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José Herrera Peña

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México 2003


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José Herrera Peña

Prólogo

Capítulo I
El Primer Congreso Nacional

Capítulo II
La frustrada elección nacional de 1808

Capítulo III
Las elecciones de 1810

Capítulo IV
La elección española de 1810

Capítulo V
La elección de 1811 y el proyecto constitucional de la Junta de Gobierno

Capítulo VI
La Constitución Política de la Monarquía Española

Capítulo VII
Principales principios constitucionales aplicables a América

Capítulo VIII
Sentimientos de la Nación

Capítulo IX
Las elecciones de 1813

Capítulo X
Congreso Constituyente de Chilpancingo

Capítulo XI
La Constitución de Apatzingán

23 tesis y 2 conclusiones


Sentimientos de la Nación


Casa de la Constitución


Constitución para la libertad

Presentación

Primera parte

Segunda parte

La versión de Vicente Leñero y Herrejón Peredo

De la Tierra Caliente al frío altiplano

Petición de perdón

Los errores de la Constitución

Graves revelaciones militares

Escrito comprometedor

La retractación

Texto principal

Notas de apoyo

Temas de actualidad

Órganos del Estado Federal y de las entidades federativas

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Raíces

-históricas, políticas, constitucionales-

del

Estado mexicano

José Herrera Peña

II

La frustrada elección nacional de 1808


1) Las semillas del congreso

Los recelos de los europeos eran justificados. Al solicitar al virrey que convocara a un congreso nacional, los americanos le habían solicitado prácticamente que estableciera las bases del Estado nacional independiente. Entre los papeles recogidos e inventariados a fray Melchor de Talamantes había unos Apuntes Constitucionales, en los que se lee:

“El Congreso nacional americano debe ejercer todos los derechos de la soberanía”. Esto significaba asumir el poder supremo y ejercer atribuciones legislativas, ejecutivas y judiciales.

La primera facultad soberana que debe ejercer dicha asamblea nacional es “nombrar virrey capitán general del reino y confirmar en sus empleos a los demás”.

Las otras doce, que podrían calificarse de prioritarias, eran las siguientes:

· Proveer todas las vacantes civiles y eclesiásticas.

· Trasladar a la capital los caudales del erario y arreglar su administración.

· Conocer y reservar los recursos que las leyes reservaban a Su Majestad.

· Declarar terminados todos los créditos activos y pasivos de la metrópoli con esta parte de las Américas.

· Arreglar los ramos de comercio, minería, agricultura e industria, quitándoles las trabas.

· Nombrar embajador que pasase a los Estados Unidos a tratar de alianza y pedir auxilios.

· Erigir un tribunal de correspondencia de Europa, para que la reconociese toda, entregando a los particulares las cartas en que no se encontrase reparo, y reteniendo las demás.

· Convocar a un concilio provincial, para acordar los medios de suplir aquí lo que está reservado a Su Santidad.

· Suspender al tribunal de la inquisición la autoridad civil, dejándole sólo la espiritual, y ésta, con sujeción al (tribunal) metropolitano.

· Extinguir todos los mayorazgos, vínculos y capellanías, y cualesquiera otras pensiones existentes en Europa, incluso el estado y marquesado del Valle.

· Extinguir la consolidación (especie de “fobaproa” colonial), arbitrar medios de indemnizar a los perjudicados y restituir las cosas a su estado primitivo.

· Extinguir todos los subsidios y contribuciones eclesiásticas, excepto las de media-anata y dos novenos.

“Aproximándose ya el tiempo de la independencia de este reino –concluía Talamantes- debe procurarse que el Congreso que se forme lleve en sí mismo la semilla de esta independencia”, en el entendido de que ésta debe ser “una independencia sólida, durable y que pueda sostenerse sin dificultad y sin efusión de sangre”.[1]

Ahora bien, ¿era lícito que un reino sujeto a la corona española reasumiese su soberanía? ¿A pesar de que la Nueva España era despectivamente considerada por los europeos como una colonia, no como reino?

