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José Herrera Peña 

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  Mi cena con Trudeau
  Por CARLOS FUENTES

 

Cd de México. 09 octubre 2000. En 1990 el Massey College de Toronto me invitó a una discusión con el gran novelista canadiense Robertson Davies. El tema: "¿Existe una cultura común de Norteamérica?" El subtexto: "¿Cómo ser canadiense, cómo ser mexicano y vivir junto a los Estados Unidos?"

  Robertson Davies dio voz al muy extendido temor canadiense de que su poderoso vecino del sur imponga cultura, valores (o falta de los mismos), absorbiendo o desnaturalizando la identidad de Canadá. Yo no tuve tales reparos. Por muy fuerte que sea el poderío de nuestro vecino del norte, y quizás en parte gracias a ello, los mexicanos hemos afirmado (a veces exageradamente: "Como México no hay dos", etc.) nuestra identidad. Es más: la hemos exportado a los mismísimos EE.UU. Los "gringos" ejercen una influencia no sólo sobre México, sino mundial, que tiene muchos antecedentes en muchas épocas. Pensemos en la influencia de Roma sobre el área mediterránea durante siete siglos. Ello no privó a Alejandría, por ejemplo, de su fuerte personalidad cultural. Y en el Siglo XIX, todo el mundo quería seguir la moda, los gustos y hasta los vicios de los franceses...

Cuestión de modas, aunque también de fecundo encuentro cultural. De Francia, lo importante no eran las boneterías sino los novelistas y los poetas. De los EE.UU., lo importante no son los McDonald's y los bluejeans, sino Faulkner y Louis Armstrong. Hay, pues, una influencia superficial y otra profunda. Siempre ha sido así. La influencia mexicana en los EE.UU., no sólo profunda sino cada vez más extensa, va más allá de la moda. Significa familia, religión, música, cocina y lengua: treinta y cinco millones de hispanoparlantes en los EE.UU. ¿Cuántos angloparlantes en México?

De todos modos, los canadienses no dejaron de cuestionarse y de cuestionarnos. ¿Cómo era posible que un país fuerte, democrático y rico como Canadá temiese más a los EE.UU. que un país débil, autoritario y pobre como México?

Presidía la sesión Pierre Elliott Trudeau. Primer Ministro de Canadá durante dieciséis años, condujo el debate con gran serenidad, mucho humor y una pizca de ironía. Conocía al mundo y aunque no estaba hechizado como en el poema de Quevedo, nada le asombraba pero todo le interesaba. Me tocó cenar a su lado esa noche. Hablamos en español, lengua que Trudeau conocía a la perfección. Pudimos hacerlo en griego o latín, otras dos lenguas que nada tenían de muertas para una mente tan viva como la de Trudeau. Su conocimiento de las lenguas era, acaso, la base de su voluntad multicultural, que tanto bien le hizo, políticamente, a un Canadá que, sin un estadista como él, pudo seguir los trágicos caminos del País Vasco y de Irlanda.

Pero Trudeau conocía algo más que las lenguas. La amplitud de su cultura era impresionante. Educado por los jesuitas, por el filósofo católico francés Jacques Maritain en La Sorbona y por el socialista inglés Harold Laski en la London School of Economics, Trudeau estaba armado de una inteligencia lógica que casi -digo casi- disfrazaba la pasión enmascarada de sus sentimientos. Todo ello lo convertía en un hombre de atractivos misteriosos, tanto para las mujeres como para los hombres. El misterio de Trudeau era saber, en cada caso, si el seductor era él, o si él era quien se dejaba seducir.

Personalidad compleja y brillante como pocas en la vida política, Trudeau proclamó un credo: la razón por delante de la pasión. Sus ojos verdes, a la vez chispeantes y velados, dejaban traducir una pasión contraria a la razón que proclamaban, pero también una razón conductora de la pasión para convertirla en política. Desde su revista de juventud, La Cité Libre, Trudeau pugnó por la separación de la iglesia y el estado y la reforma electoral. Elegido al Parlamento, su lucha se distinguió por la defensa de los derechos básicos de la mujer (el aborto), de la pareja (el divorcio) y del sexo (el homosexualismo). Llegado al poder en 1968, su política previó uno de los dramas históricos del presente: el separatismo, el terrorismo para alcanzarlo. Trudeau, reconociendo a Canadá como comunidad bilingüe y multicultural, se opuso sin embargo a los ghettos nacionalistas. "Ninguna parte de Canadá puede devorar a la otra", dijo. Defendió el pluralismo. Construyó un "federalismo para mañana" que le evitó a Canadá pugnas sangrientas hoy rampantes en muchas partes del mundo.

No pudo evitar, en 1970, la ola de terrorismo separatista de los nacionalistas del Quebec francófono. No se anduvo por las ramas. Invocó la Ley de Medidas de Guerra para combatir la violencia pero promovió, para resolver el problema de fondo, políticas de bilingüismo y multiculturalismo sustentadas no sólo en la buena voluntad y la lucidez mental, sino en medidas económicas y sociales para "una sociedad justa". La desigualdad canadiense es más territorial que estructural. Trudeau obligó a las provincias ricas, de Vancouver a Toronto y Montreal, a contribuir al desarrollo de las provincias pobres. Su arma: la reforma fiscal. Es como si Monterrey se ocupase de Oaxaca, y Chihuahua de Chiapas.

Me dijo Trudeau aquella noche que la amenaza del terrorismo era convertir a sus víctimas en prisioneras no sólo de la violencia, sino del absurdo. "El mal absurdo" fue su manera de calificar a la violencia que se cobra vidas inocentes en nombre de una causa que acaba perdiendo toda su nobleza y sigue asesinando para seguir existiendo. Federalismo, multiculturalismo, políticas fiscales, voluntad de justicia. Con estas armas salvó Pierre Trudeau la unidad de Canadá, que hoy nadie pone en duda. Su ejemplo de estadista es una advertencia para los países latinoamericanos que permiten la fosilización de dos naciones, una rica y otra pobre. Llevada al extremo la injusticia social puede convertirse en fractura territorial. Hasta ahora, Latinoamérica ha evitado la balcanización. Nuestras fronteras nacionales son prácticamente las mismas de la Colonia y de la Independencia. ¿Podremos mantenerlas si persiste el abandono de medio territorio por la otra mitad y la pobreza de la mayoría frente a la riqueza de la minoría? Trudeau actuó a tiempo, con energía y con claridad mental. El País Vasco, Córcega, Irlanda... No hemos salido del laberinto que Trudeau supo abandonar a tiempo. Las pasiones privan sobre las razones. Hay demasiados terroristas que prefieren morir como mafia que vivir como ciudadanos. Hay demasiados cobardes que en vez de inmolarse a sí mismos como kamikazes o bonzos, asesinan a los inocentes. Todo ello me hace pensar en Pierre Elliot Trudeau a la hora de su muerte.

Nunca olvidaré mi cena con él. Era un verdadero estadista. Era un verdadero intelectual. Rara combinación. Era un hombre verdadero. Me identifiqué con él por dos cosas compartidas: el amor por las mujeres y el dolor por los hijos. Descanse en paz.

Publicado en Reforma, 09 octubre 2000

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