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José Herrera Peña

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X. EL IDILIO PROHIBIDO

1. BRÍGIDA Y EL TEMPLO

Nunca será más infeliz, más desgraciado y más dichoso que en esta etapa de su vida. Un día (1800), el maduro sacerdote de 35 años de edad descubre su imagen en los grandes y soñadores ojos negros de una joven doncella; una niña hermosa, de largos, negros y sedosos cabellos y sinuoso cuerpo bien proporcionado. Se llama Brígida. Tiene a lo sumo 15 ó 16 años de edad.

¿Quién es ella? María Brígida Almonte todavía vive en el recuerdo de sus habitantes. Hay una tradición en la Tierra Caliente que la hace ser hija de un hacendado. Pero, consultados los archivos, no hay ninguno de ellos en el curato que se apellide Almonte. Tampoco ningún mayordomo de una de las haciendas. O algún ranchero apellidado así. Nadie.

En cambio, en el censo de 1802, aparece una rancherita, doncella, llamada Brígida Montes, hermana de Clara Luisa e hija de Tomasa Plácida. ¿Esta Brígida es la nuestra? ¿La conoce el cura al levantar el padrón de sus feligreses? ¿Es entonces cuando encuentra su dulce mirada por primera vez? ¿Es así como empieza a agitarse su atribulada alma solitaria? ¿Es ella la que le arrebata despiadadamente el corazón...?

El nombre de Brígida Montes sigue apareciendo en todos los padrones sucesivos hasta 1809. Luego desaparece. Si ella es la nuestra, la tradición de la Tierra Caliente no tiene ningún fundamento. Debe pensarse que, en este caso, Morelos disfrazó por prudencia el nombre de Montes por el de Almonte y que incluso la siguió registrando como presente -como viva- a pesar de estar ya ausente -muerta-, porque siempre estuvo viva en su propio corazón. Y si no es ésta, María Brígida Almonte, la dulce doncella, seguirá envuelta en el misterio.

En todo caso, Brígida es la Tierra Caliente, su gloria, su sensualidad, su belleza. El agitado cura deja a un lado las epístolas y los evangelios, y se remite -quién lo duda- a la lectura del Cantar de los Cantares, “el más bello poema de Salomón”. Embriagado de amor, pero luchando en sus noches de insomnio contra tal sentimiento, tropieza con estas frases: “Quita tus ojos de mí, porque me hechizan”. Ella no es como las otras, no; ella es diferente. “Ella es única, perfecta”. ¿Quién es ella? “¿Quién es la que calla como la aurora, hermosa como la luna, brillante como el sol, terrible como las cosas insignes?”

Ella es la Tierra Caliente convertida en carne, forma y luz; la Tierra Caliente que vive, alienta y palpita en Brígida. Ella es Brígida: qué dulce su nombre, que grandes sus ojos, que tersa su piel, que tiernos sus labios, que bello tormento.

Así se enamora perdidamente como un niño, como un adolescente, como un hombre. Y lucha contra este amor prohibido e imposible. Una cálida tarde de ese doloroso año de 1800, al pasear por las orillas del pueblo de Nocupétaro -su nueva residencia- con un libro de teología entre las manos, el cura se detiene cerca de la vieja iglesia y escoge un buen terreno “de 120 varas de oriente a poniente -dice-, y 110 de sur a norte”.

En lugar de luchar contra su amor, lo canalizará a las cosas sagradas. Allí, en ese terreno, decide levantar un templo. Será un monumento al amor. Estará dedicado a ella, cuyo magnífico cuerpo es también un templo de Dios. La iglesia de Nocupétaro la concluirá en 1802. La hará con el apoyo de los fieles; pero "lo más -dice-, de mi propio peculio". Y agregará, sin falsa modestia: después de la de Cutzamala, "es la mejor de la Tierra Caliente".

