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José Herrera Peña

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XVI. Maestro y discípulo

1. CUALIDADES Y DEFECTOS

El ser humano es un conjunto de luces y sombras, cualidades y defectos, virtudes y vicios. Morelos no es la excepción. Sus cualidades son conocidas por todos, entre ellas, la sencillez y la modestia.

Pero hay algo que lo distingue especialmente. Siempre sabe lo que quiere y es admirablemente organizado. Como labrador de Apatzingán, estudiante de Valladolid, catedrático de Uruapan, cura de la Tierra Caliente, o como ingeniero constructor, hombre de negocios o ranchero, su peculiar sentido de la organización en función de metas definidas y precisas le permite superar todos los contratiempos en cualquier circunstancia y ser asimismo un excelente administrador, así de lo suyo como de lo ajeno.

Los bienes públicos los administra con escrupulosa, detallada y transparente honestidad. Los propios, los sabe adquirir, conservar y distribuir; usar, gastar y consumir.

Sabe hacer dinero, pero así como tiene la disciplina de guardarlo previsoramente, se sabe desprender de él generosamente. "Sus ahorros -dice Herrejón- nunca harán de él un magnate. Los junta con ahínco y los gasta con largueza, hasta quedarse otra vez sin nada. En el hambre de 1810 no está del lado de los satisfechos". 

Durante ese año, en efecto, Morelos escribe a su cuñado Cervantes: "Todas las obvenciones las tengo fiadas, sin poderlas cobrar por el hambre que hubo aquí este año. Yo, hubo días en que comí sólo elotes". Sin embargo, siempre previsor, siempre aprendiendo de los errores propios y ajenos -así en la guerra como en la paz-, concluye: "pero cuantos mediecitos me caen, estoy comprando maíz para no pasar otra. Y (además) estoy poniendo cría de puercos con el fin de engordarlos, porque este año ni a veinte pesos se hallaba un cerdo gordo".

2. COMIDA, BEBIDA, JUEGOS.

Las formas de ser, de vivir y de sentir del Maestro Hidalgo y del discípulo Morelos están determinadas por su posición social y económica distinta, así como por su formación cultural diferente.

Hidalgo tiene tres haciendas propias, haberes propios, una familia no mal acomodada y amigos pudientes. Morelos, en cambio, sólo un rancho en la Tierra Caliente, el de La Concepción, y su casa en Valladolid; su familia es modesta y tiene pocos amigos situados en la alta sociedad.

Aquél gana en su curato cerca de 1,000 pesos al año, sin contar con los generosos ingresos de sus haciendas; éste, poco más de 200, a lo que debe agregarse lo hecho en sus negocios.

Hidalgo cede una considerable porción de sus ingresos parroquiales a los ayudantes de su curato, mientras él se dedica a otras labores creativas, lo mismo en el campo del espíritu que en el de la producción material. Morelos no tiene a nadie que lo ayude, a pesar de sus insistentes solicitudes, y tiene que atender personalmente sus labores eclesiásticas, sus negocios y su sed de saber. Su trabajo es agotador. En 1802 y 1803, censa personalmente a 2,578 adultos, uno por uno; al año siguiente, 2,078, y así sucesivamente. Atiende entre 106 y 145 bautismos, 27 y 31 matrimonios, y 72 y 122 muertos cada año, hasta 1809.

El Maestro Hidalgo es dado a la buena mesa y, aunque hace gala de buen apetito, es frugal en el comer. Siempre será esbelto. Para él, la comida satisface una necesidad material, pero sobre todo, afectiva, emocional y espiritual. Nunca o pocas veces come solo. Siempre está reunido con familiares y amigos. Durante estas reuniones sostiene buenas conversaciones y provoca discusiones para intercambiar conocimientos, ideas, opiniones y críticas. Su mesa siempre está llena y frecuentemente acude a la de sus amigos: pretexto y ocasión para la charla o el debate. El momento de la comida es ideal para dar vida a su vocación fundamental: la enseñanza a través de la polémica.

