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Capítulo II La peste 1. LA TIERRA CALIENTE El resultado de los trágicos acontecimientos anteriores es Apatzingán. En
1779, doña Juana se lleva a su hijo a las bajas llanuras de la Tierra Caliente
de Michoacán, a trabajar a la hacienda de don Felipe Morelos y Ortuño, primo
político de la dama. En lo sucesivo, el trabajo del adolescente servirá para
sostener a la familia. Por fortuna, el recio hacendado necesita tanto los
servicios del joven para llevar su finca en orden, como doña Juana los de aquél
para colocar a su hijo. El arreglo, pues, es satisfactorio para ambas partes. La dama regresa a Valladolid y deja hundido a su hijo en el mundo de la
Tierra Caliente. Morelos, de 14 años de edad, se queda sin familia, sin
estudios, sin amigos y sin porvenir. El cambio es brusco, doloroso,
desgarrador; pero sus nuevas responsabilidades de jefe de familia no le dejan
tiempo para sentirse abrumado o temeroso, ni menos para aumentar los pesares de
su madre que, lejos de llorar las ausencias de sus seres queridos -y aún
llorándolas- regresa a la rosada ciudad vallisoletana con la esperanza de
lograr la recuperación de los bienes rematados; la superación moral y
profesional de sus hijos, y la reunificación de la familia. Y si ella, que ha
sufrido más, está sola y es mujer, no se queja, menos lo hará él. El cambio lo resiente. Ir de la ciudad al campo; del clima suave y dulce de Valladolid al azote asfixiante y violento de la Tierra Caliente; de los finos y educados modales de la ciudad al trato rudo y directo de rancheros, peones y esclavos; de la atmósfera sana de la altiplanicie al aire cargado de enfermedades de las llanuras ardientes, es ir del paraíso al infierno. La sobria arquitectura barroca de la pétrea, rosada y señorial ciudad queda atrás. Ahora se presentan ante sus ojos esas tierras retorcidas y quemadas por un sol de fuego, "montañas peladas, cerros tristes y amarillos -dice la crónica-, piedra molesta en los caminos, barrancas espantosas, paredones y rocas tajadas, perspectivas melancólicas y sin verdura". Desaparece el mundo familiar que
le ha dado afecto y protección. Sus seres queridos se han dividido, separado y
perdido en destinos diferentes: su padre y su hermano en San Luis Potosí; su
madre y su pequeña hermana, en Valladolid, y él, queda hundido en Apatzingán.
Repentinamente se encuentra lejos de todo, solo y aislado. En lugar de recibir
apoyo para continuar sus estudios, se ve obligado a temprana edad a asumir la
responsabilidad de jefe de familia. El pupitre del escolar es cambiado por el
azadón del labriego. 2. ¿VAQUERO, ARRIERO O LABRADOR? Dice la leyenda que, durante su adolescencia, Morelos se dedica a la
arriería y a la vaquería. Algunos de nuestros autores, fascinados con su
juventud supuestamente analfabeta, suelen comenzar su biografía haciéndolo
cabalgar detrás del ganado por los calurosos potreros tarascos. Otros,
vistiéndolo de manta, lo han hecho devorar -en calidad de arriero- las lejanías
calcinadas por el sol, siguiendo el paso de las recuas cargadas de orientales
riquezas, pasando por diversos villorrios olvidados por la historia. Sin embargo, el mejor biógrafo de Morelos fue él mismo. De acuerdo con sus propios testimonios, nunca fue arriero, ni vaquero, ni peón, ni siervo, ni iletrado, ni jornalero, ni siervo, ni esclavo. ¿Por qué no acudir a ellos para iluminar esta parte de su vida.? En varios de sus escritos, elevados a la
diócesis de Michoacán y redactados de su puño y letra, expresa que sólo residió
en Valladolid, catorce años, y en la hacienda de Tahuejo, de Apatzingán, los
once siguientes. Aunque no especifica la ocupación a la que se dedicó aquí,
certifica claramente que no tuvo residencia más que en dos lugares; de donde
resulta que la vida errante que se le atribuye no está de ningún modo
justificada. Al estar frente al tribunal de la Inquisición, su evocación sobre
este aspecto es más precisa; dice que de Valladolid "pasó a Apatzingán y
que allí estuvo once años de labrador". La Tierra Caliente de Michoacán, a una altura entre 200 y 300 metros
sobre el nivel del mar, es hoy una rica y bien comunicada región agrícola,
ganadera y mercantil, con gran abundancia de agua, almacenada en lagos artificiales,
que genera una respetable cantidad de energía eléctrica. Otra era su situación
a fines del siglo XVII, en los años en que llega el adolescente. La tierra era
