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José Herrera Peña

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Capítulo X

La teología dominante

1. EL PROBLEMA DE LOS INDIOS

El siguiente libro que abre ante sus alumnos el Maestro Hidalgo, en el que hay indicios exegéticos de que la América estaba anunciada en los textos sagrados, pudo haber sido -¿por qué no?- la Historia Natural y Moral de las Indias, del teólogo José de Acosta. En sus páginas se señala que un evento tan espectacular como el descubrimiento del nuevo continente debió haber sido anunciado por los profetas. "Parece cosa muy razonable -dice Acosta- que de un negocio tan grande como es el descubrimiento del nuevo mundo, haya alguna mención en las Sagradas Escrituras. Isaías dice: «¡Ay de las alas de las naves que van a la otra parte de Etiopía!» Todo aquel capítulo, autores muy doctos le declaran de las Indias, a quienes me remito".

El nuevo continente, pues, había sido contemplado proféticamente desde hacía muchos siglos por Isaías. "La otra parte de la Etiopía" eran las Indias. De esta suerte, poco a poco fue tomando forma la exégesis deseada. Cristóbal Colón no tardó en ser reconocido en las páginas sagradas. Su nombre mismo había sido un signo: Cristóbal significa porta-Cristo y anuncia la labor que realizaría más tarde, la de llevar el mensaje de Cristo a los pueblos del mundo recién descubierto.

El problema geográfico del nuevo mundo fue de este modo más o menos resuelto. Empezóse a encontrar para él un lugar en el espacio bíblico profético; pero había otro problema superior: ¿cómo y dónde encontrar las raíces del indio americano? ¿Quién era el indio? ¿Cuál su origen? ¿Descendía de Adán y Eva? Y, lo que era vital, ¿había alguna vez escuchado la palabra de Dios? ¿Sí, y la había olvidado? ¿O no, porque ésta nunca había resonado en el nuevo mundo...?

¿Por qué no pensar que el rector nicolaita invoca después al dominico Gregorio García, que en El Origen de los Indios del Nuevo Mundo, plantea en forma sistemática las tres grandes cuestiones sobre el tema, de significativa importancia en esa época? De la respuesta que se diera a estos asuntos -sobre todo a la hipotética propagación del evangelio en el nuevo mundo antes de la llegada de los españoles-, se sabría si la humanidad estaba próxima o no a su fin. San Mateo, en efecto, había anunciado: "Se proclamará esta buena nueva del reino para la edificación de los gentiles, y en seguida vendrá el fin de los tiempos". Los apóstoles se habían diseminado en el mundo para llevar la palabra divina a los gentiles; pero el fin anunciado no había ocurrido. ¿Por que? ¿Habían predicado el evangelio en todos los pueblos? ¿Había sido alguno de ellos omitido?

Como dice Lafaye, la historia era para la cristiandad española no sólo el simple registro de los hechos del pasado sino su vinculación con el proceso de salvación de la humanidad. Dicho en otras palabras, el pasado de los indios desde el punto de vista antropológico, social o político, no tenía importancia en sí mismo, sino sólo en relación con las verdades reveladas y, consiguientemente, con el futuro. Luego entonces, la búsqueda de las raíces históricas de dichos pueblos, tanto las de su pasado inmediato como las de su origen remoto, carecía de importancia per se. La investigación era válida sólo si estaba orientada por un propósito: encontrar los signos de lo alto, las huellas de Dios, las señales de su presencia, de su palabra, de su obra, en las tierras descubiertas. De ello dependía el destino no sólo del pueblo español sino el de la humanidad entera.

En este contexto, el teólogo García formuló tres grandes interrogantes: "La primera -dice-, qué reyes gobernaron este reino, qué guerras tuvieron y qué sujetos, hasta que entraron los españoles". El problema dinástico estaba fuertemente ligado con el de la legitimidad de los príncipes indígenas. En un tiempo en que todo el poder dimanaba de Dios, ¿de dónde procedía su autoridad? ¿Cuáles habían sido las causas de sus guerras? ¿Eran causas justas? ¿Eran válidas sus instituciones y sus gobiernos? ¿Era lícita la intervención de los españoles en su vida política?

