Historia y política |
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Información sobre México |
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Capítulo I
CASTIGO
EJEMPLAR Y ESPANTOSO
SUMARIO: 1.
Derrota y prisión del cabecilla Morelos: a) trato soez al prisionero; b)
retrato de Manuel de la Concha; c) inútil espera de reciprocidad; d) cambio de
trato. 2. Las conversaciones
secretas: a) el Bando de 25 de junio de 1812; b) dudas para aplicarlo en
este asunto; c) retrato del arzobispo Pedro de Fonte. 3. Agitación en la ciudad de México: a)
amenazas del profeta Jeremías; b) interpelación del Ayuntamiento; c) Tribunal
Eclesiástico en lugar de consejo de guerra. 4.
Los móviles del proceso: a) castigo ejemplar y espantoso; b) terror
saludable; c) reconocimiento y detestación de sus delitos.
1. DERROTA Y PRISIÓN DEL CABECILLA
En un oficio firmado por el teniente coronel Manuel de la Concha en
Temalaca -un perdido pueblo de la Tierra Caliente a las orillas del Balsas-
fechado el 5 de noviembre de 1815 y dirigido al virrey Félix Ma. Calleja, se
lee: “La sección de mi mando ha derrotado y preso el día de hoy al cabecilla Morelos. Desde Tepecoacuilco,
que es a donde me dirijo, le detallaré a vuestra excelencia las circunstancias
de esta (acción)”. Más adelante puntualiza: “Le conservo la vida en compañía de
otro de igual carácter que le seguía, no sé con qué empleo, apellidado Morales,
y a ambos los tendré en la misma disposición hasta tanto vuestra excelencia me
diga si los conduzco a esta capital, por parecerme que su conducción y entrada
desengañará a muchos incautos que creían que Morelos era invencible”.[1]
Morelos, para Concha, no era el jefe de gobierno de un nuevo Estado
nacional -en lucha por su independencia- sino un “cabecilla” al que había conservado la vida, a pesar de sus fuertes
impulsos de quitársela, para capitalizarla políticamente a su favor. Preciso es
imaginarlo en un poblado de la Tierra Caliente, frente a un vaso de mezcal,
soñando entrar a la capital del reino llevando consigo a su enjaulado
prisionero y recibiendo las aclamaciones de la multitud, como un nuevo César
arrastrando a Vercingetórix encadenado por las calles de la Roma americana.
La Gaceta de México, que se
publicaba martes, jueves y sábados, además de su edición normal, tiró el jueves
9 de noviembre un número especial y extraordinario que tiene el siguiente
encabezado: Derrota y prisión del
cabecilla Morelos. En el cuerpo del periódico se reproduce el parte del teniente coronel Eugenio
Villasana, enviado al virrey desde Atenango del Río: “Es la una de la tarde, en
que acabo de recibir la plausible noticia que me comunica el teniente coronel
Manuel de la Concha, de la completa derrota del rebelde Morelos”.[2]
Para este otro militar, el prisionero tampoco era soldado de un ejército
enemigo sino “rebelde”; es decir, un hombre
que, por alterar el orden establecido, debía ser castigado por la ley.
Más adelante, además de adular al jefe del gobierno colonial por su genial
estrategia militar -gracias a la cual fue posible el éxito- agrega sin embargo
que sin el apoyo logístico y el sacrificio de sus hombres -sin él- esto no
hubiera sido posible, y no olvida pedir que se le recompense por sus servicios.
Se cree merecedor a la plaza de coronel.
Se ignora la reacción que causa esta impresionante noticia en la ciudad de
México. No se conoce ningún comentario al respecto; pero supónese que estremece
a los lectores. El caso es que tres días después, el domingo 12 de noviembre,
el virrey Calleja concede a Concha y Villasana los ascensos solicitados: los
promueve de tenientes coroneles a coroneles; al teniente Matías Carranco -el
hombre que capturara a Morelos- lo hace capitán, y a otros muchos oficiales y
soldados los eleva también de rango.[3]
Al día siguiente, lunes 13, concede a Concha el honor de hacerse cargo del
ilustre prisionero desde ese momento hasta el final.[4]
Dice Bustamante que, a partir de su aprehensión, se aseguró al detenido con
“una barra de grillos” y fue tratado, no como soldado vencido sino como el peor
de los criminales del orden común. Morelos “reconvínole a Concha sobre el modo
con que su tropa soez lo había insultado -agrega el historiador- recordándole
que él no lo había usado con los primeros españoles; Concha remedió este mal
quitándole las prisiones y tratándolo con la generosidad que no era de esperar
de sus principios de taberna”.[5]
En realidad, Concha siempre lo tratará grosera y humillantemente. De Temalaca a
Tepecoacuilco lo exhibirá “como monstruo” -son sus palabras- por los lugares en
donde pasa. En uno de sus informes atribuye a una población “el deseo de darle
muerte en pedazos”.[6] Al
reportarlo de ese modo, lo único que hace es revelar lo que se agita en su
subconsciente. Tan carniceras intenciones no son de ninguna aldea o ranchería
sino de él. Al llegar a Atenango del Río -donde está acuartelado Villasana- las
saciará parcialmente: festeja su triunfo con su compañero embriagándose y
fusilando sin formación de causa a treinta prisioneros insurgentes capturados
en Temalaca.
