Historia y política

José Herrera Peña 

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¿Y después de la democracia?
CARLOS ELIZONDO MAYER-SERRA

Cd de México, 29 septiembre 2000.- Durante más de dos décadas un tema ha dominado el debate mexicano: el tránsito a la democracia. El 2 de julio cambió los términos del discurso. El 66 por ciento de los mexicanos, según encuesta de Reforma, cree que ya somos un país democrático. La pregunta es qué viene después del tan fatigoso logro.

Para los más entusiastas panistas y simpatizantes de Fox, la respuesta es evidente. Ahora quedarán atrás las crisis recurrentes, la desigualdad, la pobreza, la corrupción, en general todos los vicios que arrastramos. Los viejos dinosaurios, por lo contrario, nos alertan del riesgo de perder el orden y, con ello, acrecentar nuestros bien conocidos problemas. Para la izquierda más radical nada ha cambiado, y el PAN no es más que la fase superior en el desarrollo del neoliberalismo. Sin embargo, asumiendo como la mayoría de los mexicanos y el grueso de los analistas que ya somos una democracia, ¿sabemos qué sucede realmente cuando un régimen alcanza este estatus? ¿Son mejores para el bienestar de los individuos las democracias o los sistemas autoritarios?

Este debate ha estado dominado por las preferencias ideológicas del autor o por las modas del momento. Sin embargo, recientemente un grupo de investigadores ha concluido una larga investigación que nos permite saber con rigor la relación entre regímenes políticos y desarrollo. Se trata de Democracia y desarrollo: instituciones políticas y bienestar en el mundo, 1950-1990, escrito por Adam Przeworski y sus colaboradores (hasta el momento sólo existe edición en inglés de Cambridge University Press). Las conclusiones de este libro están basadas en un sólido conocimiento teórico apoyado en complejos modelos estadísticos. Ciertamente las conclusiones son probabilísticas, la evolución de cada país depende de sus circunstancias específicas. No obstante, el libro da cuenta de las oportunidades y dificultades de la democracia frente a las dictaduras. Los autores utilizan dictadura y autoritarismo indistintamente, calificada esta última categoría como residual que agrupa a aquellos regímenes no democráticos.

Una primera conclusión parece mostrar que las economías en las dictaduras crecen un poco más que en las democracias, en promedio 4.42 por ciento de incremento anual del PIB, frente a 3.95. Sin embargo, ajustando a las condiciones que enfrentan ambos sistemas, principalmente en términos de su dotación inicial de factores y nivel de ingreso, el libro concluye que el régimen político tiene casi cero efecto en el crecimiento económico. Se destaca que la mayor diferencia entre ambos regímenes está en cómo se crece y no en el ritmo de crecimiento. En las dictaduras, se utiliza mucho más intensivamente el trabajo, pero éste es menos productivo. Esta menor productividad, aunada a una menor participación en el ingreso total por parte del factor trabajo, implica un salario sustancialmente más bajo entre dictaduras y democracias de nivel de ingreso comparable. La democracia permite libertad de asociación y las elecciones permiten votar por candidatos más sensibles a las demandas de las mayorías. Por otra parte, los autores encuentran que las huelgas son más comunes en las democracias que en las dictaduras, dando como resultado un mejor salario, pero también una mayor productividad.

Lo anterior ya muestra beneficios claros para la población de un régimen democrático. No son los únicos. El crecimiento poblacional es menor en las democracias, en promedio 1.59 por ciento al año, mientras que en las dictaduras alcanza el 2.18, una vez que se ha ajustado para las condiciones distintas de los dos regímenes. Si recordamos que el producto registra un crecimiento parecido en ambos regímenes, y crece menos la población de las democracias, entonces el crecimiento per cápita de éstas es mayor, 2.65 por ciento frente a 2.12 de las dictaduras. Este menor crecimiento poblacional es resultado de una menor tasa de nacimientos y una menor mortandad. En particular, los niños mueren menos en las democracias. La diferencia en la esperanza de vida al nacer en ambos regímenes es notablemente superior a favor de las democracias. Dado lo anterior, los autores concluyen sin ambigüedades que el crecimiento económico no lo es todo, la vida bajo un sistema autoritario es más miserable. Con todas sus imperfecciones, la democracia es el menos malo de los sistemas.

Sin embargo, este libro arroja una mala noticia para el caso mexicano: los sistemas presidenciales son más propensos a regresiones autoritarias que los parlamentarios. Entre las democracias que terminaron en dictaduras, los sistemas parlamentarios vivieron en promedio 7.6 años, frente a 9.6 de los sistemas presidenciales. Las democracias sobrevivientes hasta 1990 tenían, en los sistemas parlamentarios, 41 años de vida en promedio, frente a 24 de los sistemas presidenciales. La peor condición para un presidencialismo es cuando el partido más grande tiene en el Poder Legislativo más de un tercio de los escaños, pero menos de la mitad. No es la fragmentación de los partidos en el Poder Legislativo lo que impide gobernar en el presidencialismo, sino la presencia de unos cuantos partidos de buen tamaño que se pueden bloquear mutuamente (pp. 133-135).

La buena noticia, sin embargo, es que a partir de cierto nivel de riqueza es muy difícil que una democracia no sobreviva, siendo este benchmark de 6 mil 55 dólares de ingreso per cápita, el nivel de ingreso que Argentina tenía en 1975, fecha de su último golpe de Estado. México tenía en 1992, de acuerdo con la serie utilizada en el libro, un PIB per cápita de 6 mil 250 dólares. Hoy por hoy, el PIB per cápita es superior en alrededor de 10 por ciento al de 1992. Con todo, México ha sido por largo tiempo una excepción, de acuerdo con el modelo de Przeworski, debimos haber alcanzado la democracia, dado nuestro nivel del PIB, desde 1951.

Una curiosidad final. El libro define a un país como democrático cuando el partido en el poder puede perder las elecciones. Cuando un régimen de partido dominante en el poder durante muchos años permite elecciones, pero presenta ciertos rasgos que hacen suponer que de perderlas no respetará los resultados, se considera democrático sólo si se da la alternancia. Pero si la alternancia tiene lugar, entonces esto demuestra que sí existían condiciones para la competencia democrática y, por tanto, se considera ex post al país como democrático.

En palabras de los autores: "Cuando un partido en el poder eventualmente sufre una derrota electoral y permite a la oposición llegar al poder, el régimen es clasificado como democrático por todo el período que este partido estuvo en el poder bajo las mismas reglas" (traducción propia, p. 24). Quizá desde 1994 pero ciertamente desde el 97, vivimos con las mismas reglas, ergo ¿éramos democráticos? Por lo anterior, la pregunta de cómo se vive en una democracia quizá no entrañe ya misterio alguno. Lo hemos estado viviendo desde hace algunos años.

Publicado en Reforma, 29 septiembre 2000.

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