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José Herrera Peña

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XV. SUS RELACIONES

 1. SUS SUPERIORES

¿Cómo había sido posible que ese hombre, precisamente él, adquiriera la fuerza, el poder, la autoridad, la posición y el renombre que en tan poco tiempo lo hicieran tan notable?

Los inquisidores no podían menos de admitir que, durante su vida, Morelos se había enfrentado desde muy joven a la adversidad, y que en lugar de ser vencido, se había sobrepuesto a ella; pero la fuerza de su carácter no era suficiente para explicar su enaltecimiento. ¿Cuáles habían sido y cómo había llevado sus relaciones con los demás antes de la guerra: con sus superiores, con sus iguales, con sus inferiores?

Los jueces consultaron el expediente del acusado. Todo estaba allí: su acta de nacimiento, sus constancias escolares, las declaraciones de los testigos, sus títulos, sus informes, etc.

Con sus superiores se había mostrado disciplinado y obediente, ganándose siempre el afecto y el apoyo de sus maestros, tutores y autoridades. Entonces, ¿por qué había desafiado al rey?

El obispo fray Antonio de San Miguel, quien lo ordenó de presbítero, le tuvo particular confianza desde que lo conoció hasta su muerte, ocurrida en febrero de 1804. Luego, "sucedió una larga sede vacante en Michoacán -dice Herrejón- que se prolongó prácticamente por el resto del tiempo en que Morelos ejerció el ministerio, pues aunque en 1809 llegó el obispo Marcos de Moriana y Zafrilla, sólo fue para enfermar y morirse antes de completar un semestre".

Durante cinco años, en efecto, de 1804 a 1809, la diócesis de Michoacán sería gobernada por el cabildo eclesiástico, a través de su provisor y vicario capitular, el señor don Juan Antonio de Tapia, quien "ya había sido en vida del obispo San Miguel su segundo -dice Herrejón- en calidad de vicario general. Con él, pues, tuvo que entenderse Morelos de 1804 a 1809".

Las relaciones entre ambos, Tapia y Morelos, siempre fueron cordiales y afectuosas. Al morir aquél, fue reemplazado en el cargo por el conde de Sierragorda, amigo y protector de los curas criollos de Michoacán, entre ellos, los de Dolores y Nocupétaro. Morelos siempre le guardaría respeto y afecto.

El licenciado don Santiago de Camiña, secretario de la mitra desde antes de la llegada del obispo San Miguel, "por cuyas manos pasaban no pocos asuntos de las parroquias", era un buen hombre que también se volvió amigo del presbítero Morelos.

A su fallecimiento, en 1809, fue sustituido por don Antonio Dueñas y Castro, quien actuaría como secretario en la ceremonia en que Morelos tomó posesión de su capellanía. También con ambos -Dueñas y Camiña-, tuvo Morelos magníficas relaciones.

Su norma con los superiores fue bien sencilla. El mismo la estableció: "Cuando el señor habla, el siervo obedece; así me lo enseñaron mis padres y maestros".

Idéntica actitud mantuvo durante la guerra. Su fidelidad al "excelentísimo" señor y Maestro don Miguel Hidalgo fue conmovedora. Su respeto y disciplina a la Suprema Junta Nacional Americana presidida por el licenciado don Ignacio López Rayón, de la que fue Vocal, serían tan firmes como los que profesó posteriormente al Congreso de Anáhuac instalado en Chilpancingo, en aras del cual sacrificó su libertad y su vida.

La excepción la representó uno de sus superiores, porque su rango siempre lo mantuvo en duda. A mediados de 1810, el licenciado don Manuel Abad y Queipo fue declarado obispo electo de Valladolid: "Europeo, no es a propósito para obispo -diría el brigadier de la Cruz- y menos para el de esta ciudad. Su carácter ha dado bastante motivo a los males del día". Los vínculos entre el cura de Carácuaro y el nuevo obispo de facto siempre fueron distantes y fríos, cuando no ríspidos. En todo caso, Morelos nunca lo reconocería como superior...

