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¿Guerra Justa? IV JOSÉ HERRERA PEÑA*
«Una guerra justa no puede ser sostenida más que contra combatientes. Los tratadistas de la guerra justa, a lo largo de la historia y en todas partes del mundo, sean musulmanes, judíos, cristianos, de otras religiones o laicos, siempre han proclamado la inmunidad de los no-combatientes. Estos principios y otros más ponen de manifiesto que cada vez que los seres humanos se aproximan a librar o libran una guerra, es a la vez posible y necesario afirmar el carácter sagrado de la vida humana y adherirse al principio de la igual dignidad de todos los seres humanos.» Tales
palabras han sido suscritas por sesenta intelectuales norteamericanos en
una carta dirigida a los musulmanes, fechada en febrero 2002,
que es al
mismo tiempo una réplica a la filosofía de Osama Bin Laden y una
justificación de la política bélica de EEUU. Los suscriptores son
profesores de universidades, directores de sociedades filantrópicas o
pastores de credos. Entre los primeros, por cierto, se encuentran
Francis Fukuyama, profesor de Economía Política Internacional de la
Escuela Johns Hopkins de Estudios Avanzados Internacionales, y Samuel
Huntington, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de
Harvard, de cuyas obras, “El fin de la Historia” y “El
choque de las civilizaciones”, respectivamente, hice recientemente
un brevísimo comentario en este espacio (Cambio de Michoacán,
12
febrero 2002) «Estos
principios se esfuerzan por preservar y reflejar, aún en la tragedia de
la guerra, la verdad fundamental según la cual los “otros”,
aquellos que nos son extraños, que difieren de nosotros por la raza o
por la lengua, o cuya religión puede parecernos errónea, tienen el
mismo derecho de vivir, la misma dignidad humana y los mismos derechos
en general que nosotros.» La
argumentación de los intelectuales es inobjetable, trátese de una guerra
justa o injusta, por cuanto a que generalmente los
combatientes deben respetar no sólo la vida y la propiedad de los no
combatientes sino también abstenerse de practicar el derecho de
represalia (también llamado ley del Talión), el saqueo, el pillaje, el
diezmo entre la población civil (escoger a uno de cada diez habitantes
para ultimarlo) o la ejecución de prisioneros de guerra, entre otras
cosas. Agregan
los intelectuales que quienes murieron el 11 septiembre 2001 eran
civiles, no combatientes, perfectamente desconocidos de aquellos que los
mataron, es decir, desconocidos (salvo en tanto que norteamericanos) de
los miembros de la organización Al-Qaeda; pero puntualizan que «entre
los muertos había gente de todas las razas, de diversas etnias (sic) y
de casi todas las religiones. Había lo mismo barrenderos que jefes de
empresas.» Aquí
cabe plantear nuevamente una incertidumbre que persiste. Había gente de
todas las razas y de casi todas las religiones, menos judíos, a pesar
de que un buen número de ellos tenía sus oficinas en las Torres
Gemelas de Nueva York, según lo publicaron algunos investigadores en
diversas partes del mundo, sin que sus palabras hayan sido nunca
desmentidas. Por lo que cabe la disyuntiva: o se explica la singularidad
de este hecho (que no deja de ser extraño) o se le aclara
satisfactoriamente, o se deja que sigan tomando fuerza las
especulaciones de la comunidad mundial que, alimentadas por la duda, han
restado fuerza a las acusaciones contra Al-Qaeda. Porque
la duda no ha sido completamente disipada. Si lo que ocurrió el 11
septiembre se debió a un complot como el del Reichstag en la Alemania
de Hitler, se estará ante un fenómeno político de naturaleza
especial, que ameritará un análisis ad hoc. En
cambio, si fue un acto de guerra, como parece haber sido, entonces su
organización, envergadura y objetivos respondieron no tanto a la sádica
satisfacción de eliminar civiles sino a un nuevo modo de hacer la
guerra, en la que los civiles representarían inevitables “daños
colaterales” (para emplear una expresión cara a los militares
norteamericanos). Los blancos fueron cuidadosamente seleccionados. Nada
de diques de contención, ni centrales nucleares, ni estadios
deportivos, que hubieran provocado devastaciones apocalípticas, sino símbolos
de poder: poder económico (Centro Mundial de Comercio en Nueva York),
poder militar (Pentágono en Washington) y poder político (si se toma
