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VII.
Cura del infierno 1.
REGRESO A LA TIERRA CALIENTE Los
próximos doce años -los mejores de su madurez, que corren de los 33 a
los 45 de edad-, el presbítero Morelos se dedicará a ejercer la
profesión para la cual estudiara intensamente los siete años
anteriores. Su
vida, equilibrada y tranquila hasta entonces, da un vuelco inesperado.
Hace a un lado los voluminosos libros de las escuelas y vuelve a
enfrentarse al mundo torturado de la Tierra Caliente. De ella ha venido.
A ella volverá. Al iniciar el descenso de las montañas frescas y húmedas a las ardientes llanuras reverberantes por el sol, dijérase que emprende el de los dantescos círculos del infierno. Ante él surgen los rostros desencajados por la miseria, el hambre, la enfermedad, el dolor y la muerte. Su existencia empieza a parecerse a la de las abruptas, desoladas y martirizadas regiones a las que es enviado, azotadas por la sequía, el calor y la peste. Enterrado
en ese mundo, el tribunal de capellanías dicta sentencia nuevamente en
su contra. Recibe a su madre Juana y a su hermana Antonia en su
inhospitalario curato y las ve entrar en agonía. Queriendo escapar de
la espiral dantesca por la que cae cada vez más profundamente, viaja de
un lado a otro, como desesperado, sin poder salir de ella. Los pueblos,
torturados por la miseria y flagelados por las epidemias, se niegan a su
voz. Cae enfermo una y otra vez, ya de las plagas, ya de sus propios
martirios interiores. Suplica que se le permita elevarse, escapar,
regresar a Tierra Fría para curarse de sus males y continuar sus
estudios. En lugar de oírsele, se le premia con un arraigo. Sigue el
descenso. En
tales condiciones, decide apretarse a la tierra, abrasadora y violenta,
es cierto; pero también sensual y generosa. Se le acerca amorosa,
desesperada, irresistiblemente, como al regazo materno, y procura sacar
de ella su telúrica energía. Observa
a sus parroquianos. Se convierte en uno de ellos. Renuncia a sus
ambiciones académicas -que no intelectuales- y se lanza a la gran
aventura del vivir. Le da cauce a su espíritu de servicio. Además de
sus tareas pastorales, emprende polifacéticas actividades. Se hace
amigo de sus amigos. Tiene socios y compadres. Grandes crisis interiores
sacuden su alma; pero se adapta a la situación y acepta su destino con
todas las implicaciones, consecuencias, satisfacciones y
responsabilidades que éste trae consigo. Finalmente, ocurre lo peor -lo
mejor-: se enamora... De
vez en cuando cae en la melancolía y en sus crónicas enfermedades;
pero sale de ellas gracias a sus intensas ocupaciones, a sus relaciones,
a sus amigos, a sus amores y a sus lecturas. Al final de su vida
parroquial no es rico, pero dista de ser pobre. Ahorra con sistema y
gasta con generosidad. Viaja constantemente, por razones de servicio y
de negocios; pero también para visitar a familiares y amigos. Lee
mucho, más de lo que uno pudiera imaginarse. Se entera de la situación
política del reino e intercambia opiniones lo mismo con sus superiores
que con sus amigos y feligreses. En
la plenitud de su vida recibe, al fin, su deteriorada herencia: aquélla
que fuera disfrutada por su abuelo don José Antonio -por la que luchara
durante 16 años-, cuando ya no la necesita. La nación está agitada y
a punto de tomar una decisión política propia por primera vez en su
historia. Se juega con ella su destino... 2.
