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XIX. La agitación criolla 1. LA ABDICACIÓN DE CARLOS IV El 20 de junio de 1808, mientras Morelos se encontraba en Valladolid para firmar la cesión de un solar y unos jacales a orillas del río Guayangareo -que tenía en copropiedad con su hermano Nicolás- a favor de su hermana Antonia, se entera de que en la antigua España el pueblo se había amotinado en Aranjuez, el pasado 17 de marzo, determinando no sólo la caída del primer ministro Manuel Godoy sino también, dos días después, la del propio monarca Carlos IV. Su hijo, por consiguiente, el príncipe de Asturias, estaba destinado a empuñar el cetro con el nombre de Fernando VII. No concede a la noticia gran importancia, pero sonríe con ironía, pues esto significa que, en breve, sin duda ese mismo año, las autoridades de la Nueva España serán sustituidas por otras. Siempre había sido así. Mientras en la península la regla de los últimos tres siglos había sido simple: muerto el rey, viva el rey; en América, en cambio, era un poco más elaborada: muerto el rey o modificada su voluntad, nuevo virrey y, con él, nuevas autoridades civiles y eclesiásticas. Por otra parte, no dejaba de ser ilustrativo que ahora en España, como en 1789 en Francia, el levantamiento del pueblo hubiera sido el factor determinante, no de un cambio de gobierno, pero sí del derrocamiento del monarca. Después de llevar a cabo sus diligencias en la ciudad, Morelos regresa tranquilamente a su curato. La vida cotidiana de la Tierra Caliente sigue transcurriendo sin mayores contratiempos hasta que el 14 de julio siguiente se entera de que tanto el príncipe de Asturias, que se creía iba a ser el futuro Fernando VII, como su padre Carlos IV, habían abdicado la corona desde mayo anterior en favor de Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, y de que éste había nombrado a Joaquín Murat, gran duque de Berg, como lugarteniente general del reino. Luego entonces, las Españas -la antigua y la nueva- ya no tenían rey español. A pesar de la lejanía con las grandes urbes, Morelos constata que la reacción de peninsulares y americanos ante este acontecimiento es desigual. Los dirigentes europeos del Estado colonial se muestran aturdidos y confusos. ¿Qué hacer? Teóricamente no tienen más que dos soluciones, pero ambas llenas de riesgos. La primera es la de rendir obediencia al nuevo gobernante francés, como lo han hecho en España las propias autoridades; pero saben que loscriollos jamás lo aceptarán y que la fuerza real de la nación americana reside en los criollos. La segunda, más patriótica, consiste en negarse a reconocer dominación alguna extranjera y recibir el apoyo de los criollos; pero si Napoleón ha acabado con España misma, no hay razón para suponer que no lo haga con la Nueva España. Pulsan los peligros. Aceptar la soberanía del emperador de los franceses es enfrentarse a un levantamiento interno, local. Rechazarla, exponerse a la ira del corso. Al fin de cuentas, el virrey don José de Iturrigaray y el Real Acuerdo (junta de oidores y el alcalde del crimen), todos peninsulares, deciden no tomar ninguna decisión. Según el acta del 15 de julio, resuelven únicamente "conservar a la colonia en estado de defensa, por lo que pudiera sobrevenir". En el obispado de Valladolid, lo mismo en Dolores que en Tuzantla, en Churumuco que en Nocupétaro, se hacen comentarios en voz alta sobre la inseguridad en que se encuentra el virrey Iturrigaray. Es una cuestión de lógica formal. No habiendo rey en España, no tiene por qué haber virrey en la Nueva España. Hasta los recónditos lugares que recorre Morelos a lomo de bestia resuenan igualmente los acentos del estremecedor discurso que, en nombre del ayuntamiento de la ciudad de México -en nombre de la nación- pronuncia el regidor don Juan Francisco de Azcárate, en el que asienta que la Nueva España ha difícilmente tolerado en estos últimos tiempos la dominación de los españoles, pero nunca permitirá que la dominen los franceses. "Esta preciosa perla que adorna la corona de España -diría Morelos en esos días- no dará en la de Napoleón". La nación americana es de los americanos. De nadie más. Los criollos proponen que la majestad del monarca sea provisionalmente reemplazada por la de un congreso nacional compuesto por representantes de las ciudades y villas del reino de la Nueva España. 