Los testimonios de la época describen a Concha como un dipsómano y un
sádico, que utilizaba la milicia para dar salida a sus instintos criminales. Al
consumarse la independencia dejaría de beber y saldría del país, sigilosamente,
como un tigre emboscado. Se iría de México a Veracruz con la intención de
embarcarse a España; “pero fue asaltado y asesinado cerca de Jalapa -dice
Lemoine- sin que nunca se aclarara el misterio de aquel crimen”.[7]
Algunas personas ingenuas o desorientadas han supuesto que se trató de un
delito del orden común llevado a cabo por desconocidos maleantes -una
coincidencia- y no la justa ejecución de un asesino a manos del pueblo. El
asunto no vale la pena discutirse.
Uno de los escasos informes sobre los “últimos momentos” de Morelos, con
visos de verosimilitud, fue producido por un tal padre Salazar, “religioso
dieguino -dice Bustamante- capellán ad
honorem de la división del asesino
Concha”, muchos años después de haber ocurrido los hechos. Dicho capellán
publicaría, en efecto, en forma anónima, un artículo en el periódico El Eco de la Justicia, No. 91, tomo 1o.,
de 24 de octubre de 1843, en el que señala que cuando presentaron al prisionero
ante los comandantes que lo prendieron Villasana y Concha, uno de ellos le
preguntó: “si como la suerte de la guerra ha hecho que usted hoy sea nuestro
prisionero hubiera sido al revés, ¿qué habría hecho con nosotros? Morelos
-agrega el relato- les respondió con todo garbo: darles una o dos horas para
morir y fusilarlos luego”.[8]
El héroe esperaba reciprocidad en su caso. El estaba preparado para la muerte.
Los oficiales realistas, en cambio, no lo estaban para ejecutarlo.
Es cierto que Concha se vería obligado a interrumpir sus sádicas
exhibiciones; pero no por el reclamo de su prisionero y menos por generosidad
personal, como afirma Bustamante, sino por orden del virrey Calleja y por
razones de Estado. “Desde que vuestra señoría llegue a San Agustín -le ordena-
tomará las prudentes precauciones oportunas a impedir que se introduzca en el
pueblo mucha gente conducida por la novedad, poniendo partidas en las avenidas
que la hagan retirar”.[9]
Esta disposición impide al militar seguir exponiendo al prisionero al escarnio
público. No debe ser visto por nadie, salvo por los que lleven pase redactado
de puño y letra del mismo virrey: “No permitirá vuestra señoría por motivo
alguno -agrega Calleja- que vean a los reos más que aquellas personas que
lleven orden mía al efecto”.[10]
El seco gobernante concederá muy pocas autorizaciones, aún a sus propios
allegados, para que se acerquen al caudillo en el poblado de San Agustín, hoy
Tlalpan. No se conoce el texto de ninguna. Por eso es difícil creer la supuesta
anécdota que narra el mismo Bustamante: “Una vieja extranjera -dice- semejante
a una estantigua” empezó a injuriar a Morelos, encadenado a un poste con esposas
y grillos, y éste, volviéndose blandamente y en tono suave, le preguntó: “¿No
tiene usted qué hacer en su casa, señora?”[11]
Si este incidente realmente se produjo, tuvo que ser antes, durante el
recorrido de Temalaca a Huitzilac; pero si se toma en cuenta que en estos
lugares no vivían extranjeros, lo más probable es que nunca haya tenido efecto.
2. LAS CONVERSACIONES
SECRETAS
Las leyes en vigor autorizaban al virrey de la Nueva España a disponer de
la vida de los prisioneros insurgentes en la forma que lo estimara pertinente.
El terrible Bando de 25 de junio de
1812 sanciona con pena de muerte a todos los que “resistan a las tropas del
rey”, sin más formalidad que la de ser sumariamente procesados en consejo de
guerra y darles el tiempo “estrictamente necesario para que se dispongan a
morir cristianamente”. El drástico ordenamiento jurídico establece que son
acreedores a la pena capital no sólo los civiles y militares sino “también los
eclesiásticos de estado secular o regular que hayan tomado parte en la
insurrección y servido en ella con cualquier título o destino, aunque sea sólo
en el de capellanes”. A pesar de su pretendido fuero o inmunidad deben ser
“juzgados y ejecutados del mismo modo, sin necesidad de precedente
degradación”.[12]
Para la máxima autoridad del reino, por consiguiente, el asunto no ofrecía
mayores complicaciones. La suerte de Morelos -y la de su compañero- estaba
sellada de antemano: era la muerte. Lo único que faltaba era legalizar su
ejecución a través de un juicio sumario en consejo de guerra. Pero se
presentaron problemas de tiempo, modo y lugar. Entre el 8 y el 12 de noviembre
hay varias conversaciones secretas entre el virrey Calleja y el doctor Pedro de
Fonte, arzobispo de México, cuya parte conocemos gracias a una carta
confidencial enviada por éste al rey de España. “Derrotado y preso el cabecilla
Morelos -dice- sucedió la incertidumbre acerca de su castigo, no porque se
dudara de la pena que merecía sino sólo del lugar y modo de aplicársela”.[13]
Los problemas derivados de su captura, como se ve, no eran de fondo sino sólo
de forma. Debía ser sometido a juicio sumario -sin que su duración excediera de
setenta y dos horas- y era imperativo ejecutarlo. En esto no hubo hesitación
alguna. Ahora bien, ¿era procedente el consejo de guerra? ¿Tenía competencia
algún otro tribunal? ¿Bajo el imperio de qué leyes? ¿En dónde? ¿En la Tierra
Caliente? ¿En los lares del prisionero? ¿O en la capital del reino, como lo
propuso el nuevo coronel Concha, “para desengañar a los incautos que creían que
Morelos era invencible”? ¿En público? ¿O secretamente? ¿Cuáles eran los
precedentes en la materia? ¿En qué términos debía redactarse la sentencia?
