Historia y política    
Información sobre México

José Herrera Peña

Quien es el editor


Portada

Sección política

Enlaces

Ilustraciones

Temario y cronología


XXII. El comisionado del sur

1. EL ENCUENTRO

En el palacio de la Inquisición, los jueces inquisidores consideran que ha llegado el momento de revisar los últimos hechos en los que participó el compareciente, antes de condenar las ideas.

Descubiertas las principales características de la naturaleza física, espiritual, intelectual y emocional del acusado Morelos antes de lanzarse a la insurrección, ahora deben saber cómo había actuado en ella. Esta parte del interrogatorio la inician con la siguiente pregunta:

-"¿Sabe o presume la causa por la cual se encuentra preso...?"

El interpelado, con el semblante pensativo, se queda hundido en un profundo silencio. Viene a su mente el día en que tuvo su encuentro con el Maestro Hidalgo. Hacía cinco años de ello. Ese día fue agradablemente fresco y excepcionalmente bello. Con los ojos de su imaginación contempla la espesa alfombra verde de vegetación que corría, bajo un tibio sol dorado y un cielo intensamente azul, por los valles y colinas boscosas de Michoacán.

Al lado, adelante y atrás de su jefe, se desplazaban pesadamente las impresionantes, interminables y bulliciosas columnas, a pie y a caballo, de los iniciadores del movimiento de la independencia, que ya habían recibido en Guanajuato su bautizo de sangre.

Al alcanzarlo, los dos hombres cabalgan juntos y hablan a solas, sin que nadie se atreva a molestarlos. En el trayecto de Charo a Indaparapeo, el general Hidalgo informa al capellán Morelos lo ocurrido, desde el estallido del movimiento -antes de lo previsto- hasta ese mismo día, en que ha decidido emprender la marcha hacia la capital del reino.

Todo ha cambiado tanto y tan rápido, que parece que en un mes ha vivido cien años. La propia naturaleza de la lucha se ha transformado aceleradamente. La estrategia para ganarla también.

Habiendo fallado el golpe simultáneo, se mantiene, por supuesto, el plan original de desplazar del poder a los europeos y sustituirlos por americanos; pero ahora es necesario también someter a los privilegiados, sean peninsulares o criollos, a un régimen de igualdad. La guerra es no sólo por motivos políticos sino también sociales.

Cierto que la situación política se caracteriza por ser un choque de élites -españoles contra criollos-, una con poder y recursos, la otra no. Ellos forman parte de la última. Pero es también una guerra entre la masa del pueblo y sus opresores de todo tipo, sean criollos o españoles.

Las metas, por consiguiente, además de la libertad y la independencia nacional, son también el bienestar para la sociedad en general. Se requiere reequilibrar sus diversos componentes, aunque tenga qué afectarse moderadamente a la minoría.

Además, le hace a su amigo y discípulo el inventario de las nuevas instituciones políticas y militares que la nación insurgente se ha visto obligado a crear de inmediato, así como las que tendrán que establecerse en lo futuro.

En esta tesitura, no habiendo condiciones para convocar a un Congreso y siendo el rey español "un ente que ya no existe", como lo declaró solemnemente ante el cabildo de Guanajuato, alguien tendría que asumir provisionalmente la soberanía nacional. El pueblo armado había decidido que fuera él. Vivíase una época nueva en la historia universal. El único antecedente de un reino sin rey era el de Inglaterra, durante el siglo pasado, en el que después de las luchas entre monarca y parlamento, éste había cortado la cabeza a aquél. Aquella nación no se había convertido en república -como Francia un siglo después- sino en un protectorado bajo el mando del Lord Protector Oliverio Cromwell.

Del mismo modo, la Nueva España era jurídicamente un reino, no una república; pero un reino sin rey. Luego entonces, la nación requería de un gobierno que no podía ser monárquico, aunque tampoco republicano. Tendría que ser un gobierno especial, provisional, de transición. No un gobierno peninsular. La Nueva España no dependía de España ni estaba atada a ella más que por la corona. Y no había corona. Tendría que ser un gobierno propio. Un gobierno que protegiera los más altos intereses nacionales. Tal es la razón por la que él había decidido erigirse en Protector de la Nación.