Melchor de Talamantes dirigió un escrito al Ayuntamiento de México en el que citó doce razones por las cuales es legítimo que las colonias se separen de la metrópoli:

1. Cuando las colonias se bastan a sí mismas.

2. Cuando las colonias son iguales o más poderosas que sus metrópolis.

3. Cuando las colonias difícilmente pueden ser gobernadas por sus metrópolis.

4. Cuando el gobierno de la metrópoli es incompatible con el bien general de la colonia.

5. Cuando las metrópolis son opresoras de sus colonias.

6. Cuando la metrópoli ha adoptado otra constitución política.

7. Cuando las primeras provincias que forman parte del cuerpo principal de la metrópoli se hacen entre sí independientes.

8. Cuando la metrópoli se somete voluntariamente a una dominación extranjera.

9. Cuando la metrópoli fuere subyugada por otra nación.

10. Cuando la metrópoli ha mudado de religión.

11. Cuando amenaza a la metrópoli mutación en el sistema religioso.

12. Cuando la separación de la metrópoli es exigida por el clamor general de los habitantes de la colonia.

Todos los casos anteriores eran aplicables a la situación que guardaba la Nueva España. Era legítimo, por consiguiente, que ésta (reino, colonia o ambas cosas) preparara su independencia.[2]


2) Deficiencias de la convocatoria

Al convocar a la junta nacional, el virrey no había establecido la forma en que debían hacerse las elecciones de los individuos que habían de componerla. Esto lo llevó a consultar al real acuerdo, un día después, lo siguiente:

·  si consideraba necesaria la concurrencia de los diputados de todos los ayuntamientos, en cuyo caso era de preverse una asamblea sumamente numerosa, o

· si bastaría que diesen sus poderes a los de las capitales de provincia, y que estos los sustituyesen en las personas que hubieren de ser nombrados por aquellos, en cuyo caso la asamblea no contaría más que con diecisiete representantes, uno por cada provincia (según se establecería posteriormente en la convocatoria a las cortes españolas y se determinaría igualmente por el congreso mexicano que decretaría la Constitución de Apatzingán)[3]

La audiencia contestó el día 6 de ese mismo mes que se negaba a entrar en materia, porque se oponía no sólo a la forma de elección sino también a la elección misma y, por consiguiente, a su convocación; citó las leyes que la prohibían y pidió al virrey que no llevase adelante su intento.[4]

Percibiendo la agresiva y permanente oposición de la audiencia al proyecto de establecer la junta o congreso, fundamentado o no, el virrey le consultó si consideraba conveniente su dimisión, a lo que aquélla le respondió que en caso de dejar el mando supremo, se lo entregara al mariscal de campo Pedro Garibay.

El ayuntamiento, por su parte, sabedor del incidente, pidió al virrey que no renunciara. De este modo, empezaron a precipitarse los acontecimientos.


3) Cuestiones constitucionales

El 9 de septiembre se llevó a cabo una nueva reunión convocada por el virrey, en la que participaron los mismos que lo habían hecho en las anteriores, es decir, audiencia, ayuntamiento, nobleza, clero, altos burócratas, gobernadores de indios y demás notables, sin saberse de antemano, como siempre, cuáles serían los puntos a tratar, además del de entregar su voto por escrito.

Sin embargo, al ser interpelados algunos y verse obligados a aclarar el sentido del voto que habían entregado al virrey, resumiendo el de las dos últimas sesiones, se plantearon los puntos del debate.

Vildosola, Aguirre y Matías de Monteagudo, por ejemplo, habían votado por el reconocimiento simple y llano de la Junta de Sevilla, y en contra, el síndico Primo de Verdad, el inquisidor Sainz, Felipe de Castro, el arzobispo Lizana, el inquisidor Prado, el marqués de Rayas, Azcárate y Rivero.[5]

Sin embargo, entre los que se pronunciaron por el reconocimiento a la Junta de Sevilla, Monteagudo se había declarado partidario del reconocimiento total, y Vildosola y Aguirre, limitado su voto a las materias de hacienda y guerra.

