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José Herrera Peña

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XIII. VICTORIA SOBRE EL JUEZ

1. LA VIEJA HERENCIA

En 1790, el labrador Morelos había llegado a Valladolid, procedente de Apatzingán, con la doble ilusión de estudiar en San Nicolás y ganar la capellanía que había disfrutado su abuelo don José Antonio Pérez Pavón.

Un año después, el 18 de octubre de 1791, al iniciar sus cursos de "medianos y mayores", el tribunal de testamentos y capellanías había dictado sentencia en favor de su primo lejano José Joaquín Carnero, descendiente de la hermana del fundador de la capellanía; beneficio que le sería revocado siete años después por su probada incompetencia en los estudios.

El 21 de julio de 1797 volvería a abrirse el caso, y aunque el diácono Morelos, ya casi presbítero, reclamaría nuevamente su derecho a la sucesión, al año siguiente, en julio de 1798, el tribunal ratificaría a José Joaquín Carnero como tercer capellán, mientras él sufría las consecuencias de la peste en Churumuco.

Al tercer capellán Joaquín Carnero nunca se le reconocería ninguna afición: ni por los estudios, ni por la bebida, ni por el juego, ni por las mujeres. Habiendo iniciado su vida colegial al mismo tiempo que Morelos, el capellán disfrutaría de su beneficio sin  pasar de los "mínimos y menores", mientras que Morelos se titulaba Bachiller, se ordenaba presbítero y era nombrado cura interino de Churumuco.

El capellán moriría relativamente joven: en 1805, a los 29 años de edad, sin saber de qué o por qué, después de 14 de gozar el usufructo.

Al quedar abierta la sucesión, el maduro Bachiller Morelos, cura de Carácuaro, vuelve en 1805 a presentarse en el tribunal de testamentos, capellanías y obras pías, siempre a cargo de Abad y Queipo, para reclamar sus derechos a la herencia. No porque la necesite sino porque tiene la firme convicción de que el juez atropelló la ley, desnaturalizó la última voluntad del testador y lo hizo víctima de una injusticia. Era necesario reparar la falta.

Como en las ocasiones anteriores, concurre también uno de sus parientes, el cual se siente, como él, acreedor al beneficio. Trátase de José Romualdo Carnero, hermano del fallecido Joaquín y, por consiguiente, descendiente de la hermana del testador.

En esos días, Romualdo anda en los 25 años; Morelos, en los 40. Cuando éste se entera de que, por tercera vez, tiene otro aspirante al frente, como en 1791 y 1797, y sobre todo, cuando sabe de quién se trata, decide retirarse del litigio y cede momentáneamente sus derechos a su contraparte. ¿Por qué? 

Hay dos razones. La primera es que no está dispuesto a darle gusto al juez Abad y Queipo para que, por tercera vez, viole la última voluntad del testador, vulnere sus derechos y lo califique de "descendiente ilegítimo", por la sencilla razón de que no lo es. Esperará una mejor ocasión para desquitarse. Más tarde propondrá que "todo el que se queje con justicia tenga un tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda contra el fuerte y el arbitrario".

Pero la segunda razón es más importante que la anterior. Romualdo, su primo, es joven e impetuoso. A pesar de su edad, todavía no se forma. Merece una oportunidad que le permita abrirse paso en la vida. Tiene 25 años. A esa edad comenzó él sus estudios. La capellanía será el apoyo que él mismo no tuvo. Más tarde, siendo general, propondrá "que se eduque a los hijos del labrador y del barretero como a los del más rico hacendado".

Pero además, su pariente es medio "calavera". A diferencia del finado Joaquín, éste es dado al juego, a las mujeres, al vino y a las fiestas. Ahora tiene una buena oportunidad para sentar cabeza. Por eso, se dirige al tribunal y dice: "Había presentado derecho a esta capellanía, y considerando tenerlo mejor don J. Romualdo Carnero, me desisto y aparto... por ahora".

Sólo "por ahora".