Por otra parte, frente a las viejas instituciones coloniales, era la forma para afirmar una nueva institución nacional. El virrey de las Indias había sido llamado durante siglos Protector de los Indios. Pero en lugar de las Indias, como le llamaban los españoles, se había levantado América, el continente de los americanos. Frente al Protector de los Indios, por consiguiente, el nuevo Estado soberano debía ser gobernado por un Protector de la Nación..., mientras se convocaba al soberano Congreso Constituyente que diera a ésta la forma jurídica que más conviniera a sus intereses y aspiraciones históricas. A dicho Congreso le correspondería decidir si conservaba la forma transitoria de su gobierno que él le había dado, el protectorado, u otra parecida, o mantenía la monarquía, o se transformaba en imperio o establecía de plano la república.

El general Hidalgo transmite igualmente al aspirante a capellán la nueva estrategia para asegurar la victoria total del proyecto, tanto desde el punto de vista político y militar como social. Y lo invita a sumarse a la causa, mas no como capellán.

Al llegar al pintoresco pueblo de Indaparapeo, el jefe máximo de la nación insurgente se detiene. Sus hombres le informan respetuosamente que la comida está lista. Pregunta a su acompañante si lo honra compartiendo el pan y la sal. El honrado es el discípulo. Se sientan a la mesa, riegan la comida con una botella de buen vino, y prosiguen su conversación.

2. BRIGADIER, NO CAPELLÁN

Nada agradaría más al Maestro Hidalgo que Morelos lo acompañara en sus campañas en calidad de sacerdote capellán de sus desorganizadas y festivas huestes insurgentes, como él lo propone; pero sería una pérdida para la nación que un hombre de sus características participara en la guerra de independencia únicamente con tal carácter y no como guerrero. Puede hacerlo, naturalmente, si así lo desea; pero, ¿por qué capellán? ¿Por qué no soldado?

¿Por la sangre necesaria y justamente derramada? ¿Quién usurpó el poder? ¿Por qué tolerar tal usurpación? ¿No es legítimo hacer la guerra contra esclavistas y usurpadores? ¿La insurrección de la nación americana contra los españoles, no es acaso semejante a la de la nación española contra los franceses? ¿Lo que es justo allá deja de serlo aquí sólo porque hay un océano de por medio? Morelos declarará brevemente ante el tribunal inquisitorial "que se hallaban los americanos, respecto a España, en el mismo caso de los españoles, que no querían admitir el gobierno de Francia".

¿No son justos y legítimos los medios, cualesquiera que sean los que adopte la nación, para alcanzar su independencia? ¿No lo es rescatar su propia autoridad? ¿Por qué es condenable el derramamiento de sangre? ¿No acaso enseñan los teólogos que es lícito matar en ejercicio de la autoridad por una causa justa? ¿Asumir la autoridad no es una causa de legítima necesidad nacional? ¿No es justo hacer la guerra por alcanzar la libertad de la nación?

Por otra parte, ¿qué es el ejercicio del Poder? ¿No es utilizar la fuerza en defensa de los legítimos intereses nacionales? ¿No es éste un caso de legítima defensa? ¿O equiparable a la justa muerte del invasor? 

Entonces, la muerte que se ha decretado contra el agresor -el enemigo, el invasor o el criminal-, como ha demostrado serlo el usurpador español, ¿no es una muerte justa?

¿Cuál es el precio que hay que pagar? ¿La renuncia temporal a la condición sacerdotal? ¿La pérdida de los fueros, privilegios e inmunidades eclesiásticas? ¿Los bienes? ¿La libertad? ¿La vida? ¿No vale la pena el riesgo?