pobre y seca; las escasas aguas del río, "inútiles para la
fertilidad"; la población, escasa y miserable. Sin embargo, durante la estancia del labrador, la situación económica y social experimenta un repentino auge. Aunque su prosperidad se inicia desde 1700, alcanza su clímax tres cuartos de siglo más tarde, en la época de Morelos. Hacia 1780, es decir, al año de su llegada, existen 395 familias -cerca de 2,000 habitantes-, distribuidas en 16 haciendas y 9 ranchos. En una de estas haciendas, la de San Rafael Tahuejo, trabaja el joven emigrante. Son
haciendas ganaderas y plantaciones de azúcar, añil y cacao. La de Tahuejo, ¿qué
produce? Hay una declaración hecha en 1785 por el labrador Morelos (tiene 20
años de edad), a ruego de su tío Felipe -dueño o administrador de la
plantación-, según la cual dicha finca labra "la cantidad de veinte arrobas
y dieciséis libras de añil". El añil es un arbusto leguminoso de cuyas
hojas se extrae una pasta colorante azul, sumamente apreciada, sobre todo, en
la industria textil. La de Tahuejo es, pues, una hacienda añilera... No es difícil, por supuesto, que el labrador -una respetable categoría
social agraria de la época- desempeñe eventualmente otras labores de campo,
como son las de vaquero y arriero (que no se contraponen, sino al contrario, se
complementan entre sí). Es posible que se dedique incluso al comercio,
actividad que le producirá no pocas ganancias y cuya experiencia será
fundamental en la vida que hará, muchos años después, en Nocupétaro. Hay algún
cronista de la época que asegura que viaja frecuentemente de las ardientes
planicies de Apatzingán al exótico puerto de Acapulco, para participar en las
ferias y transacciones mercantiles que se realizan durante el invierno de cada
año -en el mes de enero-, a la llegada del Galeón de Manila, comúnmente
conocido como Nao de China. De ser así, no sería remoto verlo conducir las recuas cargadas de preciosos bienes orientales de Acapulco a Valladolid y a las prósperas ciudades del Bajío. ¿Sus viajes y actividades mercantiles explican su profundo conocimiento de la geografía y de los hombres de la Costa y la Tierra Caliente; los posteriores éxitos de sus negocios en Carácuaro, y el brillo de sus campañas militares durante la guerra de independencia...? Independientemente de
ello, lo cierto es que la arriería, la vaquería o el comercio no son sus
ocupaciones profesionales. Su oficio -de creer en sus propias palabras- es el
de labrador. Así habrá que imaginarlo, montado a caballo, con el machete
de cañero en la mano, dirigiendo a peones, jornaleros y esclavos de la hacienda
de Tahuejo, en Apatzingán. 3. LA PROSPERIDAD DE APATZINGÁN Se ha dicho que el propietario de la hacienda era don Isidro Icaza
porque "Morelos cuidó de conservarle sus almacenes de cacao en Acapulco
-dice Bustamante- cuando tomó aquella plaza en 1813". No es así. En
realidad, su jefe y tutor, como bien lo señala Alamán, fue don Felipe Morelos y
Ortuño, primo segundo de su evadido padre. Al hacerse cargo de él, le describe
las tareas a realizar dentro y fuera del casco; lo inicia en las labores
agrícolas, y lo hace trabajar, como es la costumbre, de sol a sol; de las seis
de la mañana a las seis de la tarde. Pero -insístese- Morelos no es gañán sino labrador. Además de trabajar con sus manos, dirige y administra la finca. Vigila las labores de peones y esclavos, y lleva en orden los libros. Y si algunos lo han presentado como arriero y vaquero, otros, en cambio, más acertados, lo han visto en la oficina de la hacienda, a las luz de las velas al caer las primeras sombras de la noche, realizando las actividades administrativas de rigor; primero como ayudante, aprendiz de escribano, y después como responsable de la contabilidad total de la finca La hipótesis tiene fundamento. El labrador lleva los papeles de la
plantación por la simple y sencilla razón de que su tío, el dueño, no sabe cómo
hacerlo. No sabe leer ni escribir. Ignora inclusive -en esa época- como
estampar su firma. Lo hace su sobrino a su nombre. Sólo más tarde, éste le
enseñará a hacerlo por su propia mano. Con el transcurrir de los años, la región prospera cada vez más. En 1787, a ocho años de su llegada -cuando tiene 22 de edad-, la residencia del alcalde mayor de Tancítaro se traslada a Apatzingán, lo cual no deja de ser significativo. Tancítaro es un pueblito bien trazado y pintoresco asentado en