Morelos, en cambio, es más reservado, más íntimo, más solitario. Come con los suyos, muchas veces con los indios y mestizos de su curato, menos con amigos y no pocas ocasiones, solo, por necesidad. En cualquier caso, le gusta comer. He aquí uno de sus defectos. Su misma naturaleza física delata sus excesos. Nunca lo confesará; pero su debilidad es comer. Siempre estará pasado de peso.

No se sienta a la mesa, sin embargo, por vicio o por placer. No padece el pecado de la gula, como pudiera suponerse. Come por una especie de compulsión nerviosa. Cada vez que lo aqueja la ansiedad, la excitación, la duda o el temor, y esté preocupado, contento o feliz, mientras a otros les da por beber, a él le da por comer.

En situaciones en que cualquiera pierde el apetito, él siente hambre. Por eso en los combates, mientras otros se ven obligados a evacuar -unos por unas vías, otros por otras-, él se hace servir la comida en su mesa portátil, como en Tenancingo, en Cuautla, en Oaxaca y en otros lugares. Tal es la causa de su gruesa complexión. En estas condiciones, habrá que imaginar sus terribles sufrimientos en el sitio de Cuautla, al cabo del cual quedó delgado como una pluma, y la increíble fuerza de su voluntad para dominar el hambre nerviosa, mil veces más cruel que la física.

Los dos, Maestro y discípulo, gustan de los buenos vinos para regar la comida. Hidalgo no vacila durante un tiempo en adquirirlos de Europa, vale decir, de España, hasta que produce los suyos propios, de no mala calidad, en sus ranchos, en los de sus amigos y en su curato. No bebe en exceso, pero lo ofrece con generosidad a sus anfitriones para excitar sus emociones y su intelecto, sus vísceras y su imaginación, y hacer más vivas las charlas.

Morelos, en cambio, bebe muy poco. Carísimo y sumamente escaso, usa el vino sólo para el servicio. "Remito a usted diez pesos -escribe a su cuñado- para que me haga el favor de enviarme una botija de vino". En cambio, de vez en cuando, como buen terracalenteño, se echa entre pecho y espalda un trago de aguardiente antes de comer. Únicamente con amigos, en la intimidad, nunca en banquetes o en público. Además, es sumamente moderado. Uno o dos brindis. No más. No es remoto que haga llegar algunas botellas de este bronco elixir a su Maestro Hidalgo hasta su hacienda de El Jaripeo o a su curato de Dolores -o que él mismo se las lleve personalmente a su casa de Valladolid-, para delicia de su fino y exigente paladar.

Ninguno de ellos es afecto al tabaco. Hidalgo, definitivamente, lo rechaza. A Morelos, en cambio, se le verá ocasionalmente con un gran cigarro en la boca, de los llamados "puros".

Por otra parte, Hidalgo es un jugador compulsivo. Se siente fuertemente atraído por todos los juegos de azar. No sólo los de salón sino también los de las ferias públicas. Le apasionan lo mismo los dados, los naipes o el billar, que las peleas de gallos y las lidias de toros. En 1800 es acusado ante la Inquisición de no haber obtenido -muchos años antes- su doctorado en Teología, por haberse detenido en Taximaroa a jugar naipes y perder el dinero para pagar los exámenes de la Universidad; chisme que éste siempre negará.

Morelos, por el contrario, no practica ningún juego. Su abuelo, el profesor José Antonio, otro gran jugador, había perdido no sólo su dinero sino también su reputación. El maldito juego. Hay un expediente "cuyo encabezado -dice Lemoine- es bien explícito". Es el siguiente: "Autos contra Joseph Pérez Pavón, vecino de Valladolid, por practicar juegos de albures". Su padre don Manuel también había sido adicto a este descarrío, si entra dentro de las "perversas costumbres" a las que se refirió su esposa al disgustarse con él. Doña Juana Pavón, en efecto, censuró acremente a ambos, a su padre y a su esposo, por este vicio, e inculcó a sus hijos la aversión hacia él. No lo logró con Nicolás, el aventurero, pero sí con José María, el cura. En todo caso, este último no se siente atraído por la excitación de las apuestas ni por la emoción de ganar o perder. Cuando juega ocasionalmente, lo hace más por compartir el tiempo con los suyos, por disfrutar de su compañía, que por el escaso placer de apostar unos cuantos granos de maíz. Además, no tiene tiempo ni dinero para esta diversión. Años después, en enero de 1813, promulgará un decreto en Oaxaca que, entre otras cosas, dice: "Se prohíbe todo juego recio que pase de diversión. Se prohíben los instrumentos con los que se juegue, como las barajas, cuya fábrica se quita a beneficio de la sociedad".