 2. EL IDILIO Y SUS FRUTOS

María Brígida, atraída por la fuerza espiritual y la simpatía del hombre al que ha provocado, vence los resquemores del cura y termina por entregársele. Extraño y dulce romance ese. "¡Qué hermosa eres, compañera mía; que hermosa eres: tus ojos son como palomas!" El cura hojea los poemas bíblicos que reflejan sus actos y emociones. "Tus caricias son mejores que el vino. Tus labios destilan néctar". En sus ausencias, ella musita: "En mi cama, a lo largo de la noche, busco a aquel que amo. Lo busco -concluye el cántico-, pero no está allí".

No hay más que leer los fragmentos de algunos poemas -leer en nuestra propia vida- para imaginar la fuerza del secreto idilio prohibido. En el poema llamado "la felicidad de ser amada", ella dice: "Yo pertenezco a mi amado y su aliento es mío. Ven, querido mío, vayamos al campo: allí te daré mis caricias". Y en otro, titulado "el amor es tan fuerte como la muerte", el coro -el pueblo de Nocupétaro- se pregunta: "¿Quién es la que sube del desierto apoyándose en su amado?"

El 15 de mayo de 1802, día de San Juan Nepomuceno, nace el hijo de María Brígida y de José María. Este niño, fruto del amor, es la expresión de sus mas profundas emociones. Ella tiene 16, quizá 18 años de edad, a lo sumo; él, más de 37. Bautiza al niño con el nombre del santo del día en que nace -San Juan Nepomuceno- y le da como apellido el de la madre, es decir, el de Almonte.

Morelos es juez eclesiástico. Tiene a su cargo el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones de su jurisdicción. Bautiza a su hijo con el nombre de Juan Nepomuceno Almonte y entierra a su mujer Brígida. Sin embargo, por un contrasentido de la historia, las partidas de nacimiento y defunción correspondientes -esos registros tan queridos para él- se perderán. No se conocen.

En todo caso, el cura, en una de sus visitas a Valladolid, confiesa su falta al obispo San Miguel -tampoco hay ninguna duda-, al que falta un año para morir. ¿Se limita éste a bajar pensativamente los ojos y a menear tristemente la cabeza? ¿Dios es amor? ¿Lo perdona? ¿Le da un último consejo? ¿Algo así como que, ya que no ha podido ser ejemplo de virtud, tampoco lo sea de escándalo? ¿Le recomienda que mantenga su pecado en secreto...?

¿Y Brígida? ¿Muere a consecuencia del parto? En aquel tiempo, sobre todo en la época de los tremendos calores de la Tierra Caliente -durante los cuales tiene efecto el alumbramiento- una leve infección basta para acabar con una vida. Su nombre se disuelve como el humo en el viento. Morelos la reporta difunta en el tribunal del Santo Oficio, sin revelar cuándo, ni cómo ocurrió el deceso. Si esto es así, la Brígida de los censos no es la del cura, porque aparece hasta 1909. Y si lo es, continuó inscribiéndola como viva -para él nunca murió- hasta que salió del curato.

¿Cómo era ella? Lemoine nos da la clave para imaginarla. Obsérvese el rostro de Juan Nepomuceno Almonte y se descubrirá, en cierto modo, el de Brígida. 

"El retrato -dice Lemoine- es, en efecto, de lo más interesante: pose no estirada ni solemne, ojos grandes, mirada profunda, boca sensual, pelo negro y quebrado, tipo acriollado con un toque indígena que le imprime originalidad, expresión de agudeza animada con una leve sonrisa. La mujer debe haber sido atractiva -prosigue- y no sólo en su aspecto físico. Después de muerta, la recordaría toda su vida, quizá porque en el hijo de ambos viera reflejada su imagen, reproducido el carácter, revividas aquellas motivosas señas de identidad que yacían, descarnadas, en el pobre y desmantelado camposanto".