¿Por qué entonces no declararse irregular? ¿Por qué no perder los privilegios clericales? ¿No es superior el privilegio de servir a la nación, ahora, cuando ésta más lo necesita? ¿Por qué no vestir el traje secular, civil, militar, en lugar del clerical?

¿Y si más tarde la nación, ya en paz, libre e independiente, le demanda sus servicios? ¿No aceptaría vivir como irregular, es decir, fuera de la jerarquía eclesiástica? ¿No podría pedir a Roma después de la guerra -si es que sobrevive- la confirmación de su irregularidad? ¿No podría consagrarse al servicio de la nación -en calidad de civil o militar- como antes lo ha hecho en su curato como eclesiástico? ¿No la nación es más importante que un curato? Y si acaso muere en la contienda, ¿no acaso morir por la patria no es morir infausta sino gloriosamente? ¿No lo es morir por una causa justa...?

En el tribunal de la inquisición, Morelos declarará con sencillez ante los inquisidores que "se creyó más obligado a seguir el partido de la independencia que seguir en su curato, porque el cura Hidalgo, que fue su Rector, le dijo que la causa era justa".

3. LA LLAVE DEL ORIENTE

Todo había cambiado desde la última conversación que tuvieran en Dolores en julio anterior, apenas tres meses y medio atrás. Los buscados factores de simultaneidad y sorpresa iniciales se habían lamentablemente perdido. Por un instante estuvo por perderse también la voluntad. Ante el titubeo de los demás, él se vería obligado a precipitar los acontecimientos.

Pero, ¿para qué hablar de ello? Lo que importa no es el pasado sino el futuro. En lo sucesivo, para garantizar los derechos de la nación será necesario, conforme el plan original, asumir el Poder.

Esto significa, pues, tomarlo por igual en las grandes ciudades que en los pequeños poblados del reino o, lo que es lo mismo, excluir a los europeos de los puestos públicos y nombrar a americanos en su lugar.

Los europeos deben ser detenidos en todas partes, sin excepción, así como ellos han detenido a los americanos en México, Valladolid, San Miguel, Querétaro y otras poblaciones, e intentado hacerlo en Dolores.

Y deben ser tratados como criminales, aunque no lo sean, porque los americanos, sin serlo, así han sido tratados. El problema es político, no moral. Si ellos hacen derramar la sangre americana, la nación debe replicar sin contemplación de ninguna clase haciendo derramar la suya.

En este caso, no hay más alternativa que la clásica -de orígenes bíblicos-, es decir, la de intercambiar "ojo por ojo y diente por diente". Si la causa es justa, la nación no debe dudar en hacer justicia y administrarla con mano firme. El peor error sería permitir que le temblara el pulso. Lo injusto sería no hacer justicia.

A los españoles, en el mejor de los casos, debe repatriárseles a la primera oportunidad. Europa es para los europeos. América para los americanos. "Sus personas serán custodiadas hasta su embarque -escribiría al intendente Riaño- sin tener ninguna violencia. Sus intereses quedarán al cargo de sus familiares o de algún apoderado de su confianza. La nación les asegura la debida protección. Yo, en su nombre, protesto cumplirlo religiosamente". Estas prevenciones "sólo tendrán lugar en el caso de condescender prudentemente en bien de sus personas y riquezas. Mas en el caso de resistencia obstinada -agregó- no respondo de sus consecuencias".

Había habido, hay y habrá resistencia obstinada. Luego entonces, la responsabilidad de lo que ocurra es de los obstinados, no de la nación. Pero además de la libertad e independencia, insiste, es necesario promover con firmeza y energía la reforma de la sociedad; favorecer los intereses de la gran masa de los habitantes, y romper con decisión las cadenas de la esclavitud así como todos aquellos candados que traban el establecimiento de la libertad y la igualdad de todos los hombres ante la ley.