CONCURSO PARA LA TIERRA CALIENTE Dice Lemoine que, una vez ordenado, "pescó la primera oferta de una estimable colocación"; pero ni fue estimable, ni se la ofrecieron, ni la pescó. La mitra convocó a un concurso para varias plazas de cura interino en la Tierra Caliente, a la que concurrieron diversos aspirantes, entre ellos, Morelos. Nadie lo premió con un jugoso empleo; luchó por un curato pobre y lo ganó. "Se opuso a los curatos..." declaró ante el tribunal de la Inquisición. El concurso de oposición se lleva a cabo en los últimos días de diciembre de 1797 o en los primeros de enero de 1798, mientras está todavía en Valladolid con motivo de su reciente ordenación. Sin saber su resultado, se despide de su familia y sus amigos, y regresa a Uruapan. Allí está cuando, casi a fines del mes -el 25 de enero de 1798- el obispo San Miguel, de 72 años de edad, ordena que se le notifique su nombramiento como cura interino de Churumuco. Al enterarse de ello en Uruapan, el 31 de enero siguiente, acusa recibo y agradece su designación. Un día después, el 1 de febrero, remite el documento respectivo a su superior. Un
sacerdote no tiene jurisdicción eclesiástica ni cargo pastoral. Un
cura, en cambio -interino o propietario- está a cargo de una feligresía,
de una administración, de un pueblo. Tiene territorio, población,
jurisdicción, autoridad. Morelos acababa de ser ordenado presbítero.
Ahora será cura en una de las aldeas de esa dilatada región de la
Tierra Caliente de Michoacán, que él conoce tan bien. La
comarca de Churumuco, recién descubierta por los españoles, fue
descrita como una zona "de temple muy caliente pero muy sano".
Siglos después, en la época de Morelos, no podía sostenerse lo mismo.
De "muy buen cielo", caía sobre la árida tierra un
sol ardiente, dejándola
"sin árboles -dice la crónica- ni otras sombras, de suelo muy
enjuto y seco". Hacía
pocos años, en 1759, la región había sido arrasada por la súbita
erupción del volcán El Jorullo, y luego, en la época en que
emprendiera su viaje el nuevo cura, flagelada por la peste. Hace
relativamente poco, Timmnons calificó a Churumuco como el "más
caliente y quizá el más miserable de todos los pueblos de Michoacán".
Lo del clima es indiscutible; no así lo de su miseria, ni en esa época
ni en la actualidad. No podría calificarse de próspero, por supuesto;
ni entonces ni ahora, pero tampoco del más miserable, strictu
sensu. Es uno de tantos pueblos pobres de la Tierra Caliente
envuelto, eso sí, por un calor pavoroso e infernal. En
todo caso, Morelos escribe a su obispo, desde Uruapan, que abraza el
cargo "con increíble regocijo", sin dejar de advertirle que
lo hace "aún con sacrificio de su vida"; palabras que de ningún
modo son una hipérbole, ya que existía la posibilidad real de
perderla, y por poco la pierde, como después se verá. En todo caso, la
perderá su madre. Así, pues, que haya "regocijo" de parte
del presbítero en recibir un pobre y abandonado curato, azotado por la
peste, es auténticamente "increíble". Aunque no tanto, después
de todo, si se piensa que era su primer curato -aún en calidad de
interino-; que lo había ganado a pulso frente a otros concursantes, y
que aceptarlo en condiciones difíciles le daba la oportunidad de
demostrar su capacidad de servicio. De allí que dé "repetidas
gracias a Vuestra Señoría Ilustrísima, que se digna elegir pequeños
para empresas grandes". 3.
