
los miembros del nuevo órgano municipal constitucional. Y también
quedó sin efecto todo lo demás de la Constitución. Además, a
través de las elecciones y la libertad de prensa quedaron señaladas y
marcadas las personas que las autoridades españolas debían tener por
peligrosas y ser por lo mismo objeto de persecución. Se inició la represión.
Quienes no fueron detenidos tuvieron que esconderse o huir, los más, al campo
de la insurgencia. El “jefe
político” anticonstitucional -o “virrey” no nombrado por el rey- informó a España lo
ocurrido. Al mismo tiempo, el diputado Ramos Arizpe, apoyado por treinta y un
diputados, pidió a las cortes que la Regencia diera cuenta del estado que
guardaba la ley de imprenta en la América mexicana. Sin embargo, la mayoría de los consejeros de Estado, de origen europeo, resolvió que lo más conveniente sería diferir la resolución hasta recibir nuevos datos. Y aunque reconoció que no había habido ningún abuso grave de libertad de imprenta en México, consideró peligrosísimo revocar la providencia represiva del "jefe superior" de la Nueva España. Era conveniente que la revocación de la libertad de imprenta subsistiera hasta que las circunstancias variasen. La junta de censura de México, por su parte, en lugar de apoyar al “virrey” de facto, condenó la supresión de la ley de imprenta e informó a las cortes que los supuestos abusos que había traído consigo eran muy pocos y bastante frívolos, y además, que le parecía muy peligroso que autoridades subalternas se abrogaran una facultad tan propia de la soberanía, como lo es suspender las leyes que aquélla ha expedido para ser observadas y ejecutadas. Sin embargo,
la comisión parlamentaria de las cortes a la que correspondía el asunto,
adoptó mayoritariamente la opinión del Consejo de Estado; es decir, que
en México no debía haber tal libertad mientras durase la “revolución”,
como se le llamaba a la guerra de independencia. De este modo, las cortes
sostuvieron implícitamente la validez de los derechos contra el Derecho.
9) Segunda época constitucional Al suceder a
Venegas y proclamar su nombramiento como “jefe político” y gobernador
militar de México, Félix Ma. Calleja contrajo el compromiso solemne de
“poner a los mexicanos en entera posesión de los bienes que encerraba la
Constitución, y ser el primero en observar celosamente sus preceptos”.
Sin embargo, uno de los más preciados de dichos bienes, la libertad de
prensa, nunca la pondría en posesión de ningún mexicano. a) Ayuntamiento. Uno de los primeros pasos
que dio para restablecer el orden constitucional fue permitir que se llevara a
cabo la última etapa de la elección para miembros de ayuntamientos y
diputados provinciales. Los
electores, nombrados desde el 29 de noviembre anterior, se reunieron el 4 de
abril de 1813 y eligieron al ayuntamiento de México, cuyos miembros
resultaron todos adictos a la independencia. Fueron los siguientes:
Pronto
empezaron los choques entre la autoridad municipal y el jefe político de México
Félix Ma. Calleja, por cuanto a los diversos entendimientos que dieron al alcance
de sus respectivas atribuciones. b) Tribunales. En lo que se refiere a tribunales, por bando de 4 de mayo siguiente, la audiencia quedó nuevamente reducida a sólo las funciones judiciales, suprimiéndose -o trasladándose a otras corporaciones o personas- las comisiones lucrativas que antes desempeñaban los oidores y que se consideraron incompatibles con su nuevo carácter. Se suprimieron además los juzgados especiales, entre ellos, los de obras públicas, mayorazgos, de policía y de repúblicas de indios -o administración particular de justicia en sus pueblos por medio de sus gobernadores y fiscales- no así los de hacienda, minería y consulado (aduanas) que subsistieron a pesar de lo dispuesto por la Constitución. Adicionalmente, el 8 de junio se extinguió el tribunal de la inquisición por decreto de las cortes de 22 de febrero anterior. c) Diputados a cortes y a juntas provinciales. A partir del 4 de julio se llevaron a cabo las elecciones, durante tres días consecutivos, para elegir a los electores que habrían de nombrar diputados a las cortes ordinarias de España. El día 18 se eligieron catorce diputados, de los cuales nueve resultaron abogados y cinco eclesiásticos, todos americanos y partidarios de la independencia. También se eligieron cuatro suplentes: un hacendado, dos abogados y un eclesiástico. Todos americanos. Ningún europeo. Ningún indio. Dado que el estado de la hacienda pública no permitía sufragar los gastos de traslado de los diputados, a todos se les dio orden de que viajasen a España a sus propias expensas. Todos contestaron que no se trasladarían más que en caso de que se les diera la habilitación prevenida. Al no dárseles nada, no viajaron. Por consiguiente, nunca asumieron su cargo. La elección quedó de hecho frustrada. En cambio, emprendieron la marcha contra su voluntad el canónigo José Ma. Alcalá y el licenciado Manuel Cortázar, a quienes el “jefe político” Calleja obligó a ir por la fuerza, ya que consideró perjudicial su permanencia en México, por su activismo a favor de la independencia. Viajaron más en calidad de expatriados que de diputados. Además, mandó arrestar al diputado Ignacio Adalid, “miembro de una diabólica junta establecida en esta capital bajo el nombre Los Guadalupes”, e implicó en la misma causa a los diputados José Ma. Fagoaga y Félix Lope de Vergara.[41] Finalmente,
