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CapítuloVI El método imperial 1. EL OBISPO DE VALLADOLID "Volvió a Valladolid y estudió". La
ciudad, sin embargo, estaba formada no sólo de pasado sino también de futuro;
de piedras y tradiciones, pero igualmente de hombres y de sueños. El emperador Carlos V, en sus recorridos por
Europa, empleaba un método, no por sencillo menos eficaz, para conocer el
adelanto, el orden y la fuerza de una ciudad, de una provincia o de un reino.
Le llamaba el método de las tres PPP, y era tan valedero en su época como en
cualquiera otra. Cuando llegaba a una ciudad, a él no le interesaban sus
monumentos, ni sus tradiciones, ni su historia. Hombre práctico al fin,
preguntaba quiénes eran su prelado, su prefecto y su preceptor. Y es que dicen los Libros de la Sabiduría
-como lo aprendería Morelos en sus clases- que "una ciudad, como una
nación, se funda sobre la inteligencia de sus principales". Primero, el
pastor, su guía moral, su gobernante religioso, su faro espiritual, su prelado.
Luego, la autoridad civil, su administrador de los recursos materiales, su
gobernador, su vigilante, su prefecto. Y por último, el profesor, su maestro,
el depositario y transmisor de la cultura de su tiempo, su preceptor. ¿Qué clase de ciudad era la Valladolid de
Michoacán de acuerdo con el simplón método imperial? ¿Cuál era el estado moral,
civil y académico de sus instituciones? ¿Quiénes eran su prelado, su prefecto y
su preceptor? ¿Quiénes eran, en otras palabras, su obispo, su gobernador y su
maestro? Inútil preguntar cuál de los nuevos amigos
vallisoletanos del joven aspirante a colegial le da la información sobre el
obispo de Michoacán. ¿Cómo saberlo? ¿Es acaso el clérigo don José Miguel
Caballero, maestro de ceremonias de la catedral, que ha accedido, como otros
muchos, a declarar dentro del juicio sucesorio que se lleva a cabo en el
tribunal de capellanías? ¿Es otro de sus testigos? ¡No importa! El caso es que
su guía le dice que el prelado se llama Fray Antonio de San Miguel, durante
muchos años catedrático de Filosofía y Teología en las famosas Universidades de
Ávila y Salamanca; que había llegado a Valladolid en 1784, a los 58 años de
edad, o sea, hacía seis años, en los momentos en que se desataba una terrible
crisis económica y el extenso obispado de Michoacán era azotado por las plagas
del hambre, la peste y la muerte. Morelos lo recordaba bien. En esos años negros y dolorosos había visto morir a su hermanita Vicenta, recién nacida casi, y a su padre don Manuel Morelos, mientras su madre doña Juana, su otra hermana Antonia, en Valladolid, y él mismo, en Apatzingán, tenían la suerte de sobrevivir. La gente había empezado a sufrir de hambre y de la peste, y luego, a morir, de tal suerte que en 1786 las víctimas caían como las hojas del otoño. El recién llegado obispo San Miguel se había sometido de inmediato, gracias a los sabios consejos, el generoso desprendimiento y la enérgica actitud del deán don José Pérez Calama, a la protección de la virgen María, bajo la forma de Nuestra Señora de Guadalupe, de la cual no sabía cuán importante era su influencia en la América septentrional. Y después de emprender la construcción de grandes obras públicas, el milagro había ocurrido y la peste se había alejado. Algunas de las obras serían de ornato y otras de utilidad social; pero todas servirían para crear empleos, hacer circular la riqueza acaparada y terminar con el hambre.
