Política e historia

José Herrera Peña

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México 2001


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¿Dictadura?

JOSÉ HERRERA PEÑA

Si vis pacem, para bellum

Si quieres la paz, prepárate para la guerra.

 Adagio romano.

06 agosto 2001. Con base en informaciones que le proporcionó el gobierno de México, el escritor Carlos Fuentes declaró la semana pasada que hay un crecido porcentaje de mexicanos dispuestos a aceptar y apoyar la dictadura.

Es natural. El país ha perdido el rumbo. Se percibe una sociedad decadente, desorganizada y sin esperanzas. Si el Estado no es capaz de cumplir con la primera de sus obligaciones, que es garantizar la seguridad pública, menos podrá hacerlo con las demás. Los partidos políticos carecen de programas, o estos no son convincentes, o si lo son, se utilizan para engañar, no para cumplir. La palabra, que es lo que distingue al hombre de los animales, no se respeta, ni se honra. Todos los planes se frustran porque no hay seguridad en nada. El hombre vive como rata en un oscuro laberinto de túneles sin salida. Busca una luz, una esperanza, un salvador. Es natural que aspire al orden. Si el régimen democrático no se lo da, tendrá que buscarlo en una dictadura.

En estas condiciones, los analistas del gobierno podrían estar construyendo dos clases de escenarios. No digo que lo estén haciendo, sino que podrían estar haciéndolo. Uno, normal, ordinario, basado en los aparentes esfuerzos para avanzar dentro del sistema político actual. Y el otro, reservado, especial, extraordinario, que estudiaría alternativas para un eventual golpe de Estado con apoyo popular.

Se cree erróneamente que lo normal es que el hombre viva en paz y sólo por excepción, en estado de guerra. La famosa frase del Barón Karl Von Klausewitz se inscribe en este marco: “La guerra no es más que la prolongación de la política por otros medios”. Se parte del principio de que la política es lo fundamental, y la guerra, lo accidental. Sin embargo, los científicos sociales siempre han partido de la premisa contraria: el hombre está organizado para vivir en estado de guerra, latente o declarada, fría o caliente, justa o injusta, de alta o de baja intensidad, limitada o extendida, sucia o limpia; pero siempre en estado de guerra.

El hombre es el lobo del hombre, decía Hobbes, pero no individualmente considerado. El problema no es inherente al ser humano sino a su desenvolvimiento social, espacial y temporal. Desde el principio de los tiempos, es decir, desde la edad de piedra, el hombre se organizó militarmente para hacer frente a poderosos enemigos de todas clases, que iban desde los geológicos (terremotos, cataclismos, inundaciones) hasta los animales y otros hombres. La organización guerrera, fundada en la jerarquía y la disciplina, fue la única forma que encontró para supervivir en un medio hostil, plagado de amenazas y peligros. Al volverse agrícola y sedentario, el Estado se perfeccionó para garantizar la convivencia de dos sociedades dentro de la misma sociedad: las de amos y esclavos, pero la guerra siguió estando en la base de sus relaciones. Desde entonces, lo que ha cambiado es la forma del Estado, no su naturaleza. En este contexto, la frase del Barón Von Klausewitz tendría que ser la contraria: “La política no es más que la prolongación de la guerra por otros medios”. Lo fundamental sería la guerra, y lo accidental, la paz.

No sólo la teoría marxista sostiene que el Estado es la organización de la violencia, diseñado para que los más fuertes mantengan y acrecienten su superioridad –económica, política y social- sobre los demás. La del imperio capitalista parte del mismo principio. En 1967, a pedido del entonces secretario de Defensa de EEUU Robert S. McNamara, se hizo un estudio sobre la posibilidad y la conveniencia de la paz. Se titula Informe Iron Mountain (Montaña de Hierro) y fue supuestamente elaborado por el Hudson Institute. Aunque oficialmente se dijo que era una falsificación, fue publicado nuevamente en 1996 (The Free Press, Nueva York) por Leonard Lewin, quien se atribuyó la autoría original. Sin embargo, “The New York Times” insinúa que uno de los autores es el economista John Kenneth Galbraith. Cierto o no, éste jamás lo desmintió. Al contrario. "Pondría mi prestigio personal -dijo- detrás de la autenticidad de sus conclusiones. Mis reservas se relacionan sólo con la conveniencia de darlas a conocer a un público que obviamente no está en condiciones de interpretarlo".

Pues bien, según este descarnado documento, el Estado está fundado sobre el principio de la guerra y se vale de una gran variedad de medios para imponer la cohesión social en el orden interno, que van de los persuasivos a los disuasivos, es decir, de filosofías, religiones, éticas y normas jurídicas, a los cuerpos represivos, ejércitos, tribunales y cárceles. “Un cura me ahorra seis gendarmes”, decía Napoleón. El Estado democrático no es mejor, ni diferente, sino el mismo, pero “menos malo”, al decir de Churchill. La política internacional es la prolongación de la política nacional. Los Estados más fuertes se imponen a los más débiles. Si no se acepta la supremacía del más fuerte, habrá guerra. Si se acepta, se mantendrá la paz en un marco de señorío y vasallaje. La guerra no es, como pudiera suponerse, la ruptura de la paz. Al contrario, la paz es el fruto más valioso del estado de guerra. Por eso, la Roma imperial se fundó en el célebre apotegma: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”.

Desde entonces, concluye el documento, mientras más fuerte es el Estado, mejor organizados sus cuerpos militares y de represión, y más eficaces sus medidas para aterrorizar, controlar y reducir a los agentes antisociales (internos y externos), más posibilidades tendrá de garantizar la seguridad y la tranquilidad pública, así como de hacer valer la ley por métodos persuasivos, ya que cuenta con el respaldo efectivo de los disuasivos.

Y a la inversa, mientras más débil es el Estado, más desorganizado su aparato represivo y más inútiles sus advertencias, más difícil le será resguardar el orden público. Sus métodos persuasivos carecerán de eficacia por la atonía de los disuasivos, y estos se utilizarán generalmente con desorden, ineptitud y arbitrariedad. Al no estar suficientemente preparado para la guerra, tampoco lo estará para la paz.

En esas condiciones, la dictadura, al descansar sin aspavientos en una organización de guerra, podría ser aparentemente el remedio para garantizar la seguridad pública, objetivo fundamental del Estado y primer atributo de la paz. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto. Si un Estado democrático es débil para proteger a la población, el dictatorial que se edifique sobre sus ruinas no será más fuerte por ser dictatorial, sino igualmente débil, sólo que más arbitrario. Tampoco logrará su fin. La solución no es irse por el camino difícil, aventurado y peligroso de convertir a la democracia en una dictadura, sino seguir por la vía histórica de convertir al Estado democrático débil en un Estado democrático fuerte.

jherrerapen@hotmail.com

 


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