Historia y política |
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Capítulo
I Capítulo
II Capítulo
III Capítulo
IV Capítulo
V Capítulo
VI Capítulo
VII Capítulo
VIII Capítulo
IX Capítulo
X Capítulo
XI
La versión de Vicente Leñero y Herrejón Peredo De la Tierra Caliente al frío altiplano Los errores de la Constitución Órganos del Estado Federal y de las entidades federativas Partidos
políticos Información y servicios en la Ciudad de México Noticias
de México Yahoo Polémica sobre un caso célebre
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Raíces -históricas, políticas, constitucionales- del Estado mexicano José Herrera Peña I Primer
Congreso Nacional
1)
Instituciones establecidas y detonante de la crisis El
8 de junio de 1808 llegó a México la noticia del motín de Aranjuez, a
consecuencia del cual había abdicado Carlos IV a favor de su hijo, el príncipe
de Asturias, destinado a llevar el nombre de Fernando VII. El
virrey de la Nueva España difundió la noticia con pesar, porque el fin del
reinado de Carlos IV significaba su propio fin, y produjo el inevitable júbilo
de los demás, por la razón contraria: el advenimiento del nuevo monarca implicaba el de un
nuevo virrey. En todo caso, las autoridades organizaron los festejos populares
de rigor. Una
semana después llegó otra noticia totalmente inesperada: que tanto Carlos
como Fernando habían resuelto la querella dinástica renunciando ambos a la
corona y abdicándola en Napoleón. El
virrey José de Iturrigaray convocó apresuradamente al “real acuerdo”
–a los miembros de la audiencia- y pulsó su opinión al respecto. ¿Qué
hacer ante tal situación? El
ayuntamiento de México, por su parte, se reunió para el mismo efecto y sin
que nadie se la solicitara, produjo su propia opinión. Los
órganos de gobierno más importantes de la Nueva España eran el virrey, la
audiencia y los ayuntamientos. El
virrey, además de gobernador del reino, superintendente de la real hacienda y
capitán general del ejército, ejercía facultades legislativas limitadas,
que le permitían dictar reglamentos y ordenanzas. Además, tenía funciones
judiciales restringidas, en su calidad de presidente de la real audiencia, órgano
de justicia en el que podía intervenir con voz, pero sin voto. Su autoridad se derivaba
directamente del rey, quien extendía y revocaba libremente su nombramiento. La
audiencia, por su parte, era un tribunal de apelación,
pero también, en casos especiales, de gobierno, tanto al constituirse en
consejo del virrey -con el nombre de real acuerdo- para asesorarlo, cuanto principalmente al ocupar su cargo en su ausencia. Sus
resoluciones judiciales podían ser impugnadas en tercera y última instancia
en España. Los miembros de tal organismo, los oidores, eran también
directamente nombrados por el rey. Por
último, los cabildos de los ayuntamientos -españoles e indígenas-
administraban, unos, las ciudades y villas españolas, y otros, los pueblos
indígenas. Ambos eran jurídicamente de igual jerarquía y estaban
organizados de manera semejante. Las funciones ejecutivas las desempeñaban
los regidores, y las judiciales, los alcaldes. Sus resoluciones fundamentales
eran aprobadas por el virrey, aunque en la práctica funcionaban con
gran autonomía, en razón de la distancia. Sus miembros, a diferencia de
virrey y oidores, no eran designados por el rey sino por los vecinos más
distinguidos de ciudades, villas y demás lugares del reino. Notable
fue la eficacia de los cabildos españoles de América, llamados criollos,
para administrar, proteger, embellecer y servir las ciudades del continente a
su cargo. Con base en su experiencia en el manejo de los asuntos públicos,
los ayuntamientos se constituyeron en juntas de gobierno y ejercieron el poder
durante la crisis política en la que la antigua España quedó bajo el
dominio napoleónico. Tales serían los casos de Caracas, Santa Fe de la Nueva
Granada, Quito, Santiago de Chile, Buenos Aires, etcétera. 2)
Posición de la Audiencia En
México, constituían el tribunal superior o real audiencia siete oidores y
tres fiscales. Oidores: Pedro Catani, regente; Ciríaco González Carvajal,
decano; Guillermo de Aguirre, Tomás Calderón, José Mesia, Miguel Bataller y
José Arias Villa Fañe. Fiscales: Francisco Javier Borbón, Ambrosio
Sagarzurrieta y Francisco Robledo.[1] En
relación con la consulta que hizo el virrey, qué hacer ante la situación en
la cual España se había quedado sin rey,
había dos caminos. Uno era rendir obediencia a Napoleón y parecía
ser el más indicado, pues tal es el que había seguido la familia real y
las autoridades de España, pero también, como lo señala el doctor Mora, el
más erizado de peligros, por el abierto y beligerante rechazo de los españoles americanos, llamados criollos.