2. SUS IGUALES EN LA JERARQUÍA

Con sus iguales en la jerarquía eclesiástica, sus relaciones serían sumamente cordiales y, en algunos casos, fraternales. "Ayudaba con frecuencia -dice Herrejón- al cura de Purungueo, el Bachiller don Santiago Ignacio Hernández, a quien asistió en su última enfermedad en junio de 1804".

El siguiente párroco de ese lugar, el Bachiller don Manuel Arias Maldonado, el que volvió milagrosamente a la vida, "también mereció los cuidados de Morelos -agrega-, especialmente en su grave enfermedad ocurrida durante la primera mitad de 1809". Esta dedicación fue motivada, según el propio Morelos, "en obsequio de mi quietud, mi ministerio y de la caridad que siempre me han compelido".

Otros curas más o menos cercanos, según Herrejón, eran el de Huetamo, Rafael Larreátegui, a quien ayudó en Urecho, y el de Churumuco, Eugenio Reyes Arroyo (quien había declarado en favor de Morelos en su conflicto con los indios de Carácuaro); pero igual de amistosas y cordiales fueron sus relaciones con los otros curas de las circunscripciones vecinas: Nicolás Díaz, de Cutzamala; Genaro Arias, de Pungarabato; José Manuel Martínez, de Zirándaro; Torres, de Turicato; Solchaga, de Tacámbaro; Bustillo, de Etúcuaro; José Sixto Verduzco, de Tuzantla (compañero de ordenación de Morelos) y Juan Pablo Delgado, de Urecho, quien había estado en Dolores y luego sería, como Verduzco, connotado insurgente al que se conferiría el título de gobernador de Michoacán.

Por cierto, al presentarse roces entre Delgado y el gobernador insurgente de Tecpan (hoy Guerrero), Morelos pediría al primero a través de Verduzco -amigo de ambos- que "guardara su demarcación sin excederse de los límites", ofreciéndole interceder ante el otro en el mismo sentido. Era necesario respetarse mutuamente, con base en la ley, y no pelearse entre ellos, porque "vale más -decía Morelos- pelear contra las Siete Naciones que tener una guerra intestina". A regañadientes, el gobernador de Michoacán acataría su recomendación; pero nunca llegaría a ejercer su dominio total sobre la provincia a su cargo. Sería muerto en combate el 25 de septiembre de 1814 en la hacienda de Cuerámaro, en una acción que duraría "desde la una de la tarde hasta metido el sol".

Durante su ejercicio clerical, en todo caso, Morelos fue un buen compañero de sus compañeros.

3. SUS IGUALES EN LA SOCIEDAD CIVIL

En la sociedad civil, sus iguales eran los funcionarios locales del gobierno así como los hacendados, ganaderos, rancheros y comerciantes de su jurisdicción, con todos los cuales tuvo muy buenas relaciones.

Los funcionarios del gobierno civil, le dispensaron atenciones y le brindaron apoyo. Allí esta el caso del subdelegado don Francisco Díaz de Velasco, dueño de la hacienda El Platanal, quien intentó obligar a los indios de Carácuaro a que contribuyeran con la tasación y el servicio personal para el curato. Este admirable hacendado llegaría a ser su compadre, por partida doble. El cura bautizaría a sus dos hijas y les pondría por nombre, a una, María, y a la otra, Guadalupe. No podía ser de otra manera.

Don Francisco Díaz de Velasco, por su parte, no se lanzaría a la guerra porque Morelos le encargaría que se mantuviera quieto, que se dedicara a trabajar la hacienda y que le atendiera varios asuntos, entre ellos, la venta de su rancho La Concepción; el pago con el producto de la venta a la comunidad de indios, de la que obtuvo un préstamo forzoso al tomar los recursos de su caja para lanzarse a la guerra, y el obsequio a sus dos ahijadas de lo sobrante, por igual.