Por su parte, entre los que votaron por el no reconocimiento una junta española, unos lo emitieron en forma total, mientras no fuera autorizada por el monarca (Verdad, Castro y Prado) y otros, con el agregado de que aunque no se reconociera a ninguna, se extendieran auxilios a todas (Rivero). A partir de esta última posición, es decir, de que no se reconociese a ninguna junta y se auxiliasen a todas, unos votaron además por la convocatoria al Congreso Nacional (marqués de Rayas y Azcárate) y los últimos, por el reconocimiento posterior a una junta española, sin señalar cuál (Lizana y Sainz)[6]

De este modo, el inquisidor decano Sainz, al ser interpelado para que aclarara el confuso sentido de su voto, puntualizó que juntas nacionales, como la que el alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia había propuesto el 31 de agosto, eran por su naturaleza sediciosas o, a lo menos, peligrosas y del todo inútiles, porque,

·  si dichas juntas nacionales no habían de tener más carácter que el de consultivas, no salvaban la responsabilidad del virrey, y

·  si tenían el carácter de decisivas, entonces cambiaban la naturaleza del gobierno en una democracia, para lo que el virrey no tenía autoridad, ni el que hablaba podía reconocerla.[7]

El virrey explicó que, en cuanto a ese punto, ya había convocado la junta nacional o congreso y que eso no tenía vuelta de hoja. Tomada la decisión, lo que deseaba ahora saber era quién tenía el voto del reino, es decir, la autoridad suprema en cuestiones soberanas, si el congreso o el virrey, para proceder con su acuerdo y quedar a cubierto. Porque así como habían venido comisionados de la junta de Sevilla para que se le reconociese, podrían venir también de la reina de Portugal, del rey de Nápoles, o de Napoleón y del duque de Berg, o acaso recibir también una orden reservada de Fernando VII. Todas estas cosas eran en extremo delicadas y extraordinarias para resolverlas por sí solo. Necesitaba conocer la opinión de los demás.[8]

Por su parte, los tres fiscales de la audiencia, en lugar de dar respuesta a las inquietudes del virrey, reprodujeron las propias, que se concretaban a oponerse a la junta o congreso nacional, con base en las razones expuestas desde el 9 de agosto anterior. Esta junta no debía efectuarse:

·  porque convocar un organismo de tal naturaleza es propio sólo del rey, no del virrey;

·  porque está prevenido, en la ley misma que declara a México el primer lugar en las juntas que en Nueva España se celebren, que esto siempre sea con anuencia real, y éste no era el caso;[9]

·  porque las leyes prohiben tales reuniones sin dicha anuencia;

·  porque en América no hay necesidad de estas juntas, ya que las necesidades ocurrentes pueden directamente atenderse por el virrey o por éste en consulta con el real acuerdo;

·  porque convocar al congreso es convocar a la revolución, como en Francia, que al llamarse a los estados generales, se había precipitado la monarquía hacia la vorágine de su propia destrucción, y lo que ha ocurrido allá podría ocurrir aquí.[10]

Por las razones anteriores, no debía haber más asamblea que la que aprobara el rey. Y dejaban implícita la idea de que el virrey no era el rey.

El oidor Bataller, en apoyo a lo expuesto, invitó al alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia, puesto que él había promovido la idea de la convocación a la junta o congreso nacional, que contestara las objeciones de los fiscales, y agregó que sería muy conveniente que lo hiciera por escrito. Aclaró además que, para evitar confusión, su respuesta debía contraerse a los siguientes puntos:

·  Autoridad para convocar la junta.

·  Necesidad de su convocación.

·  Su utilidad

·  Personas que a ella habían de concurrir.

·  De qué clase, estado o brazos.

·  Y si los votos habían de ser decisivos o consultivos.[11]

Villaurrutia ofreció contestar a todos los puntos, por escrito, como se le requirió, dentro del término de tres días que se le concedieron para tal efecto.