Tenía fama de ser el
pastor uno de los grandes oradores de todas las Españas. Beristain asegura que
el estilo de fray Antonio era parecido al del abate Vieyra, clérigo portugués conocido
entonces como el mejor orador del mundo; de elocuencia tan brillante, que se le
comparaba al mismo San Pablo. Aunque esto se considere exagerado, dicha
comparación no deja de traslucir la aureola que rodeaba a Vieyra, y si San
Miguel tenía un estilo oratorio parecido al de éste, no cabe duda que la
reputación del prelado en la materia estaba de sobra justificada. San Miguel había traído consigo de Guatemala,
probablemente recomendado por su amigo el conde de Torena, al joven licenciado
en Derecho Canónico don Manuel Abad y Queipo, nombrándolo Juez de Testamentos,
Capellanías y Obras Pías del obispado de Michoacán (bajo cuya jurisdicción se
encontraba el asunto sucesorio de Morelos). El obispo había ayudado y protegido
al juez por razones afectivas, sin duda, aunque también por sus ideas liberales
avanzadas, su clara inteligencia y su magnífica formación profesional. Sólo
algún tiempo después se percataría del drama de sus angustias existenciales y
le dolerían los desgarradores conflictos de su espíritu atormentado En Valladolid había conocido al brillante talento
filosófico peninsular llamado don José Pérez Calama, de quien se acaba de
hablar, autor del libro Política Cristiana -futuro obispo de Quito-, lo
mismo que a un ilustre criollo, el Maestro don Miguel Hidalgo y Costilla, autor
de una Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología
escolástica, y traductor -del latín al español, con algunas notas para su
mejor inteligencia- de la Carta de San Jerónimo a Nepociano, al cual
había designado rector del Colegio de San Nicolás, por recomendación unánime de
su cuerpo académico. Así, pues, fray Antonio de San Miguel era no sólo
un hombre docto, ilustre y elocuente, sino también, según la publicidad de la
época, bueno y generoso, al grado de vender hasta la camisa por una causa
noble. El prelado sería durante varios años, hasta 1804, en que fallecería, el
guía espiritual de los michoacanos y, en el caso particular de Morelos, quien
lo ungiría con los ropajes sacerdotales. 2. EL GOBERNADOR DE MICHOACÁN Era gobernador civil o intendente don José Antonio
Riaño, quien había tomado posesión de su cargo en el año de 1787, en medio del
hambre y de la peste, enfrentándose a estas plagas con todos los recursos de su
gobierno y su talento. Los métodos del prelado San Miguel y del
gobernador Riaño, a pesar de sus diferencias, lejos de oponerse y estorbarse,
se habían complementado y, entre ambos, atajado el mal. El intendente, según
Bustamante, haría efectiva la teoría de Jovellanos y, gracias a la liberalidad
de sus principios, los terribles monstruos del hambre y de la peste quedarían
ahogados poco después de asomar sus deformes cabezas en la provincia de
Michoacán. "Páguese -dijo- a veinte pesos carga de maíz, aún a los que
pidan diez por ella, y el interés individual excitará a tantos, que cada uno
sacará a luz la semilla oculta". Así se hizo, resultando una inesperada
abundancia "sin que fuera necesario -agrega Bustamante- que el brazo
armado del gobierno rompiera las trojes y alfolíes que almacenaban los
granos". Además de dar de comer al hambriento, Riaño dejó en pie, por añadidura, una histórica obra material. Gracias a la eficaz solución de los problemas inmediatos, entregó edificaciones de importancia a la posteridad. Una de ellas sería ese gran depósito de cereales -verdadero palacio del maíz- llamado Alhóndiga, que diseñó en previsión de épocas de crisis, y que levantaría a lo grande algunos años después en Guanajuato; de cuya provincia -perteneciente al obispado de Michoacán- también llegaría a ser gobernador o, en el lenguaje político de aquel tiempo, intendente. Durante su permanencia en Michoacán, visitó el
volcán del Jorullo, surgido intempestivamente de la tierra -como el Parícutin
doscientos años después-; lo examinó personalmente e hizo una descripción de
él. En otra ocasión, acompañó a la expedición botánica de la Nueva España a
Cointzio, un manantial cercano a Valladolid, a examinar sus aguas. Y así,
"donde quiera que se tratara de un adelanto científico -dice Nicolás
Rangel- acudía Riaño para estimular a los sabios en sus investigaciones, a la
vez que nutrir su intelecto y satisfacer una necesidad, como hombre culto que
era". Modesto, sencillo, popular y "accesible a
todo miserable", al decir de Bustamante, su administración fue siempre
honesta y eficaz. "En aquel santuario del honor -agrega- no penetró jamás
el oro corrupto". Además de ejercer el poder ejecutivo, presidía el
judicial, sin que ello nunca le hiciera bajar "el fiel de la justicia, que
siempre administró con misericordia". Esta actitud dejó huella. Morelos leería en el Libro de la Sabiduría la siguiente exhortación: "Amad la justicia, vosotros, los que gobernáis la tierra". Y en los Proverbios: "Los tronos se afirman por la justicia"; ya que, "sin ella -agregaría San Agustín-, los reinos no son más que pandillas de salteadores". 3. EL RECTOR DE SAN NICOLÁS Grandes son en su tiempo fray Antonio de San Miguel y el intendente Juan Antonio Riaño; pero la personalidad que ejercerá mayor influencia en Morelos durante toda su vida será la del preceptor por antonomasia, el Maestro universitario, el rector de San Nicolás, don Miguel Hidalgo y Costilla. La admiración que sintiera en su niñez por el profesor don José Antonio Pérez Pavón, su culto abuelo materno -aquél que tenía escuela en Valladolid- la proyectaría después -aseguran sus biógrafos- sobre la magnética personalidad del Maestro Hidalgo. No es difícil.