El otro, no reconocer dominación alguna extranjera, era sin duda
el más patriótico, aunque no menos expuesto que la anterior, pues si la metrópoli,
con mayores recursos, había perecido bajo el peso de Francia, no era de esperarse que corrieran con
mejor suerte los reinos americanos, menos fuertes que aquélla. Finalmente,
el real acuerdo se decidió no tomar ninguna decisión o, en otras palabras,
mantener el statu quo. Según el
acta de la sesión del real acuerdo, de 15 de julio, lo único que se acordó
fue mantener el reino en estado de defensa, por lo que pudiese sobrevenir.[2] 3)
Propuesta del ayuntamiento de México Por
su parte, el ayuntamiento de la Ciudad de México, con base en las Leyes
de Indias, arguyó dos cuestiones fundamentales: primero, que la renuncia
de Fernando VII a la corona era nula así como la consiguiente cesión de
bienes de la monarquía española a Napoleón, y que, en caso de ser válida, esta nación
era la legítima heredera, en lo que le correspondía, de la corona; segundo, que era
conveniente que Iturrigaray siguiera al frente del gobierno, aunque ya no con
su antiguo carácter de virrey sino con una nueva calidad política, la de
encargado del reino, para
reafirmar la cual era necesario que convocara a un congreso nacional. El
ayuntamiento estaba formado por un alcalde, trece regidores ordinarios y
cuatro regidores honorarios. El martes 19 de julio se juntaron en cabildo
extraordinario Juan José de Fagoaga, alcalde ordinario; Antonio Méndez
Prieto y Fernández, decano presidente; Ignacio Iglesias Pablo, Manuel de
Cuevas Moreno de Montoy Guerrero y Luyando, el Marqués de Uluapa, León
Ignacio Pico, Manuel Gamboa y Francisco Manuel Sánchez de Tagle, todos ellos,
regidores propietarios, y el procurador general Agustín de Rivero.[3] También
participaron Francisco Primo de Verdad y Ramos, el síndico del común Juan
José Francisco de Azcárate; el Marqués de Santa Cruz de Inguanz Agustín de
Villanueva, y el doctor Manuel Díaz, regidores honorarios.[4] No
asistieron por estar
ausentes de la capital los regidores Joaquín Romero de Camaño, Antonio Rodríguez
Velasco, Manuel Arcipreste y Joaquín Caballero, y por estar enfermo, Ignacio de la Peza
y Casas.[5] El
síndico del común Primo de Verdad propuso que se hiciera saber al virrey la
disposición de la capital para defender los dominios del reino y conservarlos
para sus legítimos soberanos. Hubo consenso en la propuesta y se resolvió
solicitarle igualmente que mantuviera el reino fuera del alcance no sólo de
los franceses y su emperador sino también “de toda otra potencia, aún de
la misma España”. Por
otra parte, se dijo que al renunciar a la corona Carlos IV en 1808 y entregar
a Napoleón los bienes territoriales de la monarquía española y los seres
humanos que habitaban en ella -como si fueran animales- el abdicante había
cometido un acto nulo; ya que al tomar posesión “juró no enajenar el todo
o la parte de los dominios que le prestaron obediencia”, según se hizo
constar solemnemente en el acta respectiva.[6] No
podía ceder en favor de un tercero lo que no era suyo, ni menos atentar
contra los legítimos intereses de los sucesores de la monarquía. La renuncia de Fernando VII en beneficio
del mismo emperador corso tampoco era válida, porque la había
hecho antes de tomar posesión de su cargo y le había sido arrancada bajo
presión. No se puede renunciar a lo que no se tiene.[7] En
estas condiciones, la nación americana -conocida como reino de la Nueva España-
era la legítima sucesora de los derechos del monarca. La soberanía se había
transferido naturalmente de éste a aquélla. “Nadie tiene derecho -declaró
el regidor Juan José Francisco de Azcárate- a atentar contra los respetabilísimos
derechos de la nación”.[8]
Consecuentemente, “ninguno -prosigue el regidor- puede nombrar soberano a la
nación, sin su consentimiento”.[9]
Cualquier designación hecha por Napoleón, el duque de Murat e incluso por
Carlos IV o Fernando VII era nula. Tales
son las bases jurídicas que obligarían a los miembros del Ayuntamiento de
México, en agosto de 1808, a presentar al virrey José de Iturrigaray una doble petición: que permaneciera en el cargo, “entendiéndose
que con la calidad de provisional”, y ya no como “virrey”, strictu sensu, puesto que ya no había rey, sino como “encargado
del reino”.[10] que convocara a un Congreso de
representantes de todas las ciudades, villas y demás lugares del reino, que
asumiera las atribuciones y las facultades todas de la soberanía, y que,
por ende, tomara en sus manos la majestad de la nación. Era
preciso que él, como encargado provisional del reino, jurara no sólo desempeñar su
encargo ante dicho congreso, conforme a las leyes vigentes, sino también no entregarlo a
nadie. Todas las otras autoridades constituidas debían obligarse asimismo ante el
congreso, desde el primero hasta el último de los empleados públicos.[11] Los asuntos más importantes que requirieran resolución soberana, sobre todo
en materias de hacienda, guerra y
justicia así como los nombramientos de los principales funcionarios del
reino, debían someterse ante el congreso. Así,
pues, el reino debía quedar momentáneamente representado “por las
superiores autoridades que lo gobiernan y administran justicia” (virrey y
audiencia) así como
por la ciudad (ayuntamiento) y demás corporaciones civiles y eclesiásticas, reunidas en
congreso, y adquirir
el compromiso de devolver la soberanía al monarca cuando se
hallase libre de toda presión extraña.[12] Todo
lo expuesto fue aprobado por unanimidad y así se le hizo saber al virrey 4)
Elementos fundamentales de la propuesta Audaz
era la declaración de que “la soberanía reside en el reino”, así fuera provisionalmente, es decir, en los cuerpos que lo
componen, audiencia y ayuntamientos -que tales eran los “tribunales
superiores y corporaciones que llevaban la voz pública”- así como en los
demás citados. Esto significa que la soberanía ya no reside en el rey. Si
la soberanía reside en las clases que componen el reino, éstas tendrán la atribución de representarlo frente a otras naciones, expedir
leyes, nombrar a sus autoridades y hacer justicia en todos sus niveles,
incluyendo la última instancia,
mientras el rey recupera su trono. Hasta
entonces, las autoridades más importantes habían dimanado del rey. No
existiendo éste, las actuales habían perdido fundamento, legitimidad y razón
de ser. La propuesta del ayuntamiento, al invertir la situación, resolvía el
problema tan inesperadamente como inesperado había surgido el problema mismo, y además, en forma
conveniente para todas las partes… sobre todo para el virrey. Los altos
funcionarios del reino ya no dependerían del rey sino al contrario: ahora
estos –incluyendo el rey- dependerían del reino -representado por sus
corporaciones– y administrado por el virrey, por lo menos en forma provisional, hasta que el rey
regresara… si regresaba. Porque
si no regresaba, se presentó la posibilidad de que dichas corporaciones