un valle de las altas cumbres de la sierra, a dos mil metros de altura, de
clima fresco, húmedo y agradable. Para cambiar la alcaldía mayor de la tierra
templada a las llanuras ardientes -de Tancítaro a Apatzingán-, es que hay
razones de peso. Una de ellas parece radicar en el aumento de la población de
la Tierra Caliente. No de la población en general, y menos de la indígena,
exterminada casi por las frecuentes epidemias, sino de la blanca y la negra,
más resistentes que aquélla. Tan es así que las cien familias no indias
llegadas un siglo antes, con acompañamiento de sirvientes y esclavos, son ahora
más numerosas que las indias. La relativa prosperidad de esta región hará que, en la jurisdicción
eclesiástica, los curatos de Churumuco y Carácuaro se supediten a Apatzingán,
nuevo corazón político, económico y espiritual de la Tierra Caliente. Este auge
beneficia al labrador durante sus años mozos, y al presbítero que será en sus
años maduros, encargado de los dos curatos de referencia. Por lo pronto, el adolescente ex-estudiante de Valladolid se convierte
durante algunos años en labrador de Apatzingán, bien conocido y medianamente
acomodado. No rico, pero tampoco pobre. Tendrá recursos suficientes para hacer
vivir a su familia en la lejana ciudad, así como para acumular algunos ahorros
que le permitirán posteriormente pagar sus propios estudios. ¿Cuánto gana aproximadamente? ¿Ciento cincuenta pesos al año? ¿Cien para mantener a su "madre viuda y a su hermana doncella"? ¿Y cincuenta para pagar sus hipotéticos estudios futuros...? Años más tarde, la importancia creciente de la Tierra Caliente -y su arraigo en ella- determinarán que el obispo de Michoacán lo tome en cuenta en el concurso eclesiástico para designarlo cura en Churumuco y haga recaer el nombramiento en su favor. 4. LA MADRE EN VALLADOLID Así permanece el joven Morelos en ese mundo agobiante y ardiente,
trabajando duramente en la agricultura, probablemente en el comercio, y sin
duda alguna en la administración. En esos años ocurren numerosos viajes de la
madre a la hacienda de Tahuejo, para saber cómo se porta su hijo en el trabajo,
y de éste a la ciudad para arreglar asuntos de la plantación e incluso propios;
con obligadas escalas, en ambos casos, en Pátzcuaro y Uruapan, para visitar a
algunos parientes. En Pátzcuaro, por ejemplo, la señora doña Bárbara Pérez Pavón, prima de don Antonio Pérez Pavón, aquél "que tenía escuela en Valladolid" (abuelo finado de Morelos), vive casada con el señor don Manuel Martínez Conejo. Y su hijo, José Antonio Martínez-Conejo Pérez-Pavón, que se hace llamar simplemente Antonio Conejo, estudia en Valladolid, gracias a las rentas de una herencia -una capellanía-, que pertenecía a su tío abuelo José Antonio Pérez Pavón, del cual lleva el nombre de José Antonio. La madre de Morelos, pues, va y viene de Valladolid a Apatzingán, sin
abandonar en todo ese tiempo su proyecto de hacer de su hijo un universitario y
un hombre de Dios. Se vale para ello de don Lorenzo Zendejas, el padrino de
bodas suyo y de nacimiento de su hijo; de don José Miguel Caballero, maestro de
ceremonias y capellán de coro de la catedral vallisoletana -muy amigo de su
finado padre-, y de otros hombres buenos y amables; pero sin resultado alguno. Su hijo parece estar encerrado en un círculo perverso. Si logra
estudiar, no podrá sostener su casa, y si sigue trabajando para sostenerla, no
podrá estudiar. En esas idas y venidas, la señora aprovecha el tiempo para
buscar también una escuela para su hija Antonia, que crece a ojos vistas. En
1780 cumple seis años de edad. Es necesario que inicie sus estudios
elementales. Ella misma comienza a enseñarle las primeras letras. Luego, hace
lo mismo con otras niñas de su edad. Y, gradualmente, acaba convirtiéndose en
maestra, a cargo de una minúscula escuela en su propia casa, como lo hiciera
antaño su fallecido padre. Si esto es así, su propio trabajo le permite
sostenerse a sí misma y, en esa misma medida, empieza a aumentar los fondos del
labriego para pagar su educación futura. 5. EL RETORNO DE DON MANUEL Un día, a fines de 1783, la dama recibe una inesperada visita que le
quita el habla, el aliento y el color. Al abrir la puerta de su casa se topa,
después de ocho años de no verlo, con el rostro de su marido don Manuel. No
sabe qué decir. Allí está, frente a ella. Es él. Sin embargo, es otro hombre.