3. FIESTAS, TEATRO, VIAJES.

Al Maestro Hidalgo y a su discípulo Morelos les gustan las fiestas; pero los ambientes en que se mueven son muy diferentes. El Maestro Hidalgo concurre a tertulias, bailes y banquetes de la alta sociedad urbana de la provincia colonial. Asiste a los aristocráticos salones de los palacios guanajuatenses, vallisoletanos, poblanos, queretanos, potosinos y capitalinos. Sus interlocutores son los poderosos dueños de minas, haciendas y grandes comercios; altos magistrados de la administración y del gobierno; damas encumbradas y ricamente enjoyadas; jóvenes oficiales del ejército y doncellas hermosas y opulentas. A ellas les encanta y les seduce su trato.

Morelos, en cambio, reduce su campo de acción a fiestas pueblerinas, en las que se mezcla lo mismo con hacendados que con campesinos indios, mestizos y aún esclavos, con rancheros criollos y con modestas aunque lindas mozuelas; casi siempre en la Tierra Caliente, poco en las elegantes casas vallisoletanas. Tal es otro de sus defectos: su modestia, timidez y reserva lo hacen retirarse temprano de los convivios. Sus modales sencillos molestarán mucho al Dr. José Ma. Luis Mora y lo harán escribir: "Carecía de las prendas exteriores que pueden recomendar a una persona en la sociedad culta". Rasgos de carácter.

Al Maestro Hidalgo le gusta el teatro. Siempre dado a la enseñanza y a la crítica, aun por medios indirectos, en un medio rico y culto, sus autores favoritos son Moliere y Racine, a quienes traducirá del francés al español. Aprovecha sus obras dramáticas para denunciar las vicios de la sociedad de su tiempo. Sus actores y actrices son los jóvenes aristócratas criollos de ambos sexos de los lugares en que sus obras se representan. Además de traductor, él mismo es el director de escena. Una de sus actrices, joven, bella y aristócrata, no vacila en entregarle su destino. Morelos, en cambio, no puede darse el lujo de montar esas obras; ni lo necesita para su público, acostumbrado al trato fuerte y directo, en el que se suele llamar al pan, pan, y al vino, vino.

Los dos son grandes viajeros, aunque a diferentes lugares y por motivos distintos. Al Maestro Hidalgo se le sorprende en San Luis Potosí con el brigadier Félix María Calleja, comentando asuntos militares; en Valladolid, jugando billar con el conde de Sierragorda; en Querétaro, hablando sobre problemas nacionales con el corregidor y su esposa; en la ciudad de México, arreglando asuntos personales y visitando probablemente al marqués de Rayas, dueño de la famosa mina de plata llamada La Valenciana; en sus propias haciendas El Jaripeo, Santa Rosa o San Nicolás, sumamente distantes una de otra, atendiendo sus negocios; en San Felipe Torresmochas o en Dolores, hablando con sus feligreses; en fin...

Viaja para visitar a sus amigos, comer en su mesa, conversar con ellos y asistir a sus fiestas. Está con el marqués de Rayas, el conde del Jaral, el conde del Canal, el juez Abad y Queipo, el conde de San Mateo y muchos más, entre ellos, altos oficiales del ejército, como el coronel Félix Ma. Calleja y el capitán don Ignacio Allende; ricos hacendados y comerciantes, como don Ramón Casaús, de Celaya; don Diego Bear, de San Luis Potosí; don Juan Antonio Romero, de Irimbo; doña María Ignacia y doña Josefa Lecuona, de Taximaroa; doña Josefa Portillo y doña Claudia Bustamante, de San Luis Potosí; doña María Guadalupe Santos, de Puebla; don Pedro Barriga y don Manuel de Santos, de San Miguel El Grande; don Joaquín Zamora, de Querétaro; don Manuel Fernández y otros, de Celaya, y así sucesivamente. La Inquisición tiene dificultad para seguir sus pasos, entrevistar a sus interlocutores y verificar sus opiniones...