¿Y Juan? ¿Juan Nepomuceno? A partir de su nacimiento, su padre se hará cargo de él y le transferirá el inmenso cariño que sintiera por su madre. Lo llevará a todas partes consigo, incluso a la guerra. Y le otorgará en Cuautla las insignias de capitán -a instancias de sus hombres- por su arrojo y valentía.

Hay quien ve en estos actos signos de nepotismo. Imposible negar el cargo; pero hay algo más. La escena, que hasta hace poco tiempo era difícil de comprender y parecía conceder razón a la crítica, parécenos ahora mucho más cercana, comprensible y familiar, sobre todo al observar en las pantallas de televisión los reportajes que se han hecho sobre las batallas de los países del tercer mundo, en las que aparecen niños de diez a doce años marchando, con la metralleta bajo el brazo, a la vanguardia de pelotones formados por hombres hechos y derechos. Yo los alcancé a ver personalmente en las montañas de Nicaragua. Ha dejado de ser extraño, pues -al menos para mí-, sorprender a Juan Nepomuceno Almonte con el grado de brigadier, al mando de cuatro coroneles -uno de ellos clérigo- dando su voto a favor de su padre, en Chilpancingo, en 1813, para ser electo generalísimo.

3. MONUMENTO AL DOLOR

Así como el surgimiento de su amor lo hiciera concebir y levantar un templo -el de Nocupétaro-, de la misma manera el fallecimiento de la mujer amada lo hará proyectar allí mismo un cementerio, monumento mortuorio para perpetuar su memoria.

Lo empieza a construir al lado de la nueva iglesia. Con tristeza pero con alegría. Con esos sentimientos entremezclados que hacen a la gente sonreír mientras brilla en sus ojos una lágrima. Queda "tan sólidamente construido y tan decente -dice Morelos- que, sin excepción, no hay otro en la Tierra Caliente y pocos en la Tierra Fría".

Tarda en concluirlo; pero no lo deja a medias: "le estoy poniendo hoy mismo -escribe en 1809- las últimas almenas a la puerta del Sur". Alrededor del cementerio hace gravitar su vida sentimental, familiar y social. Al Oriente, edifica la casa del campanero y sepulturero. Al Poniente, su propia casa curial. Al Norte, la del sacristán. Y al Sur, quedan las dos iglesias, la vieja y la nueva, una en cada esquina. Una para los vivos. Otra para los muertos. La primera la usa como depósito de cadáveres. La segunda, como centro de reunión. Todo, dentro del área que trazara a su llegada.

Por eso se indigna al recibir una orden circular de la Mitra vallisoletana, en octubre de 1808, en la que le transcriben instrucciones del soberano. Le señalan, en efecto, que para atender a los muertos en función de los vivos, debe construir en su curato un cementerio extramuros del pueblo y de acuerdo con ciertas normas sanitarias. La contesta secamente diciendo que en su curato no hay más muertos que los muertos de hambre, y que éstos lo que necesitan es comer, no un nuevo cementerio.

No puede obedecer la orden, "así por el corto número de individuos que viven en los pueblos como por la pobreza de éstos, la de todo el vecindario, y ninguna renta de fábrica especial. Pues es tan corta la de este curato -recalca- que no alcanza ni para los gastos anuales y peculiares de él".

Pero si la obra "ha de salir de las cajas reales o de otras rentas"; es decir, si ha de ser financiada por otras instancias, por la Mitra o por la propia Corona, sugiere que le permitan dar a esos fondos un uso más productivo; "pues, señor -dice sin modestia-, insensiblemente y sin noticia, ya he ejecutado yo esta benéfica determinación".

No necesitó de las reales instrucciones para realizar la obra. La había empezado desde hace años. Piensa en Brígida. La siente. No sólo un cementerio sino también un templo. Lo que procede, por consiguiente, al menos en su caso, es "mandar poner en el número este cementerio, previa visita y demás pruebas que necesarias sean, como uno de los construidos conforme a la soberana determinación".