¿Cuándo y cómo debía ejecutársele? ¿Bastaba con su ejecución? ¿O era necesario
aplicar un doloroso escarmiento antes de hacerlo...?
Aunque el virrey Calleja invoca el citado Bando de 25 de junio de 1812 para resolver el caso, el doctor Fonte
plantea una serie de objeciones que hacen surgir las dudas que menciona en su
carta al monarca. Según él, el asunto no es tan simple como parece a simple
vista. No se trata sólo de liquidar a un hombre sino a la insurrección e
inclusive algo más importante todavía: a una nación. Para lograr este superior
objetivo no debe tratarse al prisionero como soldado y menos como dirigente de
un nuevo Estado beligerante sino como un simple clérigo español; ser juzgado
por la Iglesia y el Estado, y no únicamente por un tribunal militar; con apoyo
en las leyes de la península y no sólo en un Bando local, y aplicarle la pena de la degradación sacerdotal antes
de cualquiera otra impuesta por el Estado colonial. Hay poderosas razones para
proceder de ese modo.
El arzobispo Pedro José de Fonte y Hernández Miravete tiene en estos
momentos treinta y ocho años de edad. Es un hombre mucho más joven que Calleja.
Hay entre ellos por lo menos veinte años de diferencia. Nace en Linares,
Aragón, en 1777, y estudia en Zaragoza hasta obtener el título de doctor en
Derecho Canónico. Era canónigo penitenciario del obispado de Zaragoza cuando
Lizana y Beaumont -arzobispo de México en 1802- lo invitó a venir con él a su
nueva mitra de ultramar. En México, su carrera es fulgurante: juez de
testamentos, provisor, vicario general, cura del sagrario, canónigo doctoral,
inquisidor honorario y primer catedrático de disciplina eclesiástica en la
Universidad, antes de ser arzobispo electo. No hay mujeres en su vida o, por lo
menos, no se le conocen. Tampoco hombres.
Siendo provisor del arzobispado en 1808, a los treinta y un años, actúa como
juez “comisionado” de la Iglesia en el proceso que se le instruye al
peruano-mexicano Melchor de Talamantes. De este modo comienza su experiencia en
el arte de juzgar a los partidarios de la independencia. Además de retener al
acusado bajo la jurisdicción eclesiástica hasta cerrar la instrucción, logra
remitirlo a España a fin de ser sentenciado por la Iglesia y el Estado allá, no
aquí. Sabemos lo que pasó con él: alcanzó a llegar únicamente a Veracruz.
Electo arzobispo en 1815 -trece años después de su llegada a este país-
pronto se le presenta la histórica oportunidad de utilizar su cargo y amplios
conocimientos jurídicos para dirigir los procesos de Morelos. Además de
inteligente pastor de su grey y hábil administrador eclesiástico, se
caracteriza como celosísimo defensor de sus fueros. Aunque su autoridad está
subordinada, para todos los efectos políticos, a la del virrey -como en España
todas las autoridades eclesiásticas a la del rey- utilizará sus recursos y
conocimientos para hacer respetar los fueros de su corporación.
El destino del doctor Fonte es deprimente. Enemigo feroz de la
independencia, en 1821 se ve obligado a reconocerla condicionalmente -supremo
castigo- e incluso a colaborar, a pesar suyo, en su consumación. Al saber que
España no acepta el Tratado de Córdoba se retira a Cuernavaca y
subrepticiamente toma el camino a Tampico. En 1823 se embarca a España. No
volverá a recibir posición alguna. Continuará durante años ostentando
tercamente el cargo de arzobispo de México “en el exilio”, hasta que la Santa
Sede lo obliga a renunciar en 1837, a los 60 años de edad. Dos años después,
muere de tristeza, pobre y abandonado.
3. AGITACIÓN EN LA
CAPITAL DEL REINO
Las conferencias entre Fonte y Calleja se celebran mientras ocurren en la
ciudad algunas manifestaciones de descontento e inquietud. Una corporación con
indudable fuerza política -el bajo clero- aprovecha la captura de Morelos para
lanzarse en defensa de sus fueros. Morelos era eclesiástico. En lugar de ser
arrojado a la soldadesca y asesinado por ella, debía respetarse su inmunidad y
ser juzgado por los suyos. La protesta se expresa en forma clandestina pero no
menos amenazante. Es consignada por Bustamante y confirmada por el doctor
Fonte. El cronista dice que una mañana aparecieron pegados a las puertas de la
catedral y de todas las iglesias unos pasquines en los que el profeta Jeremías
amenaza al pueblo judaico, en nombre del Señor, por la profanación del templo y
de sus ministros.[14]
La advertencia de dicha corporación a Félix Ma. Calleja no puede ser más clara:
si toca al “sacerdote” detenido cometerá sacrilegio. Le recuerdan que Dios
Todopoderoso habló así: “Los castigaré. Sus jóvenes morirán por la espada. Sus
niños y niñas morirán de hambre. No habrá sobrevivientes. Dejaré caer la
desgracia sobre esta familia”.[15]
El mensaje no puede ser más claro. Se amenaza, no a alguna familia del Antiguo
Testamento sino a la de Calleja, que tiene una esposa embarazada y una niña
pequeña.