2. SENTENCIA DEL TRIBUNAL

Pues bien,  el Romualdo de marras, al contrario de su fallecido hermano Joaquín -lento y taimado- es nervioso, inquieto y temperamental. A escasos tres meses del desistimiento de Morelos, víctima de un ataque pasional, arrebatado por sus instintos e incapaz de controlar sus ardientes deseos, se roba a una muchacha. El pequeño escándalo termina en la iglesia con el matrimonio de rigor; pero pierde automáticamente el derecho a la capellanía -una de cuyas condiciones para recibirla es ser soltero-, cuando aún no recibe el primer pago del usufructo.

Morelos reclama, pues, por cuarta ocasión, su derecho al beneficio. Es el 9 de abril de 1806. Ahora las condiciones están a su favor. Por una parte, el juez Abad y Queipo acaba de ausentarse. Por la otra, sus parientes deciden no concurrir al litigio. ¿Sienten que el cura se merece la herencia? ¿Intuyen que la van a perder? ¿Ya no vale la pena luchar por ella?

En todo caso, el Bachiller Morelos aprovecha estas circunstancias y acude a un recurso que, en la jerga judicial, se llama "acusar rebeldía". Consiste en hacer que el tribunal reconozca y declare que las otras partes de un litigio no se presentan en tiempo y forma a hacer valer sus derechos.

Ese mismo día, el tribunal de capellanías emite un histórico dictamen, según el cual Morelos deja de ser "descendiente ilegítimo", como lo declarara el juez Abad y Queipo, y lo convierte en "descendiente legítimo, aunque por línea de un hijo natural", como era y es lo correcto.

Al día siguiente, 10 de abril de 1806, "por ausencia de don Manuel Abad y Queipo", juez de testamentos y capellanías, "que lo es en propiedad" -según la sentencia-, el doctor don Juan Antonio Tapia, juez interino, declara capellán al Bachiller don José María Morelos. Así, de un golpe, éste adquiere el título que deseara tan fervorosamente para él su fallecida madre 16 años atrás.

Ya para entonces, después de 56 años de fundada, la capellanía había disminuido su capital de 4,000 a 2,764 pesos y 4 reales. Consiguientemente, los intereses también. Frutos mermados, se insiste: ¿importa acaso recibirlos? El usufructo de la capellanía, en sí mismo, ¿qué le puede interesar? Ha podido vivir y prosperar sin él, en condiciones mucho más difíciles que las actuales, y sin él podrá seguir viviendo, sin mayores problemas. Obsequiará las rentas de la capellanía a su sobrina Tere -la hija de Antonia-, para que vaya formando, con el tiempo, una dote.

¿Por qué el interés en la capellanía? No ciertamente por las menguadas rentas que produce, calculadas ahora en la mitad: 100 pesos al año; sino, en primer lugar, por el honor de ostentar el mismo título de su abuelo don José Antonio Pérez Pavón, "que tenía escuela en Valladolid", es decir, el de capellán. Es una cuestión familiar.

Pero también por otras emotivas y significativas razones: porque se dé cumplimiento a la última voluntad del testador; porque se respete la ley; porque se le reconozcan sus derechos; porque se obsequien los deseos de su madre; porque se le haga justicia y, sobre todo, porque se proclame la declaratoria de su legitimidad, frente al ilegítimo juez Abad y Queipo. 

Ahora bien, a pesar de su victoria judicial, Morelos no toma posesión del beneficio. Es capellán jurídicamente declarado, pero se abstiene de pedir que se ejecute la sentencia. ¿Por qué?

El juez Abad y Queipo está ausente. Ha ido a España a hablar pestes de los americanos y a buscar una nueva "chamba".  El obispo San Miguel  acaba  de morir  hace  relativamente poco -dos años- y el doctor Gallaga, canónigo penitenciario, sumamente enfermo, es de esperarse que siga su suerte.

Abad y Queipo ha viajado a la península a gestionar para sí uno de estos cargos. Si no el de obispo, por lo menos el de canónigo. O primero éste, luego aquél. Tendrá éxito en sus gestiones.

Mientras tanto, el capellán Morelos espera pacientemente su regreso. No tiene prisa. Lo que le interesa no es tomar posesión de su modesto título sino obligar al juez Abad y Queipo a que sea él, precisamente él -que padece la vergüenza de su ilegitimidad- quien lo declare "descendiente legítimo, aunque por la vía de un hijo natural", como reza la sentencia.