"La segunda -prosigue García-, de qué parte fueron a aquellas tierras y demás de los indios, los primeros pobladores". Su oscura y remota procedencia tendría que ser más difícil de descubrir. ¿Cuál era su origen? ¿De qué tierras habían venido? ¿Quiénes habían sido sus lejanos antepasados? ¿Descendían de Adán y Eva? ¿O de otra pareja? ¿De Dios? ¿O de las potencias infernales?

"La tercera -finaliza García-, si se predicó el Evangelio en estas tierras en tiempos de los apóstoles". En otras palabras, ¿se anunció la palabra de Dios en el nuevo mundo mil quinientos años atrás? ¿Escucharon alguna vez los indios el mensaje de Cristo? En caso afirmativo, ¿quién se los había dado a conocer y qué había pasado con él? En caso contrario, ¿qué significaba este olvido u omisión? Luego entonces, ¿era la primera vez que resonaba el evangelio en las nuevas tierras? ¿Qué significación tenía este acontecimiento para los españoles y para la humanidad?

Atacar la primera cuestión significaba estudiar su pasado reciente; plantear la segunda, hundirse en el principio de los tiempos, e investigar la tercera, acercarse a la era de Cristo. La primera, investigar su pasado reciente, se emprendió de inmediato. Los misioneros la llevaron a cabo con amor y diligencia, convirtiéndose en los primeros historiadores de los indios. Su esfuerzo de reconstrucción del pasado sólo es comparable al de destrucción que llevaron a cabo ellos mismos.

2. EL ORIGEN DEL HOMBRE AMERICANO

Por otra parte, la interrogante relativa a su origen remoto y al misterio de su procedencia no fue considerado tema de investigación sino de opinión. Lo que se requería era criterio, no datos. "El fundamento primero es de fe católica -dice García-, conviene a saber: que todos cuantos hombres y mujeres hubo y hay desde el principio del mundo proceden y traen su principio y origen de nuestros primeros padres Adán y Eva".

Se declaró, pues, por decreto, que los indios no eran descendientes de ninguna otra pareja, de ninguna otra raíz, que no fuera la bíblica. Su origen era el mismo que el de los demás hombres del mundo, no exentos del pecado original. Dicha declaración sentó jurisprudencia y se convirtió en fundamento de un postulado científico. Según esta teoría, no hay en el mundo ningún ser humano que no proceda de la pareja primigenia. No ha habido entes racionales creados al margen o fuera de su descendencia.

En el siglo XVIII, algunos escritores europeos, deseosos de socavar los fundamentos teológicos de la autoridad, sostuvieron que los indios eran pre-adamitas, es decir, seres anteriores a Adán; tesis que sería enérgicamente rechazada por el benedictino Feijoo. Las teorías del difusionismo moderno y de la expansión demográfica derivadas de una sola pareja celular expresan de cierto modo -en el lenguaje científico actual- la misma opinión teológica dominante antaño.

En todo caso, si los indios descendían de Adán y Eva, como se sentenció, y éstos, expulsados del paraíso habían vivido en el viejo mundo, resultaba lógico que sus ignotos descendientes americanos procedieran de él. "El segundo fundamento que habemos de suponer -agrega García- es que las gentes que hay en las Indias, a quienes llamamos indios, fueran a ellas de una de las tres partes del mundo conocidas: Europa, Asia y Africa".

Este otro criterio fue también tan universalmente aceptado, compartido y apoyado -desde entonces a la fecha- que todas las investigaciones y estudios sobre el tema han partido de esta base, a pesar de las turbadoras aportaciones de Paul Rivet. A nadie se le ha ocurrido asegurar que el hombre americano sea originario de América. La tesis está fuera de los moldes mentales de los investigadores de la materia. El indio vino de otra parte, de otra región, de otro mundo. Procede de otro continente. ¿De cuál? No importa: de alguno de ellos.