AGONÍA EN CHURUMUCO Agradecido,
pues, deja las tierras templadas, de buen clima; las montañas boscosas,
los valles floridos, los espléndidos lagos, los frescos manantiales,
las ciudades bien trazadas, los colegios, las casas palaciegas, los
libros, los buenos amigos, las hermosas doncellas, y empieza a
descender, como lo hiciera dieciocho años atrás -a la edad de catorce-
a las comarcas torturadas por los desastres naturales; a la Tierra
Caliente herida por el hambre y la peste; a las dilatadas llanuras
olvidadas por la historia pero nunca por el sol. Toma
rumbo al Sur de Michoacán y desciende por la escarpada sierra volcánica,
de más de dos mil metros de altura, hasta llegar a la cuenca del
Balsas-Tepalcatepec, a menos de cien metros sobre el nivel del mar, de
clima seco y muy caliente. Al
quedar destruido el pueblo de La Huacana por la reciente erupción de El
Jorullo, surgido del llano como lo hiciera el Parícutin doscientos años
después, sus escasos habitantes se trasladaron, unos, a Tamácuaro de
La Huacana, y otros, a Churumuco. Estos dos pueblos pertenecían a la
jurisdicción de Apatzingán. Buena parte de las tierras bajas de
Churumuco están hoy cubiertas por las aguas de la represa de El
Infiernillo, de las que sobresalen los remates de las viejas torres
parroquiales. En
1744 había en el dilatado y seco curato 328 tributarios; en 1789 ya
eran 430, y en 1799 -un año después de haber llegado el cura Morelos-
514. Desde el siglo XVI se habían traído negros para trabajar como
esclavos las haciendas de ganado, azúcar y añil, pero su número,
aunque grande, es desconocido. Por otra parte, en 1744 había en el
curato 104 familias de "españoles" y 327 de castas, que para
1798 -año en que llega el cura Morelos- ya habían aumentado, aunque no
notablemente. Además de lo expuesto, el censo de 1799 registra 927
tributarios mulatos. La población estaba distribuida en 74 haciendas,
63 ranchos y dos pequeños reales de minas. Los
dos pueblos más importantes del curato son Churumuco y Tamácuaro de la
Huacana. El pueblo de Churumuco está rodeado de "cerros melancólicos".
Su vista no puede ser más desoladora. "Es un caserío sin forma de
calles y todo de chozas cubiertas de paja". Lo habitan, según
Lemoine, 144 familias indias y 7 "españolas", sin señalar el
número de mulatos ni de negros. Tamácuaro de la Huacana, por su parte,
no es muy distinto. "Las casas -dice un cronista- son miserables
chozas de tierra con techos de paja, sin orden alguno e interpoladas con
árboles llamados zirandas, capiris y pinzanes; todos de escasa
corpulencia y frondosidad por la falta de agua, que absolutamente
escasea en la estación de secas, hasta el punto de no hallarse apenas
para beber, pues ésta es sólo la que resulta de un ojito de agua de
caudal muy pobre". Después
de recorrer las dos aldeas, el cura Morelos decide sentar su residencia
en la segunda, en Tamácuaro de la Huacana. Al poco tiempo, cae
gravemente enfermo. Su madre, además de enterarse de sus males, recibe
por esos días en Valladolid -según Benítez- la notificación de la
sentencia del Juzgado de Capellanías, Testamentos y Obras Pías,
fallada nuevamente en su contra. La herencia, como se dijo
anteriormente, le sería confirmada a don José Joaquín Carnero, es
decir, al mismo que recientemente la había perdido; el cual, por
cierto, nunca pasaría de la tonsura y fallecería seis años después,
en 26 de marzo de 1804. Al
conocer el fallo, la contrariada señora Pavón difícilmente acepta que
su hijo esté enfermo en su curato y que el tribunal haya resuelto
contra él. El golpe lo siente muy duro. Después de tantos años de
sacrificios y esperanzas; desvelos en los estudios, deudas acumuladas y
una gran paciencia en el litigio, es absurdo y monstruoso que, de
repente, todo se venga abajo. Su hijo la necesita. Empaca sus cosas,
deja su hogar y se lleva con ella a Antonia, aún soltera. Se
ignora a dónde anda el aventurero de Nicolás, su hijo mayor. Doña
Juana y Antonia emprenden el largo viaje hasta los abismos de la Tierra