Los derechos de la nación, por una parte, y los del hombre y del ciudadano, por otra, deben consignarse oportunamente en una Constitución Orgánica de México, que establezca asimismo la forma de gobierno más apropiada para la nación. Morelos sabría más tarde que un documento con este título sería confiscado por las tropas coloniales en Guadalajara, después del desastre del Puente de Calderón; hoy perdido.

4. LA GUERRA NACIONAL REVOLUCIONARIA

El Poder de la nación independiente o, en otros términos, la fuerza del Estado nacional, no deberá utilizarse por los americanos para hacer lo mismo que los españoles; es decir, para explotar irracionalmente las riquezas de la nación en función de la minoría privilegiada formada por ellos y sus socios criollos.

No es que tales riquezas deban dejarse abandonadas e inexplotadas. Al contrario. La nación debe hacerse de ellas, explotarlas racionalmente y utilizarlas como palanca de desarrollo económico y social.

La meta -no es ocioso repetirlo- consiste en desterrar la pobreza general. ¿Cómo es posible hacer esto? "Moderando la devastación del reino y la extracción de su dinero". Pero además, "fomentando las artes, avivando la industria y haciendo uso libre de las riquísimas producciones de nuestros feraces países", como lo declaró en Valladolid en su respuesta a la Inquisición.

Sobre estas bases, a la vuelta de pocos años, "disfrutarán sus habitantes de todas las delicias que el soberano autor de la naturaleza ha derramado sobre este vasto continente". Así lo proclamaría ese mismo día el general a la nación desde la Valladolid de sus amores.

Pero no se cansa de recordar que uno de los principales derechos de la nación -y de la mayor importancia histórica- así como una de sus principales obligaciones, además de alcanzar su independencia, consiste en acabar con la explotación que las minorías europeas (y criollas) han ejercido sobre las mayorías indígenas así como sobre los negros y las castas desde el tiempo de la Conquista.

Es necesario acabar de una vez por todas con esa oprobiosa, ultrajante e indigna desigualdad social. Es imperativo y urgente "moderar la opulencia y la indigencia". Tal es la razón por la que acaba de dar instrucciones al nuevo gobernador de Michoacán -nombrado por él durante su estancia en Valladolid- de que expida un bando aboliendo la esclavitud y las castas, en el que advierte que se castigará con la pena de muerte al que no lo respete.

Por eso escogería ese mismo lugar para dar respuesta al edicto de la inquisición y formular el programa político del movimiento, consistente en convocar al Congreso Nacional Americano a fin de que éste dé forma jurídica a la nación y promulgue las leyes que promuevan la justa distribución de la riqueza social.

Además, pues, de la guerra contra los españoles por la independencia nacional, tendrá que proseguirse una revolución democrática y social; es decir, será una guerra y una revolución armada al mismo tiempo. O, si se quiere, una guerra nacional revolucionaria, que es lo mismo.

La participación de tropas organizadas, disciplinadas y armadas por la nación, será condición sine qua non para obtener el triunfo sobre España. No habiéndolas, la movilización de las masas ha sido, es y será la única alternativa viable para asegurar la victoria del pueblo sobre sus opresores.

Es de esperarse, al menos teóricamente, que una guerra de esta naturaleza concite la resistencia no sólo de los europeos sino también de todos los privilegiados, incluyendo muchos de los propios criollos.

Pero es preferible realizar todo el programa político y social en una sola etapa histórica, y no en varias.

¿Para qué alcanzar gradualmente en varias guerras lo que puede hacerse en una? ¿Para qué hacer una guerra por la independencia nacional? ¿Otra por la forma republicana de gobierno? ¿Y otra más por la reforma de la sociedad? ¿No es más conveniente aprovechar el momento para realizarlas todas al mismo tiempo?

Para librar esta compleja lucha, el nuevo Estado nacional necesita dos instrumentos: un ejército, para hacer la guerra por su independencia, y masas populares organizadas, alertas y en movimiento, para la revolución social.

Lo ideal es que estas masas terminen convirtiéndose en un ejército nacional y que el ejército nacional sea formado por las masas populares. ¡Difícil ideal...! Pero habrá que realizarse.