4. MUJERES, MUJERES, MUJERES

Tuvieron que transcurrir seis años para que, a los 43 de edad, sintiera el cura -otra vez- un doloroso vuelco en su corazón. Otra mujer. No se sabe quién es. Lo único que se sabe es que tuvo una niña en 1809. Madre e hija quedarán también para siempre envueltas en el misterio. Timmons, Herrejón y otros creen, sin ninguna base, que la madre sigue siendo Brígida. Quién sabe...

Y a fines de 1812 o principios de 1813, en el apogeo de su gloria militar -a la edad de 48 años-, el general Morelos conocerá a otra graciosa damita en la ciudad de Oaxaca, llamada Francisca Ortiz, Pachita, con la que tiene un hijo que nace en esta ciudad, en 1814, al que la madre da el mismo nombre que su padre así como su propio apellido. El niño, pues, se llamará José Ortiz.

 -"¿De qué edad son los dos hijos que tiene? -preguntaría el Inquisidor Flores, creyendo que eran de una sola madre.

-"El primero -respondería Morelos- tiene trece años, y el segundo, uno".

-"¿Los hubo en matrimonio o fuera de él?" -el inquisidor.

-"Ambos los tuvo fuera de matrimonio -respuesta-, porque no fue casado".

-¿Quién es su madre...? -el inquisidor piensa que se trata de una sola mujer.

-"El primero lo tuvo con Brígida Almonte, difunta, y el segundo con Francisca Ortiz, que aún vive".

Silencio profundo. Asombrados, los inquisidores Flores y Monteagudo abren los ojos y se miran entre sí. El inquisidor Flores se aclara la voz. Brígida había muerto. Ya no importaba.

-¿Dónde vive Francisca? -pregunta.

-"Vive en Oaxaca" -respuesta.

-¿De estado casada o soltera? -pregunta.

-"De estado soltera" -respuesta.

-"¿Dónde están los hijos que tiene?" -pregunta.

-"El mayor lo despachó a estudiar en junio de este año a los Estados Unidos, y el menor tiene un año. Y está con su madre" -respuesta.

-¿Por qué a Estados Unidos? ¿No acaso reina allí el tolerantismo de religión? -Los inquisidores escandalizados.

-"Por no haber colegios entre ellos. Envió a su hijo con el licenciado Herrera y con el licenciado Zárate, enviados por la Junta (el Congreso) a buscar auxilios; pero encargándoles mucho que no lo dejaran extraviar" -responde Morelos.

El promotor fiscal del Santo Oficio -su acusador-, igualmente escandalizado, lo calificó de libertino. "Lejos de llevar una vida virtuosa -dijo-, sus costumbres se indican bien en su ingenua confesión de que tiene dos hijos, uno de trece y otro de uno".

Morelos respondió que "no ha negado la verdad ni tiene más qué decir". Ese fue el momento en que agregó, para mayor escándalo del tribunal, que había hecho referencia a sus hijos, no a sus hijas, y que "le ha quedado el escrúpulo de que sólo ha declarado a dos hijos, teniendo tres, pues tiene una niña de seis años, que se halla en Nocupétaro".

El inquisidor Flores ya no soportó más. No le preguntó quién era la madre de la niña ni cuál el nombre de ésta. Si hubiera sido niño, quizá; pero, ¿a qué honrado inquisidor podía interesarle un ejemplar del inferior sexo femenino? Allí quedó el asunto, para intriga y curiosidad de las generaciones venideras.

Y ya que se está en el tema -mujeres, mujeres, mujeres-, el 13 de febrero de 1812, en plena gloria de su carrera militar, apareció en Puebla una señora llamada Ramona Galván y declaró haber tenido un hijo de Morelos el 5 de septiembre de 1808, en Nocupétaro, bautizado con el nombre de José Victoriano; siendo sus padrinos Juan Garrido y María Antonia, la hermana del cura. Según ella, el niño había quedado al cuidado de un cuñado de Antonia llamado José María Flores, residente en Guanajuato.