2. EL GOLPE DE ESTADO Pero sobreviene lo inesperado. La "preciosa perla" americana, aunque no llega a adornar la corona de Napoleón y deja de hacerlo en la de los reyes de España, le es arrebatada a los americanos por los peninsulares residentes en la Nueva España. El virrey y el ayuntamiento de México, a pesar de sus diferentes motivaciones políticas, habían coincidido en evitar que el reino cayera en poder de Francia, de cualquiera otra potencia, incluyendo a la España ocupada, así como en confiarlo en "sagrado depósito" a un Congreso Nacional, para que lo devolviera éste en su oportunidad al "legítimo soberano". No habían infringido en ello la más mínima disposición legal en la materia. Al contrario, se habían apoyado en la ley para fundamentar su posición. Sin embargo, sus personas y derechos acababan de ser brutalmente atropellados. Perdida por los oidores la batalla legal frente a los miembros del ayuntamiento de México, aquéllos recurren a la violencia. Y en lugar del Congreso, como el "ladrón nocturno", durante la madrugada del 15 al 16 de septiembre de 1808, y "en nombre del pueblo" -tesis que adoptan a pesar de haberla declarado previamente herética-, descargan el golpe de Estado. Conducidos por el hacendado Gabriel de Yermo, que se puso a la cabeza de 300 peninsulares armados, arrestaron, depusieron y deportaron al virrey Iturrigaray y a su familia. También detuvieron a los miembros del ayuntamiento de México que habían destacado en estos acontecimientos: los licenciados Francisco Primo de Verdad y Ramos, y Juan Francisco de Azcárate, ambos regidores; el abad José Guadalupe de Cisneros, el canónigo Mariano Beristain, el licenciado José Antonio de Cristo y el mercedario peruano y asesor del ayuntamiento Melchor de Talamantes. Los europeos nombraron virrey sin ninguna formalidad ni derecho al anciano mariscal de campo don Pedro Garibay, y dieron a conocer los hechos consumados, no al "reino" de la Nueva España sino a "la colonia", término despectivo que usarían de más en más. En lo sucesivo, a falta de rey, Su Majestad sería, no el Congreso Nacional propuesto por los miembros del ayuntamiento de México y convocado por el virrey depuesto, sino el puñado de conspiradores que había dado el golpe político. La soberanía sería ejercida por los representantes de la oligarquía europea radicada en México, no por los de la nación. Iturrigaray había llegado a la Nueva España en 1803 por nombramiento de Carlos IV. Favoreció la expansión de la industria minera, en especial la de Guanajuato; organizó el ejército para repeler cualquier agresión exterior, e inauguró con gran solemnidad la estatua ecuestre, en bronce, de Carlos IV, rey conocido por sus notables limitaciones, a la que maliciosamente el pueblo empezó a llamarle "el caballito", sin saberse de fijo si en referencia a la noble bestia o al que la montaba. Después del golpe,Iturrigaray sería deportado a España como reo de alta traición; pero la causa sería sobreseída a consecuencia del decreto general "de olvido" aprobado por las Cortes en 1810. En cambio, sometido por ley al juicio de residencia, se le encontraría culpable del delito de peculado y sería condenado a pagar la suma de medio millón de pesos aproximadamente, aunque por entonces, en 1824, ya había fallecido. El licenciado Verdad sería encontrado muerto en su celda el 4 de octubre de 1808. El licenciado Azcárate viviría tres años en ella, y al salir, se retiraría de los negocios públicos, hasta 1821. A Talamantes se le confinaría primero en la prisión del arzobispado y luego en las cárceles secretas de la Inquisición. Se le hacen 120 cargos, a todos los cuales responde prolijamente. Al iniciarse la época de los grandes calores y, con ellos, la de las letales epidemias, se decide enviarlo a España -en abril de 1809-, encerrándosele en las mazmorras de San Juan de Ulúa, en donde contrae la fiebre amarilla y muere. El 16 de septiembre de 1808, al regarse rápidamente la noticia en todos los confines del reino de la Nueva España, se detiene en seco el primer proyecto nacional americano. Este brutal acto político demuestra a la intelectualidad americana que la soberanía no reside en el rey, ni en Fernando VII, ni en la nación, ni en el pueblo, sino en los peninsulares residentes en México. A partir de ese momento se constata que en política no basta con tener la razón, el derecho o el voto de la mayoría para hacer avanzar un proyecto nacional; es necesario contar, sobre todo, con la fuerza... 