nombraran a Iturrigaray “primer rey de la Nueva España independiente”,
según escribió en sus notas Melchor de Talamantes y se propagó como rumor en los círculos políticos de la capital, con gran preocupación
de los oidores. En
todo caso, como se señaló antes, el virrey debía obligarse bajo juramento,
ante el pleno de los representantes de la nación constituidos en congreso, a
gobernar provisionalmente conforme a las leyes, así como a defender la integridad y
los derechos del reino. Tal juramento debía ser igualmente hecho por los
miembros de las demás corporaciones. Así, todos quedarían obligados ante el
órgano supremo. Dos
pues eran las novedades más importantes de esta “representación”, como
se llamaba a la propuesta: la creación
inmediata y momentánea de un nuevo poder político nuevo, provisional,
compuesto por varios órganos: ayuntamiento de México, como órgano
consultivo de gobierno; audiencia de México, como órgano superior de
justicia, y encargado del gobierno del reino, con facultades específicas en
materia de hacienda y guerra, y la creación
a más largo plazo de un
poder político supremo, el congreso nacional, ante le cual se sometieran
todas las autoridades del país, empezando por el virrey y los oidores
–con nuevos títulos y funciones-, y seguidos por aristócratas,, altos oficiales del ejército,
jefes de oficina, obispos y todos los demás; poder político
supremo que descansaría fundamentalmente en los ayuntamientos, a través de
sus representantes. Pero
en términos políticos, la propuesta era de mayor trascendencia, porque implicaba un pacto entre americanos y peninsulares
para gobernar el país en forma autónoma y mantenerlo en estado de defensa no
sólo frente a Francia sino también “de la misma España”. 5)
Rechazo de la propuesta por la Audiencia El
virrey sometió a consulta de la audiencia o real acuerdo la propuesta del
ayuntamiento y el 20 de julio, “en el curso del debate, los oidores
manifestaron claramente el disgusto que les causaba la duda de la corporación
municipal sobre la subsistencia legal de las autoridades todas y su indicación
para revalidarlas popularmente”.[13] Con asistencia de alcaldes y fiscales,
dicho real acuerdo reprochó al ayuntamiento
dos cosas: primero, que “haya tomado sin corresponderle la voz y
representación de todo el reino”, y segundo, que haya planteado “medios
que no corresponden al fin propuesto, ni son conformes a las leyes
fundamentales de nuestra legislación, ni tampoco coherentes con los
principios establecidos”.[14] “En
el presente estado de cosas –concluye- nada se ha alterado
en orden a las potestades establecidas legítimamente (en la Nueva España) y
deben todas continuar como hasta aquí, sin necesidad del nombramiento y
juramento. Este real acuerdo y todas las demás potestades tienen hecho
juramento de fidelidad, que dura y durará no sólo en lo legal sino en sus
propios sentimientos”.[15] Si
habían jurado fidelidad al monarca y obediencia a las leyes de la corona, las
autoridades debían continuar ejerciendo sus funciones de acuerdo con
dichas leyes, hasta que la situación se aclarase. Consecuentemente, nada de
cuerpos o asambleas con atributos soberanos, ni un ejecutivo
con atribuciones específicas, ni de un tribunal supremo propio, y menos
de un Estado autónomo. Los ayuntamientos no tenían ninguna
facultad consultiva. Esta facultad estaba reservada a la audiencia. Debían
supeditarse, como siempre, a la autoridad del virrey, conforme a las leyes
vigentes, y no las leyes –y el virrey- a las resoluciones de los
ayuntamientos reunidos en congreso nacional. Al
rechazar la propuesta de los americanos, los oidores peninsulares rechazaron
no sólo la posibilidad de establecer temporalmente un nuevo órgano de poder,
con facultades específicas para hacer frente a la situación, sino también
de compartirlo con ellos en igualdad de condiciones. En otras palabras, rechazaron el
pacto político que les fue propuesto. Nunca más se les volvería a plantear
con tal generosidad. Así concluyó la primera parte de este inesperado debate
constitucional. 6)
Posición del virrey y razones de Estado Para
el virrey, los argumentos de los oidores carecían de consistencia política
así como de eficacia práctica. Cierto
que las autoridades establecidas habían sido designadas por el rey legítimo
y que en consecuencia debían permanecer en ejercicio de sus funciones
conforme a la ley. Pero: El rey legítimo,
Carlos IV, al cual debían su nombramiento, ya había sido depuesto; es
decir, ya no era rey. Por otra parte,
Fernando VII, destinado a sucederlo, no había alcanzado a tomar posesión,
por lo que todavía no era rey legítimo. Ambos
habían resignado la corona en favor de Napoleón.
Tampoco podía
considerarse como tal a Napoleón, depositario legal y político de la
corona española. Luego
entonces, desde cualquier óptica bajo la cual se analizara el problema, las
principales autoridades de la Nueva España, empezando por la del virrey, ya no
tenían más carácter que el provisional, y sus actos y resoluciones debían
circunscribirse a atender los asuntos de trámite. El
mismo Talamantes comentaría esta situación en forma breve, pero no menos
clara: “No
habiendo rey legítimo en la nación, no puede haber virreyes. No hay
apoderado sin poderdante. El que se llamaba pues virrey de México ha dejado
de serlo desde el momento en que el rey ha quedado impedido para mandar en la
nación. Si tiene al presente alguna autoridad, no puede ser otra sino la que
el pueblo haya querido concederle. Y como el pueblo no es rey, el que gobierne
con el consentimiento del pueblo no puede llamarse virrey”.[16] A
partir de la deposición de Carlos IV, en efecto, el virrey Iturrigaray había
quedado prácticamente fuera de su cargo, salvo que se diera el hipotético y
muy remoto caso de que Fernando VII lo ratificara en su empleo. Su
sustitución, pues, no era más que cuestión de tiempo. Sin embargo, al
abdicar Fernando a favor de Napoleón, se había complicado la situación y
creado un inesperado y profundo vacío político, legal y constitucional. Iturrigaray
se convenció de que ese vacío no podría ser llenado más que con una ficción
jurídica y política, persuasiva y convincente, como la que había propuesto
el ayuntamiento, que mantuviera no sólo la legitimidad del rey abdicante, a
pesar de su abdicación, sino también la de las autoridades todas, aunque con
las diferencias que les imponía la situación. El mundo hispánico se había
quedado sin cabeza. Primo de Verdad tenía razón: “un pueblo en estado de
interregno puede llamarse ciudad sin gobierno y semejante a un ejército sin
general”.[17] Era necesario darle
legítimamente una cabeza, por lo menos aquí, en esta parte del mundo, en la
Nueva España, y mantenerla sobre sus hombros con sus propios medios. Los
únicos elementos legítimos en que descansaba la nación eran los
ayuntamientos, porque sus integrantes no habían sido nombrados por el rey