En 1809, en efecto, cuando sabe que el inmoral juez está de vuelta en Valladolid, le solicita que le dé posesión de la capellanía. Abad y Queipo, que ha regresado con un nuevo e importante nombramiento: el de canónigo penitenciario, se muestra desagradablemente sorprendido por la noticia, y se niega a hacerlo. Morelos se quedará en el aire. En primer lugar, considera que podría haber alguna incompatibilidad entre su antiguo y su nuevo cargo. Consiguientemente, mientras subsista la duda, dejará en suspenso las actividades judiciales. Segundo, por si fallara el primero, se declara enfermo. Y lo está. La decisión del tribunal lo ha enfermado.

El gobierno eclesiástico interviene. Le recuerda que en cualquiera de los dos casos, si ya no se considera titular del juzgado o si se siente enfermo, hay un interino a cargo de él con facultades suficientes para actuar en su nombre. Apretando los puños, el nuevo canónigo se queda sin argumentos, salvo el de continuar enfermo. Que sea el interino, no él, quien cumplimente la sentencia.

Entonces recibe otra desagradable sorpresa que agrava sus malestares. La Mitra nombra a un juez especial para este especial evento. Ejecuta el fallo, no el juez interino, sino uno de los principales dignatarios del obispado, criollo por cierto: el conde de Sierragorda.

A pesar de haber pagado un precio excesivamente alto, 16 años de su vida -a los que deben sumarse estos 3 últimos-, Morelos logra el reconocimiento judicial de su legitimidad. ¿Puede el buen don Manuel, en estos  19  años, decir  lo  mismo? ¿O  sigue  siendo  el  mismo bastardo -literalmente hablando- objetado por las leyes de la corona y de la propia iglesia para desempeñar su nuevo cargo de canónigo penitenciario; cargo, por cierto, perteneciente al difunto don Vicente Gallaga, tío del Maestro don Miguel Hidalgo?

No hay animus injuriandi en lo expuesto. Descartado totalmente el ánimo de ofender, hay simplemente preguntas. ¿Puede un fruto del pecado representar la santidad de la Iglesia? ¿Ha sido acaso dispensado por Roma para ocupar su alto cargo? De ningún modo. ¿Por qué el Vaticano se ha negado a concederle la dispensa solicitada...?

3. ASUNTO POLÍTICO, NO PRIVADO

Un tema de carácter privado, como éste, se había convertido desde hacía tiempo en asunto público. La toma de posesión de la capellanía por Morelos tiene lugar el 19 de septiembre de 1809 en la sala capitular de acuerdos del tribunal.

Todos contribuyen a imprimir al modesto acto una importancia significativa. La cuestión en sí misma no tiene relevancia; pero el clero michoacano, como un solo hombre, se encarga de que tenga fuertes repercusiones sociales y, naturalmente, políticas.

Asisten el licenciado don Mariano Escandón y Llera, conde de Sierragorda y chantre de la catedral, en representación de la mitra y del tribunal, y don Antonio Dueñas, el secretario de la mitra -a quien ya conocemos-, que da fe; ambos, buenos amigos del capellán Morelos.

Entre el público espectador están su hermana Antonia, su cuñado don Miguel, su hermano Nicolás, muchísimos clérigos amigos suyos e incluso otros tantos que no lo son. El acto no es personal, se repite: es político.

El nuevo capellán "se hincó de rodillas -según el acta- e hizo la protesta de fe y juramento prevenidos, con las manos puestas en el libro de los Evangelios. El señor presidente -don Mariano Escandón-, por imposición real y corporal, dijo: que le hacía y le hace colación y canónica institución de dicho ramo de capellanías, para que la disfrute y goce, según su nombramiento, con lo que besándole el expresado cura Morelos la mano a Su Señoría en señal de gratitud, se concluyó este acto".

4. EL CONDE DE SIERRAGORDA

Algún tiempo después, en octubre de 1810, el conde de Sierragorda, en calidad de gobernador de la mitra, por ausencia del mismo obispo electo Abad y Queipo -esta vez en fuga-, concederá permiso al cura Morelos para separarse legalmente de su curato a fin de cumplimentar la comisión militar que le diera el general don Miguel Hidalgo, en el sentido de insurreccionar la costa del Sur y la Tierra Caliente; permiso que le dará en nombre de gobierno eclesiástico, con la sola recomendación de "evitar la efusión de sangre, en cuanto fuere posible".

