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XIV. La pérdida de la herencia 1. LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL DE CAPELLANÍAS En octubre de 1791 terminan las
vacaciones de verano y se reinician los cursos que deben concluir en julio del
año siguiente. El colegial Morelos prosigue sus estudios de latín, es decir,
de Gramática y Retórica, en el Colegio de San Nicolás -esta vez a nivel de
"medianos y mayores"- con el profesor don José María Alzate, del
cual no se sabe mayor cosa, excepto que da muy buenas clases a Morelos. ¿Y éste? ¿Cómo sigue sosteniendo
su casa y sus estudios? Nos gustaría creer que, como se advirtió
anteriormente, ha ganado una beca, dado su aprovechamiento del año anterior,
sus magníficas notas, su calidad de "decurión" y sus excelentes
relaciones con el profesor Moreno y Bazo así como con el rector Hidalgo y
Costilla. Es probable, aunque no hay nada que lo acredite. Si sus estudios no
los sostiene con la beca, lo hace con los ahorros de Apatzingán así como con
el trabajo de la señora Pavón. ¿Y la modesta herencia de la
capellanía? El tribunal le da un fuerte y doloroso golpe. La sentencia es
dictada en su contra el 18 de octubre de 1791, a escasos días de haber
regresado a clases. El juez Abad y Queipo resuelve en su contra por haberlo
encontrado descendiente lejano de una "unión ilegítima". No la de sus padres, ni siquiera la
de sus abuelos, sino la de su bisabuelo don Pedro Pérez Pavón, el fundador
de la capellanía, habido con la misteriosa "mujer libre"; criterio
novedoso que, de haberse aplicado antes, no hubiera permitido que su abuelo
don José Antonio -hijo natural de don Pedro- gozara de este beneficio. Pero
el atormentado juez -hijo natural él mismo- considera que el pecado del
antepasado lejano de Morelos -como el de su propio padre- debe ser pagado por
todos sus sucesores directos ¿hasta la séptima generación...? Morelos nunca
le perdonará esta sentencia afrentosa... El licenciado Abad y Queipo, en
efecto, es un hijo del "pecado". El sí, fruto de una "unión
ilegítima". Toda su vida ha padecido la vergüenza de su ilegitimidad.
Nunca ha perdonado -ni perdonará- a sus padres haber tenido amores ilegales y
como resultado de ellos, haberlo engendrado. No se siente, no es más que un
bastardo, literalmente hablando; es decir, un ser nacido fuera de matrimonio
o, como se decía antes, un "ilegítimo", un "hijo
natural". A pesar de la protección que le ha dado su aristócrata progenitor, el rencor que corroe al juez hasta las entrañas es de tal fuerza que se trasluce en todos sus actos y repercutirá más tarde en los altos asuntos públicos. Es un sentimiento borrascoso superior a sí mismo. Cada vez que se le presente la ocasión repudiará a los que tienen relaciones ilegítimas, sean de ésta o de anteriores generaciones, del viejo o del nuevo mundo. Hidalgo, por ejemplo, su amigo íntimo,
le recuerda en este sentido a su padre. Por eso, aunque lo admira y lo
respeta, lo odia y lo desprecia. Sabe que tiene relaciones ilícitas con una
"mujer libre". Esa es la secreta e inconfesable razón de su
resentimiento hacia él. El rector forma parte de estos seres sucios,
miserables e inmorales que, en su opinión, deben pagar sus pecados. Y sus
descendientes también -hasta la séptima generación- aunque éstos no tengan
ninguna culpa, como en el caso de Morelos. El juez tampoco la ha tenido. Sin
embargo, ha tenido que pagar con su vida y con su vergüenza el altísimo
precio de los pecados ajenos. Por eso, cada vez que pueda medirá
con la misma medida con la que ha sido medido. Por eso dicta sentencia, no
precisamente contra Morelos, sino contra don Pedro Pérez Pavón. Al condenar
al fundador de la capellanía, tiene la oportunidad de condenar a su propio
padre. Morelos, como él, debe sufrir las consecuencias. Y si no está
conforme, peor para él. El juez tampoco está conforme con su propia condición.
