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Desarrollo político (en el Plan Nacional de Desarrollo
2001-2006) JOSÉ HERRERA PEÑA 09 mayo 2001.- Desarrollo político, según el
gobierno federal, es establecer bases para seguir debilitando al PRI en la
próxima elección presidencial; ampliar la base electoral del próximo
presidente de la República no priista, y fortalecer después a los otros dos
poderes del Gobierno Federal. Tal
es lo que parece desprenderse del Plan Nacional de Desarrollo 2001-2006 del
gobierno foxista (que se presenta hoy), según las notas periodísticas que se
han publicado al respecto. Por eso, el secretario de Gobernación Santiago Creel
dijo que “su forma y estilo son diametralmente opuestos al priismo” (El Economista, 22 mayo 2001). Dicho
funcionario declaró que las materias que requieren planeación son cuatro:
“desarrollo humano”, “innovación gubernamental”, “orden y respeto”, y “desarrollo
político”. Y este último, a su vez, está integrado por tres temas básicos:
segunda vuelta electoral, voto de los mexicanos en el extranjero y reforma
política, así, en su orden. En
este caso, ¿para qué se establecería la segunda vuelta en la elección
presidencial? Sin duda, para ampliar la base política del próximo presidente
de la República. ¿Para qué el voto de los mexicanos en el exterior? Para
garantizar que el nuevo presidente sea un no priista? ¿Y para qué la reforma
del Estado? Para proyectar influencia no priista a los poderes legislativo y
judicial de la Federación. Si
las cosas son así, la orientación del Plan Nacional de Desarrollo y, por
ende, del gobierno federal, en lo que se refiere al desarrollo político,
parece tener claros sus objetivos. La
segunda vuelta no es un procedimiento nuevo en nuestra historia. La elección
ha sido indirecta y directa. Antes, en la época en que la elección era
indirecta, y concretamente, de 1857 a 1912, los ciudadanos designaban a
electores, y reunidos éstos en asambleas distritales, designaban a diputados,
senadores, presidentes de la República y de la Suprema Corte, y ministros del
más alto tribunal de la nación. Se requería que los candidatos obtuviesen
“mayoría absoluta”. Cuando esto no ocurría, quedaban como candidatos los dos
que habían alcanzado el mayor número de votos, y entre ellos se celebraba una
nueva elección -una segunda vuelta- con la ventaja de que ésta tenía efectos
en la misma fecha, al reconocerse de inmediato al que obtenía “mayoría absoluta”.
Y si los dos quedaban empatados, se dejaba el asunto a la suerte: se
depositaban las dos cédulas en un ánfora de cristal, se agitaba ésta y la
cédula que salía en primer lugar correspondía a la del candidato ganador. No
era malo el procedimiento. Lo malo fue la forma de la que se valió el régimen
de Porfirio Díaz para controlar a las asambleas electorales del país y
garantizar la reelección indefinida. En
1917 se sustituyó el sistema de elección indirecta por la elección directa
para designar diputados, senadores y presidente de la República, no así
ministros de la Suprema Corte de Justicia; éstos siguieron siendo designados
por elección indirecta; aunque ya no por las asambleas electorales
distritales sino por el titular del Ejecutivo con aprobación del Senado. En
todo caso, de 1917 a 1970 se declaró electo presidente de la República al
ciudadano que obtenía “la mayoría absoluta de votos”. Fueron los tiempos,
primero, de los grandes caudillos, y después, del partido “casi único”. Pero
luego ocurrieron dos cosas. En 1973 se dispuso que el presidente fuera electo
“por votación directa y mayoritaria relativa en toda la República”. Y en 1977
se llevó a cabo esa gran reforma política que estableció, entre otras cosas,
el sistema de partidos, que consideró a éstos como entidades de interés
público y que generó condiciones para su desarrollo institucional, algunas de
las cuales fueron las prerrogativas de tener acceso permanente a la radio y a
la televisión, y recibir financiamiento público. A
partir de esta última reforma, el partido “casi único” empezó a perder votos
y se convirtió en “partido mayoritario”. Los partidos de oposición, en
cambio, aumentaron sus clientelas electorales, a tal grado que 23 años
después, en 2000, se declaró presidente de la República a un candidato del
PAN por el sistema de “mayoría relativa”. Si se establece la segunda vuelta,
el próximo presidente habrá de ser electo por “mayoría absoluta” y tendrá con
ello una base electoral más amplia, es decir, una mayor fuerza política. Por
lo que se refiere al voto de los mexicanos en el extranjero, no hay
antecedentes en la materia; pero en los 80’s empezó a ser tema electoral.
Millones de hombres y mujeres de todos los rincones de la República emigraron
a Estados Unidos. (Lo siguen haciendo). Pero a pesar de su innegable valor
para buscarse la vida en ese país -en condiciones adversas-, los que se
fueron conservaron un hondo resentimiento contra los regímenes priistas que
los obligaron a irse, y se sienten atraídos por los partidos de oposición,
especialmente por el PRD; aunque, como es natural, hay de todo. Ya
se dispuso constitucionalmente que los emigrantes podrán tener dos
nacionalidades: la de su origen y la de su residencia. Menos mal. Ya pueden
participar en las elecciones presidenciales, a condición de que lo hagan
dentro de la República. Falta que voten en el país de su residencia. En caso
de que se impulse el desarrollo político en esta dirección, se observará un
notable fenómeno: personas que al emigrar y adquirir otra nacionalidad se
quedaron sin la suya, ahora se convertirán en ciudadanos especiales, con
doble nacionalidad, que podrán votar en dos países. Y los partidos políticos
nacionales, en lugar de circunscribirse a hacer campaña dentro de los límites
del territorio nacional, se verán obligados a hacerla en México y Estados
Unidos. Habrá que ver si esto es posible. Pues
bien, según la concepción gubernamental, reducido a su mínima expresión el
partido antes “casi único”; después, mayoritario, y ahora, primera minoría, quedarán
firmes las bases del nuevo equilibrio político, en el que el nuevo presidente
podría ser otro no priista (quizá otro panista) y sobre tales bases, llevarse
a cabo la reforma política en busca de un nuevo equilibrio entre los poderes
del Estado.
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