Ya no habría tiempo para ello.[12]


4) Oposición al Congreso Nacional

La demanda del oidor Bataller era tanto más pertinente, cuanto que el virrey no había determinado qué personas debían componer la junta del reino. Esta es una de las cuestiones fundamentales que le había planteado a la audiencia. Y aunque la respuesta debía ser discutida tres días después, según lo propuesto por el oidor y aceptado por el alcalde de corte Villaurrutia, en la misma reunión del 9 de septiembre salió a relucir espontánea y anárquicamente el tema.

Al observarse que la convocatoria del virrey hacía referencia únicamente a los apoderados de los ayuntamientos, en cuanto representantes del estado llano, no así a los de la nobleza y el clero, el procurador Agustín Rivero explicó que si bien es cierto que él, como síndico, no podía tomar la voz sino por los plebeyos, como procurador general de la ciudad, en cambio -que tal era investidura- podía representar también a las demás clases.

Esta opinión produjo una larguísima y enconada discusión, hasta que el arzobispo, que siempre había apoyado al virrey y dado su voto por el no reconocimiento de junta alguna española, e indirectamente por la reunión de la junta nacional, viendo la dificultad que ofrecía este solo punto, dirigiéndose a él, expresó:

“Si el tratar solamente de las juntas del reino produce esta división, ¿hasta dónde llegará si se realizan? Y así yo, desde ahora, me opongo a tal convocación, y deseo que vuestra excelencia (únicamente) consulte con el real acuerdo”.[13]

De este modo, el citado arzobispo Francisco Javier de Lizana y Beaumont así como su primo el inquisidor Isidoro Alfaro Sainz y Beaumont reformaron el voto que tenían presentado por escrito en contrario, y se adhirieron al parecer de los fiscales, esto es, de que no se reuniera ningún congreso nacional.

El regidor decano Antonio Méndez Prieto, por su parte, que nunca sabía lo que se iba a tratar en cada asamblea, como los demás; que llegaba tan impreparado en los temas que se trataban, como los demás, y que tampoco estaba habituado a hablar en público sobre asuntos de Estado, como los demás, pidió que se cerrara la puerta del salón, la cual había estado abierta desde la segunda junta, y en lugar de proseguir con el tema, en nombre de la ciudad reprochó al virrey su incongruencia. Le recordó que mientras hacía pocos días había hecho juramento de defender el reino y conservarlo para Fernando VII, aún a costa de su vida, enseguida había hablado de dimitir, por lo que, si renunciaba, lo haría responsable de lo que ocurriera. El síndico Verdad lo apoyó. Lo mismo hicieron el procurador general Rivero y el marqués de Uluapa.

Pero más que una crítica o un reproche, lo que se percibió en el ambiente fue el respaldo político del ayuntamiento al virrey, frente al acoso de la audiencia. Los demás asistentes no se comprometieron. Prefirieron callar. El virrey aprovechó el silencio que se hizo y dio por concluida la reunión.

Como en las tres asambleas anteriores, se habían discutido desordenadamente cuestiones trascendentales para el reino, sin haberse llegado a tomar tampoco, como en las otras, ninguna resolución definitiva al respecto. La real audiencia de Guadalajara, al enterarse del contenido de esta reunión, comunicó al virrey que estimaba nula dicha junta y advirtió que “ésta y otra de la misma naturaleza pueden producir consecuencias graves”.[14]

Sin embargo, ya no habría “otra de la misma naturaleza”: ésta sería la última, a pesar de lo cual se produjeron “consecuencias graves”.


5) Golpe de estado del 15 al 16 de septiembre

El virrey Iturrigaray, en los oficios dirigidos al real acuerdo, había dejado implícito su deseo de convocar un congreso consultivo que lo dejase en el ejercicio del poder absoluto, como el que detentaba.