De esta manera, contraviniendo las disposiciones del fundador del legado, que
ordenan que se prefiera en la sucesión, "el mayor al menor, el hijo de
varón al de hembra, y el más próximo al más remoto", favorece en su
sentencia a otra de las partes representada por José Joaquín Carnero. ¿Quién es éste? El menor de los
contendientes, en tanto que Morelos es el mayor; aquél descendiente biznieto
de la hermana del testador -de hembra- mientras que Morelos lo es del testador
mismo -de varón- y, consiguientemente, sucesor más remoto del legatario,
mientras que Morelos lo es directo, es decir, más próximo. El juez -hijo
ilegítimo- argumenta para fundamentar su fallo que el beneficiado es
descendiente de una "línea legítima", mientras que Morelos lo es
de una "ilegítima", por descender del "hijo natural" del
autor de la herencia. Años después, Abad y Queipo,
declarado obispo electo de Michoacán, pagará caro sus prejuicios. Los
representantes del nuevo orden nacional jamás reconocerán su jerarquía. El
doctor José María Cos expresará múltiples razones de su rechazo a su
espuria calidad de penitenciario y, más tarde, de ilegítimo obispo electo,
entre ellas, la de su calidad de bastardo. "Abad y Queipo -dice- no es ni
ha podido ser penitenciario ni obispo de Valladolid porque está acusado de
hereje formal muchos años ha; porque nadie le ha dispensado las
irregularidades contraídas por la ilegitimidad de su nacimiento; por la
inmoralidad de su conducta; porque no está nombrado por autoridad legítima,
y porque aunque lo fuese por el Consejo de la Regencia de España, no residen
en éste las facultades del Patronato Real para presentar beneficios eclesiásticos". Al ser reinstalado Fernando VII en
su trono, Abad y Queipo fue llamado a España con engaños, "por
necesitarlo el rey para aprovecharse de su talento y luces", según el
ministro Miguel de Lardizábal. En realidad, así como se arranca de un jardín
la mala yerba, de la misma manera se arrancó al obispo ilegítimo de la diócesis
de Valladolid. Bustamante comenta: "Este pobre iba al sacrificio. Fue
nombrado ministro de Indias por tres días, después llevado por la Inquisición
en Madrid, y por último, hundido en un convento, en donde murió sordo y
miserable. Pagó -concluye- lo que hizo con los americanos". 2. LA EXTRAÑA
CONJURA ¿Qué pasa en el Colegio de San
Nicolás? Al iniciarse el ciclo escolar -poco antes de dictada la sentencia en
el juicio anterior- se respira un aire pesado, cargado de siniestros
presagios. Se prepara el golpe contra el rector Hidalgo. Imposible saber quiénes
organizan la conjura, ni cómo, ni por qué. Lo único que se alcanza a
percibir es el sordo murmullo de los conspiradores que, como los lejanos
estruendos de los cielos, anuncian el estallido de una tempestad. Los rumores se arrastran como
sombras por los oscuros rincones de los claustros, por las antesalas de la
Mitra y aún por los corredores del Colegio. El rector no sabe nada de fijo;
pero siente, percibe, intuye. Su instinto no le falla. Desde sus días de
estudiante le han llamado "El Zorro" por su astucia y sagacidad. No
es remoto que un hombre como él aproveche la tribuna académica para
denunciar la conspiración que se trama contra el Colegio y su autoridad. No habiendo ninguna prueba, resulta
temerario hablar de una conjura. Pero uno de los requisitos para que ésta
exista es precisamente no dejar que se filtren elementos que la revelen. Es
una acción reservada, confidencial y secreta, que no debe dejar huellas y que
no las deja a menos que haya delación. La inexistencia de pruebas es, en
ocasiones, la mejor prueba de su existencia. ¿No es verdad, Alfonso
Espitia...? No obran antecedentes del caso. Ni
siquiera don Vicente Gallaga, que es canónigo, que está cerca del obispo y
que es tío del Maestro Hidalgo, se percata del complot. Y si se entera,
calla. La intriga se transmite entre susurros, en voz baja -de boca a boca-
mientras caen las pesadas sombras de la noche. En este caso no hay delación,
no hay fugas, no existen pruebas de la conjura; pero sí su hediondo
resultado: el inesperado, inexplicable e injustificado cese del rector. No ocurrirá de inmediato sino
algunos meses después. Probablemente la represión es retrasada por la velada
denuncia que de ella hace el rector Hidalgo desde la tribuna. La decisión,
pues, se pospondrá por razones políticas; pero llegado el momento oportuno,
se ejecutará de manera implacable. Se vive en un mundo en que lo
misterioso y lo reservado forma parte de la existencia normal y cotidiana. Los
asuntos -todos ellos- se tratan no sólo en privado sino también en secreto.
Hasta la concesión de una beca es de la más alta discreción. "Si por
las diligencias pareciese que no debe admitirse al pretendiente -rezan los
estatutos del Seminario-, el rector debe limitarse a comunicar al interesado
que no es de concederse y no se concede la beca; pero jamás explicar por qué".