Los intentos por organizar -en unas cuantas horas- la conciencia y la fuerza de la nación -el Estado y el ejército- han rendido frutos, a pesar de lo prematuro del movimiento. Cierto que, a partir de la toma de Guanajuato, se ha acentuado la tendencia a magnificar los errores de la nación en pie de guerra. Pero débese admitir que si grandes han sido éstos, también lo han sido sus aciertos.

La guerra no es un paseo floral. Y menos ésta que, además de ser una guerra nacional de los americanos contra los españoles, es también una revolución de los esclavos, las castas y los trabajadores explotados contra los propietarios explotadores.

Ha corrido la sangre. Sí. Y en abundancia. Ha habido crueles escenas de dolor. Las lágrimas derramadas no alcanzarán nunca a lavar los ríos de sangre. Pero los pueblos, como los hombres, nacen entre sangre, dolor y lágrimas. Y aunque se multipliquen las fallas del nuevo Estado nacional, es imperativo ser inflexible y duro en esta línea, a fin de garantizar el triunfo de la guerra y de la revolución; es decir, de la nación.

Establecer la autoridad del nuevo gobierno americano -la nueva conciencia organizada de la nación- no ha sido ni será tarea fácil. Y menos si, además de tomar en cuenta las características del movimiento -guerra contra los españoles y revolución armada contra el sistema dominante-, se recuerdan las profundas diferencias políticas existentes entre los propios caudillos insurgentes.

El movimiento ha nacido dividido. Unos, como Allende, sostienen la monarquía. Otros, como él mismo, abogan de plano por la república. Pero aquélla ya murió y ésta todavía no nace. Hay que situarse en el momento actual. Ya habrá condiciones propicias para decidirse en favor de una u otra solución. Todavía no llegan. Por lo tanto, mientras se funda el Estado nacional -bajo una forma u otra-, tendrá que admitirse el protectorado creado por él como sistema político de transición.

Lo mismo ha sucedido en el campo social. Unos se limitan a sostener la guerra contra la usurpación española. Otros, como él, a extenderla contra los privilegiados y los esclavistas. Pero tratar de limitar la guerra es perderla. Los soldados de línea que han apoyado la independencia son muy pocos. Extender la guerra es la única forma de ganarla.

Ciertamente, los resultados son frecuentemente distintos y a veces hasta opuestos a los esperados. La realidad supera siempre todas las previsiones humanas. La toma de Guanajuato es un ejemplo de esto. En lo futuro habrá igualmente nuevas sorpresas imprevisibles. Aún así, debe proseguirse la línea de la guerra nacional revolucionaria. Ya es muy tarde para retroceder...

5. LA HISTÓRICA COMISIÓN

Con base en lo expuesto, debe considerar que el interés nacional lo reclama, no como sacerdote sino como general; no como predicador sino como organizador del ejército nacional, y no a su lado sino en su Tierra Caliente, en el Sur del país, a fin de tomar el Oriente marítimo a través del puerto de Acapulco.

En uso de las facultades que le confiere su nuevo título de Capitán General y Protector de la Nación, que el pueblo le confiriera en Celaya, pide a su "distinguido discípulo y amigo" que acepte el grado de brigadier y jefe político; que, con tal carácter, cree el ejército del Sur; que someta esa dilatada región del país, de grado o por fuerza, a la jurisdicción nacional, y que mantenga la Cuenca del Pacífico como zona de influencia mexicana, mientras él toma el corazón del reino y envía a otros a que hagan lo mismo en las demás latitudes.

El objetivo concreto que le confía es la toma de Acapulco, llave del Oriente. Ya que la gran fiesta de la independencia no ha podido celebrarse simultáneamente en todas las ciudades y villas conforme a lo planeado, es necesario que la chispa encendida en Dolores incendie todo el territorio nacional y se propague lo más pronto posible al Asia a través del Océano Pacífico.

