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31 octubre 2001 Un
buen principio No me habría gustado a mí ser rey. Claro, dependiendo de la reina. Eso de la realeza tiene sus inconvenientes: te suceden tragedias como que te derroquen, te maten o salgas en la revista Hola! (Se citan esas tragedias en orden creciente de gravedad). Pero si yo hubiera sido rey me habría encaboronado mucho la doctrina de los derechos naturales. Tales derechos, ya se sabe, son los que tiene la persona humana por el sólo hecho de ser eso: una persona humana. No son adquiridos; son derechos natos, es decir, se nace con ellos; tienen la calidad de intrínsecos. Por eso se llaman naturales. Ninguna autoridad puede decir que los otorga o los permite, y menos aún debe conculcarlos. Derivan de la naturaleza humana: si la criatura humana, por ejemplo, posee la facultad de pensar, debe entonces tener libertad de pensamiento y poder expresar libremente sus ideas. Cuando apareció el concepto de derecho natural los reyes vieron en entredicho su soberanía. ¿Cómo iban a regir super omnia, sobre todas las cosas (de ahí el término "soberanía"; de ahí también la palabra "Superman"), si sus súbditos tenían derechos que estaban por encima de Su Majestad? Para colmo los teóricos del derecho natural aseguraban que los derechos naturales le eran dados al hombre por Dios. Negarlos, entonces, era como negar a la divinidad, de donde provenía la autoridad real. ¿Cómo conciliar, entonces, los derechos naturales con la soberanía de los reyes? Los doctrinarios monarquistas hallaron una solución: el soberano admitía la existencia de los derechos naturales, pero en ejercicio de su soberanía determinaba cuáles eran derechos naturales y cuáles no. Eso era cortar el nudo gordiano (sin ofender): se aceptaba la existencia de esos derechos dados al hombre por la divinidad, pero al mismo tiempo se salvaguardaba el poder del soberano. Restos de esa heteróclita (también sin ofender) solución llegaron hasta nuestros días. Verbi gratia, nuestra Constitución determina que en los Estados Unidos Mexicanos todo individuo gozará de los derechos que "otorga" esa ley máxima. Entre ellos figuran las garantías individuales, expresión de esos derechos naturales, como si fuera el legislador quien los confiere. El sábado pasado el presidente Fox dijo en su programa de radio (ya va alcanzando en rating a la Hora Nacional) que cada día él y su esposa Marta reciben una "tundiza" de los medios de comunicación. Esa tunda, declaró, se extiende a la vida privada de ambos. Digamos primero que si tal cosa sucede es porque ellos mismos han puesto en su vida privada mucha publicidad. Para darse un besito citan a conferencia de prensa. Eso, sin embargo, no importa mucho, y queda en el nivel de lo anecdótico. Lo que conviene es señalar los riesgos presentes en esa actitud de "a pesar de que nos pegan los dejamos, no les hacemos nada". Eso tiene un cierto tufo de absolutismo, de rey que hace a sus súbditos el favor de tolerarlos. La cosa, sin embargo, no es así. Ciertamente no hay un derecho natural a la tundiza, y menos a meterse en la vida privada de las personas. La propia ley positiva prohíbe eso. Pero la libertad de expresión sí forma parte de aquella órbita de derechos naturales que el gobernante no otorga, no tolera, y que se limita a reconocer y respetar. El derecho a la crítica, la disidencia o la protesta no emana de una dádiva del príncipe: surge de la propia naturaleza humana. No digo que Fox se sienta un príncipe: lejos de mí tan temeraria idea. Pero a fin de no caer en la tentación de creerse monarca absoluto lo mejor que Fox podría hacer sería sentirse Presidente de una nación democrática y republicana. He ahí un buen principio... FIN.
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