Morelos, por su parte, viaja por motivos profesionales y casi siempre en el territorio del inmenso obispado de Michoacán. No tiene ayudante. Está obligado a atender personalmente a sus 2,500 feligreses en los 104 ranchos de su dilatado territorio curial así como frecuentemente a los de los curatos circunvecinos. Está encadenado al servicio. Pocas veces saldrá a lugares más distantes del reino. Sus visitas las rendirá, por consiguiente, a Rafael Zacarías, Toribio Delgadillo y Pedro Alvarado, del rancho de El Salitre; José Silvestre, María Trinidad Muñiz y Francisco Solís, de Carasumbapio; Julián Avilés, Eugenia Regina y Pablo Victoriano, de Sacapumbamio; José María Gutiérrez, María Josefa Solís y Juana María de la Luz, del Balseadero; Gertrudis Núñez y José Manuel Caballero, de Naranjo; etc.

Frecuentará también, por supuesto, a los hacendados Francisco Díaz de Velasco, Mariano de la Piedra, Rafael Guedea y José María de Anzorena, tanto en sus haciendas del curato como en sus palacetes de Valladolid, y menos, a doña Josefa y a doña Bernarda Solórzano.

En la ciudad de Valladolid, limitará sus visitas a sus amigos, los funcionarios de la mitra, principalmente a don Santiago Camiña y a don Fernando Campuzano; a su apoderado don Nazario Ortiz de Robles; a sus parientes, los Morelos de Zindurio; a su hermana Antonia y su cuñado don Miguel Cervantes; a su banquero don Isidro Huarte, en cuya casa saluda a don Agustín de Iturbide, y a los comerciantes don Pedro de Alsúa y don Nicolás Orioles.

Al Maestro Hidalgo va a visitarlo, como muchos de sus compañeros del Colegio y del Seminario, a alguna de sus haciendas o a su curato de Dolores, cuando no concuerda con él en Valladolid... 

4. DIFERENCIAS DE ESTILO

Son las diferencias personales y sociales, de trato y costumbre, entre el Maestro Hidalgo y su discípulo Morelos, las que permiten a los inquisidores comprender -al menos parcialmente- las que habría después, en la conducción de la guerra. Otra explicación tendrán qué encontrarla necesariamente en sus lecturas.

Hidalgo es la erupción volcánica intempestiva, la explosión original, el gran sacudimiento, el rayo apocalíptico, el resplandor del Hombre en Llamas. Todo lo organiza y lo prepara para descargar el gran golpe y acabar pronto. Su discípulo, en cambio, es el ascenso gradual, el orden en movimiento, el crecimiento organizado, el choque con sistema, el avance firme, el repliegue calculado. No se prepara para los éxitos espectaculares sino para los progresos sólidos y paulatinos.

Aquél, el Maestro, arranca de cuajo a los hombres de hogares, escuelas, comercios, fábricas y talleres; los desprende de plantaciones y sembradíos, y los extrae de las profundidades de las minas. Hace que la tierra entera, lo mismo en la superficie que en sus entrañas, se estremezca a su paso, se ponga en movimiento y arrase todo lo que se le interpone. Es la fuerza de los elementos naturales desencadenados. El caos en expansión. El estallido primigenio. Lo tiene que hacer así porque todo es inédito. Ya llegará el momento de organizar el río revuelto. Morelos mismo, que está prosperando tranquilamente en su vida, es atraído magnéticamente por él; interrumpe bruscamente su proyecto de dedicarse a la engorda de ganado en su rancho; vence sus dudas y resistencias interiores, y se dirige rápidamente a verlo, sin más propósito que el de servir en su ejército como capellán. No más. Pero aquél lo convence de que tome las armas, se lance a la guerra y cumpla con una tarea colosal, superior a sus fuerzas: adueñarse de todo el Sur del país así como de la Cuenca del Pacífico, teniendo como eje Acapulco, mientras él hace lo mismo con el centro y envía a otros a los demás puntos cardinales a fin de controlar el Atlántico, el Norte, el Oriente, el Occidente, el mundo entero. Con su toque maestro todo lo transforma y lo agiganta. A lo local le imprime dimensiones universales. Todo está de su parte. Todo le da la razón.

