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V.
El diácono 1.
EL ORDEN DEL DIACONADO A
mediados de agosto de 1796, tan pronto como concede vacaciones a sus
alumnos, el profesor Morelos va a Valladolid -previa autorización del
cura de Uruapan-, a fin de solicitar al obispo de Michoacán "se
digne admitirme -dice en su pedimento- al sacro diaconado". Para
ser admitido a este orden se precisa, según el Concilio de Trento,
tener 22 años cumplidos y haber empezado el cuarto de Teología. El
"pasa de treinta años de edad", y aunque podría elevar su
solicitud más tarde -en diciembre de ese año o en abril del siguiente-
prefiere hacerlo ahora, ya que después le sería gravoso, pues tendría
que dejar la cátedra, gracias a la cual cumple "con la precisa
obligación de subvenir a mis pobres madre viuda y hermana
doncella" y, al mismo tiempo, haría "que perdieran tiempo los
estudiantes que están a mi cargo". Por lo que se refiere a sus
estudios, acaba de terminar el tercero de Teología e iniciar el cuarto. En
caso de que el prelado acepte su petición, le suplica que le haga
"la gracia de dispensarle los intersticios". Adjunta a su
demanda el título de subdiácono, la constancia de sus actividades en
Uruapan y la que certifica el avance de sus estudios teológicos. Y pide también, como es de rigor, que se recaben informes sobre su vida y costumbres, tanto en Uruapan como en Valladolid, librándose el despacho correspondiente "para su ejecución, al señor cura del sagrario de esta santa catedral, declarando, como declaro, -concluye- no haber residido en otro lugar sino en el pueblo arriba dicho de Uruapan y en esta capital". El pedimento se agrega al expediente respectivo y es turnado al obispo para acuerdo el 27 de agosto de 1796. El prelado le otorga la gracia solicitada -le dispensa los intersticios- y ordena que se sigan los trámites de rigor para admitir al solicitante a examen para "el sacro diaconado". Estos ya se conocen y son, con pocas variantes, los mismos para obtener los órdenes anteriores. Es
necesario, por consiguiente, como dice la resolución de la mitra, que
se amoneste "al Bachiller, Subdiácono y Catedrático Morelos"
en la iglesia parroquial
de Uruapan "tres días
festivos inter missarum solemnia,
según disposición
conciliar, para que si alguna persona supiese tenga algún impedimento,
lo manifieste pena de excomunión mayor". El
acuerdo es notarizado por don Fernando de Campuzano, el buen amigo de
Morelos, el mismo sábado 27 de agosto de 1796. El aspirante paga de su
bolsa el correo especial que lleva la resolución del obispo al cura de
Uruapan, de tal suerte que, habiéndose dictado el auto el sábado de
referencia, la primera amonestación se hace el martes siguiente, día
30; la segunda, el domingo 4 de septiembre, y la tercera, el jueves 8
del mismo mes. No
resulta, por supuesto, impedimento alguno: ni reyertas, ni tentaciones,
ni faldas, ni borracheras, ni juegos prohibidos, ni tacha alguna en su
vida privada, ni en su vida profesional. Al contrario. "Ha sido muy
buen ejemplo". El
viernes 9, el Bachiller don José Francisco Velázquez -otro buen amigo
del aspirante-, levanta en Uruapan acta de lo anterior, por ausencia del
cura Herrera -de vacaciones- y la remite el mismo día -con carácter de
urgente- a Valladolid. Al recibirla, el obispo de Michoacán nombra a
las eminencias que deben formar el sínodo bajo el cual se llevará a
cabo el difícil concurso para la obtención de los órdenes solicitados
por diversos aspirantes, entre los cuales se encuentra Morelos. 2.