Villaurrutia, según las notas que preparó para responder a la interpelación de los fiscales –que nunca se produjo- pretendía, en cambio, que el poder del virrey se restringiese y que se le quitara el manejo de la hacienda pública así como toda intervención en la administración de justicia. Pensaba en un congreso por estamentos, lo que hace suponer un organismo formado por dos cámaras, en una de las cuales se congregaría el elemento popular, procedente en lo esencial de los ayuntamientos -que vendría a ser equivalente a la cámara de diputados- y en la otra, la nobleza y el clero –que resultaría equiparable a la de senadores. [15]

Y pensaba igualmente en otras instituciones, entre ellas, en una junta de gobierno y en un consejo de apelación judicial. La junta o consejo de gobierno, presumiblemente para auxiliar, pero también para contener y moderar al titular del ejecutivo, como lo había hecho la audiencia hasta entonces, que de esta manera, por su parte, se vería constreñida al ejercicio de sus funciones exclusivamente judiciales. Y la otra, la junta o consejo de apelación judicial, como tercera y última instancia en los asuntos civiles y criminales, es decir, como supremo tribunal de justicia, en lo cual se quería convertir a la audiencia de México para llenar el vacío que había ocasionado en esta materia la ocupación francesa en España.[16]

El virrey, por su parte, había convocado a la capital sólo a los procuradores de los ayuntamientos, es decir, a quienes representaban al estado llano, al pueblo, dejando sin representación a la nobleza y el clero. Talamantes, en cierto modo, coincidía con el virrey al recomendar que en estas elecciones no hubiera nada de popular, es decir, que no se tomara como base a la población, para que no se desataran los excesos (y sobre todo para que no se corriese el riesgo de sustituir el orden monárquico por el republicano) sino se convocara sólo a las ciudades, pues los ayuntamientos eran ya representación popular y, como lo anotaban los oidores, “se componían en todo el reino, o casi todos, de criollos”.[17]

En cambio, el corregidor Domínguez de Querétaro no sólo disputaba a México el derecho de representar al reino sino se oponía también a que el congreso fuese sólo popular o sólo aristocrático y se inclinaba, como Villaurrutia, por los tres brazos: nobleza, clero y estado llano.

Al mismo tiempo, las audiencias de México y Guadalajara sostenían que, para evitar trastornos, el virrey debía sostener su autoridad conforme a las leyes existentes –las de Indias- hasta que el desenlace de las cosas de España determinara otra cosa, y alejarse de juntas y novedades que no podrían producir más que su ruina.

En medio de esta confusión y desorden, una cosa era clara. Todos temían que se desatara la anarquía, y al mismo tiempo, todos veían que el congreso convocado por el virrey Iturigaray pondría fin a la dominación española.[18]

Para todos era igualmente claro que, en el plan formado para establecer un Estado nacional independiente, el papel de Iturrigaray era determinante, por lo que todo estribaba en su persona: si se reforzaba su autoridad, el proyecto prosperaría, y si se le quitaba de en medio, fracasaría.

La noche del 15 al 16 de septiembre de 1808, pues, los peninsulares decidieron quitarlo de en medio. Lo detuvieron y lo deportaron a España.[19]

Arrestaron a los regidores que habían promovido la junta así como a sus asesores, algunos de los cuales perdieron la vida en prisión, entre ellos Primo de Verdad, en México, y Melchor de Talamantes, en San Juan de Ulúa.

Además, sin ninguna formalidad ni derecho, suplantaron la voluntad del rey y nombraron virrey sustituto al mariscal Pedro Garibay. Por último, cancelaron a través de éste la convocatoria al congreso nacional.

Así terminó el intento legalista de los criollos para hacer la independencia bajo el nombre de Fernando VII, con apoyo en citas legales y doctrinarias deducidas de la tradición española así como en la peligrosa tesis moderna de la soberanía popular.

El sentimiento de indignación fue generalizado en todo el reino de la Nueva España. “Los mexicanos no desperdiciaron la lección –dice Justo Sierra-: supieron desde entonces que gobernaría quien pudiera más… era preciso poder más”.[20]

La primera lección que recibió el partido americano fue que en política no suele triunfar el que tiene la razón o el que gana el voto de la mayoría sino, sobre todo, el que tiene la fuerza. En lo sucesivo, pues, los americanos o criollos tratarían de ejercer sus derechos por todos los medios y recursos que se ofrecieran a su alcance, incluyendo, desde luego, el de la fuerza.