El Ayuntamiento de la ciudad de México, por su parte, transcribe al virrey
una interpelación procedente del gobierno mexicano. Bustamante dice que él la
redactó a nombre del Congreso Nacional el 17 de noviembre de 1815 -doce días
después de la captura de Morelos- y que incluso intervino en su remisión a
Calleja. Su aseveración es de dudarse. El estilo en que está redactado el
documento no corresponde al del cronista; pero esto será comentado más
adelante.[16]
El virrey, en efecto, en una carta al ministro de la Guerra de Madrid y
haciendo referencia al documento del Congreso mexicano, dice: “Me han enviado
por medio del Ayuntamiento la adjunta interpelación”, en la que se le exige que
respete la vida de Morelos “y en apoyo de su pretensión -agrega- me alegan los
derechos de guerra y de las naciones o pueblos independientes”.[17]
El historiador arriba citado comenta que un buque de Buenos Aires interceptaría
la correspondencia de Calleja -incluido este documento- y que posteriormente se
publicaría en francés. Sin embargo, el marqués de Campo Sagrado, ministro de la
Guerra, acusaría recibo con la causa de Morelos. ¿Cómo pudo recibirlo si fue
interceptado? O bien, ¿cómo se le interceptó si fue recibido?
En todo caso, las peticiones del bajo clero y la del propio Ayuntamiento de
México, aunque circunscritas a pedir que se proceda de acuerdo con las “leyes
de las naciones” y con las de la propia España, se respeten los fueros de las
corporaciones y, en su caso, se tome en cuenta la especial calidad del
detenido, no ocultan su simpatía por él. Además, deciden aprovechar la
oportunidad para hacer valer su fuerza y sus derechos. El bajo clero supone
–erróneamente- que si un tribunal eclesiástico llega a juzgar al ilustre
prisionero, éste tendrá la posibilidad de prolongar el juicio y ser retenido
indefinidamente bajo la jurisdicción eclesiástica, como antes ocurriera con
Talamantes, y después, con José Ma. Morales, capellán del Congreso mexicano,
así como con José de San Martín, Vicario General Castrense del Gobierno
Nacional. Esto será una manera de protegerlo. Y aunque es cierto que con los
dos últimos acontecerá así, con otros -como Talamantes, Hidalgo o Matamoros,
para no citar sino a los más importantes- el fuero eclesiástico no servirá para
nada.
El Ayuntamiento, por su parte, en calidad de intermediario de los
insurgentes, espera no menos equivocadamente que, si se reconoce al detenido su
carácter político y militar, su caso admitirá apelación ante el Supremo Consejo
de Guerra, en España -de ser adversa la sentencia- y, en última instancia, ante
el propio rey. Sin embargo, este procedimiento jamás fue promovido por los
militares insurgentes juzgados por los tribunales coloniales, ni antes ni
después de Morelos, y menos lo será por él. Además, los tribunales españoles
nunca lo considerarán como militar sino como “cura que fue”.
El doctor Fonte aprovecha la agitación clerical en función de su propia
causa, que es la de impedir que Morelos sea juzgado sumariamente por un consejo
de guerra en un poblado perdido del Sur. El quiere, como el bajo clero, que se
le traslade a la capital; pero no para salvarle la vida sino únicamente para
hacer prevalecer los fueros de su corporación. Lo ordenado por el Bando de 25 de junio de 1812, en su
opinión, debe dejarse sin efecto porque, a pesar de las aparentes ventajas que
reporta al gobierno colonial, son superiores los inconvenientes. Dicho Bando, en efecto, aunque faculta a la
autoridad para ejecutar sumariamente a los enemigos del Estado español
levantados en armas -sean de la condición que fueren- les reconoce tácitamente
una personalidad jurídica especial. Al sometérseles a juicio sumario ante
consejo de guerra, en efecto, se les considera reos militares adheridos a una
causa política. De allí a reconocer implícitamente los derechos de guerra y de gentes, también llamado el derecho de las naciones –derecho internacional- no hay más que un paso. Y
reconocer expresa o tácitamente esta situación es admitir la existencia de dos
Estados enemigos: el de España y el de la América mexicana y, al mismo tiempo,
los títulos políticos y militares que uno de ellos ha conferido a Morelos. Si
el gobierno español no concediera este tratamiento a los insurgentes en 1811,
en los momentos en que el dominio de éstos se extendiera a casi todo el
territorio nacional, sino el de “impíos, traidores, rebeldes, ladrones y
asesinos”, menos lo haría ahora, en 1815, en que la situación había cambiado en
su contra.[18]
Al prisionero, según Fonte, no debe distinguírsele como soldado de un
ejército enemigo, ni expresa ni tácitamente, sino como clérigo rebelde, sedicioso y
traidor. No es el comandante de las tropas regulares de una nación que
lucha por su independencia sino un súbdito español convertido en cabecilla de una banda de alzados y
facinerosos. Tampoco es el Vocal del Supremo Consejo del Gobierno americano
sino un delincuente del orden común, un eclesiástico rebelde y criminal que ha
incurrido en traición y perpetrado delitos
enormes y atroces.