Los otros tres hacendados de su curato eran sus amigos y socios, de quienes adquiriría ganado para realizarlo en la capital de la provincia.

El primero, don José María de Anzorena, dueño de las haciendas de San Antonio y Las Huertas, sería nombrado intendente o gobernador de Michoacán por el generalísimo don Miguel Hidalgo y Costilla, y publicaría con tal carácter sus decretos de gobierno, entre ellos, el que declara la abolición de la esclavitud. Estaría en la batalla de Calderón; luego en la retirada hacia Zacatecas y Saltillo, y al capturarse a los principales jefes nacionales en Acatita de Baján, retrocedería con López Rayón a Zacatecas hasta fallecer en la Villa Grande de Guadalupe por las penalidades sufridas.

El otro hacendado, don Mariano de la Piedra, dueño de la hacienda El Canario, estuvo con él en todas sus campañas y, como ya se dijo, fue capturado al romperse el sitio de Cuautla y ejecutado el 13 de septiembre de 1812 en la ciudad de México.

Y el último, don Rafael Guedea, dueño de la hacienda Guadalupe, se hospedó en su casa a mediados de octubre de 1810 y le informó de lo ocurrido en Dolores, pero aterrado ante la violencia revolucionaria huyó después y se refugió en el territorio dominado por los españoles.

Eran también sus iguales sus socios, entre ellos don Miguel Cervantes, su cuñado; don Pascual de Alsúa, "hijo político y compañero de comercio de don Isidro Huarte", según se lee en la escritura de hipoteca sobre su casa de Valladolid; don Isidro Huarte mismo, suegro de don Agustín de Iturbide; don Rafael Urioles, vecino de Valladolid, cuya madre doña Gertrudis confiaba dinero a Morelos para que lo moviera y lo hiciera producir, y don Miguel Madrazo, que a veces le hacía trampa con las provisiones que comerciaba en la Tierra Caliente.

Aquí también hay excepciones. Relaciones conflictivas tuvo dos: una con la poderosa hacendada Solórzano y la otra con su amigo el comerciante Madrazo, quien le quiso dar gato por liebre. No provocó los pleitos. Al contrario, trató de evitarlos; pero una vez planteados, defendió su postura y la ganó.

Aunque inflexible en la defensa, fue suave en la victoria así como condescendiente y respetuoso en el trato, de tal suerte que doña Josefa Solórzano quedó doblemente vencida: por la razón del administrador de almas y por la cortesía del caballero. Y don Miguel Madrazo también, pues su cuñado supo conforme a sus instrucciones "cómo enderezarle el ojo a la tuerta".

4. SUS RELACIONES FAMILIARES

Por lo que toca a su familia, sus relaciones estuvieron siempre llenas de amor, consideración y respeto. A sus parientes -consanguíneos y políticos- los ayudó y trató siempre con generosidad. Como hijo, sobrino, ahijado, hermano, primo, tío, compadre, padrino, amante y padre de familia, cumplió fielmente con sus obligaciones materiales y afectivas. Los vínculos que tuvo con sus familiares fueron estrechos, respetuosos y llenos de ternura.

A su madre siempre la amó, la obedeció y la sostuvo hasta el fin de sus días. A su hermana le procuró siempre un hogar digno y decoroso, hasta el grado de darle su propia casa. A su tío Felipe lo ayudó a prosperar en Apatzingán. A su hermano Nicolás lo hizo "fiel del estanco de Carácuaro", según rezan las escrituras de la cesión de derechos de su herencia a su hermana. A su primo Romualdo le cedió su capellanía. A su sobrina Teresa la colmó de regalos. Debe haber hecho lo mismo con los hijos de Nicolás, de los cuales no tenemos noticia. A su cuñado Cervantes lo benefició. A sus compadres hacendados los apoyó, les rindió servicios y los hizo ganar dinero. A sus ahijadas las meció en sus brazos, jugó con ellas y les dio espléndidos regalos. A María Brígida la amó y protegió. A sus hijos también. Brígida sería el amor de su vida y Juan Nepomuceno su predilecto, por ser el primogénito y por ser hijo de ella.