se eligieron también a los individuos que habrían de componer las Juntas Provinciales; pero
en lugar de que cada provincia eligiese a los diputados de la Junta que habría
de constituirse en las capitales de cada una de ellas, el “jefe político”
consideró que la Nueva España era una provincia y dispuso que cada provincia
de esta provincia nombrase sólo a un diputado para que se incorporase a
la junta provincial de México. De este modo, en lugar de diecisiete juntas
provinciales, hubo una sola, la junta central de México, presidida por el
“jefe político” Calleja. La audiencia
de México, por su parte, hacía notar que “de los seiscientos cincuenta y
dos nombramientos hechos en México para unas y otras elecciones, ninguno
recayó en europeos”; que tampoco “mereció ser nombrado ninguno de tantos
americanos sobresalientes” amigos de los europeos, y que también “los indios
han sido excluidos”.[42]
d) Dictadura anticonstitucional. De cualquier modo, el “jefe político” Calleja continuó ejerciendo discrecionalmente como “virrey” todas las atribuciones políticas del reino, es decir, continuó levantando tropas, imponiendo contribuciones y disponiendo de los fondos públicos a su arbitrio, atribuciones que correspondían a las cortes. Alegó en su descargo que no podía hacer otra cosa. Si se respetaba y se hacía respetar la Constitución, se perdía el gobierno:
Y a la inversa: si se quería mantener el gobierno, era necesario violar la
Constitución y dar a sus oponentes una de estas tres cosas: encierro,
destierro o entierro. El 27 de
abril de 1813 el “jefe político” Calleja publicó un bando por el que se
previene que los expedientes relativos a infracciones de Constitución sean
sometidos a los tribunales competentes. En ese mismo
bando, dicho “jefe político” pretende haber cumplido con su oferta de
observar la Constitución, siendo la libertad de imprenta lo único que la
salud de la patria le había obligado a dejar suspensa; pero confiesa que bajo
el peso de una escasez absoluta y en las circunstancias más estrechas, se había
visto obligado, de acuerdo con las corporaciones e individuos más
respetables, a recurrir a los préstamos, contribuciones y arbitrios que le
habían parecido indispensables, lo cual, sin embargo, como se dijo antes, era
una facultad que la Constitución reserva a las cortes. Por otra
parte, para evitar las formalidades constitucionales que eran necesarias en la
aprehensión de los individuos, los militares continuaron fusilando a todos
los que les parecía bien, sin forma alguna de proceso, teniendo como
delincuentes a los que elogiaran a los insurgentes o a los que atribuyeran la
revolución a opresión e injusticia de virreyes y magistrados, aún cuando no
manifestasen estos sentimientos con palabras sino con otras señales
exteriores. “No sólo hay infidencias habladas. Las hay mudas: un gesto, una
risa falsa, una media palabra, cierto tono de voz, el mismo silencio seco e
inoportuno”.[44] Los
diputados a las cortes ordinarias, como antes se dijo, nunca se integraron al
cuerpo parlamentario de España, por lo que algunos de los suplentes de las
anteriores cortes extraordinarias continuaron ejerciendo su encargo. Y los de
la junta provincial de México esperaron inútilmente durante largo tiempo a
que se les llamara a la capital del reino, lo que no ocurriría sino hasta un
año después, el 13 de julio de 1814, dos meses antes de ser abolida la
Constitución en la Nueva España. Así que, de hecho, no funcionó. Por último,
el tribunal superior de la capital volvió a reunirse anticonstitucionalmente
en “acuerdo”. Y a pesar de que sus funciones eran las de juzgar y hacer que se
ejecutase lo juzgado, no conocer asuntos legislativos, gubernativos o económicos,
ni opinar sobre ellos, el 18 de noviembre de 1813 formó un extenso documento
en el que da una idea muy completa acerca del origen, crecimiento y estado
actual de la situación del reino, así como de las razones por las cuales, en
su opinión, no es posible que las autoridades -de cualquier nivel- puedan
cumplir y hacer cumplir la Constitución. El tribunal
anticonstitucional o “audiencia” de
facto considera que la Constitución favorece a la independencia, y que
para evitar ésta, es necesario violar aquélla. Por lo tanto, propone que se
observe la Ley de Indias, sobre
todo la parte que se refiere a medidas represivas y específicamente a las facultades
concedidas al virrey, para extrañar de estos dominios a los que convenga, y en
suma, que se adopte el sistema de rigor, único que para casos semejantes enseña
la historia de las naciones. Por el
contrario el ayuntamiento de Veracruz, aunque formado sólo por europeos,
estimó que la revolución se había propagado porque la Constitución
era sólo “un ente de razón” o una obra de ostentación y gusto que enriquecía
las bibliotecas de los literatos, pero no una ley fundamental; por lo que
recomendó que se observara ésta para debilitar a la “revolución”. El “jefe político” Calleja, en fin, informó reiteradamente al gobierno de España que con Constitución o sin ella, con leyes de Indias o sin ellas, este reino estaba condenado a perderse, a menos que fuera gobernado con mano dura. Así gobernaría y de todos modos se perdió.