Ya lo diría el romántico poeta: "Nosotros, los de entonces, ya no somos
los mismos". Las acciones legales en su contra ya han prescrito; los
expedientes respectivos han sido archivados, y los agravios, extinguidos. Doña
Juana olvida de golpe los pasados desvaríos de su esposo -quién lo duda- y lo
recibe con los brazos abiertos, los ojos húmedos de emoción y una sonrisa de
indulgencia. Un año después, el 28 de diciembre de 1784, nace el fruto del perdón.
Su nueva hija será bautizada con el nombre de María Vicenta. ¿Y Nicolás, el
hermano mayor? Por esas fechas, de unos 21 años de edad, ya está viviendo su
propia vida, lejos de allí, nadie sabe dónde. Hay quien lo ve en San Luis
Potosí, "amancebado con una lugareña"; pero al cabo de un tiempo se
le encontrará en Zindurio, la tierra de sus parientes paternos, casándose con
una de sus primas. El labrador de la Tierra Caliente aprovecha sus viajes a Valladolid para abrazar a su padre. ¿De qué hablan esos dos hombres? ¿De San Luis Potosí? ¿De las profundidades de la tierra? ¿Del rudo trabajo de las minas? ¿De la extracción de metales preciosos? ¿De los oscuros y peligrosos túneles? ¿De las especiales técnicas para construirlos? ¿De la forma en que se trabaja en esas galerías subterráneas? ¿O de Apatzingán? ¿De la Tierra Caliente? ¿De las dilatadas llanuras azotadas por el sol? ¿Del fatigoso trabajo de la hacienda añilera? ¿De las ferias de Acapulco? ¿Del transporte de mercancías a Valladolid, al Bajío y probablemente a México? ¿De Nicolás, el nuevo aventurero, aún ausente? ¿De Vicenta, la recién nacida, que roba el sueño a su padre? ¿Del pasado? ¿Del futuro? ¿De todo...? Esta situación no dura mucho tiempo. Se viven tiempos difíciles. En 1785 empieza a sentirse una hambruna terrible a lo largo del reino, que en Michoacán hace estragos. Las ciudades y los campos son azotados por el espectro de la peste. Ese mismo año, la familia Morelos es tocada en Valladolid por el aliento de la plaga. La recién nacida, María Vicenta, es la primera que muere. A continuación, sin saberse exactamente cuándo, el señor don Manuel: tanto por la tristeza que le embarga el fallecimiento de su pequeña hija como por sus remordimientos y la enfermedad misma. La señora doña Juana y su hija Antonia sobreviven en Valladolid a la dolorosa crisis, lo mismo que el joven labrador en Apatzingán. El terracalenteño, recuperado de sus males, viaja a la ciudad para visitar a su madre y su hermana, todavía afectadas física y emocionalmente por la pérdida de sus seres queridos, consolarlas de sus pesares y llevar flores a las tumbas frescas de su padre y su pequeña hermana. 6. LA JUVENTUD DEL LABRADOR Es en el campo donde aparecen con mayor crudeza los vicios y las llagas
de una sociedad injusta. Las plantaciones de caña, cacao y añil son explotadas en
esa época con el trabajo de siervos mestizos y esclavos negros. Hay problemas
de insubordinación que los hacendados reprimen no sólo con energía sino con
crueldad. Hay capataces criollos -y aún mestizos- que, por el solo hecho de
tener la piel clara, se aficionan a tratar mal al indio y al mestizo de piel
oscura, al negro, al mulato y a cualquier otro sujeto de las castas
"infames", a las que desprecian. La más leve falta es castigada a
latigazos, y las graves, con el descuartizamiento. Época dura, como lo prueba la represión de 1767, en la que diez
indígenas del pueblo de Uruapan serían sentenciados a muerte por haberse
atrevido a protestar contra el famoso bando de gobierno que dispuso la
expulsión de los jesuitas. El fallo ordena que los diez hombres fuesen
ahorcados en la plaza pública. Los cadáveres quedaron suspendidos de la horca
durante cinco horas. Al cabo de ese tiempo, el verdugo los descolgó y los
decapitó. Sus cabezas las clavó en picotas bien altas en las casas de dichos
reos, previamente destruidas y sembradas de sal. Sus mujeres fueron arrojadas
del pueblo y de la provincia, intimándolas a que jamás volvieran allí, so pena