sino por los propios vecinos. Esta siempre había sido la auténtica fuerza
del reino, desde su fundación hasta el presente. El ayuntamiento de México,
pues, a través de su propuesta. lo había provisto de la
posibilidad de legitimar su autoridad como encargado del reino, aunque fuera
de manera provisional. Configurar una
nueva entidad política –una junta o congreso nacional- a base de vecinos,
es decir, a
base de ayuntamientos, que descansaba en una fuerza propia, de la cual él
dependiera y a la vez que dependiera de él, sería sentar las bases que le permitieran
consolidar su posición política, desempeñar sus funciones y hacer frente a
la situación. Además,
había razones de Estado para convocar al Congreso. Según el ayuntamiento de
la ciudad, asesorado por Talamantes, el congreso era requisito sine
qua non para garantizar la seguridad interna y externa de la nación,
sobre todo esta última. En
cuanto a la identidad y seguridad del reino frente al mundo, “el gobierno
exterior del reino tiene dos ramos: uno activo, que es la alianza y
correspondencia con las naciones extranjeras; el otro pasivo, que es la
resistencia a los enemigos. Permitamos que esté bien administrado este
segundo –aunque nos consta que no- pero, ¿qué hay del primero, que es el más
esencial, y para el cual el virrey y las audiencias no tienen autoridad
alguna?”[18] Y
por lo que se refiere a su seguridad interna, “no hay tranquilidad sin
orden. No hay orden sin leyes, sin tribunales que las hagan observar, y
faltando la metrópoli, nos faltan todos los tribunales supremos, que dan
consistencia y firmeza a los menores. Este defecto no se ha reparado. ¿Cómo
habrá, pues, tranquilidad?”[19] 7)
Asamblea de los tres estados En
tales condiciones, el 28 de julio llegaron más noticias a México, tan
estremecedoras como las anteriores: España entera se había insurreccionado
contra Napoleón y estaba formando juntas de gobierno que asumían la soberanía
en nombre y ausencia del rey cautivo. Al día siguiente, al hacerse pública la información, se inflamó el espíritu popular. De
inmediato, el ayuntamiento se reunió y pidió al virrey que, lejos de
reconocer a alguna de tales juntas, la Nueva España formara la suya propia, en
los términos de la propuesta que le había presentado anteriormente. Al mismo
tiempo, le sugirió que tomara el voto consultivo no sólo de la audiencia
sino también de la nobleza –española e indígena- y del clero, cuyos
principales representantes residían en la capital del reino. El
virrey Iturrigaray, en lugar de consultar primero al real acuerdo sobre el
contenido de dicha petición y citar después a la asamblea, como lo señalaba
la ley, convocó primero a la asamblea y consultó después al real acuerdo.
“Decidida, como lo está, la convocación de la junta general, he tenido por
oportuno remitir a vuestras señorías, como lo hago, las mencionadas
representaciones (del ayuntamiento) con sus antecedentes”.[20]
Las “representaciones” a que se refiere el virrey eran las nuevas
propuestas del ayuntamiento, cuyo contenido no se conoce más que por
inferencias, ya que los documentos originales que las contienen nunca han sido
localizados; pero los cuales no pudieron ser muh diferentes de los anteriores.. Los
miembros de la audiencia se indignaron al conocer los documentos de referencia
y exigieron al virrey, “de uniforme dictamen”, que “se sirva
suspender la junta que tiene decidida, y que no haga novedad en materia de
tanta gravedad y consecuencia”.[21] Si
Fernando ya había regresado a España “no sólo sería inútil la junta
promovida sino sumamente perjudicial por las razones que no pueden ocultarse a
la penetración de vuestra excelencia”. Y si el rey no ha regresado -ni llegara a
regresar- era indispensable conocer previamente lo que “su excelencia” ha
determinado “en razón de esos cuerpos y personas que han de concurrir a la
junta (así como) el modo y términos en que han de hacerlo, para qué fines,
con qué representación y voto –bien decisivo o consultivo- y modo y términos
en que deberá concurrir a ella este tribunal”.[22] El
virrey contestó que “la convocación de la junta general” no era posible
suspenderla “pues ya estaba decidida de
antemano para la conservación de los derechos de su majestad, para
la estabilidad de las autoridades constituidas, para la seguridad del reino,
para la satisfacción de sus habitantes, para los auxilios que puedan
contribuir y para la organización del gobierno provisional que convenga
establecer para los asuntos de resolución soberana, mientras varían las
circunstancias”.[23] Y
concluyó tajantemente: “Sin la reunión de las autoridades y personas más
prácticas y respetables de todas las clases de esta capital, ni puede
consolidarse toda mi autoridad, ni afianzarse el resto de mis resoluciones. El
congreso de estos individuos examinará si conviene crear una particular junta
de gobierno que me auxilie en los casos urgentes que puedan sobrevenir y
ocurran”. Así, pues, “urge mucho celebrar la primera sesión el martes de
la mañana siguiente a las nueve de la mañana en este Real Palacio”.[24] La
audiencia contestó al virrey “por segunda vez” que “no se presenta en
el día ni en las circunstancias, urgencia ni necesidad alguna” para
realizar tal junta; que las leyes de Indias “tienen previsto el remedio para
casos iguales” y que dicho remedio consiste en la conservación de la
autoridad del virrey “en su plenitud”, bajo consulta “en las materias
arduas e importantes”, con el real acuerdo.[25]
Esto le confería el gobierno absoluto para todo lo ordinario, con asistencia
del real acuerdo en lo extraordinario. No menos, pero tampoco más. En este marco, sobre esta base y bajo la protesta
del caso, sus miembros concurrirían a la asamblea del siguiente día. La
junta general fue convocada, por cierto, sin agenda previa. Así ocurriría
con las tres siguientes. Los notables de la capital, representando a los tres
estados –nobleza, clero y estado llano- se reunieron el 9 de agosto en el
palacio del virrey, sin saber exactamente para qué habían sido convocados. El
virrey, sin embargo, según lo expuesto, tenía el propósito de someter a su
opinión, entre otros, los siguientes temas básicos: estabilidad de las
autoridades constituidas; organización de un
gobierno provisional para los asuntos que requiriesen resolución soberana,
y facultades del
virrey. Fue
una asamblea impresionante, la primera que se realizó en México para tratar
asuntos de Estado. No sería superada en número, representatividad y
solemnidad más que por la que se celebraría en la catedral de Oaxaca algunos
años después, en diciembre de 1813, por instrucciones del capitán general
José Ma. Morelos, a fin de elegir representante de la provincia al Congreso
Constituyente de Chilpancingo. Asistieron
al palacio real 82 personas –demasiadas para la época- presididas por el
virrey, sentado bajo dosel. “Seguían en la línea derecha de sillas” el
real acuerdo, con los señores fiscales, “y en la otra y las demás”, el
