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El sol de la tierra
Sol del agua:
Sol del viento
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En la cuarta pintura del Códice Vaticano, el que baja del cielo no es un dios siniestro sino la diosa de las alegrías, la productora del maíz. Tiene en sus manos grandes flores sostenidas por largas ramas adornadas de rosas, que recuerdan los arcos de ramas, hierbas y flores que todavía usan nuestros indios en los días de fiesta. La diosa tiene adornos de flores en el cuello y la cabeza, de la cual brota una mazorca de maíz. A la izquierda, abajo, hay un hombre con una bandera en la mano, y a la derecha, otro que ofrece un ramo de flores a una mujer vestida de ramas y en cuya mano sostiene el estandarte de la felicidad. En ninguna parte se ven señale de desgracias. Al contrario. Es una novena sinfonía prehispánica, un canto al amor y a la alegría. Estamos, pues, en presencia de una edad de oro. Para el Códice Vaticano, este cuadro representa el clímax de la historia. Es alumbrado por la luz del cuarto sol. Sin embargo, esta edad floreciente también tuvo su misterioso y callado fin. Esta vez, la hecatombe no fue causada por los elementos naturales desencadenados. El agua, el viento, el fuego, no jugaron ya ningún papel. La maldición no vino de lo alto sino de la propia tierra. Cuando los aztecas no eran más que una tribu errante y primitiva, encontraron en las altas mesetas centrales de México restos intactos de grandes culturas desaparecidas, entre ellas, las de Tula y Teotihuacan, así como -devoradas por las densas junglas de Chiapas, Guatemala y Honduras- las de de Palenque, Chichén Itzá y Copán. No les impresionó tanto el eco de los extraños gritos de terror reproducido por las crónicas más antiguas, cuanto el profundo silencio, el pavoroso vacío, el oscuro abismo que dejaron ciudades abandonadas otrora grandes y populosas, en plena etapa de florecimiento. Las ciudades quedaron súbitamente desiertas, sin vida, sin subsistir siquiera uno de sus habitantes para rendir testimonio de la misteriosa tragedia. ¿Qué pasó? ¿Qué produjo su increíble desvanecimiento en el cenit de su existencia?
En todo caso, el sol que iluminó esta edad de oro también se extinguió. Esto quedó claro para los errantes chichimecas que contemplaron con sus atónitos ojos las ciudades abandonadas. Esto es lo que señala la última de las cuatro aspas centrales del Calendario Azteca. Aunque esta civilización no desapareció entre oscuridades, relámpagos y estruendos, no causó menos horror. ¿Cómo perduraron las grandes conflagraciones en la memoria de los pueblos antiguos? "El hombre es un dios caído -dijo Lamartine- que se acuerda de los cielos". Sólo la poesía insinúa la respuesta. "Yo tengo más recuerdos -cantó Baudelaire- que si tuviera mil años". ¿Cuánto tiempo duró cada edad? Las pinturas del Códice Vaticano ostentan los jeroglíficos de las fechas. El primer sol, 4008 años: el segundo, 4010; el tercero, 4804, y cuarto, en su cenit, 5206, cuando súbitamente se desvaneció. Como ilustración de lo anterior, hice aparecer en la pantalla algunos de los grandes centros ceremoniales de México, en los que todavía yacen algunos de sus olvidados dioses: Teotihuacán, en el corazón de un mágico valle; Palenque, devorado en su esplendor por la jungla; Montalbán, al pie de una serena y misteriosa meseta; Chichén Itzá, joya refulgente en una cálida llanura. Son ciudades sagradas, espejos del cielo que reflejan en distinta forma el movimiento de los astros -religiosos calendarios urbanos- condenados de repente a un misterioso silencio. Especial énfasis di a la atalaya encantada de Tulum, al pie del mar Caribe, en la que la arena dorada de sus playas contrasta con los bellos colores del mar.
Las cristalinas aguas van desde el verde esmeralda al azul bermejo. El mar no es agua luminosa sino luz líquida porque allí, en versión del poema maya, "el agua es más transparente que el aire". Por algún lugar cerca de allí encuéntranse igualmente restos de los que parecen murallas sumergidas. Hay que salir, amigos canadienses, no sólo en busca de la playa y del descanso sino también de los orígenes, de la belleza y del misterio.
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