Caliente. La señora llevará al cura la mala noticia, sí; pero también
su amor, y le brindará la asistencia y atención que nadie mejor que
ella y Antonia son capaces de darle. Y
así, las dos buenas mujeres, de 53 y 24 años de edad, respectivamente,
descienden al pueblo de Tamácuaro de la Huacana durante los agobiantes
calores de 1798. No importan fallos judiciales, ni deudas, ni
frustraciones, ni penas, ni enfermedades. En septiembre, la familia
estará reunida y celebrará el 33 aniversario del nacimiento del cura
Morelos. Sin
embargo, al llegar a su destino, aunque grande es la alegría de esas
mujeres, más fuerte resulta su dolor. El hombre está realmente
enfermo, más de lo que se habían atrevido a suponer. Está postrado,
grave, casi agonizante. La señora doña Juana María, en lugar de dar a
su hijo moribundo la mala noticia del fallo dictado en su contra, le
dice lo contrario, con la sana intención de reanimarlo, mejor dicho, de
revivirlo. Le cuenta que ya es capellán, el cuarto capellán en la línea
de la sucesión fundada por don Pedro Pérez Pavón. Le recalca que ha
ganado no sólo un título testamentario sino sobre todo su dignidad
familiar, puesta en tela de juicio por un juez enfermo, inmoral y
deshonesto. Debe sanar y celebrarlo en cuanto sea posible. A
las pocas semanas del encuentro, el mortífero clima de la región y los
negros humores de la peste también hacen estragos en las recién
llegadas. El cura, debido a su fortaleza física y, quizá, al
entrenamiento recibido durante los diez años de Apatzingán, a pesar de
su delicado estado, resiste los efectos de la plaga. Su madre y su
hermana, en cambio, caen tan gravemente enfermas, que el cura interino
-a pesar de su debilidad manifiesta- decide llevarlas, a mediados de
diciembre, a Pátzcuaro, a Uruapan o a la capital de la provincia. Es
vitalmente necesario respirar la atmósfera sana de la Tierra Fría y
ser atendidos por los médicos. Pero
todo está en su contra. Incapaz de dominar a su nerviosa y asustadiza
cabalgadura, el cura es sacudido por ésta, cae al suelo y queda
incapacitado. Es preciso llevarlo a cuestas y dejarlo nuevamente en su
modesto catre de enfermo. No pudiendo moverse, suplica a algunos de sus
fieles que lleven urgentemente a las debilitadas mujeres a la Tierra Fría. 4.
DESESPERACIÓN EN TAMÁCUARO No
alcanzan a llegar -escribe el héroe- "ni en silla de manos".
Su hermana Antonia, debido a la fuerza de su juventud, empieza a
recuperarse poco a poco en el camino; pero la señora Pavón, abatida
por la edad, por la extraña enfermedad y por la pena que le causara la
adversa sentencia judicial; agotada también por el esfuerzo de mantener
unida a la familia y hacer de sus hijos personas de honor y de bien,
languidece notablemente y se debilita más y más. Es
preciso que las viajeras, acompañadas por los sirvientes enviados por
el cura Morelos, se detengan en Pátzcuaro en casa de los parientes. Trátase
de don Antonio Conejo, el que fuera segundo capellán; padre del
frustrado aspirante de seis años a la capellanía; primo de la señora
Pavón y, consecuentemente, tío segundo del cura. Imposible seguir
adelante. El 30 de diciembre de 1798, un día antes de celebrarse el Año
Nuevo, don Antonio escribe a Morelos, desde Pátzcuaro: "Juana
sigue sin ningún alivio, tanto que el médico ha mandado que se
disponga". Al recibir la nota anterior, que le es enviada a marchas
forzadas, el cura de Churumuco escribe angustiado y desesperado desde
Tamácuaro de La Huacana, el 3 de enero siguiente, una breve y dramática
petición; no a su superior el obispo, sino a su amigo don Santiago Camiña,
secretario del obispado, que refleja su dolor y su impotencia. Quiere
salir de la Tierra Caliente, pero le es imposible hacerlo. Hay
quien asegura que no va a ver a su moribunda madre porque está dedicado
a contar los "reales" que le empieza a proporcionar el pobre
lugar. "Si el cura no desatendió su feligresía en Churumuco para
acompañar a doña Juana en su agonía -dice Lemoine- se debió, entre
otras razones, a la muy imperativa de no disminuir sus ingresos".