arzobispo, canónigos e inquisidores y miembros del ayuntamiento. También
concurrieron los miembros del tribunal de cuentas, los del consulado, jefes de
oficina, títulos nobiliarios y
vecinos distinguidos, clérigos y frailes en representación de sus
congregaciones, y además, los delegados del ayuntamiento de Jalapa, y los
gobernadores de las parcialidades de indios de San Juan y Santiago.[26] 8)
Primer debate político En
esta asamblea, los representantes del ayuntamiento de México reiteraron sus
argumentos anteriores; pero invocaron esta vez la tesis de la soberanía
popular -allí mismo declarada herética- e insistieron que se organizara
un gobierno provisional, que al igual que los de España, pero por medios más
legales, ejerciera la soberanía, es decir, el poder supremo, en nombre de
Fernando VII. El
licenciado Primo de Verdad, quien tomó la palabra en nombre del ayuntamiento,
a través de un razonamiento por analogía, expuso que la Ley de Partida prevé explícitamente que en caso de que quede
el rey en menor edad, sin haberle nombrado regente su padre o tutor, designárselo
corresponde a la nación, representada por las cortes. Esta
vez, la propuesta se basó no sólo en las modernas tesis liberales de la soberanía
popular sino también en la tradición jurídica española y alcanzó a
definir los perfiles de los nuevos órganos de poder, ligeramente distintos a los
originalmente planteados por el mismo ayuntamiento en julio anterior. Las audiencias (había
tres, las de México, Guadalajara y Chihuahua) formarían tribunales
supremos, pero siin funciones gubernativas, y sus miembros serían nombrados o ratificados por el congreso.[28] (La audiencia de México
ya había quedado sujeta de hecho a la opinión, no vinculante jurídicamente,
pero decisiva moralmente, de la asamblea de los tres estados que se estaba
llevando a cabo) El congreso estaría
formado por representantes de todas las ciudades, villas y pueblos del
reino, dotado de atribuciones para designar, no al virrey –ya que el
congreso no era rey- sino al “encargado provisional del gobierno”, y éste, a su vez, quedaría comprometido y obligado ante dicho
congreso o junta nacional. Se erigiría también
una pequeña junta o consejo de gobierno, con carácter consultivo, pero
permanente, que auxiliaría
al virrey en sus decisiones fundamentales. La
alianza entre europeos y americanos, pues, propuesta inicialmente por el
ayuntamiento, “aún contra la misma España”, fue reemplazada esta vez,
como se ve, por una alianza más restringida entre americanos y virrey, en función de los más altos intereses del
nuevo Estado nacional. Pero,
en la práctica, todo el poder quedaría en manos de los americanos, reunidos
en cortes, parlamento o congreso. El supremo tribunal de justicia, formado por
peninsulares, se limitaría a ejercer funciones exclusivamente judiciales, no
de gobierno, y el encargado del gobierno del reino, también peninsular,
tendría el carácter de provisional, vigilado además de cerca por un consejo
de gobierno americano. Más tarde, ya se vería. A
los oidores no se les escapó la proyección política de la propuesta, y
apoyados por muchos peninsulares presentes en la asamblea, categóricamente la
rechazaron. A través de los fiscales de la propia audiencia expusieron que la
soberanía reside en el rey; que éste la ha transmitido parcialmente al
virrey a través de las leyes, y que observar éstas era respetar la voluntad
soberana de aquél. Para
demostrar al virrey
que la audiencia era el único órgano de carácter consultivo, no el
ayuntamiento, y menos la junta que se estaba llevando a cabo, hablaron
directamente a virrey, regidores y síndicos y los instruyeron frente a la asamblea. Les dijeron:
“el primero y más principal derecho de la soberanía puede ser el de romper
la guerra y hacer la paz, y aunque vuestra excelencia (el virrey) no lo tiene, ¿quién le
podrá negar la facultad de defenderse y estar preparado contra cualquiera
agresión? Las Leyes de Indias lo autorizan respecto de sus enemigos
interiores. Y el derecho público, natural y de gentes lo constituyen en
necesidad, con mayor motivo cuando cualquier particular tiene semejante
derecho”.[29] “Otra
de las prerrogativas del monarca es la de hacer leyes, pero ¿qué necesidad
tenemos de otras que las que nos gobiernan, a cuya observancia excitan vuestra
excelencia y los tribunales superiores por medio de bandos, edictos y
acordados, que sostienen el orden de la justicia conmutativa y distributiva,
según el mérito de cada uno?”[30] “Aunque
no puede nombrar presidentes y oidores, por lo respectivo a los primeros, está
proveído con las cédulas y órdenes de sustitución de mando, y por lo que
hace a los segundos, con la facultad que tiene vuestra excelencia de nombrar
abogados en falta de oidores para el desempeño de los negocios. Y como las
audiencias deben subsistir, continuarse y conservarse aunque sea con un solo
oidor (según lo establece la ley) por este medio lo sostiene su
excelencia”.[31] “El
perdón de los delitos es reservado al soberano y a vuestra excelencia le es dado
por las leyes. La naturalización de extranjeros está suplida por las reales
órdenes que previenen que todos los que sean útiles al Estado se dejen vivir
en América”.[32] “La
formación de juntas es atributo propio de la soberanía, pero estando
formadas las que se necesitan para la real hacienda y otras, puede vuestra
excelencia, según las ordenanzas, formar las que necesita para las
disposiciones de la guerra. Otras muchas prerrogativas tiene su majestad de su
privativa inspección, pero pocas hay que no se encuentren suplidas por las
leyes indianas”.[33] Los
fiscales concluyeron: España
está en estado de emergencia. Tal es la razón por la que han surgido
diversas juntas gubernativas. En cambio, la Nueva España no lo está. Vive normalmente. Luego entonces, no tiene necesidad de formar
ninguna junta nacional. La ley
citada por el representante del ayuntamiento sobre el derecho de reunirse en
cortes para nombrar tutor al rey menor se refiere a un pueblo principal, que
tiene este derecho, no a un pueblo accesorio y subordinado, que no lo tiene. En otras
palabras, a la metrópoli, no a una colonia. En tales condiciones,
juntarse en cortes y nombrar autoridades sin consentimiento del monarca no
es ejercer sino usurpar la soberanía.[34] El
oidor Aguirre, por su parte, tocando el fondo del asunto, preguntó
directamente al síndico Primo de Verdad cuál es el pueblo en el que ha recaído
la soberanía, y al responder éste que “en las autoridades constituidas”
(pensando quizá en las Siete Partidas, ley primera, título décimo, partida segunda:
“pueblo llamaron al ayuntamiento de todos los omes”), el oidor le
replicó irónicamente que “las autoridades no son el pueblo”.[35] Al
final, aunque no se aprobó la junta nacional, como lo quería el
ayuntamiento, tampoco se aprobó el reconocimiento a ninguna junta procedente
de la metrópoli, como lo deseaba la audiencia. Nadie perdió, pero nadie
ganó.