[1] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo I, Documento 198, Advertencias reservadas para la convocación del Congreso, por fray Melchor de Talamantes (Impreso), página 475.

[2] Genaro García, Op. Cit., tomo VII, documento IV, Apéndice, Primera Parte, documento IV, Representación Nacional de las colonias. Discurso filosófico. Página 374.

[3] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo I, Documento 223, El virrey Iturrigaray al Real Acuerdo le consulta sobre el modo de concurrir los ayuntamientos al Congreso General; contestación y pedimento de los fiscales, 2 septiembre 1808, página 530.

[4] Ibid.

[5] Genaro García, Op. Cit, tomo II, documentos XXXII, XXXIII, XXXV, XXXVI, XXXVII, XXXIX, XL, XLIV, XLVI, XLVII, XLVIII Y XLIX, páginas 77-133.

[6] Ibid.

[7] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo III, documento 148, Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor Iturrigaray, 9 noviembre 1808, página 802.

[8] Ibid.

[9] Genaro García, Op. Cit., tomo VII, Ley Segunda, Título Octavo Libro Cuarto de la Recopilación de Indias, página 418.

[10] Genaro García, Op. Cit., tomo II, documento LVII, Exposición de los Fiscales en que constan los votos que externaron en la junta general de 9 de agosto, 14 septiembre 1808, página 183.

[11] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo III, documento 148, Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor Iturrigaray, 9 noviembre 1808, página 802.

[12] La respuesta de Villaurrutia se quedó sobre el escritorio del virrey, pendiente de ser turnada al real acuerdo. Véase Genaro García, Op. Cit., tomo II, documento LV, Exposición sobre la facultad, necesidad y utilidad de convocar una diputación de representantes del reino de la Nueva España, 13 septiembre 1808, página 169.

[13] Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo III, documento 148, Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor Iturrigaray, 9 noviembre 1808, página 802.

[14] Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento LVI, Oficio de la Audiencia Real de Guadalajara al virrey Iturrigaray, en que manifiesta que estima nula el acta de la junta del 9 de agosto, 13 septiembre 1808, página 182.

[15] Ibid, tomo II, Documento LV, Exposición sobre la facultad, necesidad y utilidad de convocar a una diputación de representantes del reino de la Nueva España para explicar y fundar el voto que dí en la Junta General presidida por el excelentísimo señor virey señor José de Iturrigaray en el Real Palacio de México en los días 31 de agosto, 1 y 10 de septiembre de 1808, firmado en México el 13 de septiembre de 1808 por Jacobo de Villaurrutia, página 169 y siguientes.

[16] Ibid.

[17] Talamantes rechazaba que un asunto tan trascendental como “la sucesión a la corona de España y de las Indias”, se decidiera “con la prisa y desasosiego que lo hizo México el 29 de julio de 1808 y todas las demás ciudades, villas y lugares de la Nueva España”, es decir, en medio de manifestaciones, desórdenes y tumultos.

[18] El mismo Talamantes explicaba que “el congreso llevaba en sí mismo las semillas de la independencia,”, y por eso cuidar su proceso de formación era el requisito sine qua non para hacer “una independencia sólida, durable y que pueda sostenerse sin dificultad y sin efusión de sangre”.

[19] “El pueblo se ha apoderado de la persona del excelentísimo señor virrey, ha pedido imperiosamente su separación por razones de utilidad y conveniencia general, han convocado en la noche precedente a este día al real acuerdo, al arzobispo y otras autoridades, se ha cedido a la urgencia, y dando por separado del mando a dicho virrey, ha recaído conforme a la real orden de 6 de octubre de 1806 en el mariscal de campo D. Pedro Garibay”. Genaro García, Op. Cit., tomo II, documento LVIII, Proclama de Francisco Jiménez a los habitantes de México, en que les notifica la deposición del virrey Iturrigaray, 16 de septiembre de 1808, página 201.

[20] Justo Sierra, La evolución histórica de México, FCE, México, 1956.

 


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Versión de Juan O'Gorman
Castillo de Chapultepec

 


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