En la época del teólogo García se dijo que de Cartago, Israel, Egipto, Roma o Irlanda, o de la India, Japón, la Polinesia u Oceanía. En nuestros días las opiniones no han variado mucho. En el siglo XVI hubo españoles que, al ver las ciclópeas ruinas del alto Perú, evocaron las mitológicas murallas de Cartago y pensaron que los indios eran cartagineses. Otros afirmaron que, dada la naturaleza de la excelente organización militar de los aztecas, eran romanos. Otros más, que eran irlandeses, egipcios, fenicios o hebreos.

El converso Fray Diego de Durán, por ejemplo -de familia judía-, escribió en su Historia de las Indias que eran parientes suyos. No es difícil que el rector Hidalgo, al hablar de esta obra, haya citado sus palabras: "Podríamos últimamente afirmar que son naturalmente judíos y gente hebrea, para probación de lo cual sería testigo la Sagrada Escritura, en donde clara y abiertamente sacaremos ser verdadera esta opinión". Los indios, según Durán, eran descendientes de aquéllos que se habían escondido en la época de la gran diáspora; es decir, descendientes de las doce tribus perdidas de Israel.

De este modo, mientras los indios quedaron ligados y subordinados políticamente al destino de los españoles, paradójicamente, los españoles quedaron vinculados y teológicamente supeditados al origen de los indios.

3. DESTINO PROVIDENCIAL DE ESPAÑA

La tercera cuestión teológica, por sus implicaciones políticas, fue la más importante de todas: ¿resonó alguna vez en América la palabra de Dios? ¿Llegó a estas tierras alguno de los apóstoles para predicar la buena nueva? ¿Cuál de ellos? ¿Qué pasó con el mensaje? ¿Se perdió? ¿Por qué? ¿O nunca existió? ¿Era la primera vez en la historia universal que se pregonaba su palabra en las Indias? ¿Por qué los españoles habían sido escogidos por la Providencia para tal efecto...?

Lo más probable es que nunca antes hubiera resonado la verdad cristiana en este continente. ¿No lo demostraban así los ritos idolátricos de los indios, sus sacrificios humanos, sus tendencias antropófagas? Por otra parte, si era verdad, como parecía, que los españoles eran los primeros en llevar a esos hombres la palabra divina ¿no eran acaso comparables a los apóstoles? ¿No era ésta una señal de que habían sido escogidos por Dios para llevar a cabo una obra universal? ¿Y de que, una vez consumada la obra vendría -ahora sí- el fin de los tiempos...?

Para saber la verdad era necesario buscarla en el pasado indígena. Fray Bernardino de Sahagún, comprendiendo la trascendencia histórica mundial de la cuestión, reunió a los restos de la aristocracia india, a los últimos sobrevivientes de la hecatombe, a los postreros depositarios de los recuerdos históricos y científicos de la cultura vencida, y sus testimonios los dejó escritos en una obra fundamental: Historia General de las Cosas de la Nueva España... ¿invocada enseguida por el Maestro de San Nicolás? ¿Por qué no? Los fines proclamados de su investigación son los de hacer conocer a los sacerdotes españoles las creencias y supersticiones de los indios para mejor extirpar la idolatría; pero también para descubrir si había en ellas algún eco de la palabra de Dios. Se siente, a través del libro, la emoción y el amor del autor a las cosas indígenas, así como su profundo respeto a los testimonios y datos de sus informantes indios; pero esto no lo hace olvidar el objeto supremo de su misión: conocer las supersticiones indígenas para arrancarlas del alma de los indios.