De este modo, el virrey dio a la prensa un comunicado en los siguientes términos: “Cualesquiera
juntas que en clase de supremas se establezcan para aquellos y estos reinos
–según la Gaceta de México- no serán obedecidas si no fueren
inauguradas, creadas o formadas por Su Majestad”.[36] 9)
Acuerdos contradictorios, pero no vinculantes “Para
asuntos importantes del servicio que han de tratarse en Junta en este Real
Palacio, espero se sirvan vuestras señorías concurrir a ella a las nueve de
la mañana del día 31 del corriente”.[37]
Firma el virrey. En
la reunión de 31 de agosto, a la que convocó Iturrigaray sin temario previo u orden del
día –como empezó a ser su costumbre- ambos partidos, ayuntamiento y
audiencia, en lugar de acercar sus propuestas, las polarizaron. La audiencia
propuso que se reconociera a la Junta de Sevilla como soberana, aunque únicamente
en las materias de hacienda y guerra.
Esto hizo decir al poderoso marqués de Rayas que la soberanía es
indivisible.[38] Otros
advirtieron que en la reunión anterior se había tomado la determinación de
no reconocer a junta alguna como suprema, ni externa ni interna, ni total ni
parcialmente, a menos que estuviera autorizada por Fernando VII, y que esto no
ocurría con la de Sevilla, aunque tampoco con la junta nacional de la Nueva
España, por lo que resultaban ociosas ambas propuestas. A
pesar de lo expuesto, así como el real acuerdo insistió en mantener su
posición de reconocer a alguna junta peninsular y la concretó aún más con su propuesta de reconocer a la de
Sevilla, del mismo modo el alcalde de corte Jacobo de Villaurrutia expresó, con apoyo de
todos los miembros del ayuntamiento (salvo dos) que el asunto del
reconocimiento a alguna junta peninsular no era cosa urgente y
que bien era posible esperar a que el rey Fernando tomara la determinación
que considerase adecuada para el gobierno de todos sus reinos. En cambio, la
Nueva España no podía soslayar lo siguiente: Asuntos de gravedad
que podrían sobrevenir, para afrontar los cuales era necesario contar con
la diputación general de todo el reino, y Asuntos importantes e
inmediatos, cuya atención reclamaba sin dilación una pequeña junta –una
especie de consejo de gobierno- que en lo posible representase a todas las
clases, y cuya función fuese la de auxiliar al virrey, en lo que éste le
propusiera y consultara; lo que equivalía de hecho a reemplazar a la
audiencia en esta materia, la cual, en contraparte, sería elevada a la
categoría de órgano de última instancia en materia de apelación
judicial, es decir, supremo tribunal de justicia de la nación. A
reserva de responder puntualmente a la propuesta anterior, el oidor Guillermo
de Aguirre insistió en que se reconociera a la Junta de Sevilla. A este
respecto aclaró que era necesario distinguir tres clases de juntas que habían
aparecido en la península: juntas supremas de provincia o de reinos como el
de Navarra; la junta suprema de España, y la junta suprema de España y de
las Indias Españolas. Las
primeras juntas –las de provincia- les debían ser indiferentes, la segunda
–la suprema de España- no ser objeto de discusión, por referirse
exclusivamente a la península, y la tercera –la suprema de España y de las
Indias- que era la de Sevilla, “había limitado sus funciones de suprema a
los asuntos de guerra y a los de hacienda
como inseparables de aquéllos”. Y concluyó que así como las Castillas y
León ya la habían reconocido, del mismo modo la Nueva España debía hacer
lo mismo.[39] Castro
Palomino replicó que aunque la Junta de Sevilla y otras se titulen supremas y
aún soberanas, “se ignora el origen de estos epítetos”, siendo de la
opinión que no se le reconociera. El arzobispo Lizana y el inquisidor
Sainz, por su parte, apoyaron esta postura, al considerar que el asunto del reconocimiento “no era
de pronta ejecución”. [40]
Estos votos, al estar contra el reconocimiento de la Junta de Sevilla, no hacían
más que confirmar lo que se había decidido en la sesión anterior, es decir,
que no se reconociera a ninguna junta que no fuera autorizada por el monarca;
pero en el marco específico de la nueva reunión en proceso, fortalecían
indirectamente la postura del ayuntamiento, o sea, que la nación formase su
propia junta para asuntos de especial importancia, aunque no contara con la autorización real. En
todo caso, el debate hizo que la asamblea empezara a variar su parecer respecto de la
reunión anterior. Después de todo, reconocer a la Junta de Sevilla no era mala idea. Concluida
la sesión, se organizaron “los tres clases de votos que hubo; es decir, los
que convinieron con el oidor Aguirre (reconocimiento de la junta peninsular); los que siguieron al citado señor
Villaurrutia (no reconocimiento de peninsular y formación de la propia) y los singulares, con el fin de tenerlo todo presente para