en cuenta que el avión que cayó en Pennsylvania iba dirigido
posiblemente contra la Casa Blanca o el Capitolio)
Por
otra parte, nada dicen los intelectuales respecto a los miles de
desconocidos afganos que murieron del 9 octubre 2001 a la fecha debido a
los violentos bombardeos norteamericanos, todos los cuales eran civiles,
no combatientes, y perfectamente desconocidos (salvo en tanto que
afganos) de aquellos que los mataron, es decir, de los pilotos de la
fuerza aérea de EEUU. A pesar del carácter sagrado de la vida humana,
mataron hombres, mujeres y niños inocentes. No es necesario aclarar que
ninguna de esas miserables víctimas pertenecía a la organización
Al-Qaeda. Hablar sólo de los “suyos” y no de los “otros”, como
lo hacen los intelectuales norteamericanos, van contra los principios
que dicen sostener, en lo relativo a preservar y reflejar, aún en la
tragedia de la guerra, la verdad fundamental según la cual “los
otros” también son seres humanos y tienen el mismo derecho a vivir
que todos los demás. ¿No es lamentable esta omisión? Los
intelectuales norteamericanos distinguen, eso sí, entre musulmanes y
musulmanes, y hacen la aclaración pertinente. «Empleamos
los términos “islam” e “islámico” cuando queremos referirnos a
una de las más grandes religiones del mundo, de alrededor de mil
doscientos millones de adeptos, entre los cuales hay varios millones de
ciudadanos norteamericanos (algunos de ellos asesinados el 11
septiembre). No hay necesidad de decir, pero digámoslo de todos modos,
que la gran mayoría de los musulmanes del mundo, guiados en gran medida
por las enseñanzas del Corán, son honestos, leales y pacíficos. Y
empleamos las expresiones “islamismo” e “islamismo radical” para
designar el movimiento político-religioso violento, extremista y
radicalmente intolerante que amenaza hoy el mundo, incluido el mundo
musulmán. «Detrás
de los movimientos que se cubren con el manto de la religión hay también,
tenemos conciencia de ello, una dimensión política, social y demográfica
compleja, que es necesario tomar en cuenta. Al mismo tiempo hay que
tomar en consideración la filosofía que anima al movimiento radical
islámico, su desprecio a la vida humana, su concepción del mundo como
lucha a muerte entre creyentes y no creyentes (que sean musulmanes no
radicales, judíos, cristianos, hindúes u otros), una filosofía que
niega claramente la igual dignidad de todas las personas y, haciendo
esto, traiciona a la religión y rechaza el fundamento mismo de la vida
civilizada y la posibilidad de paz entre las naciones. «Hay
algo más grave. Los asesinatos masivos del 11 septiembre demostraron,
quizá por primera vez, que este movimiento islámico radical tiene en
lo sucesivo no sólo el deseo claramente expresado sino la capacidad técnica
de acceso posible a las armas químicas, biológicas y nucleares, y la
voluntad de hacer uso masiva y atrozmente contra sus blancos.» Es
difícil concebir que el movimiento islámico radical (si fue éste el
que organizó los atentados del 11 de septiembre) cuyos miembros no
emplearon más que cuchillitos de plástico (según las propias
autoridades norteamericanas) tenga ese misterioso, riquísimo y variado
arsenal químico, biológico y nuclear al que se refieren los
intelectuales. Una parte de la propia opinión pública norteamericana
ha expuesto francamente sus dudas al respecto, como lo acreditan
diversas notas periódicas, entre ellas, del New York Times. En fin: los
intelectuales prosiguen: «Los
que masacraron a más de 3000 personas el 11 septiembre y que, por
confesión propia, no desean más que recomenzar su lucha, constituyen
un peligro claro y real no sólo para todos los hombres de buena
voluntad de EEUU sino también del mundo. Tales actos son un ejemplo
puro de agresión contra vidas humanas inocentes, un flagelo mundial que
sólo el recurso a la fuerza podrá erradicar.» En esta loa a la fuerza, los intelectuales nada dicen de los que masacraron a más de 3000 personas en Afganistán, y que por confesión propia, no desean más que recomenzar su lucha contra Irak, Irán y Corea del Norte. Esto no es para ellos un ejemplo puro de agresión contra vidas humanas inocentes. Ni un flagelo mundial. Ni un peligro contra la humanidad. ¿No estas omisiones son más elocuentes que sus palabras? *
Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho y
Ciencias Sociales de la UMSNH.
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