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Seguridad
y libertad JOSÉ HERRERA
PEÑA 11
diciembre 2001. El 9 de noviembre de 1989 se cerró una época con la caída del muro de Berlín.
Concluyó la “guerra fría”; el mundo capitalista se impuso al
socialista, y la implosión de la URSS dejó a EEUU como única
superpotencia en el mundo. A partir de entonces, el neoliberalismo y la
globalización empezaron a imponerse por doquier, y el torbellino de la
privatización, a tomar fuerza en el planeta. El 11 de septiembre de
2001, sin embargo, ese proceso fue interrumpido y, de paso, las
libertades y derechos del pueblo norteamericano quedaron sepultados bajo
los escombros de las torres gemelas de Nueva York. ¿Qué ocurrió el 11 de septiembre?
¿Un “atentado terrorista”, como se dijo al principio? ¿Un
“ataque armado”, como lo previenen los tratados de la OTAN y de Río
de Janeiro? ¿Un “acto de guerra”, como lo llamaron indistintamente
George W. Bush y Osama Bin Laden? Lo cierto es que un instrumento de
transporte fue convertido en una poderosa arma de guerra y un simple avión
comercial cargado de combustible quedó transformado en una potente
bomba destructiva. Aunque la idea es sencillísima, su realización dejó
perplejo al mundo. Hubo miles de víctimas y miles de millones de dólares
en pérdidas. El terror es distinto según sea su
fuente de procedencia: organización, individuo o gobierno. Sin embargo,
éste fue un terror de nuevo tipo. No importa que no haya sido
reivindicado por nadie: ni por Osama Bin Laden, ni por la organización
Al-Qaeda, ni por ningún otro, aunque EEUU asegura que ya lo fue por el
primero. Su organización, envergadura y objetivos responden a una nueva
mentalidad. Los blancos fueron cuidadosamente seleccionados. Nada de
diques de contención, ni centrales nucleares, ni estadios deportivos,
que hubieran provocado devastaciones apocalípticas, sino símbolos de
poder: poder económico (Centro Mundial de Comercio en Nueva York),
poder militar (Pentágono en Washington) y poder político (si se toma
en cuenta que el avión que cayó en Pennsylvania iba dirigido
posiblemente contra la Casa Blanca o el Capitolio) La reacción norteamericana de “legítima
defensa”, por su parte, fue de efecto retardado, muy retardado.
Primero, porque no sabía contra quién reaccionar. En esta etapa, el
gobierno declaró la guerra al “enemigo oculto” del terrorismo. (No
se trató de una declaración formal de guerra sino de una simple frase
retórica). Segundo, porque al descubrir que este enemigo se reducía a
un simple sospechoso, Osama Bin Laden, no supo cómo enfrentársele. (En
efecto, es absurdo, grotesco y desproporcionado que haya una guerra
entre un imperio y un individuo). Y tercero, porque no había ninguna
base jurídica para fundamentar la violencia del imperio contra el
sospechoso, a menos que se le orientara (en forma de “justicia
infinita” o “libertad duradera”) contra el gobierno de Afganistán.
El derecho internacional no era (ni es) aplicable al caso. Los preceptos
jurídicos tendrían que retorcerse para ampararse en ellos. En todo
caso, la reacción norteamericana de “legítima defensa”, al iniciar
sus bombardeos casi un mes después de los “atentados”, quedó
privada no sólo de carácter “defensivo” sino también de
“legitimidad”, para convertirse en una acción de represalia. Al principio, aunque algunos
gobernantes se mostraron renuentes a los planes del presidente Bush
hijo, conforme pasaron los días Gran Bretaña, Alemania, Italia, Japón,
Canadá y Francia, e incluso Rusia, China y todos los países musulmanes
(con excepción de Irak) apoyaron los actos de represalia, no obstante
que la represalia está prohibida por el Derecho Internacional. El mundo
vio incrédulo y consternado el desfile de gobernantes haciendo fila,
aparentemente, para expresar sus condolencias al presidente
norteamericano, pero realmente, para rendirle pleitesía. La Organización
de las Naciones Unidas (ONU), la Organización del Tratado del Atlántico
Norte (OTAN) y la Organización de Estados Americanos (OEA) se
sometieron de inmediato a la soberanía de EEUU. De este modo, si antes
era un hecho la supremacía norteamericana, ahora todos los países del
mundo la reconocieron expresa y ostensiblemente, sin ningún aspaviento.
Los pueblos quedaron atónitos, sin fuerza ni voz. Y no sólo en el ámbito militar sino también en el de la información y la seguridad interna, más de cincuenta naciones colocaron sus servicios a las órdenes de la Agencia Central de Inteligencia (Central Intelligence Agency, CIA) y del Buró Federal de Investigaciones (Federal Bureau of Investigations, FBI). Más de 360 sospechosos han sido arrestados en diversos países del mundo, acusados de tener vínculos con la red Al-Quaeda o con el señor Osama Bin Laden. Los partidos políticos nacionales no protestaron. Nadie dijo nada. Durante dos meses, del 9 de octubre
al 9 de diciembre, se largaron bombas sobre territorio afgano de todas
clases, desde las convencionales, pasando por las “inteligentes, hasta
las equivalentes a las nucleares. El gobierno Talibán, en lugar de
amedrentarse, pareció crecerse al castigo, pero perdió terreno
velozmente frente la Alianza del Norte, hasta perderlo todo. Los
vencedores desencadenaron el horror de las masacres y al cabo de estos
dos meses, aparentemente, todo concluyó. Los muertos se cuentan por
millares. Pero el mundo no reaccionó. Sigue helado, aturdido, pasmado. En el orden interno, los
acontecimientos del 11 de septiembre hicieron que el gobierno de Bush
hijo, sin base democrática (por no haber obtenido la mayoría de
votos), lograra asumir facultades dictatoriales; asignara una gigantesca
partida presupuestal al complejo militar-industrial (complejo contra el
cual el presidente Einsenhower alertó a sus conciudadanos) y expidiera
una ley antiterrorista contraria a las libertades constitucionales sobre
las cuales la nación fundó su grandeza. La Gran Bretaña imitó el
ejemplo. Canadá va por el mismo camino. Sin embargo, los ciudadanos de
esos países todavía no reaccionan. En unos cuantos días, la violencia,
la intolerancia y el miedo han dejado su sangrienta huella sobre el
rostro del planeta. A pesar de ello, algo nos dice que los atentados
terroristas no concluirán con la caída del régimen Talibán. Ni con
la hipotética captura o muerte de Osama Bin Laden. Ni con la
desarticulación de su red multinacional. Al contrario. Apenas se
iniciaron. Proseguirán. Y serán peores. Así seguirán luchando los débiles
contra el imperio Todos sabemos igualmente que una
dictadura no presagia más que represión, injusticia y pérdida de
derechos y libertades. Si esto ocurre en un país pequeño o
insignificante, peor lo será en una superpotencia que se ha quedado
sola, como EEUU, sin ninguna entidad que se oponga a su paso, sin nadie
que la modere y la limite, sin nada que le haga contrapeso. Su pueblo ha
quedado paralizado. Ha renunciado a sus libertades a cambio de su
seguridad. Pero no tardará en descubrir que, como dijera Benjamín
Franklin, pueblo que cede su libertad a cambio de su seguridad, no
merece seguridad, ni libertad. |