extender el acta, como en efecto se extendió por el señor oficial mayor de
gobierno don Félix Sandoval”.[41] Al reorientarse el parecer de la asamblea, ésta se pronunció por el
reconocimiento de la Junta de Sevilla. El alcalde ordinario José Juan de
Fagoaga y el regidor Agustín de Villanueva, inclusive, que hasta entonces habían
seguido el parecer del ayuntamiento de México, se separaron de él y
emitieron sus votos en este sentido. De este modo, por 50 votos contra
14, apoyaron la propuesta del oidor Aguirre.[42] El
virrey agradeció a todos su presencia y les anticipó que esa sería la última
reunión. “Señores, ya se acabaron las juntas, esta será la última”. ¿Por
qué? A la perspicacia de los oidores no se les escapó la razón. “Se
atribuyó por algunos –comentan los oidores- a que (Iturrigaray) no había
podido reunir la mayoría de votos conforme a sus ideas”.[43] 10)
Convocatoria al Congreso Nacional Sin
embargo, esa misma noche llegaron pliegos de Asturias que confirmaron que en
España no sólo cada provincia sino cada ciudad había formado su junta, y
que ninguna de ellas reconocía supremacía en las demás. Estas
novedades determinaron que el virrey Iturrigaray tomara de inmediato dos
decisiones ejecutivas: A
pesar de que ya había decidido acabar con las juntas, citó rápidamente a
una nueva para el día siguiente, 1 de septiembre, a las 4 de la
tarde, aunque no para deliberar, ni para votar, sino únicamente para
enterarla de la situación.[44] Al mismo tiempo,
convocó de inmediato en la capital a los representantes de los
ayuntamientos del reino para que se reunieran en congreso nacional.[45] Era
claro que en materia de juntas, México no tenía por qué reconocer a
una más que a otra. En la reunión que se tendría unas horas después, el 1 de
septiembre, hasta los mismos fiscales de la audiencia, que el día anterior
habían sostenido la necesidad de reconocer la Junta de Sevilla, propusieron que
dicho reconocimiento se suspendiera mientras no se recibieran otras noticias. Los
oidores, en cambio, insistieron que, a pesar de las circunstancias, reconocer a la Junta de Sevilla era
lo más
conveniente para el reino. Esta
vez el virrey pidió a todos que no votasen en el acto, porque no los había
convocado para eso, sino para informarles lo sucedido, y les dijo que entre
tanto reflexionasen su voto y lo emitieran después por escrito, resumiendo en
uno el de las dos reuniones, es decir, la anterior
y ésta.[46]
Con ello quería evitar que los miembros de la asamblea tomaran acuerdos que
contrariaran a los precedentes, como se había hecho en la segunda reunión de
31 de agosto respecto de la primera, de 9 de agosto, y en ésta de 1 de
septiembre respecto de la segunda, de 31 de agosto. Y
aunque reiteró que dichos acuerdos no eran más que meras consultas que no lo
obligaban a nada, de todas maneras aclaró que consideraba necesario que se
adoptaran para instruirse y proceder conforme a lo que él tuviese “por
mejor”. De
las personas que asistieron a la tercera junta, 58 votarían que no se
reconociera soberanía “por ahora” a las Juntas de Sevilla y de Oviedo.
[47] “Por
ahora”, pues, no se reconoció a ninguna junta de la península, lo que
fortaleció al partido americano. Al mismo tiempo, el virrey tuvo “por mejor” para el
reino que éste tuviera su propia junta, es decir,
que se estableciera el congreso nacional. La decisión la había tomado inclusive antes de que se
emitieran los votos de los congregantes con expresión de causa. Así,
pues, la suerte estaba echada.
[1]Hernández
y Dávalos, Op. Cit. Tomo III, Documento 148, Respuesta de los oidores de México
a la vindicación del señor Iturrigaray, páginas 781-803. [2]
Ibid, página 787. [3]
Felipe Tena Ramírez, Leyes
Fundamentales de México, Ed. Porrúa, México, 1989,
Acta del Ayuntamiento de México, en la que se declara se tenga por
insubsistente la abdicación de Carlos IV y Fernando VII en favor de
Napoleón, de 19 de julio de 1808, José Calapiz Matos,
escribano mayor de cabildo páginas
4-20. [4]
Ibid. [5]
Ibid. [6]
Ibid. [7]
Ibid. [8]
Ibid. [9]
Ibid. [10]
Ibid. [11]
Ibid. [12]
Ibid.. [13]
Julio Zárate, México a través de
los Siglos, Tomo III, editorial Cumbre, México, 1958, página 42. [14]
Genaro García, Documentos históricos
mexicanos, tomo II, Documento VI, Voto
Consultivo del Real Acuerdo sobre la representación del ayuntamiento de México,
21 julio 1808, página 37. [15]
Ibid. [16]
Notas de Melchor de Talamantes a la
proclama del virrey publicada en la Gaceta extraordinaria de México,
viernes 12 agosto 1808, tomo 15, número 77, folio 560. Las referidas
notase se hallan en la Causa contra
Talamantes, Genaro García, Op. Cit., Tomo VI, páginas 1-88. [17]
Genaro García, Op. Cit, tomo II, Documento LIII, Memoria póstuma del síndico del ayuntamiento de México Lic. D.