El consejo de guerra, en opinión del arzobispo, no es el órgano competente
para conocer de este asunto. Un tribunal militar confirmaría indirecta o tácitamente el estado de guerra entre dos
ejércitos y dos gobiernos, así como la naturaleza política y militar del reo, y
de lo que se trata es de dejar demostrado lo contrario: que no hay ninguna
guerra entre españoles y americanos sino una “revolución” -un movimiento interno- dentro de las fronteras del
reino, que es parte de un todo universal, y que tampoco existe ninguna
representación de Estado ajena a la española, sino únicamente organizaciones de
bandidos -que alteran el orden colonial- dirigidas por unos cuantos “cabecillas”.
Débese tomar muy en cuenta –recomienda el arzobispo- la agitación del bajo
clero de la capital que reclama a Morelos como “uno de los suyos” y someter
éste a la jurisdicción eclesiástica. De este modo, se alcanzarán dos fines
distintos e igualmente importantes: se recordará a la opinión pública que el
reo tiene la condición de “clérigo”,
no de militar; de sedicioso y rebelde,
no de jefe de Estado, y al mismo tiempo se sofocará el descontento de dicha
corporación.
Pero esta medida crea un peligroso problema. En consejo de guerra, el
asunto puede ser despachado en tres días sin posibilidad de apelación. En
cambio, ante un tribunal eclesiástico, puede durar indefinidamente y el acusado
apelar a Madrid e incluso a Roma. “Si el reo, como eclesiástico -dice Fonte- se
había de juzgar por sus propios jueces, ofrecía dilación este juicio, y
omitiéndolo, resultaba un escándalo y un motivo más para alterar el sosiego”.[19]
Sin embargo, el juicio eclesiástico no tenía por qué ser necesariamente
prolongado. A juicio del arzobispo, los “crímenes del clérigo” eran públicos y
notorios. No hacía falta aportar pruebas de ninguna especie. Los documentos y
testigos estaban de más. La confesión del acusado confirmaría plenamente su
responsabilidad penal. La sentencia del tribunal condenándolo a la degradación
podía ser dictada en el mismo término en que lo haría un consejo de guerra. Se
daría también en esta jurisdicción, dadas las circunstancias, un juicio
sumario.
Y esta solución sería tanto más conveniente cuanto que el juez eclesiástico
tenía atribuciones para practicar las diligencias procesales asociado con el
juez del Estado, para formar Jurisdicción Unida. Las leyes en vigor prevían
estos casos. Además, había precedentes en la materia. El tribunal mixto
Iglesia-Estado se había constituido en otras ocasiones para juzgar a otros “clérigos sediciosos”, como Melchor de
Talamantes, en 1808; Miguel Hidalgo y Costilla, en 1811; Mariano Matamoros y
José de San Martín, en 1814, para no mencionar sino a algunos de ellos. Este
tribunal debía integrarse nuevamente para conocer el asunto de Morelos en 1815.
Degradado el reo, podría entregársele al brazo secular -el Estado- a fin de que
éste le aplicara la pena que considerara pertinente, en el tiempo y lugar más
oportunos.
Calleja cede ante la sugerencia del doctor Fonte y determina que su gran
enemigo sea sometido a la Jurisdicción Unida para ser condenado sumariamente
por el tribunal eclesiástico a la degradación. “Felizmente -dice Fonte- el
murmullo que empezó con los pasquines puestos en las iglesias a la llegada del
reo, cesó luego que se divulgó el modo con que se había procedido”.[20]
“No se dudaba de la pena que merecía”: era la de muerte, precedida por la
degradación del carácter sacerdotal del reo. La incertidumbre acerca del “modo
de aplicársele” se disipó poco a poco: su humillación y ejecución sería
legalizada por la Jurisdicción Unida en el término de tres días. Lo único que
faltaba era elegir el lugar en que debía instalarse el tribunal mixto de
referencia para llevar a cabo el juicio.