de la vida. Las cabezas de los condenados se quedaron clavadas en las picotas
hasta que el tiempo las consumió totalmente. Este golpe de pincel concentra los sombríos colores de la época. El
joven administrador de la finca no presencia el dramático castigo anterior,
desde luego, pero su dureza no es de ningún modo excepcional. La vida rutinaria
en la hacienda de Tahuejo, como en todas partes, no está exenta de esta
violencia, de esta brutalidad, de esta crueldad. No sería extraño que algunos
latigazos dejen su marca de fuego más profunda y dolorosamente en el alma de
Morelos que en la carne viva de las víctimas. Quizá él mismo, a pesar de su
rango de labrador, llega a sufrir alguna injusta humillación. Pero también se viven momentos gratos y alegres. Reunirse con los amigos para jugar carreras a caballo; emprender campañas de exploración por los lejanos alrededores; comer y dormir a cielo raso; escuchar las legendarias crónicas de los más viejos o los poemas y canciones de los más románticos; compartir, en fin, con los íntimos, ya las pequeñas penas cotidianas, ya los grandes sueños del futuro, son cosas que atraen, que jalan, que arraigan. Además, ¿por qué no decirlo? Hay algo que deja sin aliento a los jóvenes amigos que se reúnen con el labrador; que los embriaga y les hace brillar los ojos de puro gusto: el cadencioso paso y la ardiente mirada de las muchachas terracalenteñas, que a los catorce años son ya monumentos de sensualidad y belleza. ¿Cuántas veces sufre el joven Morelos la emoción visceral que se siente al verlas? ¿Suspira por una de ellas en especial? ¿Le clava ésta sus inmensos ojos negros? ¿Ceden ambos a una recíproca atracción...? Las mujeres le gustan. Y le gustarán poderosamente. "Era un hombre. Mejor
dicho -dice Amando Chávez-: un garañón". Por eso, renunciar a ellas, en su
momento, será un torturante sacrificio. Muchos años después, a pesar de sus
luchas internas, cederá a la tentación. Las amará e incluso tendrá descendencia
con ellas. ¿Es posible que en esta época conozca a una damisela sensual y la
desee con la fuerza y la pasión que sólo se es capaz de sentir en esta etapa de
la vida? ¿Sería descabellado suponer que ella está tan ardientemente enamorada
de él, como él de ella? ¿Se aman locamente? ¿Se poseen mutuamente? Aunque
imposible saberlo, no es difícil sospecharlo. El caso es que la Tierra Caliente se vuelve parte de su ser. Habiendo
llegado a los 14 años de edad, tendrá que irse a los 24. Diez años dejan una
honda huella en la vida de un hombre, sobre todo, a esa edad. Es entonces
cuando se tejen los lazos de la camaradería, se hacen los amigos de toda la
vida, se aceptan desafíos, se corren riesgos, se viven aventuras, se sufren
emociones y se sienten intensamente todas las pasiones del alma. Morelos
termina por adaptarse de tal suerte a la tierra bronca y ardiente, que llega a
ser parte de ella. Se hace amigo de sus hombres rudos, honestos y bragados, y
admirador de sus mujeres delicadas, voluptuosas y finas, que más que mujeres
parecen diosas. Al fin, llega el día en que tiene que abandonar esa tierra fuertemente
amada. De no adquirir compromisos más importantes con su familia -con su
madre-, se hubiera quedado allí para siempre. Pero está obligado a partir, y al
hacerlo, siente que pierde un brazo, una pierna, el corazón. 7. VEINTICINCO AÑOS DESPUÉS... Muchos años después -un cuarto de siglo-, el general en desgracia iría
al encuentro del labriego de su juventud. Sus cansados ojos volverían a ver los
paisajes secos, huraños y calcinados de su adolescencia; las "montañas
peladas" de la Tierra Caliente, los "cerros tristes y
amarillos", las escasas aguas del río, "inútiles para la
fertilidad". Otra vez se abrirían los brazos de esas secas y descarnadas
tierras para recibirlo, darle protección y brindarle asilo. El 22 de octubre de
1814 haría instalar solemnemente el Congreso de Anáhuac en la villa de
Apatzingán, elevada a la categoría de ciudad para ese especial efecto.