Francisco Primo de Verdad y Ramos, página 157. [18]
Ibid. [19]
Ibid. [20]
Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento X, Oficio del virrey Iturrigaray al Real Acuerdo, con que le remite las
segundas representaciones del ayuntamiento de México, a la vez que le
avisa haber reselto ya la convocación a una junta general, 5 agosto
1808, página 45. [21]
Ibid, tomo II, Documento XI, Voto
Consultivo del Real Acuerdo sobre las segundas representaciones del
ayuntamiento de México, en que aparece también la opinión de dicho
cuerpo acerca de la proyectada convocación de la Junta General, 6
agosto 1808, página 46. [22]
Ibid. [23]
Ibid, tomo II, Documento XII, Oficio
del virrey Iturrigaray al Real Acuerdo, en que resuelve terminantemente la
celebración de la Junta General iniciada por él, 5 agosto 1808, página
47. [24]
Ibid. [25]
Ibid, tomo II, Documento XV, Voto
Consultivo del Real Acuerdo en que ofrece asistir a la Junta General
convocada por el virrey Iturrigaray bajo las protestas que en el mismo
Voto constan, 8 agosto 1808, página 53. [26]
Ibid, tomo II, Documento XVI, Acta
de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808,
Francisco Fernández de Córdoba marqués de San Román, superintendente
de la Real Casa de Moneda, secretario de su majestad “según lo acordado
por la misma junta general”, y José Arias de Villafañe, escribano de cámara
y gobierno del real acuerdo, con honores de secretario de su majestad y de
su Consejo, oidor de la real audiencia y síndico del ayuntamiento, página
56. [27]
Ibid, tomo II, Documento DLIII, Memoria
póstula del Síndico del Ayuntamiento de México Lic. D. Francisco Primo
de Verdad y Ramos en que fundando el derecho de soberanía del pueblo
justifica los actos de aquel cuerpo, 12 septiembre 1808, página 147. [28]
Memoria de Miguel Ramos Arizpe
presentada a las Cortes de Cádiz, 1811, No. 22, Defectos
en la Administración deJusticia, VI Reunión Interparlamentaria México-España,
Querétaro, 1992, página 30. [29]
Genaro García, Op. Cit, tomo II, Documento LVII, Exposición de los Fiscales en que constan los votos que externaron en
la Junta General de 9 de agosto, 14 diciembre 1808, página 183. [30]
Ibid. [31]
Ibid. [32]
Ibid. [33]
Ibid. [34]
Ibid. [35]
Hernández y Dávalos, Op. Cit., tomo III, Documento 148, Respuesta de los oidores de México a la vindicación del señor
Iturrigaray, 9 noviembre 1808, página 798. [36]
Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento XVI, Acta de la Junta General celebrada en México el 9 de agosto de 1808,
página 56. [37]
Ibid, Documento XXV, 30 agosto 1808, página 71. [38]
Ibid, Documento XLIV, Voto del marqués
de San Juan de Rayas porque no se reconozca a la Junta de Sevilla y porque
se convoque a un Congreso mexicano, 5 septiembre 1808, página 103. [39]
Ibid, tomo II, documento XXXVI, Voto
del oidor D. Guillermo de Aguirre porque a la Junta de Sevilla se le
reconozca en lo relativo a hacienda y guerra, 3 de septiembre de 1808,
página 85. [40]
Ibid, tomo II, documentos XXXVII, XXXV y XXXIX, Votos de Felipe de Castro Palomino, del decano inquisidor Sainz, de 3 de
septiembre, y del arzobispo Lizana, de 4 de septiembre, páginas, 90,
84 y 94, respectivamente. [41]
Ibid, tomo II, documento LI, Relación
de los pasajes más notables ocurridos en las Juntas Generales en los días
9 y 31 de agosto, 1 y 9 de septiembre de 1808; 16 de octubre de 1808,
página 136. [42]
Ibid, tomo II, documento XXXIII, Voto
del señor D José de Vildisola porque a la Junta de Sevilla se le
reconozca en lo relativo a hacienda y guerra, 2 de septiembre de 1808,
página 78. [43]
Ibid, tomo II, documento LI, Relación
de los pasajes más notables ocurridos en las Juntas Generales en los días
9 y 31 de agosto, 1 y 9 de septiembre de 1808página 136. [44]
Ibid, tomo II, documento XXVI, Minuta
de la convocatoria del virrey Iturrigaray para la junta del 1 de
septiembre de 1808, página 71 [45]
El texto de la convocatoria es el siguiente: “Circular a todos los
Ayuntamientos. Conviniendo que en las actuales circunstancias haya en esta
capital un apoderado que represente los derechos y acciones de ese cuerpo,
prevengo a vuestra señoría que sin pérdida de tiempo dirija su poder al
Ayuntamiento de la capital de esa provincia, para que sustituyéndole en
el sujeto que por sí elija, pueda emprender su venida a la más posible
brevedad. México, 1 de septiembre de 1808.” Genaro García, Op. Cit.,
tomo II, documento XVIII, Minuta de
Circular del Virrey Iturrigaray a todos los Ayuntamientos del virreinato
en que les previene que nombren sus representantes para el Congreso
General, página 74. [46].Ibid,
tomo II, documento XXXI, Oficio del
virrey Iturrigaray en que pide a los concurrentes a la junta del 1 de
septiembre que formulen su voto por escrito, 2 septiembre 1808, página
76. [47]
Genaro García, Op. Cit., tomo II, Documento XXVII, Lista
de personas que asistieron a la junta del 1 de septiembre y que votaron
que no se reconozca por ahora soberanía en las juntas de Sevilla y Oviedo,
páginas 72-74.
Votaron contra el reconocimiento de las juntas europeas Francisco Primero
de Verdad y Ramos (síndico), Josef Arias de Villafañe, Manuel Díaz de
los Cobos Muxica (canónigo de Guadalupe), Antonio Rodríguez Velasco,
Leon Ignacio Pico (miembro del ayuntamiento), Jacobo de Villa Urrutia
(oidor alcalde de corte), Antonio Velasco Ramírez (canónigo de
Guadalupe), Manuel Santos Vargas Machuca (gobernador), Marqués de San
Juan de Rayas, Carlos Camargo (apoderado general de la parcialidad),
Eleuterio Severino Guzmán (apoderado y representante del señor Camargo,
por no haber podido asistir, por sus enfermedades), José Antonio de
Estrada (representando al señor Juan José Olvera), Angel del Rivero,
Juan Francisco de Azcárate (miembro del ayuntamiento), Alejandro Fernández,
Francisco Robledo (fiscal del crimen), Agustín de Villanueva Cáceres-Ovando,
Juan Cienfuegos, Juan José Güereña, Antonio María Campos, José Juan
Fagoaga (miembro del ayuntamiento), Conde de Pérez Gálvez, Marqués de
Uluapa, Miguel Bachiller, Joaquín Obregón, Francisco Javier Borbón,
Manuel dse Cuevas Monroy Guerrero y Luyando, Andrés Fernández de Madrid,
Antonio Méndez Prieto y Fernández, Joaquín Gutiérrez de los Ríos,
Miguel Arnaiz, Joaquín Colla, Antonio de Bassoco, José Macías, Ignacio
de Obregón, Ambrosio de Sagarzurieta, Pedro María de Monterdo, Ignacio
Iglesias, Juan Manuel Vázquez de la Cadena, José Ignacio Beye Cisneros,
Francisco de la Cotera, Francisco Menocal, Manuel de Gamboa, Marqués de
Castañiza, Juan Navarro, Joaquín Maniau (contador general de tabaco),
Conde de Regla, Francisco Beye Cisneros, Felipe de Castro Palomino,
Mariscal de Castilla (marqués de Ciria), Antonio Torres Torija, Agustín
Pérez Quijano, José Antonio del Xpto. y Conde (auditor de guerra), Conde
de la Cortina, Marqués de San Miguel de Aguayo, Bernardo del Prado y
Ovejero (inquisidor), Conde de Medina y Torres, y Manuel del Campo y
Rivas. |