Esto es monstruoso. Morelos no es, no ha sido, no será nunca así. Al
acompañarlo en sus años de juventud como labrador, lo hemos visto
desprenderse de su sueldo para que viva su familia, y después,
renunciar a su vida propia y consagrarse “a los estudios” para
satisfacer los anhelos de su madre. Este rasgo de su carácter volverá
a ponerse de manifiesto permanentemente a lo largo de los años. Lo
sorprenderemos renunciando a grandes haciendas de su jurisdicción -y a
un "jugoso" porcentaje de sus ingresos- en función del
bienestar espiritual de sus habitantes; a la herencia de su abuelo don
José Antonio, para que pueda estudiar un primo lejano suyo, el hermano
del capellán Carnero; a la modesta herencia que le legara su madre doña
Juana, para que la disfrute su hermana Antonia; a sus bienes en Tierra
Caliente, para ayudar a dos de sus ahijadas y, de paso, para pagar
deudas contraídas, no por él en lo personal, sino por la Nación -en
nombre de la cual empezó a actuar- o, si se prefiere, por el ejército
insurgente que empezó a formar. Siempre lo veremos actuando con la
misma generosidad y análogo desprendimiento. Es organizado y minucioso,
pero no avaro ni tacaño. Es de noble corazón y mano fácil, no
inhumano. Es, en fin, un buen hombre, no un mal hijo. Ya tendremos la
oportunidad de constatarlo. Si
no puede salir de Churumuco, por ahora, es porque no puede moverse,
literalmente hablando. Desgastado por la enfermedad, debilitado al
extremo por las fiebres y postrado en su catre por un funesto accidente,
es incapaz de hacerlo físicamente. Además, necesita el permiso de su
superior. Este impedimento es lo que lo angustia y desespera. Por eso,
su dramática nota del 3 de enero de 1799 es una de las más dolorosas
de su vida. Suplica a su amigo Camiña que le dé "un destino para
Tierra Fría" con el fin de reponerse de sus males; pero, sobre
todo, para atender a su madre, "que -le cuesta trabajo escribirlo-
está acabando en Pátzcuaro..." 5.
FUNERALES EN PÁTZCUARO La
señora Pavón fallece dos días después, el 5 de enero de 1799, víspera
de la fiesta de los Reyes Magos. Benítez publica un documento que, no
por ser de carácter mercantil -trátase de una factura- deja de ser al
mismo tiempo hondamente conmovedor. Son los gastos -increíblemente
altos- de los funerales de la señora. Es una escueta y fría relación
de cifras cuya lectura estremece. Se inicia con los gastos relativos a
la "mortaja, misa y asistencia". Sigue el costo de "la
caja pintada de negro para sepultarla". Luego, los salarios de
"los que abrieron el sepulcro", de los que "la velaron la
noche en que murió", de los que "llevaron la caja para el
entierro..." No se omiten los precios de los cirios y veladoras que
ardieron estando tendida, y después, enterrada; ni el de la cera que se
consumió en todo ese tiempo, etc. Al
final de dicho papel se anota que el mensajero don Basilio de la Seiba,
que viaja de Pátzcuaro a Tamácuaro de la Huacana para presentar al
cura la cuenta de los mencionados gastos -que suman un total de 167
pesos con seis reales y medio- está igualmente autorizado para recibir
el pago. Dicho mensajero recibe únicamente 160 pesos, no del cura, sino
de un tal "don Juan"; es decir, de uno de los feligreses de
Churumuco, a quien el mensajero otorga el recibo correspondiente. El
"codicioso" cura, pues, no está contando los
"reales" que ha ganado. Ese pobre enfermo, en cama,
paralizado, solo; con todo el dolor del mundo a cuestas por tan
irreparable pérdida, carece del dinero suficiente para pagar la
factura; pide prestado a don Juan, y queda aún a deber siete pesos con
seis reales y medio... Tres
semanas más tarde, mejorado de sus males -pero imposibilitado para
cualquiera otra cosa- reanuda su correspondencia oficial con su amigo,
el licenciado don Santiago de Camiña, secretario del obispo. Le envía
un lacónico informe de sus actividades y, recordando a su madre recién
fallecida, lo firma como "su afectísimo y atento capellán",
creyendo sinceramente serlo, por así habérselo dicho ella. Más tarde
se percatará que no lo es y bajará la cabeza entristecido y apenado.