Estas supersticiones, ¿revelan algún rastro del mensaje divino predicado por algún apóstol? ¿Ocurrió esta predicación y fue olvidada? "Yo siempre he tenido la opinión -asegura Sahagún- que nunca les fue predicado el evangelio, porque nunca jamás he hallado cosa que aluda a la fe católica, sino todo tan contrario y todo tan idolátrico, que no puedo creer que les haya sido predicado el evangelio en ningún tiempo". Ahora bien, había existido, quizá en la época de los apóstoles, un hombre extraordinario, distinto, sabio, bueno, que predicó a los indios la virtud y el amor, al que éstos llamaron Quetzalcóatl, que ofreció regresar para fundar su reino. Los rasgos de este personaje mítico se parecían extrañamente a los del apóstol Tomás. Sahagún, encolerizado, rechazaba con vehemencia tal comparación y más aún la pretensa divinidad del personaje. "¡No es cierto! Llamaron dios a ese Quetzalcóatl, que fue un hombre mortal y perecedero, y aunque tuvo alguna apariencia de virtud, según dicen, fue sin embargo un gran brujo, amigo de los demonios". Y, dirigiéndose a los indios, les advertía: "Lo que dijeron vuestros antepasados, que Quetzalcóatl fue a Tlapallan y que ha de volver, y que lo esperéis, es mentira; que sabemos que murió; que su cuerpo esta reducido a polvo, y que Nuestro Señor ha precipitado su alma en los infiernos, donde conoce un tormento eterno..."

4. FUNDAMENTO DE LA DOMINACIÓN

No. El nuevo mundo había estado lejos de Dios y reservado como imperio de los demonios. Al ser escogidos por el cielo para llevar su mensaje a los indios, los españoles eran equiparables a los selectos discípulos, a los apóstoles, mil quinientos años después de la resurrección de Jesús. Se habían convertido en el pueblo elegido. Estaban llamados por designio divino a dominar el mundo. Después de esto vendría el fin de los tiempos.

Cuando presintieron su misión se dejaron arrebatar por la embriaguez metafísica. De lo teológico se pasa inevitablemente a lo político. ¿Cuál fue la siguiente obra que el Maestro nicolaita pudo haber tomado entre sus manos? ¿La de Juan de Solórzano y Pereyra, titulada Política Indiana, en la cual resume la discusión teológica sobre el tema y se fijan, a inicios del siglo XVII, los criterios definitivos sobre la significación del descubrimiento del nuevo mundo, el origen de los indios y el papel jugado por los españoles en el gran acontecimiento de su conversión?

En cuanto al origen de los indios, Solórzano dictaminó, como los teólogos que lo precedieran, que éstos descendían de Adán y Eva, y que eran originarios -como lo sostenía Arias Montano- de las Indias Orientales; es decir, de Asia. Falso que descendieran de las doce tribus perdidas de Israel: "éstas -sentenció- están hoy en el mismo cautiverio que antes y lo han de estar hasta los fines del mundo".

Por lo que se refiere a la propagación del Evangelio en el nuevo continente, ésta nunca ocurrió -asentó Solórzano- sino hasta la llegada de los españoles, a los cuales esta misión les estaba destinada. Luego entonces, estas tierras habían estado siempre bajo el imperio de las fuerzas satánicas, hasta la llegada de los nuevos salvadores. "Tenemos derecho a suponer que el diablo encerró aquí a estos indios, miserables salvajes, con la esperanza de que el evangelio de nuestro señor Jesucristo nunca vendría a disputarle su absoluto imperio sobre ellos". Ellos, los nuevos apóstoles, los españoles, habían difundido, como en el principio del cristianismo, la palabra divina. "He dicho y vuelvo a decir -señala Solórzano-, que esta predicación y conversación se reservó a nuestros tiempos y a nuestros reyes y a sus ministros y vasallos, que hasta nuestra entrada no la tuvo en este orbe nuevo el santo evangelio".