Morelos actúa en forma diferente, porque así lo ha hecho la vida; porque la región que le es asignada es distinta, y porque las circunstancias en que libra su lucha son también muy otras. En lugar de levantar gente, la arraiga. A los que se le suman, los separa. Lejos de convertirlos en improvisados soldados, los mantiene como agricultores. La lucha la desdobla desde el principio en dos campos: el militar y el productivo. Sin éste es difícil ganar aquél. Pone las cosas en su lugar. Las deja ordenadas. Como los alpinistas o escaladores, no avanza un paso sin tener afianzado el anterior. Deja tras de sí terreno sólido, firme, seguro, al que puede regresar en caso de descalabro. Va despacio porque tiene prisa. Su poder de seducción sobre las masas no es tan arrollador e impresionante como el de Hidalgo, que en menos de un mes levanta en pie de guerra a más de ochenta mil hombres; pero tampoco es despreciable. Su fuerte carisma seduce a su propio Maestro. Al alcanzarlo cerca de Charo, éste deja todo para atenderlo. Ordena que nadie los moleste mientras cabalgan los dos solos, alejados de la multitud, hasta Indaparapeo. Aquí, el Jefe invita a comer a su huésped. Sabe que al ganarlo para la causa, ganará para la Nación a todo el Sur; a esa inmensa región del país que se llama Tierra Caliente, y al mismo tiempo, a la Cuenca del Pacífico a través del puerto de Acapulco, la llave del Oriente. Le transmite con la fuerza de un terremoto sus experiencias y sus planes; pero también lo escucha. El gran seductor es seducido por la reciedumbre de su interlocutor y ganado por él. En realidad, la nación resulta fortalecida con este histórico encuentro. Es tan confidencial lo que tratan que, al formalizarse la comisión militar y política de Morelos, su contenido queda fuera de documento. Todo queda en palabra.

Ya en sus dominios, Morelos se niega a formar grandes columnas y descargarlas, como las nubes de las tormentas, sobre sus objetivos. Su estilo es otro. A los pocos días de recibir de Hidalgo su comisión militar, en Indaparapeo, regresa a su rancho La Concepción, enclavado en la Tierra Caliente, y le escribe a su "distinguido compadre" don Francisco Díaz de Velasco: "Pueblos enteros me siguen a la lucha por la independencia, pero yo se los impido, diciéndoles que es más poderosa su ayuda labrando la tierra para darnos el pan a los que luchamos y nos hemos lanzado a la guerra".

La autoridad moral que ejerce sobre todos, ricos y pobres, hacendados y barreteros, civiles y soldados, libres y esclavos, amigos y enemigos, no lo hará más arrogante y pretencioso, sino más modesto y servicial. Poco después de ser exaltado a la primera magistratura de la nación en armas y nombrado generalísimo y encargado del poder ejecutivo, escribe el día de su santo -el 19 de marzo de 1814- a uno de sus amigos: "Todo hombre debe ser humano por naturaleza, porque en este orden no es más que hombre (corrupción) como los demás. Vanidad en el orden de la fortuna y en el orden de la gracia, aún le sería mejor no verse elevado a tanta dignidad. Morelos no es más que un Siervo de la Nación, a quien desea libertar ejecutando sus órdenes. Lo que no es motivo que lo saque de su esfera de hombre, como sus semejantes, a quienes ama hasta en lo más pequeño..."

 

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