De los “clérigos rebeldes”, la Jurisdicción Unida había procesado a
Hidalgo, en Chihuahua; a Matamoros, en Valladolid; a San Martín, dos veces, una
en Puebla, y al evadirse de ésta, la otra,
en Guadalajara, y a Talamantes, en la ciudad de México. Lo más tentador
era juzgar a Morelos en esta misma capital, pero la decisión no estaba exenta
de riesgos y peligros. “Había grandes inconvenientes y ventajas -dice Fonte- de
que (la causa) fuese pública y en esta capital”.[21]
Los riesgos parecían mayores que las ventajas, porque “los adictos a la
rebelión -agrega- habrían de querer libertar a toda costa a su humillado
héroe”.[22]
Esta posibilidad obligaba a la autoridades coloniales a “aumentar la fuerza
pública en la capital y dejar indefensos otros puntos”.[23]
Si ocurría un motín en la gran ciudad, ¿de qué proporciones era posible
preverlo? ¿Serían capaces las tropas de sofocarlo con presteza? ¿Era necesario
reforzarlas con las de otros lugares relativamente cercanos? ¿Qué posibilidades
había de que los insurgentes avanzaran hacia los sitios que abandonaran los
realistas? ¿E incluso de que se unieran a los amotinados? “Estas reflexiones
que hicimos el virrey y yo respectivamente, dudosos del partido más
conveniente, eran generales en el pueblo, y al paso que alentaban a los
sediciosos, no dejaban de apurar (preocupar) a los que deseábamos el acierto”.[24]
A pesar de todos los inconvenientes del caso, el arzobispo propuso al
virrey que mandara traer al detenido a la capital. Las razones para convencerlo
las trasmitiría confidencialmente al rey de España. Son tres: aplicar al noble
cautivo un castigo humillante y terrible; aprovechar su presencia para desatar
el terror blanco en la ciudad capital, y finalmente, hacerlo retractarse de sus
actos e ideas. “Habiendo sido un corifeo de la rebelión -dice Fonte- a quien su
fortuna y atrocidades ganaron séquito y pavor dentro del reino, y nombradía
fuera de él, importaba que su castigo fuese ejemplar y espantoso”.[25]
La muerte no era suficiente. Antes de ser ejecutado era necesario degradarlo
públicamente y arrojar su alma a los infiernos. Así se iniciaría el espanto.
Si “se extermina al reo conforme a Derecho”, en frase de Fonte, lo único
positivo sería “hacer justicia”. Se le quitaría la vida –lo que era importante
sin duda- pero no más. La “revolución” seguiría haciendo estragos dirigida por
un nuevo caudillo y dañaría más aún los intereses del sistema colonial, ya
bastante deteriorado. En cambio, si se combinaba sabiamente el deseo, la
necesidad y la pasión de humillar, castigar y ejecutar a Morelos con el alto
interés político de atemorizar, someter y aplastar a los simpatizantes de la
independencia, podría lograrse la consolidación del Estado “para mayor gloria
de Dios y del rey”.
Es conveniente recordar que los partidarios de la independencia eran de dos
clases: los que luchaban en los campos de batalla con las armas en la mano,
expuestos a todas las contingencias de la guerra -los insurrectos, alzados o
insurgentes- y los potentados que la alentaban, financiaban y apoyaban desde
las ciudades del interior e incluso desde el mismo corazón del reino;
encumbrados en sus altas posiciones, sólidos privilegios y vastas fortunas;
“hombres pudientes y de distinción”, en frase de Calleja, a prueba de toda
sospecha. Además, abundaban sus simpatizantes tanto en el clero como en el
propio ejército y, desde luego, en otros niveles sociales inferiores.
Durante los cinco años anteriores, la estrategia colonial había consistido
en combatir a los primeros –los insurrectos- en los campos de batalla, sin modo
de identificar más que excepcionalmente a los segundos –sus poderosos
partidarios- que, a pesar de su gran número, mantenían su militancia en secreto
y se paseaban, mientras tanto, tranquila y despreocupadamente por las calles de
las ciudades. Las autoridades españolas sospechaban de algunos de éstos; pero
dada su elevada posición -muchos de ellos eran amigos y hasta consejeros del
propio virrey- y ante la imposibilidad de probarles fehacientemente su
participación en la causa nacional, no se atrevían a molestarlos.
El doctor Fonte explica al rey en su carta confidencial que el caso Morelos
tenía que aprovecharse para amedrentar e intimidar a estos últimos. Esta es
otra de las ventajas -la segunda- de disponer el traslado del detenido a la
gran ciudad. Ya que el “cabecilla” se distinguiera como héroe de estos enigmáticos,
poderosos y hábiles personajes -algunos de los cuales se ocultaban bajo el
nombre de Los Guadalupes- había llegado el momento de exhibirlo ante ellos con
todas las miserias morales que trae aparejada la derrota. Era preciso, pues,
“causar un pavor saludable”, en términos del doctor Fonte. “Esta circunstancia
-agrega- debía producir saludables efectos entre los espectadores... cuidando
que entre éstos fueran aquellos individuos a quienes pudiera servir de útil
escarmiento el acto al que eran llamados”.[26]
Paralizado por el terror el nido promotor de la causa independiente en la
capital, quedarían debilitados sus secretos partidarios en las otras ciudades
del reino e incluso las partidas insurrectas que luchaban con las armas en la
mano en los campos de batalla. Tal es la esperanza que parece surgir del
escrito de nuestro prelado.
El desencadenamiento el terror blanco en la ciudad de México era
perfectamente posible. Morelos sabía muy bien quiénes eran los aristócratas y
potentados que apoyaban con recursos, información y otros servicios a la causa
nacional. Había recibido ayuda de ellos en múltiples ocasiones. Eran “condes,
marqueses, oidores, regidores y otros individuos -sospechaba Calleja- como
doctores, licenciados y comerciantes”.[27]
Simpatizaban con la causa, pues, entre otros, los hombres más ilustres, ricos y
poderosos del reino. El caudillo sabía, por consiguiente, quiénes eran las
personas que se titulaban, por ejemplo, dentro de la organización de Los Guadalupes, “el señor don número uno, el señor don número dos, tres, cuatro y demás
siguientes”.[28]
El enjuiciamiento de Morelos era una oportunidad de oro puro para el
régimen colonial. Los afectados lo sabían. La posibilidad de ser delatados
podía costarles no sólo su libertad sino también la confiscación de sus
cuantiosos bienes, la ruina de sus familias y su vida misma.
