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José Herrera Peña

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Capítulo V

La Atenas de América

1. EL VALLE Y LA CIUDAD

En la Sala de Declaraciones del tribunal del Santo Oficio, el inquisidor Flores ha formulado al reo Morelos las preguntas de rigor: su nombre, dónde nació, qué edad y oficio tiene, cuanto ha que vino preso, quiénes fueron sus padres, abuelos paternos y maternos, tíos paternos y maternos, hermanos e hijos, y a qué casta y generación pertenecen los nombrados.

Definida la clase y el color de la sangre que corre por sus venas, lo que le interesa ahora es localizar e identificar la otra sangre, la que corre por su espíritu; la otra casta, la intelectual; la otra genealogía, la del pensamiento. Las siguientes preguntas serán sobre sus estudios profesionales, dónde los hizo, en qué ciudad, en qué planteles, de qué tipo, durante cuánto tiempo, en qué época, quiénes fueron sus maestros, qué lecturas hizo y qué ideas de las que leyó -y oyó- hizo suyas.

Al ser preguntado por el "discurso de su vida", Morelos responde en forma sumamente lacónica. Cincuenta años de su vida los condensa en cincuenta palabras. Cinco años de su juventud, transcurridos en los claustros académicos, los aprieta en una breve frase. Dice que después de haber pasado once años de labrador en Apatzingán, "volvió a Valladolid y estudió."

Al regresar a la ciudad de su nacimiento -en abril o mayo de 1790-, dos son, en efecto, las actividades que ocupan su atención. Unas, de carácter judicial, administrativas las otras. Aquéllas, ante el Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías, para ganar el juicio sucesorio, y éstas, ante el Colegio de San Nicolás, para obtener su ingreso y realizar sus estudios medios de Artes.

Mientras tanto, pasea con su madre y su hermana por la orgullosa y señorial ciudad de Valladolid, a la que acaba de volver. Valladolid son sus piedras color de rosa. Es la "gran flor pétrea rosada", de Alberti; la "campana de coral ceniciento, levantando su acorde puro entre las colinas y las tardes verdes", de Neruda. La urbe se tiende, como una hermosa mujer, sobre el tranquilo y risueño valle de Guayangareo; voz purépecha que significa "ancha colina de suaves descensos", desde la cual se domina "un paisaje de alturas medias, sin oposiciones marcadas, de luz clara y transparente, contornos limpios y sin sombras, cuyo cielo ensaya cada día nuevos crepúsculos", según la viera mi desaparecido amigo y maestro Antonio Arriaga.

Ciudad abierta, de trazo renacentista, fue fundada en 1541 por don Antonio de Mendoza, primer virrey de la Nueva España, para oponerla a la ciudad indígena de Pátzcuaro, tan cara a don Vasco de Quiroga, primer obispo de Michoacán.

En Valladolid, "ciudad dormida en el agua del tiempo", todo es proporción, equilibrio y armonía: entre casas y edificios, entre arquitectura y paisaje, entre la naturaleza y el hombre. Las piedras juegan con las flores, los hierros con las enredaderas, el agua con la luz. Urbe de recios monumentos, soberbias fachadas, portales legendarios y esbeltos campanarios, en sus soberbios patios y en sus escondidos rincones así como en sus plazas y jardines, se multiplican todas las plantas y árboles, flores y frutas de este continente. Sus piedras, todas, cantan la gloria del barroco; lo mismo en iglesias, conventos, palacios y fortalezas, que en calles, arcadas, calzadas y avenidas. Los arcos de un acueducto, como los compases de una sonata de piedra, corren por la campiña y van levantándose orgullosamente hasta irrumpir en los límites de la arrogante ciudad abierta.

Además de ser "una ciudad muy bien formada -dice el cronista Ajofrín- en calles y edificios, su vecindario será de cinco mil familias, así de españoles como de mulatos y mestizos, sin contar los indios que habitan sus arrabales". En este sentido, es una pirámide o cono social, cuya amplia base -en los alrededores- es la miseria y el hambre, y la cúspide -en el centro-, el lujo y la opulencia. En 1793, el censo arroja cerca de cuatro mil familias que, multiplicadas por 5 miembros cada una de ellas, da un total, en números redondos, de 20,000 habitantes. Es lo que calcula Lemoine. En 1803, Humboldt estima que hay 18,000.

2. EL MENSAJE DE LA CATEDRAL

Si en Pátzcuaro don Vasco de Quiroga proyectó una basílica monumental de cinco naves, en forma de estrella, que se quedó en sueño -no se fincó más que parte de la primera-, por haberle negado el Vaticano la autorización para erigirla, por "ser más grande que la de Roma"'; en Valladolid, en cambio, se levanta la severa catedral que, como un poema de piedra rosa, exalta estéticamente una verdad mística.