Al cursar sus estudios superiores, no alcanzó a ser alumno de Filosofía del Maestro Francisco Javier Clavijero en el colegio de los jesuitas, a pesar de haberlo conocido, por haber sido una de las víctimas del atropello cometido por las autoridades españolas. Contra ellas dícese que Hidalgo se sublevó al ver que sus maestros eran tratados como criminales. Restablecido el orden, prosiguió sus estudios
universitarios en el Colegio de San Nicolás -separado del de San Francisco
Javier después del golpe- obteniendo siempre las más altas distinciones
académicas. Graduado Bachiller en Artes en la Real y Pontificia Universidad de
México en 1770 a la edad de 17 años, ganó por oposición la cátedra de Gramática
y Retórica en el Colegio de San Nicolás, y la ejerció durante cinco años
aproximadamente, sin duda conforme a la metodología propuesta por Francisco
Javier Alegre y Diego José Abad, ilustres maestros en la materia. Prosiguió al
mismo tiempo sus estudios de Teología. En 1773 adquirió un nuevo título académico, el de Bachiller en Teología -en la Universidad de México- y poco después, el grado de Maestro en la misma especialidad. Aunque cursó el doctorado, no obtuvo el grado respectivo por diversas razones; entre ellas -según lo declararía él mismo- por el fallecimiento de su padre en los momentos en que intentaba hacer el examen doctoral y, más tarde, por no ambicionar cargo alguno para el que este título fuere necesario. Habría también, aparentemente, cierta repulsión a doctorarse -de acuerdo con la declaración de un acusador que debe tomarse con reservas- por el desprecio que sentía hacia los catedráticos de la Universidad, contra los cuales se batiría ideológicamente, y de los que parece que llegó a decir que no eran más que "una cuadrilla de ignorantes". En 1774, a la edad de 21 años, recibió dentro de la línea eclesiástica, además de la tonsura, los cuatro órdenes menores, y un año después, en el ámbito académico, asumió la cátedra de Filosofía. Ejerció la enseñanza de esta materia por espacio de ocho años -más o menos-: probablemente de acuerdo con los métodos de José Rafael Campoy y Francisco Javier Clavijero, jesuitas expulsados, que hicieran escuela en esta disciplina. En 1775 el profesor de Filosofía recibió, en la
línea eclesiástica, el orden del subdiaconado; al año siguiente, el del
diaconado, y dos después, a los 25 de edad, el de presbítero, de manos del
obispo de Michoacán, que lo era en esa época don Ignacio de la Rocha,
"doctor y maestro, padre de los pobres, protector de las ciencias, superior
a todo elogio", en palabras de Benito Díaz de Gamarra; padrino y tutor de
una generación de ilustres pensadores criollos, entre ellos, Campoy, el propio
Gamarra e Hidalgo.
Viviendo en un mundo en que los principios filosóficos de Santo Tomás eran la base y el principio de todas las cosas, se pronunció en su tesis contra ellos, haciendo tambalear ese mundo. Los representantes del sistema se dividieron. Unos cuantos lo elogiaron, lo defendieron y lo apoyaron. La gran mayoría, por el contrario, empezó a criticarlo, atacarlo y calumniarlo. Hidalgo se convirtió en piedra de escándalo. Uno de sus protectores, el deán Pérez Calama -el organizador del concurso- lo alentó. "Llegará usted a ser luz puesta en candelero o ciudad colocada sobre un monte -le predijo-. Veo que es usted un joven -agregó- que, cual gigante, sobrepuja a muchos ancianos que se llaman doctores y grandes teólogos". Su Disertación Teológica, redactada en dos
idiomas -latín y castellano-, además de ser un manifiesto de Teología Positiva,
constituyó el programa de la reforma de los métodos de enseñanza en esta materia
en el Colegio de San Nicolás. Al final de ese año escolar, en medio de una
tempestad de aplausos y furiosos ataques, presidió dos actos académicos de gran
resonancia en la Nueva España o, mejor aún, de la América Septentrional -como
insistían en llamarla los criollos-; actos difundidos por la Gaceta de
México en su edición del 9 de agosto de 1785; celebrados ambos en presencia
del obispo San Miguel. El Maestro Hidalgo se sirvió de ellos para hacer
defender por sus discípulos su tesis teológica y rechazar al mismo tiempo el
calificativo de "jansenista" que le habían imputado sus detractores. En 1787, el Maestro es designado rector del
Colegio de San Nicolás, después de haber sido secretario y tesorero. Así
culmina su carrera administrativa y académica. Tiene 34 años de edad. Hace
veintidós que inició sus estudios y dieciocho que ejerce la cátedra. Las
reformas que promueve en los sistemas de enseñanza, ajustándolos con discreción