Hay dos mares: el del Norte -el Atlántico- y el del Sur -el Pacífico-; el primero es el camino a Europa y Occidente; el segundo, a Asia y el Oriente. Aquél es el pasado; éste, el futuro.

El Sur tiene una importancia primordial. Desde 1565, en que fray Andrés de Urdaneta descubriera "el tornaviaje" de las Filipinas a Acapulco, el Océano Pacífico se ha convertido en un lago mexicano. La influencia de México en el gran mundo asiático se ha dejado sentir con fuerza -como la de éste en la cultura de la América mexicana- a lo largo de dos siglos y medio, gracias a la llamada Nao de China.

Cada año, el Galeón transoceánico ha surcado las aguas del Pacífico, de Acapulco a Manila y viceversa, para comunicar a estos dos mundos.

Y así como la influencia de la América mexicana en Asia es palpable y manifiesta, al grado de que la moneda nacional de China es el peso mexicano, del mismo modo, la influencia oriental en el reino de la Nueva España se ve en muchas cosas: en el papel de China que adorna las fiestas populares; en los fuegos pirotécnicos; en la manta que visten los campesinos; en las lacas de Pátzcuaro y Uruapan así como en los marfiles y joyas de oro que adornan los palacios mexicanos; en las palmeras que se mecen en nuestras costas; en el mango de Manila que endulza los exigentes paladares americanos; en los ojos rasgados de muchos de nuestros niños, cuyas madres son asiáticas y han sido traídas como esclavas, las llamadas "chinas", etc.

A la plaza de Acapulco han llegado las fabulosas riquezas de la Cuenca del Pacífico -de todos los países asiáticos que confluyen en Manila-, muchas de ellas de contrabando, que luego se distribuyen a todo el continente americano.

El cargamento legal desembarca en Acapulco y prosigue su viaje hasta España, vía México, Veracruz y La Habana.

El contrabando es casi tan voluminoso como la carga legal; se descarga en el puerto del Marqués, y de allí se disemina a Guadalajara, Zacatecas, San Luis Potosí, Guanajuato, Valladolid, México, Puebla, Oaxaca, Guatemala, Quito, Lima, Santiago, etc.

El puerto de Acapulco cuenta con una poderosa fortaleza, la de San Diego. Su numerosa y bien armada guarnición, originalmente encargada de defender la costa del Sur contra las incursiones de los piratas, será empleada sin duda para agredir a las tropas nacionales.

Es necesario, pues, neutralizar este enclave español; ganar la plaza para la América mexicana y utilizarla luego como punto de apoyo para mantener y desarrollar la tradición marítima y oceánica de la nación.

Tras el puerto de Acapulco deben recuperarse Oaxaca y Centroamérica, hacia abajo, y San Blas y las dos Californias, hacia arriba.

Por lo pronto, ganar Acapulco es ganar el Océano Pacífico y el rico comercio con el Oriente...

6. EL COMISIONADO DEL SUR

Si había alguna duda en el ánimo del cura capellán, ésta es disipada por las palabras del Maestro general.

Morelos está totalmente de acuerdo con sus ideas. Le queda todavía una duda: la de tener la competencia suficiente para cumplir su misión. Se siente demasiado pequeño para tan gigantesca empresa. Al recibir su primer nombramiento como cura ad interim de Churumuco, había dado las gracias al obispo fray Antonio de San Miguel por "elegir pequeños para empresas grandes". Al general Hidalgo le dice algo semejante.

El Maestro le aconseja no ser modesto y elevarse hasta la altura de las circunstancias. Así, pues, le pide que acepte el cargo ofrecido. El discípulo lo hace. Comprende la importancia de hacerse de la Cuenca del Pacífico, de ese gran lago mexicano custodiado por Acapulco y Manila; pero considera que la recuperación y eventual explotación de los dilatados espacios marítimos del Pacífico debe condicionarlas a las de los vastos territorios continentales de la Tierra Caliente. Pide a su jefe que amplíe su comisión a todo el rumbo del Sur. El general Hidalgo no presenta objeción alguna. Al contrario. La vocación marítima de América no debe dejar en segundo plano su llamado continental. Se muestra satisfecho y, en nombre de la nación, se lo agradece.