Además de los dos fines mencionados anteriormente; es decir, aplicar a
Morelos una pena espantosa -para escarmiento general- y causar un terror
saludable entre sus “cómplices”, era necesario celebrar el juicio en esta
capital para exhibir, al lado del héroe, del auténtico Morelos, su negación, el
anti-héroe. La causa política que él consideraba justa debía reconocerla como
tal, para ser fundadamente condenado al castigo que merecía; pero a
continuación, debía inducírsele a que execrara como injusta. Las ideas que
tratara de convertir en derechos de la nación -y del pueblo- debía admitirlas
ante los tribunales para justificar la dureza de las sentencias; pero, al mismo
tiempo, aceptar que habían generado crímenes monstruosos y abjurar de ellas.
“Otro de los fines que me propuse en solicitar la venida del reo -dice Fonte-
era la última disposición cristiana que, fuera de la capital, hubiera sido muy
difícil. Y tuve la satisfacción de que por el celo de un docto párroco, Dios le
comunicara (a Morelos) conocimiento y detestación de sus delitos”.[29]
Tal es el tercer motivo por el cual Morelos debía ser trasladado a la
ciudad de México. En ésta, el régimen colonial contaba con el aparato
institucional necesario para obligarlo a retractarse de su lucha, mientras que
“fuera de la capital hubiera sido muy difícil”. Además, aquí se encontraba un
misterioso “docto párroco” que, por alguna poderosa y desconocida razón, no
podía viajar hasta el lugar en que se encontraba prisionero Morelos. ¿Por qué?
¿Quién era él? ¿Dónde, cuándo, cómo trabajaba para lograr el “milagro” de la
conversión política del prisionero? No lo sabemos. El caso es que actuó en su
“sagrada” misión no sólo al final del proceso judicial, inspirando la
“retractación” del condenado, sino probablemente desde antes de que se
iniciara; es decir, desde su reclusión en las cárceles secretas y, en todo
caso, durante su comparecencia ante los tribunales, como se tendrá la
oportunidad de ver. Aunque la siniestra silueta del supuesto “docto párroco” no
la identifiquemos, su existencia es indiscutible. Hasta es probable que, así
como los pintores dejan asomar discretamente sus propios rostros entre los
personajes que aparecen en sus lienzos, del mismo modo nuestro doctor Fonte
haya proyectado su estampa en la enigmática figura del “docto párroco”. El
perfil de éste guarda una gra similitud con el del arzobispo...
“Por fin -concluye Fonte- se fijó por el virrey en que convenía la venida
del reo, su juicio eclesiástico y su castigo público. Y para ello le anuncié
que no sólo sería pronta la administración de justicia de mi parte, sino que la
circunstancia de ser eclesiástico (Morelos) pudiera aprovecharse para conciliar
los obstáculos referidos”.[30]
La decisión anterior, adoptada el lunes 13 de noviembre en el palacio real,
se mantiene en estricto secreto. No la conocen más que el arzobispo y el
virrey. Al retorarse el arzobispo a su palacio, Calleja se deshace de su
secretario y, sin que nadie lo vea, toma la pluma y escribe personalmente sus
órdenes al coronel Concha, en el sentido de que conduzca a sus prisioneros
Morelos y Morales, de Tepecoacuilco -que es donde se encuentran- a la ciudad de
México.[31]
Inserta el documento en sobre lacrado y ordena a un correo especial que salga a
todo galope hacia la Tierra Caliente. Ese mismo día, a las ocho de la noche, el
mensajero entrega el pliego virreinal al coronel Concha en sus propias manos.
Sus instrucciones se seguirán al pie de la letra.
Capítulo II. Después de las doce de la noche
[1] Doc. 67. Parte del
teniente coronel Manuel de la Concha al virrey Félix Ma. Calleja, fechado en
Tepecoacuilco el 13 de noviembre de 1815, en el que se le da cuenta detallada
de la acción de Temalaca de 5 de noviembre anterior, en la que aprehendió a
Morelos. (Hernández y Dávalos, J. E., Colección de Documentos para la Historia de
la Guerra de Independencia de México, Tomo VI, México, 1882).
[2] Oficio del teniente
coronel Eugenio Villasana al teniente coronel Gabriel de Armijo, fechado en
Atenango del Río el 6 de noviembre de 1815. (Morelos. Documentos Inéditos y Poco Conocidos, Colección de
Documentos del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, Vol. II,
Tomo II, Secretaría de Educación Pública, México, 1927, pp. 288.289).
[3] Docs. 68 y 69. Relación de
ascensos otorgados por el virrey a los jefes y oficiales que se
distinguieron en la acción de Temalaca el 5 de noviembre de 1815 en que se
capturó a Morelos. El virrey dictó un acuerdo en el sentido de que, además de
los ascensos de referencia, se gratificara a la tropa de la clase de sargento
abajo con un mes de paga, y que al teniente Carranco, que fue el primero en
coger al rebelde Morelos”, se le permitiera llevar “un escudo en el brazo
izquierdo con las armas de Su Majestad y el lema: Señaló su fidelidad y amor al
rey el día 5 de noviembre de 1815”. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).