EL DRAMÁTICO SÍNODO 25 Los
sinodales son el rígido penitenciario doctor don Vicente Gallaga -tío
materno del Maestro Hidalgo y Costilla-; el agrio doctoral doctor don
Manuel Iturriaga -rector interino de San Nicolás y futuro conspirador
de la independencia-, y el severo lectoral doctor don Manuel de la Bárcena. Los
aspirantes a diversos órdenes, por su parte, son seis, entre ellos,
Morelos, en segundo lugar, para el diaconado, y don Vicente de Santa María
-hijo de hacendado- en cuarto, para el presbiterado. El presidente del sínodo
ordena secamente a los aspirantes que "estén prontos a las nueve
de la mañana del día siguiente" a fin de practicar el examen. El
sábado 10 de septiembre, a las nueve en punto, se instala el histórico
sínodo 25, que hace estremecer con su rigor hasta las piedras mismas de
la catedral. El concurso no es fácil, nada fácil. Al contrario. El
acto es impresionante, largo y despiadado. Las
notas o calificaciones son, en ese tiempo, de mayor a menor: positivo
-en sus tres grados de óptimo, medio e ínfimo-; comparativo, en los
mismos tres grados decrecientes, y negativo, que equivale a reprobado y
que no necesita grados. Traducido al lenguaje numérico decimal, la nota
de positivo desciende del diez al ocho un tercio; la de comparativo, del
siete y medio al seis, y la de negativo, del cinco al cero. Pues
bien, ninguno de los aspirantes obtiene positivo óptimo; es decir,
ninguno merece diez... salvo los sinodales. Uno de los aspirantes, don
Ignacio Treviño y Mauleón, es agraciado con positivo medio, o sea, con
poco más de nueve. Es el mejor. En seguida, toca el turno a Morelos,
"que aprobó con grandes apuros", al decir de Lemoine. No
tantos: le conceden positivo ínfimo. "Mediocre nota", señala
Herrejón Peredo. Tampoco. Obtiene ocho y un tercio. Débese reconocer
que no es una nota excelente, pero tampoco mala, ni mediocre, ni
apurada. Y si se analizan las circunstancias del examen, se tendrá que
convenir que, habiendo pasado de ocho, es de buen nivel. Después de
todo, el sustentante queda en segundo lugar, después de su colega Treviño...
o en tercero, después de los propios sinodales. Nadie
obtiene comparativo óptimo, equivalente a siete y medio, ni la
siguiente nota, comparativo medio, o sea poco más de seis y medio. Al
siguiente aspirante le conceden la nota más baja de todas, una nota
rasante y, ésta sí, mediocre: comparativo ínfimo, que equivale casi a
seis; lo que significa que pasa de verdadero "panzaso". A
pesar de lo expuesto, éste no es el peor. A los dos siguientes, entre
ellos, a don Vicente de Santa María, no se les otorga nota alguna, ni
buena ni mala. No reprueban, pero tampoco aprueban. Quedan suspensos en
el limbo, en el purgatorio, en el filo de la navaja. Su suerte se
resolverá en nuevo examen. Y al último, "al Bachiller Arreola
-dice el acta-, lo reprobaron"; frase que suena como bofetada en
pleno rostro. El pobre Bachiller don José María Arreola queda
petrificado, negándose a creer lo que ha ocurrido. Sin esperar reacción
alguna, los sinodales se levantan, se retiran de la sala y cierran la
puerta de un seco golpe. El acta, lacónica y violenta, como el examen
mismo, señala escuetamente" "Y se finalizó el sínodo..." 3.
EL DR. SANTA MARÍA Don
Vicente de Santa María es uno de los que no obtiene ninguna calificación,
ni positiva ni negativa, en este examen. Excelente geógrafo,
historiador y jurista, trece años después correría con una suerte trágica.
Sería perseguido y encarcelado por haber participado en la conspiración
de Valladolid, en 1809, para hacer la independencia, de la que fue jefe
ostensible don Antonio María Uraga, rector del Colegio de San Nicolás. Con
la salud deteriorada por su reclusión y puesto en libertad en 1811, fue
hecho prisionero de nuevo en 1812 por "conspirador, verdadero
sedicioso, revolucionario y perturbador de la paz pública". Logró
fugarse en 1813 y en julio de ese año presentó un proyecto de
Constitución para ser discutido por el Congreso Constituyente de
Chilpancingo -documento hoy perdido- que fue conocido por López Rayón,
según lo anotó éste en su Diario.
Después de estar con López Rayón en Tlapujahua, Santa María decidió
marchar a Acapulco, cuya fortaleza de San Diego estaba siendo sitiada en
ese momento por el ejército de Morelos, a donde llegó únicamente para
contraer la peste y morir en brazos de su amigo. Fray
Vicente de Santa María "peregrinó desde Ario hasta este puerto
-escribió Morelos- con el deseo de influir en cuanto estuviese de su
parte a beneficio de la patria; pero su avanzada edad, su quebrantada
salud y el temperamento maligno de la región, le quitaron la vida en la
madrugada de ayer (22 de agosto de 1813), con sentimiento mío y de
cuantos conocieron la sanidad de sus intenciones". 4.