Todos los datos concuerdan; todos, menos uno, el de la paternidad. Es cierto: mater certa, pater semper incertus. Se puede saber con seguridad quien es la madre, no el padre. Sin embargo, si Morelos hubiera sido efectivamente el padre de este niño, no habría tenido ningún empacho en reconocerlo. No siéndolo, no tenía por qué hacerlo.

Y no lo hizo.

5. CENSURABLE PERO NO ESCANDALOSO

De nada valen críticas o justificaciones sobre la vida privada del general, ni siquiera del cura. Su censura la hizo, en su época, el tribunal del Santo Oficio. Su defensa, el propio acusado.

El sabía que, según el Concilio de Trento, nada instruye más, para bien o para mal, que el ejemplo. Sabía que al ministro del culto se le observa, se le imita, se echan los ojos sobre él como sobre un espejo; por lo que su conducta, o edifica o escandaliza.

Pero sus relaciones amorosas fueron tan discretas, que aún hoy nada sabemos sobre Brígida, menos sobre la madre de la niña, y muy poco sobre Francisca. Fue sumamente cuidadoso con sus relaciones personales. Las supo envolver en un halo de misterio.

El cura era serio, mesurado, prudente, responsable y trabajador. Todo mundo lo sabía. Era un buen ejemplo. No era dado a los vicios ni a los placeres vulgares. No bebía, ni jugaba, ni vagaba en las plazas públicas, ni iba a los banquetes, ni tenía barraganas. Nadie supo que se enamoró. Y los pocos que lo supieron no sólo respetaron ese sentimiento y la relación que surgió como consecuencia, sino incluso contribuyeron a mantener ésta en secreto. Después de todo, el cura no era un degenerado ni un vicioso; pero tampoco un santo. Era simplemente humano. Quizá, demasiado humano.

Además, el maduro sacerdote no había forzado a nadie, ni a ella, ni a su familia, ni a su comunidad. Al contrario. Ella lo había aceptado como era, arriesgando que su alma fuera torturada en los infiernos por cometer el llamado sacrilegio, antes que dejarlo solo. Su mundo también aceptó este amor intuyendo que era legítimo. Dios es amor. No hubo aplausos, por supuesto; pero tampoco crítica, ni censura y menos escándalo. En todo caso, no hubo quejas. Los vecinos y feligreses aceptaron su vida y sus relaciones tal como eran y, por la discreción con que las llevó, los pocos que las conocieron pronto dejaron de hablar de ellas.

El hombre, por su parte, ni se envaneció ni se humilló. Se mostró satisfecho de su vida personal, sin enorgullecerse pero sin avergonzarse. No se jactó ni se arrepintió de nada. Ante el tribunal del Santo Oficio reconoció "que sus costumbres no han sido edificantes" y se apresuró a agregar: "pero tampoco escandalosas".

Se vio obligado a separarse de su hija debido a las circunstancias, no a su voluntad. Tenía apenas un año cuando partió de Nocupétaro. Imposible llevarla a sus campañas militares. Su último hijo, José, ni siquiera lo vio nacer en Oaxaca mientras él desmantelaba la fortaleza de Acapulco. Y por lo que se refiere a su primogénito, procuró darle lo mejor que tuvo, a pesar de los peligros que lo acecharon en muchos combates. Aún en las difíciles y dramáticas condiciones de guerra, la discreción fue su norma: "El muchacho no era tenido por mi hijo -declaró ante el Santo Oficio- aunque en realidad lo era".

Hubiera querido que se educara en un buen colegio de la nación liberada, no en los cuarteles ni en los campos de batalla; pero "el tener el enemigo siempre al frente" se lo impidió. Hasta que, al cumplir Juan Nepomuceno doce años de edad -mayo de 1815, seis meses antes de su captura- lo envió a los Estados Unidos a estudiar.