Morelos, además, le solicita que, dada la experiencia que le ha transmitido sobre las huestes insurgentes, abnegadas y generosas pero anárquicas e incontrolables, le permita seleccionar a su gente y crear poco a poco un ejército. Tiene tiempo y espacio. No cree en nada que no sea organizado. Su ejército, aunque pequeño, será disciplinado y, en lo posible armado. Lo utilizará para hacer en el Sur, al mismo tiempo, la guerra por la independencia nacional y la revolución por la reforma social. Lo convertirá en ariete para lanzarlo contra las fuerzas coloniales españolas y contra el sistema social imperante. El general Hidalgo admite que eso sería ideal. Acepta la propuesta y le da carta blanca.

¿Y el gobierno? El general Hidalgo deposita en él toda la autoridad de la nación en la Costa del Sur y la Tierra Caliente, en calidad de lugarteniente personal suyo.

¿Recibirá su apoyo -inquiere Morelos- en su dilatada jurisdicción en caso de necesidad? Todo el que tenga disponible para ello -le replica su jefe-; pero no está para dar sino para recibir. Le recomienda que procure acumular fuerzas para resolver sus propios problemas e incluso ayudar a resolver los de sus compañeros.

El brigadier Morelos agradece al general Hidalgo la confianza depositada en él y se permite darle el tratamiento de Excelencia. Hidalgo ha asumido de facto la autoridad máxima de la nación. Es ésta, a través de él, la que requiere tal distinción. El general y Protector de la Nación no se opone. Al contrario. Le informa que este tratamiento es el que le han dado las autoridades nacionales recientemente constituidas en todos los lugares por donde ha pasado, entre ellos, Guanajuato y Valladolid.

Puestos de acuerdo, el Maestro llama a uno de sus ayudantes y le dicta el nombramiento respectivo: "Comisiono en toda forma a mi lugarteniente, el señor Brigadier don José María Morelos, cura de Carácuaro, para que en la Costa del Sur levante tropas, procediendo a las instrucciones verbales que le he comunicado". 

Firma el breve documento y se lo entrega.

7. SEPARACIÓN Y DESPEDIDA

Morelos envía a su jefe el primer parte militar desde Acapulco un mes después, en noviembre de 1810. Será el único.

En él titula a Hidalgo como "Excelentísimo señor". Se queja de lo desastroso de las comunicaciones. "Desde el día 20 del pasado mes -le dice-, en que tuve el honor de comer con Vuestra Excelencia y nos separamos, no he recibido la menor noticia".

Sin saber lo ocurrido en el Monte de las Cruces -menos en Guanajuato y en Aculco, en que las tropas nacionales son derrotadas-, ni imaginarse que su jefe ha regresado a Valladolid -en donde se encuentra en esos días-, le pide que le diga que pasó "con el ejército de México"; es decir, con el que defendía a la capital del reino, el cual le había ofrecido entregársela.

Le informa además que ha tomado el puerto de Acapulco y que tiene cercado al fuerte de San Diego con 800 hombres; que "toda la artillería del castillo está apuntada a tierra", y que no tiene pólvora ni balas para intentar el asalto. Le solicita, pues, "cañones y pólvora", y le pide, por último, que le diga qué rumbo tomar posteriormente -sin desistir del cerco-: si Oaxaca o Chilpancingo. Este parte militar no lo recibirá nunca su destinatario. Será interceptado por el enemigo.

La toma de Acapulco será su obsesión. Meses después, desaparecidos los primeros jefes de la independencia, caerá bajo sus armas toda la costa del Sur y todo el territorio continental correspondiente, incluyendo a las ciudades de Oaxaca y Chilpancingo. El Océano Pacífico será suyo, desde la frontera con Guatemala hasta las costas de Jalisco e incluso más allá; pero no podrá tomar la fortaleza de San Diego.