EL SIERVO DE DIOS Después
de aprobar tan dramático examen, el clérigo Morelos inicia sus nueve días
de ejercicios espirituales. Dejémoslo solo, entregado a la meditación,
la reflexión y la oración. El 21 de septiembre de 1796, "miércoles
de las témporas del mismo mes y festividad del apóstol San
Mateo", según el acta; once días después de la celebración del
sínodo 25, de ingrata memoria, y nueve antes de que Morelos cumpla los
31 años de edad, el obispo celebra órdenes mayores en el oratorio de
su palacio episcopal y se las confirma a dos aspirantes para el
subdiaconado; a siete para el diaconado -entre ellos a Morelos, en
tercer lugar-, y a nueve para el presbiterado, "y a todos se les
despacharon títulos en la forma acostumbrada". Ser
diácono equivale, de hecho, a ser sacerdote. La voz se deriva del
griego diakonos, que quiere
decir siervo. Desde el punto de vista jerárquico, es aquél que puede
suplir al presbítero en la administración de la comunión y el
bautismo; pero lato sensu, en
el sentido más amplio de la palabra, es el que sirve a los pobres y
administra los bienes de la comunidad. Es el siervo de Dios. Diecisiete
años después, en el universo de la política nacional -en la
confrontación armada contra España-, el Señor será el Congreso y él,
Siervo de la Nación. En
la ceremonia que se lleva a cabo en la catedral vallisoletana, el obispo
agrega al ropaje del subdiácono la dalmática y la estola. Aquélla es
una túnica que los romanos tomaron de los dálmatas en el siglo II y más
tarde la iglesia la adoptó en sus ceremonias. Es como la túnica
romana, sólo que más larga, con más ornamentos y con mangas. La
estola, por su parte, era entre los romanos una falda parecida a la túnica,
reservada a las ricas matronas y extendida a los hombres por Marco
Antonio, Calígula y otros emperadores. Con el tiempo, se redujo a una
especie de bufanda, sin saber cómo ni por qué. Convertida en ornamento
litúrgico, el diácono puede llevarla sobre sí solamente en el
ejercicio de sus funciones, transversalmente, sobre el hombro izquierdo,
de manera que las dos extremidades caigan sobre el brazo derecho. Y como
pasa alrededor del cuello, se quiere ver en ella el símbolo del yugo
del Señor que el clérigo debe llevar con valor para asegurar la
inmortalidad. Durante la ceremonia respectiva, el prelado lo hace tocar
con la mano derecha el libro santo y pronuncia estas palabras:
"Recibe el poder de leer el Evangelio en la casa de Dios, tanto a
los vivos como a los muertos, en el nombre del Señor..." 5.
MUY BUEN EJEMPLO El diácono Morelos regresa a la parroquia de Uruapan; continúa sus estudios de Teología Pastoral; practica al mismo tiempo -bajo la sagaz vigilancia del comisario del Santo Oficio- todas las materias de su profesión; prosigue en calidad de catedrático sus cursos de Gramática y Retórica, y mantiene vida y costumbres irreprochables. De nada sirve que las bellas mozuelas, con su paso ondulante y cadencioso, le dirijan furtivas e insinuantes miradas. Imperturbable, continúa su vida clerical y magisterial, y sigue siendo, tanto en lo público como en lo privado, "un buen ejemplo". A pesar de la frugalidad de su vida, siempre sentirá nostalgia por Uruapan. Años después, habiendo sido despojado por el Congreso Nacional de su condición de generalísimo; controlado el Estado política y militarmente por dicha asamblea, y reducidas las fronteras de la nación insurgente a su mínima expresión jurisdiccional, evocaría sus días mágicos de Uruapan. Después de nombrado vocal -uno de los tres- del supremo gobierno -sin facultad para mandar cuerpos de armas-, recibiría la comisión de instalar el Supremo Tribunal de Justicia de la Nación. Lo haría en Ario y en Tacámbaro; pero lo dejaría finalmente organizado en Uruapan. Al despachar los asuntos administrativos a su alto cargo como titular del Ejecutivo, volvería a vivir algún tiempo -no mucho- en el pueblo donde ejerciera el magisterio. En
sus ratos libres, ya cerca del final, se le vería a las orillas del río
Cupatitzio con Pachita, su mujer oaxaqueña, y con su hijo José, recién
nacido... |