Proclamaría el derecho del pueblo para forjar su propio destino, sin
injerencia de nadie, y su naciente espíritu democrático: "Ninguna nación tiene
derecho para impedir a otra el libre ejercicio de su soberanía. La soberanía
reside en el pueblo". Y dejaría establecida su vocación para vivir en libertad, de acuerdo
con sus intereses y aspiraciones históricas: "La sociedad tiene el derecho
incontestable a establecer el gobierno que más le convenga, alterarlo,
modificarlo y abolirlo totalmente cuando su felicidad lo requiera". Ese día, por cierto, el jefe Morelos y sus "cincuenta pares"
rinden homenaje en la Tierra Caliente al modesto Estado nacional recién
establecido conforme a Derecho. Se agitan las banderas, retumban los roncos
disparos de la artillería y resuenan las aclamaciones de la multitud. Según la
tradición, el general viste como sus leales -el ropaje de su juventud- con el
machete de los cañeros al costado, herramienta de trabajo convertida en arma de
guerra. Más tarde, al caer el sol, empieza la fiesta popular, durante la cual
el héroe "depone su natural reserva"; olvida los reveses de la
fortuna, y se deja arrastrar por el entusiasmo de los demás. Con una sonrisa en
los labios, escucha el rasguido de las guitarras, la música punzante de las
arpas terracalenteñas, el tamborileo arrancado a sus maderas, sus sincopados
sones y su fascinante contrarritmo. Transpiran los rostros, brillan los ojos de
las mujeres, zapatean las parejas. El general acepta los brindis que se le
hacen y los corresponde con un sorbo de aguardiente. A la luz humeante de las
teas de ocote, las muchachas del pueblo, vestidas con telas ligeras que se
untan a sus esbeltos, ondulantes y sudorosos cuerpos; los hombros y los pies
desnudos, el largo cabello suelto y los labios húmedos, preparan la mesa y
atienden al general y a los invitados principales: los diputados y el puñado de
soldados que los apoyan. Actualmente existe un museo en el sitio donde se cree que se promulgó el histórico Decreto Constitucional para la libertad de la América mexicana. Se llama Casa de la Constitución. Es un pequeño templo para rendir culto a la unidad nacional, a la raíz histórica del pueblo, al destino de la nación. Cada 22 de octubre, un cuerpo de caballería popular, armado con armas automáticas, desfila gallardamente por las calles de Apatzingán. Los jinetes, desafiando el sofocante calor de la región, visten prendas de piel de pies a cabeza. Ni los brizales ni las espinas ni los cactus o ásperos matorrales de la Tierra Caliente pueden herirlos o lastimarlos. Se cubren la cabeza con un paliacate rojo. Botas, polainas, chaquetillas y sombreros, sus prendas todas son de cuero de res. Se les llama "los cuerudos". Avanzan con aires marciales montados en sus corceles, la brida en corto, a los solemnes acordes de la marcha dragona. Los antepasados de estos hombres arrojados, leales y valientes, formaron la famosa escolta del general Morelos: "sus cincuenta pares". El general no podría estar allí mucho tiempo. El enemigo avanzaba y debíase escoger otro terreno para hacerle frente. A los pocos días, al partir, dejaría su corazón herido, como en su juventud, durante la cual pensara en tomar como mujer a una hermosa doncella de la región y tener hijos con ella. También ahora, como entonces, partir de esa tierra sería morir un poco... ¨ ¨ ¨
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I. La familia | |||