El penetrante brigadier español don José de la Cruz dejó, a propósito de este clérigo aristócrata, un buen retrato: "Americano, sujeto que goza de una influencia en el pueblo extraordinaria; pero débil y adulador del cura rebelde Miguel Hidalgo y sus otros compañeros. En su casa concurrían a jugar el billar y allí se conferenciaba públicamente sobre la insurrección, poniéndose él de parte siempre de los revoltosos. Conviene quitarlo de aquí".

Pero el conde de Sierragorda era poderoso y hábil, más de lo que suponía, imaginaba o calculaba el brigadier de la Cruz. Sus enemigos no le tocaron ni un pelo. El nombre de este enigmático aristócrata criollo, que en 1813 seguía incólume en la diócesis de Michoacán -con Abad y Queipo como obispo electo- figura entre los primeros que clandestinamente enviarían a Chilpancingo su voto en favor del general Morelos, en septiembre de ese año, para que éste fuese electo generalísimo y encargado del poder ejecutivo de la nación en armas.

5. EL NUEVO CAPELLÁN

El nuevo capellán permanece en Valladolid durante septiembre de 1809 y celebra su cumpleaños -el 30 de ese mes- en su casa, con sus familiares y amigos. Tiene 44 años. Una semana más tarde, el 7 de octubre de 1809, recibe como capital líquido la suma exacta de 72 pesos y 4 reales, correspondiente "a un año de réditos -dice el acta-, cumplido en 9 de diciembre de 1809".

El monto deducido del usufructo por concepto de cuotas, pensiones, limosnas y gastos es "asombroso", al decir de Timmons. Los 200 pesos anuales de la capellanía original, en efecto, habían disminuido, después de 59 años de fundada, a menos de la mitad.

Pocos días más tarde, el capellán Morelos, recordando con su mirada sonriente la actitud del tramposo y enfermo don Manuel, ex-juez de capellanías y ahora canónigo penitenciario, ensilla su caballo y lo hace tomar rumbo al Sur, hacia la Tierra Caliente, al mundo amado al que pertenece. En los oscuros rincones del palacio episcopal, Abad y Queipo se queda con los dientes apretados y los puños crispados por el odio. En el movimiento de sus labios empieza a dibujarse una maldición...

6. EL DESPOJO DEL BENEFICIO

Morelos tendrá posteriormente la oportunidad de descargar un segundo golpe a don Manuel, que le amargará la gloria de su exaltación a obispo electo.

A mediados de 1810, al saber que el canónigo bastardo ha tomado posesión de su nuevo, inmerecido e ilegítimo cargo de prelado, la primera comunicación oficial que le envía el cura desde Nocupétaro es, no un saludo y menos una felicitación -puesto que no lo reconoce ni lo reconocerá nunca como obispo legítimo- sino un asunto cualquiera, de trámite, de poca monta; pero que le permite firmar su comunicado como "su afectísimo capellán".

Al recibirlo, don Manuel no puede menos que sentirse insultado y ofendido. No se lo perdonará. Y de inmediato buscará la forma de vengarse. Ya se hablará de ello. Esta será, por cierto, la única vez que el capellán Morelos se titulará como tal y disfrutará sus exiguas rentas.

Cuando el tribunal de la inquisición lo condena a la pérdida de sus bienes, no menciona la capellanía. Ello es porque el licenciado Abad y Queipo, obispo electo de Valladolid -que había hecho lo posible por olvidar este asunto-, al enterarse en abril de 1815 de que dicha capellanía seguía viva a favor de su beneficiario, da instrucciones a su sucesor en el cargo, el juez don Francisco de la Concha Castañeda, de que la declare vacante de inmediato: "El Bachiller José María Morelos (sin el don) es indigno de tener dicho beneficio", declara el controvertido prelado.

Ordena también al juez que cite "a todas las personas que tuvieran derecho" a que lo ejerzan conforme a la ley. De suerte que, cuando la sentencia del tribunal del Santo Oficio es dictada seis meses más tarde, en noviembre de 1815, la capellanía ya no estaría a nombre del condenado. Era improcedente despojarlo de algo que ya le había sido arrebatado... 

 

XIII. Hombre de negocios

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Cap. XV. Su rostro


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