El descubrimiento de las Indias, conforme a la tesis anterior, no había sido un hecho casual sino especialmente previsto, que debía ocurrir quince siglos después de la resurrección de Cristo para que lo llevara a cabo precisamente el pueblo español y sus monarcas; ningún otro pueblo, ningunos otros gobernantes, en ninguna otra época. Los españoles habían sido llamados a jugar ese papel providencial para preparar el advenimiento del reino milenario. "Vamos más firmes y alentados en continuar esta predicación -dice Solórzano-, pues vemos que Dios nos la tenía anunciada y reservada". Por eso, los acontecimientos históricos se habían encadenado; no debido al acaso sino a un designio especial. La conquista de la península ibérica por los españoles en la guerra contra los moros y su continuación en la guerra contra los indios del nuevo mundo no había ocurrido al azar. "Comenzaron las conquistas de los indios acabadas la de los moros -dice Gómara- porque siempre guerreasen españoles contra infieles". Luego, la unificación de España bajo los reyes católicos y su expansión universal, bajo el imperio de Carlos V, tampoco había sido fortuita sino resultado de un plan divino. Los españoles tenían la obligación de evangelizar a los infieles del viejo y del nuevo mundo, así como ejercer un gobierno mundial, ya que "como salvadores y nuncios del evangelio -dice Solórzano- vendrán a poseer las ciudades del Austro, que son las del nuevo orbe".

El derecho de los españoles sobre América aparece aquí, no como efecto de las bulas alejandrinas sino de la misma gracia divina, según lo había dejado establecido Francisco de Vitoria en la Universidad de Salamanca. En este orden de ideas, ya no es Colón, sino Cortés -un español- el verdadero hombre del nuevo mundo, no sólo por haber descubierto, recorrido y colonizado una parte importante de su inmensa geografía sino principalmente por haber sometido al cristianismo -más que conquistado- a millones de seres humanos. Es Cortés y no Colón el que le da al acontecimiento su pleno sentido histórico, humano, teológico, profético y divino. "Con esto -concluye Solórzano-, predicado el Evangelio por todo el mundo, vendrá el día del juicio, en que, puesto Dios en el monte de su trono y grandeza, tendrá consigo a los salvadores..."

5. RENCOROSA REACCIÓN CRIOLLA

¡Mentira! -exclamaron los indignados criollos. ¿Cuál es la fecha y la hora de la llegada del Mesías en gloria para liberar al mundo a instaurar el reino milenario? "Esa respuesta -agregaron- sólo Dios la conoce".

Los criollos se sintieron ofendidos por la interpretación del mundo y de la historia que reservaba el lugar de honor, de poder y de gloria a los españoles, y los dejaba a ellos marginados. A pesar de sus dudas, aceptaron el decreto que hizo descender a los indios de la bíblica pareja original, así como el que los hizo proceder del viejo mundo. Aceptaron menos y criticaron más el que estableció que ningún apóstol hubiera llegado al nuevo mundo para predicar el evangelio. Pero se resistieron a hacer suyo y combatieron decididamente el que declaró que la misión del pueblo español era resultado de la divina providencia. Y aclararon que si alguna gloria le correspondía era simplemente la de haber preparado el terreno para que surgiera el milagro americano.

Porque, en efecto, este continente no estaba marcado por las fuerzas infernales, como ellos lo sostenían. Al contrario, era un poema de la creación. No se había presenciado históricamente en el siglo XVI el fin del mundo sino su nuevo comienzo en América. Los indios, perdida su memoria histórica, no habían quedado totalmente exterminados por las guerras ni por las espantosas epidemias que siguieron a éstas. Por otra parte, los hijos de los españoles avecindados en el nuevo continente habían empezado a superar en número a sus padres europeos y a heredar de ellos tierras, minas, palacios y riquezas.

Nuevos europeos seguían llegando de la metrópoli con ejecutorias reales que les conferían los mejores y más altos cargos en la administración civil, la impartición de justicia y el dominio de las conciencias; pero los verdaderos dueños del nuevo mundo comenzaron a ser los criollos. Aquéllos ejercían el control político; pero éstos empezaron a detentar el poder económico y social. Por otra parte, los europeos, aunque dominadores, estaban aislados. En cambio, indios y criollos, a pesar de sus orígenes étnicos diferentes, tenían en común el haber nacido en estas tierras. A comienzos del siglo XVII, ambos grupos se habían multiplicado en abundancia no sólo por separado sino también entre sí, dando origen a los mestizos. Después, se había traído a los negros. Había surgido, pues, un nuevo pueblo. Y si no había ocurrido el fin sino un nuevo principio de la historia, este pueblo estaba señalado para cumplir, sin duda alguna, un destino especial. Se empezaron a corregir los planteamientos teológicos de los españoles. En realidad, a formular nuevos planteamientos. No eran los europeos sino los americanos los llamados a jugar un gran papel en la marcha de los acontecimientos universales...