Haber tenido un hijo, a juicio del fiscal del Santo Oficio, no fue tan censurable como enviarlo a este país "en donde reina el tolerantismo de religión, lo que deja inferir los sentimientos del reo, de que su pobre hijo estudie los libros corrompidos y se forme un libertino y un hereje, capaz de llevar a cabo un día las máximas de su sacrílego padre".

Morelos no agregó ningún otro comentario. Ya había declarado que lo había encargado a sus amigos. "No tengo más qué decir", respondió. El tribunal condenaría a "sus tres sacrílegos hijos a las penas de infamia y demás que imponen los cánones y leyes a los descendientes de herejes..."

6. JUAN NEPOMUCENO ALMONTE

Ser general brigadier durante la niñez -como don Juan Nepomuceno Almonte- es un pesado honor que hay que cargar toda la vida. Sin embargo, la nación lo ayudaría a hacerlo más liviano. Las diversas facciones políticas que protagonizaron el drama histórico del siglo XIX se disputarían sus servicios y el emperador Maximiliano lo colmaría de distinciones. Condenado, pues, por la Inquisición a ser infame, sacrílego y amargado, resultó ser relativamente mimado y consentido. Fue, al mismo tiempo, el símbolo más trágico y desgarrador del México de la primera mitad del siglo XIX.

Permaneció en Nueva Orleans hasta 1820 bajo la dirección de José M. Herrera, quien lo hizo concluir sus estudios. A su regreso a México vió fríamente los sucesos que condujeron a la independencia, como lo hiciera Verduzco -el colega de Morelos- y probablemente su mentor Herrera. Al coronarse Iturbide emperador de México volvió a los Estados Unidos. Caído el Imperio regresó a México.

La República Federal le reconoció el grado de teniente coronel al antiguo brigadier de la independencia. Luego, con el grado de ayudante general del Estado Mayor General, inició una brillante carrera diplomática y representó a México ante diversos países del mundo. Primero, como secretario de la Legación Extraordinaria en las repúblicas sudamericanas, incluyendo al imperio del Brasil, y después, en 1824, como secretario y encargado de negocios de la Legación en Londres.

En 1830 formó parte de los amigos y aliados de don Vicente Guerrero, ex-soldado de su padre. Fue una de las mentes más lúcidas del partido liberal. En 1834 se le nombró comisario para la demarcación de límites entre México y los Estados Unidos. En 1835, aceptado en el ejército de operaciones sobre Texas, participó en el ataque de El Álamo, así como en la acción de San Jacinto, en donde fue hecho prisionero. Obtuvo su libertad en 1836. En 1837 desembarcó con Santa Anna en Veracruz en un barco de guerra norteamericano.

En 1839, con el grado de general brigadier -el mismo que alcanzó en la guerra a los doce años- es enviado extraordinario en Bélgica; pero el Presidente Anastacio Bustamante lo hace regresar al país como ministro de Guerra y Marina; cargo que ocupa hasta 1841. Crea la infantería ligera y la comisión de estadística militar. Cuando se firman las Bases de Tacubaya se niega a salir desterrado, por lo que es confinado a un cuartel de Tehuacán. Aquí establece el alumbrado público y un gabinete de lectura.

En 1842 actúa como representante de México ante los Estados Unidos de Norteamérica. Además de un excelente inglés, domina el francés, lengua de la diplomacia universal. El embajador Almonte no permite que los Estados Unidos intervengan en el asunto de Texas; pero al aprobar éstos su anexión, pide de inmediato sus pasaportes y vuelve a México. El General Paredes, triunfante en la revolución de La Ciudadela, lo designa ministro de Guerra y Marina del 5 de enero al 20 de febrero de 1846. Partidario de la guerra contra Estados Unidos, vuelve a ocupar el ministerio de Guerra del 28 de agosto al 23 de diciembre de 1846. Organiza las guardias nacionales y procura auxiliar a Veracruz, bloqueada por los norteamericanos, en septiembre de 1846.