a los modelos de los grandes jesuitas desterrados, sin salirse del modelo
oficial, convierten a San Nicolás, de facto, en un colegio jesuítico. Su posición de rector la utiliza para administrar
los bienes del plantel; coordinar las actividades del personal docente, y
vigilar que se lleven a cabo las innovaciones de fondo y forma que, en materia
de enseñanza, hacen brillar su prestigio. La sabiduría y la cultura del rector son
reconocidas hasta por sus enemigos y detractores. El Maestro tiene, además, el
don de lenguas. Aparte del latín y el castellano, lee y entiende, habla y escribe,
traduce e interpreta el griego y el hebreo; el francés, el italiano y el
portugués; el purépecha, el otomí y el náhuatl. Sus clases son piezas oratorias
de gran calidad académica que realzan aún más su nombre. La vida académica de Hidalgo despertó la inspiración de mi desaparecido amigo, el poeta López Bermúdez, casi nicolaita, y lo hizo cantar de esta manera:
4. EL CHOQUE DE DOS FILOSOFÍAS Si el obispo San Miguel dispensa al Maestro
Hidalgo, al menos en esa época, todo su apoyo y su confianza, el gobernador
Riaño, por su parte, le entrega sin reservas su amistad. Las relaciones que
estos dos hombres inician en Valladolid las sostendrán por más de veinte años,
hasta que un día el destino se encarga de ponerlos en Guanajuato al frente de
causas y ejércitos opuestos. Riaño será el jefe designado por las autoridades
españolas establecidas, e Hidalgo, el dirigente electo por una asamblea popular
nacional. La Alhóndiga de Granaditas, levantada por Riaño para almacenar maíz
en previsión de temporadas de escasez, la convertirá él mismo en improvisada
fortaleza militar, a los muros y dentro de la cual se librarán combates
sangrientos, encarnizados y dantescos. De este modo, la Alhóndiga, antigua expresión de
la preocupación de las autoridades españolas por el bienestar del pueblo, se
transforma en el símbolo de la preocupación del pueblo por ejercer su propia
autoridad. En esa Bastilla mexicana caerá el intendente Riaño, salvajemente
ejecutado por las incontrolables y furiosas huestes insurgentes. Algunos meses
después, allí mismo, en el Palacio del Maíz, se expondrá bárbaramente la cabeza
del rector Hidalgo, encerrada en jaula de hierro, hasta ser consumida por el
tiempo, por sentencia del gobierno español. La Alhóndiga será el teatro donde chocarán
brutalmente dos épocas, dos filosofías, dos mundos. El viejo régimen será
dignamente representado por el gobernador Riaño, quien encontrará en su obra su
propia tumba. La nueva era será dolorosamente creada desde San Nicolás por el
Maestro Hidalgo, quien con su muerte enaltecerá su propia obra. 5. LA CAPITAL DE LA PROVINCIA Si Carlos V hubiera visitado la Valladolid
michoacana en las postrimerías del siglo XVIII y le hubiera aplicado el método
de las tres PPP -su prelado, su prefecto y su preceptor- no hubiera dudado en
rendirle homenaje. Aún dejando de lado sus hermosas piedras, portadoras de un mensaje mesiánico; dando incluso por olvidadas sus hondas tradiciones humanistas, utópicas y caballerescas, y a pesar de las limitaciones o defectos de los hombres que gobernaban dicha ciudad, hubiera reconocido lo bien fundado de su fuerza en lo espiritual, en lo civil y en lo académico, y la hubiera saludado con reverencia, la cabeza inclinada y el sombrero en la mano. La ciudad estaba bien fundada en la inteligencia de sus principales. Ciudad nostálgica, vieja, tradicional, y siempre
nueva, llena de juventud; preñada de pasado y, al mismo tiempo, de futuro;
tejida de recuerdos, pero también de sueños; formada por piedras rosadas,
rancias creencias, bellos ideales, nobles esperanzas y hombres notables: es
ella la que modelará a Morelos, la que lo forjará a su imagen y semejanza. De ella, como de la "novia de piedra"
cantada por el poeta, vivirá eternamente enamorado. "Jardín de la Nueva
España", dicen que la calificó antes de morir. Allí hará sus estudios,
definirá su vocación, recibirá sus títulos académicos y obtendrá sus órdenes
clericales. Al tener éxito en su vida profesional, a pesar de encontrarse
ausente, allí, en su amada ciudad, comprará su casa -para conservar sus raíces
emocionales- y hará vivir a su reducida familia. Y más adelante, durante su
época de victorioso jefe de Estado, la proyectará como sede del primer Congreso
Constituyente de la nación. A ella, a esa ciudad, a su Valladolid bien amada
-en sus propias palabras- "volvió y estudió..." ¨ ¨ ¨ |
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Cap. V. La Atenas de América | |||