Al único que debe dar cuenta es al obispo, desde luego; pero después,
"se pondrán estas diligencias en el secreto del archivo, sin que nunca
se pueda dar testimonio de ellas". Si esto ocurre con los triviales
asuntos administrativos del Seminario, que han impedido -hasta la fecha- saber
si el aspirante Morelos fue rechazado o no en esa institución durante los
diez años que estuvo en Apatzingán, y en su caso, por qué, habrá qué
imaginar el excesivo celo y la hermética confidencialidad con la que se
tratan verbalmente -nunca por escrito- los asuntos graves y, peor aún, los
políticos. No. No hay nada que pruebe la conjura, salvo el sucio engendro
administrativo, la grosera destitución. 3. LOS CARGOS
CONTRA EL RECTOR Los intereses afectados por las
reformas académicas del rector Hidalgo levantan la cabeza afilan los
colmillos y empiezan a soltar veneno. La ocasión es propicia. El deán Pérez
Calama, protector del Maestro Hidalgo, ha sido enviado a Ecuador y nombrado
obispo de Quito. Ha llegado el momento, pues, no sólo de remover a su
protegido de la rectoría de San Nicolás sino también de desterrarlo de la
ciudad. Hay tres cargos que se le imputan;
que lo hacen insostenible en el magisterio y en la administración del noble
instituto de San Nicolás, y acreedor al exilio. Primero, tiene relaciones con
una mujer. Segundo, se ha vuelto arrogante y pretencioso. Y tercero, ha ganado
demasiados admiradores y partidarios. En cuanto a lo primero, se ha visto
su silueta salir clandestinamente de los claustros nicolaitas, deslizarse en
la noche por las calles desiertas y desaparecer en una casa de los
alrededores, envuelta por las sombras. Sus idas y venidas están registradas.
La casa, localizada. La mujer, identificada. Por lo que toca a lo segundo, su
innegable sabiduría lo ha hecho vanidoso. Su seguridad en sí mismo y sus
vastos conocimientos los ha utilizado para burlarse de los demás y reír a
costa de su ignorancia. Ha llegado, como Luzbel, a tener más ciencia que
conciencia. Y, por último, la influencia
espiritual que ejerce en el cuerpo académico no sólo de San Nicolás sino
también del Seminario, así como en los miembros del clero y en la sociedad
misma, es incompatible con los intereses de la Mitra, cuyo pastor es el único
que debe ejercer esta clase de orientación y guía. Este último punto se sitúa en
primer lugar. El rector brilla demasiado. Ha gobernado una institución de
altos estudios tan bien y aún mejor de lo que podría hacer un europeo. Ha
alcanzado a hacer, en breve tiempo, lo que el propio Carlos III, con todo su
poder, no fue capaz de lograr en su reinado. El monarca, que tuvo la fuerza
suficiente para expulsar a los jesuitas de todos los territorios españoles
del mundo, no fue capaz de arrancar el Clypeus -tratado teológico de
Gonet- de manos de los doctores de las Universidades. Hidalgo, en cambio, lo
ha suprimido; no a base de bandos y decretos sino después de haberlo
analizado públicamente y probar que era inadecuado para la enseñanza de la
materia. Esto prueba el alcance de su poder, en agravio de su majestad. Hay otras cosas. Quince años atrás,
teniendo como objetivo debilitar a la Gran Bretaña y lograr que los súbditos
ingleses se hicieran pedazos entre sí, España y Francia habían apoyado el
movimiento de independencia de las colonias angloamericanas de Washington y
Jefferson; política que había resultado inoperante y contraproducente. Inoperante, porque la Gran Bretaña
no se había debilitado, ni -como se esperaba- los súbditos ingleses,
dividido. Había habido choques entre británicos y angloamericanos, sí; pero
ahora, a pesar de que éstos habían obtenido su independencia, ambos estaban
más cerca que nunca. La Gran Bretaña y los Estados Unidos parecían haber
resuelto sus diferencias. Y ahora la España mundial, en lugar de enfrentar a
un solo enemigo, tenía a dos: uno, real, en Europa, y otro, potencial, en América. Contraproducente, porque el apoyo
europeo a los angloamericanos había costado, a Francia, la quiebra de sus
finanzas públicas y una violenta revolución que, en esos momentos, estaba
humillando el poder de su monarca, y a España, un modelo político que podría
verse imitado por sus vecinos hispanoamericanos. Ser liberales en esos momentos con
los criollos, como lo había sido el señor Pérez Calama, nuevo obispo de
Quito, con Hidalgo, era alentarlos a que simpatizaran, de palabra y de hecho,
con las ideas y realizaciones de la revolución francesa y de la independencia
angloamericana. 4. LA SOMBRA DE
UN CONJURADO No. A los criollos hay que darles sólo
los puestos más bajos o no darles ninguno para tenerlos -como lo quería el