[1] Actas de las Cortes de Cádiz, tomo I, página 148. [2] Ibid, tomo II, página 526. [3] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículos 231 y 232. [4] Ibid. [5] Ibid, artículos 233 y 236. [6] José Barragán Barragán, Op. Cit., página 65. [7] Ibid. [8] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículo 222. [9] Actas de las Cortes de Cádiz, tomo I, página 153. [10] José Barragán Barragán, Op. Cit., página 88. [11] Ibid. [12] Ibid. [13] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículo 222. [14] Ibid, artículo 225. [15] Ibid, artículo 226. [16] Ibid, artículo 324. [17] Ibid, artículos 325 y 326 [18] José Barragán Barragán, Op. Cit., página 96. [19] Ibid. [20]
Ibid. [21]
Ibid. [22]
Ibid. [23]
Ibid. [24]
Ibid. [25]
Ibid. [26] Ibid. [27] Ibid. [28] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículo 309. [29] Ibid, artículo 316. [30] José Barragán, Op. Cit., página 90. [31] Constitución Política de la Monarquía Española, 1812, artículo 323. [32]
Hernández y Dávalos, Op. Cit.,
tomo V, documento 30, Decreto sobre
libertad de imprenta, publicado
en Cádiz el 11 de junio de 1811, páginas 65-72. [33] “En 5 de octubre (de 1812) se publicó el bando de libertad de imprenta... Setenta y seis días duró… en México”. Carlos Ma. de Bustamante, Cuadro Histórico de la Revolución Mexicana, Ed. Soria, 1926, tomo II, páginas 135-138. [34] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo IV, documento 2, Carta de Francisco Antonio Galicia al Lic. López Rayón, 3 de enero de 1812, página 6. [35] “En secreto había corrido anticipadamente la voz de que éste era un lazo tendido por la astucia española para que cayeran en él los americanos incautos, y mostrando sus opiniones pudiera marcarlos el gobierno, y echarles el guante cuando le conviniese; así lo había escrito un diputado americano desde Cádiz (el señor Couto). Efectivamente, era necesario mudar las esencias de las cosas, y que los tigres se convirtiesen en corderos, para concebir metafísicamente que los déspotas de México pudieran sufrir a los escritores liberales ni por un solo instante”. Bustamante, Op. Cit., tomo II, páginas 135-138. [36] “¿Así quién podría tener el deseo de ser capaz?” Genaro García, Documentos Inéditos y Poco Conocidos, Secretaría de Educación Pública, México, 1927, tomo III, Oficio de Morelos al Presidente de la Suprema Junta Lic. Ignacio Rayón, Oaxaca, enero 15 de 1813, pág. 155. [37] Nuevo ayuntamiento de México elegido el día 4 de abril por los electores parroquiales nombrados el 29 de noviembre del año anterior. Lucas Alamán, Op. Cit., tomo 3, Apéndice, Documento No. 10, pagina 42. [38]
Ibid. [39]
Ibid. [40]
Ibid. [41] Oficio de Félix Ma. Calleja al ministro de Gracia y Justicia, transcrito por Ernesto de la Torre Villar, Los Guadalupes y la Independencia, Editorial Jus, México, 1966, página LI. [42] Ibid, nota al pie de página. [43] Ibid, página LV. [44] Ibid, página LVIII.
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Congreso Constituyente
Versión de Juan O'Gorman
Castillo de Chapultepec