¿Quién le muestra el monumento al labrador recién llegado de las cálidas llanuras? ¿Quién le descubre el mensaje de sus piedras? ¿Por qué no suponer que es don Lorenzo Zendejas, su padrino de bautismo, a la sazón de 75 años de edad; el cual, -como Alfonso Espitia- sabe la historia no sólo de la ciudad sino también la de sus habitantes?

Allí están, en primer lugar, en los relieves de su fachada luminosa, el recién nacido y, rodeándolo, los reyes y los pastores. El niño es el comienzo y el fin de todas las cosas. Y quienes lo rodean, los ricos y los pobres, los poderosos y los explotados, los sabios y los ignorantes, los blancos y los negros de la tierra. La verdad es una y es para todos, buenos y malos, propios y extraños.

A los lados, en el primer nivel, las esculturas de San Pedro y San Pablo evocan a los fundadores de una idea, de una emoción, de un credo.

Arriba de las anteriores, en el segundo nivel, las de San Juan Bautista y San Miguel Arcángel tienen el rango de símbolos, porque recuerdan que no basta con fundar y pregonar, con la fe y el talento, un sistema ideológico; necesario es también defenderlo con la palabra y con la acción, con el verbo y con la espada.

En el tercer nivel de la fachada, las imágenes de Santa Águeda y Santa Rosa de Lima, además de confirmar que ninguna concepción del mundo y de la vida puede sostenerse, ni propagarse, ni defenderse, ni perpetuarse, sin la participación de la mujer -y en América de la mujer americana-, advierten que tampoco puede prosperar, a pesar de la inteligencia y de la fuerza, si no cuenta, en igual medida, con el amor y la intuición...

Hay dieciséis esculturas erigidas en cada una de sus dos altas torres, treinta y cuatro en total. Son santos, héroes religiosos, seres humanos que lo dieron todo -sus bienes, su libertad, su vida- por su fe: verdaderos ejemplos vivos que anuncian a todos los vientos las virtudes que deben recordarse, difundirse e imitarse.

 Más arriba, las esbeltas torres cuadradas se vuelven octagonales, lo que les imprime un dinámico movimiento de ascenso: dos brazos levantados al cielo en un gesto de victoria, más que de imploración.

La sencilla tesis de las piedras, ¿no es legítima para cualquier causa? ¿No se graba acaso fácilmente en aquéllos que tienen un mensaje que transmitir? ¿Queda su impronta grabada en el alma de Morelos? Después de años de sentirla religiosamente, ¿es difícil que la haya evocado en sus momentos de graves decisiones políticas? ¿No queda dentro de su naturaleza saber que no basta con fundar un nuevo Estado nacional? ¿Que hay que defenderlo asimismo con la palabra y con la espada, con la inteligencia y con la emoción, cueste lo que cueste, aún al precio de la vida...?

3. EL HUMANISTA TATA VASCO

Morelos se dispone a estudiar en el Colegio de San Nicolás Obispo, alojado en esa época en un amplio edificio de cantera rosa, de dos pisos, rematado con esbeltos arcos invertidos; en el que destacan la gran puerta principal y el balcón central, enmarcados en ondulantes columnas salomónicas. Los balcones del segundo piso están protegidos con pestañas de piedra. Del edificio se desprenden, a intervalos regulares, faroles negros de hierro. El hombre es el rey de la creación. Las puertas son monumentales porque están hechas para dejar paso al hombre. Morelos cruza las de San Nicolás. En el centro del primer patio, rodeado de jardines, se yergue un busto, un bronce, que pertenece a Tata Vasco -como le llamaban los indios- que produce una fuerte impresión al visitante.

Don Vasco de Quiroga había llegado a la Nueva España a los sesenta años de edad, realizando su inmortal obra desde su arribo hasta los noventa y cinco, en que falleció. Fue "uno de aquellos genios que produce tarde la naturaleza", en frase de Francisco Javier Alegre.

Abogado y juez en España, era conocido y reconocido por sus fallos justos y su vida sin tacha. "Me arrancaron los reyes de la magistratura -escribiría- y me pusieron en el timón del sacerdocio, por mérito de mis pecados. A mí, inútil y enteramente inhábil para la ejecución de tan gran empresa; a mí, que no sabía manejar el remo, me eligieron primer obispo de Michoacán. Y así sucedió que antes de aprender empecé a enseñar, como de sí mismos dijeron, lamentándose, el padre Ambrosio y San Agustín".