En vista de la situación, la someterá a un riguroso cerco durante todo ese tiempo: desde el 20 de noviembre de 1810 hasta el 19 de agosto de 1813. Finalmente, volverá al puerto -procedente de Oaxaca- y después de recuperarse de la peste -que lo tendría agonizante varios días-, no le quedará más recurso que el de hacer volar por los aires el poderoso monumento.

Bajo su dirección se llevan a cabo los trabajos de ingeniería correspondientes. Los defensores, que pierden a diez personas al día a causa de la peste, preferirán a la postre entregar el castillo a sus enemigos y capitular, para no correr la suerte del inmueble. Morelos tardará cerca de tres años -treinta y tres meses exactamente- en hacer suya la plaza; pero lo hará. Así honrará la comisión que le diera Hidalgo.

Al final de su comida en Indaparapeo, los dos hombres se ponen de pie y contemplan el dilatado horizonte que se abre ante sus ojos. El fresco crepúsculo empieza a ensayar diferentes colores en el cielo suavemente azul de la tarde. La dulce tranquilidad del paisaje es perturbada por el interminable desfile de los ruidosos soldados insurgentes.

Al despedirse, se miran sonrientes, se dan un enérgico apretón de manos y lo refrendan con un fuerte y prolongado abrazo. Es necesario que ambos se dirijan a su destino, a construir el mundo nuevo que llevan en su alma. Uno, a la capital del reino. El otro, a las tierras y los mares que le han sido asignados.

Al montar en sus cabalgaduras, las orientan hacia rumbos opuestos. Uno, precedido y seguido -escoltado- por las multitudes, hacia el corazón del país; el otro, a contracorriente, solo, hacia su enigmático destino, sin sospechar que jamás volverán a verse.

-"¿Sabe o presume la causa por la cual se encuentra preso...?" -vuelve a preguntar el inquisidor Flores en el Palacio de Santo Domingo, en México.

Después de un largo silencio, el cautivo decide contestar. Piensa que las atribuciones del tribunal no son las de velar por el sistema político colonial dominante sino únicamente por la religión, por la pureza de la fe. No. No sabe por qué comparece ante dicho tribunal. No sabe por qué está allí. El no ha cometido ninguna falta contra su fe. Luego entonces, lo primero que hace es dejar sentada su incompetencia para juzgarlo. Su respuesta es breve. No le ha sido formulado ningún cargo relacionado con la competencia del tribunal.

Sin embargo, sospecha que dicho organismo se ha convertido en instrumento de la tiranía y de la usurpación y "presume que la causa de su prisión sea por el motivo de haber comandado armas en la insurrección, comisionado por el rebelde Hidalgo para levantar tropas en la Tierra Caliente y la Costa del Sur..."

Ignorando a los jueces, evoca aquellas lejanas imágenes. Todavía su jefe Hidalgo y él se dan un último saludo, de lejos, con el brazo extendido, sombrero en la mano.

Luego, el comisionado del Sur lo ve perderse entre sus hombres y seguir con ellos su tumultuosa y desbordada marcha hacia el corazón del país, llevando consigo la tormenta de la historia. El acicatea a su caballo hacia el rumbo opuesto y trota solo, sin nadie que lo acompañe, hacia su universo, hacia lo que es suyo, hacia el mundo de la Tierra Caliente y del Océano Pacífico, abriéndose paso entre las interminables columnas humanas que salen a su encuentro.

La rojiza y tibia luz del atardecer le da en el rostro. Algunos contemplan su cabalgar solitario hasta que se desvanece su silueta en el horizonte, mientras su sombra se agiganta contra el sol. Su vida, en cierto modo, ha terminado.

Así, solo, empezará una nueva vida...

Fin

 

XXI. La chispa que enciende a un continente

Arriba

Presentación


Portada

Sección política

Enlaces

Ilustraciones

Temario y cronología