3. VEINTE PESOS PARA FERNANDO VII El 30 de septiembre Morelos celebra en Nocupétaro con su pequeña familia -su mujer, cualquiera que ésta sea, y su hijo-, así como con algunos amigos sus 43 años de edad. El 15 de octubre siguiente, su hermana Antonia da a luz a su hija María Teresa. Al visitarla en Valladolid, por esos días, ¿oye y hace algunos comentarios sobre la situación política? ¿Critica abiertamente el golpe de Estado? Después, al regresar a Nocupétaro, ¿pone al corriente de los últimos acontecimientos "a sus más devotos feligreses"? Sea lo que fuere, su fervor monárquico, nunca demasiado ardiente, se enfría súbitamente. Unas semanas atrás, durante los meses de agosto y septiembre de 1808, imbuido de sentimientos patrióticos, había enviado a la mitra de Michoacán, a solicitud de ésta, algunas contribuciones en efectivo para que, sumadas a otras muchas del mismo obispado y del reino en general, se remitieran a la antigua España para "la libertad de nuestro soberano". En octubre y noviembre, después de enterarse del golpe de Estado, cambia su actitud. En diciembre de ese fatídico año, la mitra de Valladolid gira una nueva circular a todos los curas de su jurisdicción exhortándolos a realizar "francamente" sus donativos, para contribuir "en el éxito de la presente guerra (en la que) se compromete la religión, la iglesia, la libertad de nuestro soberano, la gloria de la nación y la felicidad de la patria". El cura de Carácuaro no cree que esté comprometido nada de lo expuesto, sino -si acaso- la libertad de "nuestro soberano", e incluso esto mismo es discutible. A Fernando nadie le ha arrancado la corona ni lo ha depuesto por la fuerza. El se la ha entregado voluntaria y libremente a Napoleón, y ha marchado a Francia a ponerse bajo su protección. No ha tenido la dignidad ni el coraje de defender su trono. Todo mundo sabe que entregó sus reinos -sus instituciones, sus pueblos, sus tradiciones y sus leyes-, al déspota extranjero; peor aún, que le cedió sus habitantes como si fueran ganado, "como un rebaño de ovejas", según lo declararía Morelos en el tribunal. En cualquier otro país, en cualquiera otra época, en cualquiera otra situación, a un gobernante así se le juzga por traición a la patria. En cambio, aquí y ahora, el pueblo lucha por él, por su dignidad, por su corona, por sus derechos. Y él, en Nocupétaro, ¿tener qué sumarse a este movimiento que, en el fondo, le repugna? En el tribunal, al ser acusado de traidor a la patria, replicaría que el traidor había sido el rey. El acusado se convirtió en acusador. En todo caso, el requerimiento de fondos que le ha hecho su amigo, el doctor don Juan Antonio de Tapia, gobernador de la mitra, lo contesta el 30 de diciembre de 1808 con un lenguaje suave y obsequioso, en consideración al amigo, pero hasta el grado en que las circunstancias lo permiten. Le dice que "movido de las críticas circunstancias en que se halla nuestro soberano", le remite treinta pesos: diez de su ayudante -el cual tiene escasamente un año de haber llegado a Nocupétaro- y veinte de él. Para nada hace referencia, por cortesía a su superior y amigo, a los supuestos riesgos en que se encuentran religión, iglesia, gloria de la nación y libertad de la patria. Personalmente considera que nada de lo expuesto está en peligro y que tales valores se han invocado únicamente para justificar el pedimento. Pero para dulcificar lo exiguo de su donativo, explica que se queda "con el sentimiento de no contribuir con las cantidades que otras veces", por hallarse todavía endeudado en la construcción de su cementerio, "que -dice orgullosamente- estoy concluyendo de mi bolsillo". Le da a entender, por consiguiente, que es más importante hacer una obra en beneficio de su pueblo, como el cementerio, que enviar dinero a un monarca que no tenía derecho a recibirlo, y aunque lo tuviera, no lo recibiría. Más tarde declararía que la América estaba enterada de que los caudales enviados a la Junta de Sevilla "no se han invertido en otra cosa ni han servido más que para aumentar el lujo de los vocales y hacer presentes a Napoleón, y no para los gastos precisos de la justa causa". Por lo pronto, para suavizar el efecto que producirá su enjuta ayuda, ofrece "trabajar cuanto pueda el miércoles de ceniza, en que se revisan cuentas, a fin de ver lo que se pueda avanzar para la contribución de tan grave necesidad". Y aunque presiente que ya no dará aportación alguna promete, eso sí, "estar pronto a sacrificar mi vida por la católica religión y libertad de nuestro soberano". Tal es, pues, el valor que da a "las críticas circunstancias" en que se halla el rey: diez pesos de su ayudante, veinte pesos de él, y un puñado de vacuas promesas...
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