Llevado por la nobleza de su espíritu y armado de ideas humanistas y utópicas, el juez convertido en sacerdote fue toda su vida el caballero que defiende a la dama, el fuerte que levanta al caído, el castellano victorioso que protege al moro y ayuda al judío -que pertenece a la misma generación erasmista que esculpió la imagen de don Quijote-; pero al mismo tiempo, el generoso cristiano que, a diferencia de otros clérigos, descubrió, tras las creencias idolátricas del indio, misteriosas ideas que se parecen extrañamente a las de los primeros hombres de la Biblia.

Vio en el indio, por consiguiente, la imagen del Paraíso Perdido, y lo trató, no como un igual, pero tampoco como un inferior, sino como un ser procedente de la Edad de la Inocencia; es decir, no como un engendro de las fuerzas satánicas apoderadas desde la eternidad de este continente, como lo sentó la doctrina oficial de su tiempo, sino como un residuo de épocas olvidadas que evocaban los orígenes del mundo, necesitado de protección contra la malicia y la codicia dominantes de la Edad de Hierro.

Don Vasco fundó pueblos y ciudades, escuelas y hospitales; fomentó la agricultura y el comercio, impulsó las artes, estableció la jornada de trabajo de seis horas, y levantó en 1540 el Colegio de San Nicolás.

Para defender su obra, el obispo recurrió al abogado, el soñador al jurista, el poeta a la ley. La autoridad de la fuerza la combatió con la fuerza de la autoridad. Invocó en su defensa la suprema de ellas: la de la reina Isabel; que, en efecto, queriendo rescatar la obra de la conquista "para la piedad del futuro", al decir de Tena Ramírez, dispuso en su testamento, con efectos de ruego para su esposo el rey y de orden para su hija Juana y su marido, que "no consintieran que los vecinos y moradores de las tierras ganadas y por ganar recibieran agravio alguno en sus personas y bienes; que mandaran que fueran bien y justamente tratados, y que si algún agravio hubieren recibido, lo remediaran".

En este mensaje, en este deseo, en esta voluntad -súplica y ley a la vez- de la máxima autoridad, se apoyó don Vasco para llevar a cabo su inmortal obra. Los españoles, según él, tenían dos obligaciones fundamentales respecto a los nativos de las "tierras ganadas y por ganar": primero, instruirlos en la fe católica y en la enseñanza de las buenas costumbres; segundo, respetar su integridad personal y patrimonial. Y si alguna ofensa o perjuicio se les hubiese hecho, debían corregirlo y resarcirlo. En uno y otro caso, la reina había dejado empeñado el honor de España.

Para Tata Vasco, por consiguiente, defender a los indios americanos era defender el honor de su patria. Y lo hizo, aún en contra de los españoles, sus compatriotas, que tantas veces llegaron a mancillarlo.

El espíritu humanista, caballeresco, honorable y profundamente cristiano de don Vasco de Quiroga quedó tan fuertemente impreso en sus obras, que todavía se habla de él en Michoacán -sobre todo en Pátzcuaro- como si apenas hubiera muerto ayer.

Una de sus obras más importantes fue precisamente el Colegio de San Nicolás Obispo, cuya misión sería, a través de los siglos, formar sabios y juristas, teólogos y humanistas, que supieran defender, en pensamiento y acción, la dignidad, la libertad, la propiedad y la seguridad de los habitantes de estas tierras. Esta actitud, limitada en un principio a la defensa de los indígenas, se extendería posteriormente a la de los criollos y las otras castas. La defensa de la integridad personal y patrimonial de los americanos sería por consiguiente, para los estudiantes de San Nicolás, la defensa del honor nacional.

Los caballerosos herederos de la noble y generosa tradición nicolaita -luchar por los intereses del pueblo- se han sentido comprometidos, en todos los tiempos, con los dictados de su mensaje humanista. El Maestro Hidalgo, rector del Colegio de San Nicolás, estaba entonces entre ellos. Morelos se convertiría en otro...

Era de lectura obligada en esa época el libro Vida y Virtudes de Vasco de Quiroga, escrito unos años atrás por el doctor don Juan José Moreno, profesor y rector del Colegio de San Nicolás. Años después, en 1811, el doctor Moreno recibiría en Guadalajara, en calidad de canónigo, al Generalísimo don Miguel Hidalgo, en unión de los demás integrantes del cabildo eclesiástico. Morelos, siendo colegial, no sólo leería su obra, sino que la sentiría, la aspiraría con todos sus sentidos y la haría suya. Llegado el momento, el romántico caballero de Valladolid se lanzaría también, como sus maestros, por los polvorientos caminos del país, lanza en ristre, para "desfacer entuertos".