Ministro de Hacienda por breves días -del 11 al 22 de diciembre-, rehúsa firmar la Ley de Manos Muertas que expropia los bienes de la Iglesia, por sentirla inoportuna en esos momentos y propiciar la división. En cambio, ve con dolor a su país mutilado a consecuencia de los Tratados de Guadalupe Hidalgo, firmados por los liberales.

Melchor Ocampo, gobernador de Michoacán, se rehúsa a reconocer dichos Tratados. Nunca lo haría. Almonte tampoco. Federalista al principio de su vida política, en 1850 se afilia al Partido Conservador. A partir de entonces comprende que la única forma de contener la expansión imperial de los Estados Unidos es a través de una potencia europea en México. Años más tarde, en 1856, el gobierno liberal de Comonfort lo nombra embajador de México ante la Gran Bretaña y luego ante París, Viena y Madrid; pero así como Comonfort da golpe de Estado y desconoce la Constitución de 1857, el embajador Almonte firma el 27 de abril de 1857 el célebre Tratado Mont-Almonte, invocado por los liberales para declararlo traidor a la patria, por considerarlo incompatible con la dignidad nacional.

Mientras tanto el embajador, al considerar que el Partido Liberal es instrumento de la política norteamericana, apoya a los conservadores durante la Guerra de Tres Años. En este tiempo confirma su idea de que lo único que podrá no sólo restablecer la paz civil en México sino también frenar el expansionismo norteamericano será una intervención europea. Al triunfo liberal huye a Francia, logra asociar a su proyecto a los imperios de Napoleón -Francia- y de José Francisco -Austria-Hungría-, y se convierte en la figura culminante de la trama que culmina con el ofrecimiento de la corona al archiduque Maximiliano de Habsburgo.

A su regreso a México trae consigo las flotas de Inglaterra, España y Francia, y publica un plan político en Córdoba, Veracruz, el primero de marzo de 1862, en el que se proclama Jefe Supremo de la Nación. Su autoridad es desconocida, por supuesto, por el gobierno constitucional de Juárez, y la proclama desaprobada por los representantes de España e Inglaterra. Los franceses, en cambio, lo respaldan, aunque no por mucho tiempo.

Participa en la batalla de Puebla del 5 de mayo al lado de los franceses. El general Forey, designado jefe político y militar de México por su gobierno, lo cesa en sus funciones; pero al ocupar la capital de la nación, la Junta Superior de Gobierno lo designa Regente, en compañía del general Salas así como del obispo Ormachea -por ausencia del señor Labastida- y gobierna el país hasta el arribo de Maximiliano.

Al cederle al emperador el bastón de mando; éste le hace objeto de múltiples distinciones, entre ellas, las de confirmarlo como regente, elevarloa la dignidad de gran mariscal del imperio, y en 1866, nombrarlo su representante diplomático ante Napoleón III para conseguir la permanencia de las tropas francesas en México.

Sus instancias en Europa no tienen éxito. A la caída del imperio se queda en París, en donde fallece el 21 de marzo de 1869, a la respetable edad de 66 ó 67 años, siendo sepultado en el cementerio Le Pere Lachaise.

Alguna vez, hace cinco años, tuve la oportunidad de rendirle visita en su tumba solitaria y abandonada. Y sentí que no debería estar allí sino en México. Habrá sido traidor a la patria; pero fue nuestro traidor. Lo más grave es que no supervivió nadie de su familia que pudiera reclamar sus restos. Y aunque lo hiciera, nadie lo oiría.

Al marcharse a Europa, llevaríase consigo los restos de su padre don José María Morelos y Pavón. Creíase que estaban sepultados en su propia tumba. El ex-presidente Miguel de la Madrid hizo gestiones para abrirla. Al hacerlo, se encontraron sus restos en muy buen estado de conservación, no así los de Morelos. No se sabe hasta la fecha dónde los dejó depositados. Corre la leyenda de que sus legatarios los entregarán a México el día en que éste sea un país libre e independiente...

 

IX. El hombre de la mascada

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