arzobispo Núñez de Haro- "sumisos y rendidos". Cierto que ellos
gobiernan los ayuntamientos de todas las ciudades y villas del reino. Y lo han
hecho bien. Tal es la razón de la prosperidad, conservación y belleza de los
centros urbanos americanos. Pero una cosa es el gobierno de las cosas y otra
el de los espíritus. En los ayuntamientos se administran las cosas; en los
colegios, los espíritus. Cuidado. En esos momentos, en que el mundo hispánico
se estremece por la fuerza de los acontecimientos mundiales, no se deben
extender estos nombramientos a los criollos, a menos que éstos se muestren
"sumisos y rendidos", no orgullosos y levantiscos, como Hidalgo. Los mismos colegios, inclusive, como
el de San Nicolás, deben clausurarse, cerrarse, morir. Su tradición humanística
es demasiado fuerte en favor de los indios, los débiles y los propios
americanos. En este sentido, se ha vuelto un centro subversivo. Debe
clausurarse, dejarse en pie sólo al Seminario y utilizar éste para hacer
dobles estudios, así los universitarios como los clericales. Pero mientras se resuelve dar el golpe contra el Colegio de San Nicolás, el rector Hidalgo debe ser destituido, removido de sus cátedras y expulsado de Valladolid. Hay que enviarlo lejos de la ciudad, como cura misionero, a las fronteras más apartadas del obispado de Michoacán. Eso le impedirá que vuelva a ver a su mujer, aprenderá una necesaria lección de humildad y perderá su fuerza en el profesorado, el estudiantado, el clero y la sociedad. ¿Forma parte el juez Abad y Queipo
del grupo europeo que sostiene ideas como las que se acaban de dejar
expuestas? Sería imposible asegurarlo. A pesar de ello, se nos antoja ver su
sombra arrastrándose por los corredores del palacio episcopal; reconocer el
eco de su voz al acercarse a los otros intrigantes, y en esa forma
-subrepticia y sigilosa- destilar veneno en el oído de su obispo. Veinte años
más tarde, el brigadier realista don José de la Cruz, al comentar
confidencialmente -con escasas veinticinco palabras- el nombramiento de Abad y
Queipo como obispo electo de Michoacán, dejará fielmente estampado su
retrato: "Europeo, no es a propósito para obispo y menos para el de esta
ciudad. Su carácter ha dado bastante motivo a los males del día". 5. EL PODER DE LA
LENGUA Mientras tanto, ese año escolar
-iniciado en octubre de 1791- al hablar de la Retórica en su discurso
inaugural, el rector denuncia la conjura y advierte que el sol seguirá
brillando aunque trate de apagársele. No hay ningún testimonio al respecto.
Demos paso libre a la imaginación. Al hablarse de la creación en el Eclesiastés,
se dice que Dios hizo a Adán y Eva "con razón y lengua, ojos y
orejas". Al crearlos pensando, los creó hablando. Y al revés. Habiendo
sido creados con perfección, pensaron y hablaron con perfección. El pecado
original -dice San Agustín- al corromper el pensamiento, hizo imperfecto el
lenguaje. Al ser torpe de ideas, se es torpe de palabras. A la facultad de hablar, pues,
corresponde la facultad de pensar. La palabra es, según Aristóteles, no sólo
la expresión sino el retrato mismo del pensamiento. Quien sabe pensar, sabe
hablar. Y fray Luis de Granada, en su Retorica Ecclesiastica, dice que
la elocuencia está sometida a la dialéctica -la palabra al pensamiento- como
la música a la aritmética. De lo que se sigue que la oratoria no se reduce a
las reglas del buen decir sino también a las del buen pensar. "La
primera cualidad de la elocuencia -dice Quintiliano- es la claridad". Catón,
por su parte, lo resume todo en una breve sentencia: "Posee el asunto,
las palabras seguirán". Lo ideal es que el orador utilice el
poder de la palabra para hacer brillar la verdad y la justicia. San Agustín,
al leer a Cicerón -según confiesa-, sintió que cambiaba el destino de su
vida, más por la verdad que encontró en sus palabras que por el encanto o
elegancia para expresarlas. Por eso, una de las leyes de la oratoria
agustiniana es: "que la verdad se manifieste; que la verdad resplandezca;
que la verdad mueva". Para que la verdad se manifieste, hay que hablar
clara y abiertamente; para que resplandezca, debe hacerse con propiedad, orden
y elegancia, y para que mueva, hay que hacerlo sincera, ferviente y
devotamente. Pero además de la verdad, el orador
debe hacer triunfar la justicia. "El orador perfecto -dice Quintiliano-
debe tener no sólo talento para hablar, sino todas las cualidades del
alma". Y San Inocencio Papa enseña que, así como la elocuencia es
plata, y la sabiduría, oro, por encima de ambas, la honestidad es bálsamo.