4. LA ORDEN RELIGIOSA

¿Quién conduce al joven labrador al gran Colegio de la Compañía de Jesús? ¿Quién le muestra sus salones solitarios, sus celdas silenciosas, sus patios abandonados? ¿Es el clérigo Juan Bautista Rosales, de 35 años de edad? ¿Don José Antonio Vicente de Amaya, de 53 años, casado con doña Manuela Dolores Reyes? ¿Don Juan de Dios Morales, de 35 años, viudo?

Estos hombres -y otros más- han accedido o accederán a rendir testimonio sobre sus orígenes, tanto en el Juzgado de Testamentos, Capellanías y Obras Pías, cuanto en la Mitra vallisoletana, y han declarado o declararán que desciende de "cristianos viejos y limpios de sangre". Todos le hablarán de dos temas actuales: de la orden religiosa proscrita y de un individuo excepcional: de los jesuitas y de Feijoo.

El Colegio de San Francisco Javier, como casi todos los de la época, es de tipo cuartelero o conventual. Edificio monumental de dos pisos, sus patios son amplios y cuadrados, alrededor de los cuales se levantan las habitaciones, la biblioteca, las oficinas y las aulas. Es conocida la disciplina con la que vivieron, aprendieron, enseñaron y escribieron los maestros de esta institución.

Los miembros de la Compañía de Jesús serían expulsados de todas las Españas, y sus numerosos inmuebles, confiscados por el gobierno de Madrid. La ejecución del mandato real de expulsión ocurriría veintitrés años atrás, el 25 de junio de 1767, para ser exactos; pero su impacto sería tan resonante y doloroso, de alcances tan universales y de repercusiones tan emotivas, que todavía se hablaba de ello con rencor en Valladolid. Y se seguiría hablando varios años después.

Las mejores, más ricas y más poderosas familias de la Nueva España, habían ofrendado a uno de sus vástagos -por lo menos-; generalmente el mayor, el primogénito, es decir -en esa época- el principal, a la orden de los jesuitas. Al expulsar a éstos, aquéllas habían quedado mutiladas en lo físico y en lo moral. Previendo la protesta general ocasionada por su expulsión, el bando correspondiente advertiría a los habitantes de estos reinos que habían nacido "sólo para callar y obedecer", no para discutir los altos designios del gobierno.

Para ejecutar la brutal represión, llegarían de España emisarios secretos que prepararían sigilosamente a la tropa del lugar, a fin de dar el golpe simultáneamente, el mismo día y a la misma hora, en todas las provincias de la Nueva España; es más, en todos los reinos de América y Filipinas.

En Valladolid, como en todas las ciudades donde los jesuitas establecieron sus institutos de educación, al abrirse las puertas del Colegio -a la hora prevista en la fecha señalada-, los soldados se apoderaron de ellas, por dentro, sin dar lugar a que se abriesen las de la iglesia, ni menos permitir que se pusiera a la población sobre aviso. Después, "en todas las puertas de la casa, iglesia y campanario, se pusieron centinelas dobles -dice Alegre-; se reunió a todos los sujetos de la orden, y se les intimó a que salieran de todos los dominios de la corona. El obedecimiento lo firmaron todos, con sus nombres y grados, en compañía del comisario y los testigos. Luego, se procedió al inventario y secuestro de bienes, muebles y papeles".

El Colegio permaneció todo el tiempo sitiado por la tropa, hasta que salieron en cuerda, como criminales, los profesores e integrantes de la orden. Temíase la reacción de los jóvenes colegiales, dispuestos a resistir la agresión hasta perder la vida; pero los maestros los calmaron y aquéllos, aún con dolor y lágrimas de impotencia, se sometieron. 

Por primera vez en la historia, las bayonetas apuntaron al corazón de un centro de cultura de la América mexicana y sus profesores fueron tratados como delincuentes. En los siglos XIX y XX se reproduciría en múltiples ocasiones esta vil y vergonzosa práctica. El autor de estas líneas -quien fuera catedrático de San Nicolás- llegaría a probar las hieles de la prisión y del exilio, por el terrible delito de soñar en convertir a la Universidad Michoacana en la mejor del continente.

Uno de los jóvenes testigos del primer atropello, de 14 años de edad, llamado Miguel Hidalgo y Costilla, a la sazón estudiante de Gramática y Retórica del Colegio mancillado, nunca lo olvidaría. Muchos años después, el "gran jubileo" de la independencia sería preparado en una forma que recuerda el golpe contra los jesuitas. Ya se hablará de ello.