Su buena madre le había dicho una piadosa mentira para animarlo a
sanar... 6.
QUINCE AÑOS DESPUÉS... El
3 de enero de 1814, el generalísimo, recién derrotado en la batalla de
Valladolid del 21 de diciembre; derrota que le infligieran no sólo los
realistas sino también sus propias tropas -que se batieron entre sí
durante la noche, por error, en las colinas de Santa María, al Sur de
la ciudad- se detuvo en Pátzcuaro unos instantes. El viento del
invierno soplaba con fuerza en todas direcciones. Las violentas lluvias
se habían desatado y hacían difícil la marcha de sus desmoralizados
hombres en retirada. Hacía frío. Apartándose unos momentos del
camino, el generalísimo llegó al cementerio, situado a un lado del
templo de La Salud, y rindió visita a la tumba de su madre, doña Juana
María Pavón. Era necesario detener el avance del ejército realista
que lo venía persiguiendo, y luego, volver a la ofensiva. A la
ofensiva, como siempre lo había hecho. Pero no en Pátzcuaro. En Pátzcuaro,
no. Arrodillándose en el lugar donde yacía su madre sepultada, oró
unos instantes y luego se marchó. Envuelto por el encapotado y gris cielo de la sierra, prosiguió su retirada por los caminos fangosos en los que se hundían las piezas de artillería, cada vez más abajo, con rumbo a la Tierra Caliente. Iba enfermo. Al sentir el tibio aire de Puruarán, ordenó hacer alto. Quizá había cometido un error. Probablemente debió haberse detenido en Pátzcuaro. Al clarear el día 4 de enero, dio instrucciones de que se construyeran fortificaciones en la hacienda de Puruarán para resistir a sus persecutores. Algunos de sus hombres –reunidos en estado mayor- trataron de disuadirlo. No era el momento de presentar batalla en ese lugar, tanto por razones técnicas, de tipo militar, cuanto fundamentalmente por la baja moral de sus tropas, no habituadas a las derrotas. Sin embargo, en opinión del generalísimo, tampoco era posible seguir retrocediendo y entregar al gobierno colonialista la frontera de la Tierra Caliente, que desde hacía varios años pertenecía a la Nación. Además, lo único que levantaría la moral de las tropas sería la victoria, no el tiempo, y la victoria debía obtenerse allí y ahora. El dirigiría las operaciones, aunque le costara la vida. Su segundo, el mariscal republicano don Mariano Matamoros, ex-cura de Izúcar, lo apoyó. La catástrofe de Valladolid no había sido resultado de la acción del enemigo sino de una lamentable confusión de las propias tropas insurgentes, que entraron en encarnizada batalla al no reconocerse entre sí durante la noche. Era necesaria reanimarlas con el combate. Sus hombres acataron sus disposiciones, pero le rogaron que no se expusiera. Era inútil. Sus dolores de cabeza eran atroces. La migraña lo estaba consumiendo. Era evidente que no estaba en condiciones de dirigir ninguna operación bélica. Entre todos, lo convencieron de que delegara el mando en su segundo, Matamoros; que no participara en la batalla y que se retirara a una hacienda cercana. Así lo hizo. Al día siguiente, 5 de enero de 1814, víspera de los Reyes Magos y aniversario del fallecimiento de su madre, las operaciones se resolvieron en pocos momentos. La derrota fue total. El ejército nacional quedó totalmente deshecho.
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