La palabra es el arma más poderosa de cuantas ha inventado el hombre; más
que la piedra, el hierro o el fuego. Porque así como el hombre excede a las
bestias, por el hablar, de la misma manera el orador excede a los demás
hombres, por la elocuencia. Cuando la lengua no está sujeta a
las virtudes del alma, denigra y envilece a quien la mueve. Ya el apóstol
Santiago lo dejó señalado. "La lengua, aunque es un miembro pequeño,
viene a ser el origen de grandes consecuencias. Un poco de fuego acaba por
incendiar un bosque. La lengua también es un fuego, un mundo entero de
maldad. La lengua es uno de nuestros miembros que contamina todo el cuerpo. Y
siendo inflamada del fuego infernal, inflama la rueda, toda la carrera de
nuestra vida. El hecho es que toda especie de bestias, de aves y serpientes, y
de otros animales, se amansan y han sido domados por la naturaleza del hombre;
mas la lengua ningún hombre puede domarla. Es un mal que no puede atajarse y
está llena de mortal veneno. Con ella bendecimos a Dios padre. Con ella
maldecimos a los hombres". El hablar, pues, es una espada de
dos filos, que enaltece o que humilla, que exalta o que envilece, que vitaliza
o que emponzoña. En el Libro de los Proverbios se lee que "la
vida y la muerte están en poder de la lengua". Es muy fácil sucumbir a
las bajas pasiones del alma y dejar que la lengua, como la de una serpiente,
propague su mortal tóxico. Pero el que se sobrepone a lo bajo de su ser y
habla en función de la verdad y la belleza, la justicia y la bondad,
proyectará luz, fuerza, vida, y las adquirirá para sí. Golpeado o
perseguido, su palabra lo engrandecerá e iluminará al mundo. Ya lo dijo el abate Vieyra, uno de
los mejores oradores de la época, en uno de sus más memorables discursos, en
el que establece el vínculo entre la palabra y la luz: "Entraron por el
huerto los soldados que venían a prender a Cristo. Echa mano a la espada San
Pedro, embiste a Malco y hiérelo. Siempre reparé mucho en esta embestida y
en este golpe. Si Pedro quiere defender a su Maestro, avance a los escuadrones
armados y mátese con ellos; pero, ¿a Malco? ¿A Malco, que no traía más
que una linterna con la que alumbraba? ¿Veis aquí como trata el mundo a las
luces? En apareciendo la luz, todo es golpes contra ella. En vez de embestir a
los que traían las armas, arremete al que traía la luz, porque de ninguna
cosa se dan los hombres por tan ofendidos como de la luz ajena. Si vinieseis
con ejércitos armados, cum gladiis et fustibus, os tendrán cuando
mucho por enemigo, pero no os harán ningún mal. Mas si os cupo en suerte la
linterna, si Dios os dio una poca de luz, aunque no sea para lucir sino para
alumbrar, sois desgraciados; aparejad la cabeza, que ha de venir San Pedro
sobre vos. ¡Gran miseria! ¡Que nos ofendan más las luces que las lanzas! ¡Y
que queramos antes ser heridos que alumbrados! ¡Gran miseria, vuelvo a decir!
¡Que nos mostremos valientes contra una luz derramada! ¡Y que en vez de
resistirnos a quien se arma sólo nos armemos contra quien alumbra! ¡Oh,
desgraciadas luces, en tiempo en que tanto reinan las tinieblas!" A pesar de ser golpeada la luz y
perseguida la palabra, no hay que renunciar a hacer brillar la verdad y la
justicia, la bondad y la belleza. No obstante incomprensiones, penurias y
persecuciones, débense exaltar los más altos valores morales y sociales de
un reino y de una época. Se podrá ahogar y reprimir a un hombre, un centro
de enseñanza, una nación; pero no callar su voz. "Estoy entre cadenas
como un criminal -dijo San Pablo-, mas la palabra de Dios no está
encadenada" ¿Tal fue -en lo relativo a Retórica-
el hipotético discurso rectoral...?
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