6. LA RAZÓN Y LA EMOCIÓN

Aunque los criollos no discutieron los temas relativos al origen de los indios y su procedencia geográfica, sí objetaron que éstos hubiesen ignorado la palabra sagrada. Ya era bastante sufrir su dominación política para soportar también la humillación espiritual; aunque, en rigor, era necesaria ésta para fundamentar aquélla.

En todo caso, sintieron que era necesario establecer una especie de alianza estratégica con los indios. Puesto que el asunto era materia de opinión, no de investigación, los criollos negaron que los doce apóstoles hubieran predicado únicamente en la mitad del mundo, olvidándose de la otra mitad. "¿En qué razón hallan que siendo doce los apóstoles, los enviase Dios todos al medio mundo más corto, y no enviase siquiera uno a estotro medio mundo mayor?" La ausencia de los apóstoles en las Indias era incompatible con el mandamiento divino de predicar entre todos los hombres. Las palabras de Cristo habían sido claras: docere omni creaturae, llevad la enseñanza a todos los pueblos. Los indios representaban por lo menos, según sus cálculos, un tercio de la humanidad. Era teológicamente imposible que hubiesen sido olvidados por los discípulos de Jesús.

Ahora bien, de acuerdo con las biografías de los apóstoles, parecía razonable suponer que por lo menos uno de ellos, Tomás, hubiera llegado al nuevo mundo. Pero el insurgente criterio criollo se topaba con el dominante criterio español. ¡Hechos! ¡Pruebas!

¿Cómo demostrarlo? ¿Dónde y cómo obtener las pruebas? Los historiadores diligentemente las buscaron; pero, por supuesto, no las hallaron. Había indicios, es cierto, de la presencia de Tomás, en América. Las huellas del apóstol habían quedado impresas en las fuentes milagrosas, en las cruces prodigiosas, en la misma memoria perdida de los indios; pero no pruebas. Había también un conjunto de creencias, como la del diluvio universal, la de un Dios único y creador, la de una virgen que concibe prodigiosamente, e incluso ritos, como los de la confesión, el ayuno y la circuncisión, que permitían vislumbrar, en las perdidas ideas religiosas indígenas, la enseñanza lejana de la verdad cristiana; pero no pruebas. Había existido además ese misterioso personaje omnipresente en América, cuya divinidad y retorno fueran apasionadamente negados por Sahagún: el Viracocha del Perú, el Bochica de Colombia, el Kukulkán de los mayas, el Quetzalcóatl de México, alrededor del cual se aglutinaban impresionantes analogías cristianas. Su retrato se parecía extrañamente al de Tomás el apóstol. Su remota existencia era situada en la época de la predicación apostólica.

Sigüenza y Góngora, al escrutar como un augur en las entrañas palpitantes de su patria humillada, encontraba indicios que le producían vértigo histórico, pero no certeza; turbadoras hipótesis, pero no pruebas. Su honestidad científica les impedía sacar ventaja de la situación. "¡Quiera Dios -exclamaba Sigüenza- que la hipotética predicación de Santo Tomás en América haya tenido verdaderamente lugar!" En este caso, la arrogante teología dominante peninsular se habría venido abajo. Pero al no ofrecer las demostraciones exigidas, los criollos tenían perdida la batalla ideológica.

La tenían perdida en el frío terreno de la razón, de la ciencia y de la historia, a menos que se produjera un milagro.

Y el milagro se produjo...

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IX. La biblioteca del rector

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XI. Preparación del milagro


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