Por lo pronto, los jesuitas desterrados viven pobres, enfermos y olvidados, en Italia, consagrados a una gran obra: la de exaltar, con su pluma, las grandezas de su mundo. No el de la Nueva España sino el de la América septentrional, como orgullosamente la llaman ellos. Morirán en el exilio suspirando siempre por el negado regreso a la patria. "Yo prefiero Tacuba, pueblo inmundo, a Roma, capital del mundo", diría el poeta Maneiro.

Sus libros, casi todos en latín y unos cuantos en italiano, permanecen inéditos y se perderán, salvo algunos publicados en Europa y traídos de contrabando a este continente. Se sabe que están en varias bibliotecas, entre ellas, la del rector del Colegio de San Nicolás. Posición preeminente ocupan las tituladas Instituciones Teológicas, en siete tomos, de Francisco Javier Alegre, en latín, y la Historia de México de Francisco Javier Clavijero, en italiano.

Morelos se estremece de emoción al contemplar los muros desnudos del Colegio ultrajado, sus patios y jardines abandonados, su fachada sin vida. El edificio vacío y solitario está casi en ruinas: sus fuentes sin agua, sus celdas sin moradores, sus aulas sin alumnos. Allí está, cual gigante muerto, como cuerpo pétreo sin alma, como interrogación dejada sin respuesta, como promesa reducida al silencio.

Años después, al formar parte de un selecto grupo de iniciados, sospechará algunas de las causas que produjeron el misterio de la expulsión. Sabrá que los jesuitas fueron virtualmente los fundadores de un nuevo culto nacional, cuyos principios le serían celosamente transmitidos, y a los cuales se entregaría con toda la fuerza de sus sentimientos y convicciones. Posteriormente, el 6 de noviembre de 1813, se presentarían al Congreso Constituyente instalado en Chilpancingo, dos iniciativas de ley; una, sobre la Declaración de Independencia, y la otra, sobre el restablecimiento de la Compañía de Jesús. Ambas serían aprobadas en la misma sesión. Así se rendiría tributo a los intelectuales que pensaron en función de los intereses, el bienestar y la dignidad de la nación...

5. LA FUERZA DEL INDIVIDUO AISLADO

Además de otras aventuras intelectuales, se comentan en la vieja Valladolid las obras, ideas, críticas y proposiciones de don Benito Jerónimo Feijoo, fraile benedictino español, gallego de nacimiento, que desde su celda conventual en Oviedo; solo, frente al mundo, ha realizado una imposible empresa.

Allí, encerrado, ha escrito durante treinta y cinco años contra todos los errores comunes de España, en todos los órdenes, principalmente en materia de religión, filosofía, ciencias, literatura y política. Solo, se ha pronunciado contra todas las preocupaciones inveteradas de esa gran nación que se extiende por todos los confines de la tierra, cuyos errores se magnifican a medida que se alejan de su fuente.

Ha herido a todos, grandes y pequeños. Ha escrito contra los vicios de los reyes, de los clérigos, de los escolásticos, de las costumbres, de la sociedad. Teniendo en frente a la Inquisición, la ha juzgado, puesto que ha juzgado a los que juzgan a las brujas y a los hechiceros. Solo, desde su celda, ha dado a conocer su obra crítica en medio de una lluvia de ataques de más de doscientos impugnadores. No ha constituido una escuela, ni un partido, ni un grupo, ni una secta, ni una orden religiosa. Ha sido siempre un individuo virtualmente aislado, que ha luchado solo desde su pequeño y oscuro rincón contra una nación, contra una época, contra el mundo.

Dice Agustín Rivera que la brújula, el telescopio, el teatro, la cátedra, la tribuna, la prensa, han obrado revoluciones en la historia; pero, ¿una celda? Sin embargo, ésta ha sido el baluarte del genio, desde la que ha preparado el terreno para un reinado de progreso, como lo ha sido el de Carlos III.

Desde esas cuatro paredes, el gran solitario ha probado que se puede servir a la patria, no con el elogio vil, sino con la censura y con la crítica. Cierto que se ha valido de la protección brindada por los Papas y los reyes; pero ésta se la ha ganado, no a base de adulaciones ni de bajezas, sino a punta de lanza, con su pluma, su sabiduría y su independencia. Feijoo ha demostrado que un individuo, desde una celda, puede ser tan poderoso y más que un ejército. Esto sería recordado, en su oportunidad, por dos grandes reclusos: el Maestro Hidalgo y el general Morelos.

Por lo pronto, los volúmenes escritos por el pensador benedictino encuéntranse alineados, como los cañones de una fortaleza, en la biblioteca del rector del Colegio de San Nicolás.

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