[4] Doc. 1. El texto de la comisión conferida al nuevo coronel de la
Concha no se conoce; pero éste la revela al acusar recibo con las siguientes
palabras: “Cumpliendo con la superior orden de vuestra excelencia que se sirve
comunicarme en oficio del 13 del presente, de las ocho de la noche, saldré de
este pueblo con el cabecilla Morelos y el capellán mayor del Congreso Morales,
con dirección para esa capital, el día de mañana...” (Hernández y Dávalos, Op.
Cit.
[5] Doc. 96. Bustamante, Carlos Ma. de, Elogio Histórico del general D. José María Morelos y Pavón. “Conducido
a Temalaca se le pusieron grillos y la tropa europea lo llenó de dicterios
usando con él del lenguaje de abominación que es exclusivamente suyo”.
(Hernández y Dávalos, Op. Cit.). Cf. Bustamante, Carlos Ma. de, Cuadro Histórico de la Revolución de Independencia, Tomo II,
2a. edición, Imprenta Mariano Lara, México, 1844, p. 224.
[7] Lemoine,
Ernesto, Morelos, su vida revolucionaria
a través de sus escritos y otros documentos de la época, UNAM, México, 1965.
Nota al pie de la página 147.
[9] Doc. 2. Oficio del virrey al coronel concha
fechado en México el 19 de noviembre de 1815, en el que le previene que conduzca
a los reos Morelos y Morales a las cárceles secretas del Santo Oficio
(Hernández y Dávalos, Op. Cit.).
[12] Bando de 25 de junio de 1812 firmado por
el virrey D. Francisco Xavier Venegas, reproducido en La Gaceta de México, martes 30 de junio de 12812, Tomo III, No.
253, (Artículos 1, 2, 6, 7 y 10).
[13] Doc. 299. Oficio reservado fechado en México el 2
de julio de 1816: el arzobispo de México informa al rey de España la manera y
términos en que se llevó a cabo el proceso de D. José María Morelos, del que
adjunta copia, y le solicita que suspenda o derogue las tres leyes del llamado Nuevo Código (Hernández y Dávalos, Op.
Cit.).
[15] No se conoce el
texto de los pasquines. El que se publica arriba es un extracto del libro de
Jeremías, Capítulo 11, Versículo 22, en traducción libre hecha por el autor.
[18] Inscripción puesta con letras grandes y
al óleo en uno de los costados de la Alhóndiga de Granaditas, bajo las cabezas
de Miguel Hidalgo, Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, “insignes
facinerosos y primeros caudillos de la insurrección”, según certificación levantada por Ignacio Rocha,
escribano de Cámara, ante tres testigos, el 2 de julio de 1811. (Hernández y
Dávalos, Op. Cit., Tomo I. Cf. Los Procesos Inquisitorial y Militar del Padre
Hidalgo y otros Caudillos Insurgentes, Introducción y suplementos de Luis
González Obregón, Ediciones Fuente Cultural, México, 1953, pp. 18-19).
[27] Oficio reservado del virrey a Melchor Alvarez,
comandante militar de Oaxaca, fechado en México el 5 de noviembre de 1814, en
el que le pide que tome declaración jurada al indultado José Llano. (Torre
Villa, Ernesto de la, Los Guadalupes y la
Independencia, Colección México
heroico, Editorial Jus, No. 54, México, 1966, p.- 160).
[28] Las numerosas
cartas de Los Guadalupes a Morelos de
1812 a 1815 están firmadas con seudónimos. “Los
Guadalupes todo lo sabían -dice de la Torre Villar-: estaban por todas
partes y no podían ser identificados; escuchaban y leían las órdenes más
ocultas sin ser sorprendidos”. El autor ofrece una relación de 8 nobles, 13
comerciantes, 3 gobernadores de indios, 17 eclesiásticos, 32 letrados, 12
militares realistas, etc., que posiblemente hayan pertenecido a dicha organización.
Hernández y Dávalos, por su parte, publica en el número 288 de su Colección un “índice general de los
principales papeles cogidos a los rebeldes de este reyno en varias acciones
militares” firmado por Calleja, en cuyo Número 4 hace referencia a un tal
Sartorio, “rebelde disimulado que vive entre nosotros... Hay contra él muchas
vehementes sospechas, pero las inutilizan nuestro complicado sistema judiciario
y la infidelidad de los curiales, resultando que vive tranquilo, disfrutando de
la protección general del gobierno al que vende y ataca. Número 5. El marqués
de Rayas es el principal corifeo de la insurrección desde su origen... Es
hombre de un profundo disimulo y una malicia refinada, y con escándalo de todo
el mundo, oprobio del gobierno y peligro conocido del Estado, se pasea
tranquilamente por las calles de esta ciudad. Número 6. El Lic. Llave... es
también de los traidores disimulados y contra él hay otras varias constancias.
Número 7. El conde de Sierragorda... tomó partido por la rebelión en el
principio de ella con el cabecilla Hidalgo. Se le formó causa de la cual
consiguió salir bien, con no poca extrañeza de todos; reintegrado a su Prebenda
ha vuelto a ingerirse en la rebelión ocultamente, según constancia”, etcétera.
Este documento está firmado el 31 de octubre de 1814.