Nunca tendría un conflicto con sus parientes, excepto en los tribunales, por la sucesión de la capellanía, y aún así, sus relaciones con ellos fuera del litigio judicial continuaron siendo cordiales, respetuosas y afectuosas, ganara o perdiera. Su madre murió en brazos de su tío Antonio Conejo, ex-capellán y padre de uno de los que se enfrentaron a Morelos por segunda vez en el juicio sucesorio.

5. LOS DE ABAJO

Subordinados no tuvo en Carácuaro, salvo el Bachiller don Juan José Alvis, que estaba allí desde julio de 1799 y duraría sólo unos meses; luego, muchos años después, el Bachiller don José María Méndez Pacheco, su vicario a partir de diciembre de 1808; "un hombre robusto de 34 años de edad", al decir de Morelos, a quien éste propuso en 1810 como encargado del curato mientras él se dirigía a la guerra.

En retrospectiva, antes de ser cura, mantuvo una larga y estrecha relación académica con sus compañeros y discípulos; lo primero, en su carácter de "decurión", o sea de profesor auxiliar o adjunto, siendo aún colegial de San Nicolás en Valladolid, y lo segundo, como titular de la cátedra en Uruapan. Su trato con ellos le valió elogios de las autoridades correspondientes.

Y antes de pertenecer al mundo académico y urbano, lejos de mostrar arrogancia con los peones, jornaleros y esclavos que estuvieron a su cargo en la hacienda de Tahuejo, en Apatzingán, se identificó con su suerte y se sintió parte de ellos.

Sus relaciones con los humildes fueron, en su desempeño como cura, las más importantes, abnegadas y filiales de todas.Más tarde, como general del ejército y jefe de Estado, no varió su política ni su manera de ser. A su causa se entregó toda su vida.

No necesitaban acercarse a él. Era él quien se les acercaba. No se servía de ellos. Los servía. Tuvo muchísimos amigos entre los peones, campesinos, sirvientes, trabajadores y esclavos, no sólo de su región sino del país. Los conocía personalmente. Los llamaba por su nombre. Estaba enterado de sus problemas. Les rendía servicios. Los oía con paciencia. Los orientaba con firmeza. Y los corregía con dulzura.

Durante su apostolado, a todos los habitantes de su curato en edad de confesión, hombres o mujeres, los registró cuidadosamente en los padrones elaborados por él mismo, con su propia mano, nombre por nombre, año tras año, sin contar los que registraba en los libros de nacimientos, matrimonios y defunciones. Gracias a su cuidado, seres que se hubieran perdido en la fosa común del anonimato, dejaron su nombre en la historia.

"Y como no faltaban desvalidos en su rumbo -dice Herrejón-, allí terminaban sus ahorros". Dar lo poco que tenía era un impulso tan fuerte que no lo podía resistir. El mismo Morelos, que era un caballero, escribiría: "Soy un hombre miserable, más que todos, y mi carácter es servir al hombre de bien, levantar al caído, pagar por el que no tiene con qué y favorecer con cuanto puedo de mis arbitrios al que lo necesite, sea quien fuese".

Sus relaciones con los humildes fueron tan suaves y paternales, que lo siguieron a la gran aventura de la guerra, a victorias y derrotas, a la vida y a la muerte.

No tuvo más que un conflicto con ellos, con la comunidad indígena de Carácuaro; pero, como en el caso de la hacendada de Cutzián, ni lo buscó, ni al ganarlo se ensañó con los vencidos. Al contrario. Los orientó con la verdad, los dignificó con el buen trato y puso en práctica sus enseñanzas: "ceder algo de sus derechos para conservar la armonía, la unión y la amistad..."

 

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Cap. XIV. Su rostro

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