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José Herrera Peña 

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El combate a la corrupción
Por ADOLFO AGUILAR ZINSER

08 septiembre 2000.- Ayer por la mañana, en un llano cercano a la ciudad de Toluca, fue hallado el cadáver degollado del subsecretario de Comercio, Raúl Ramos. La macabra imagen recuerda al escandaloso suicido de Juan Manuel Izábal, oficial mayor de la Procuraduría General de la República, hace pocos meses. No es mi intención especular sobre las circunstancias que condujeron a esas muertes, ni aventurar una opinión sobre sus consecuencias políticas. Sin embargo, me parece fundamental notar que, en la percepción pública, ambos casos están vinculados a escándalos de corrupción. Para el ciudadano común, la muerte de esos funcionarios se lee como una tentativa de ocultamiento, como la muestra más clara del carácter mafioso del viejo sistema político mexicano. Las versiones oficiales son desechadas de antemano y las promesas de llevar las investigaciones hasta sus últimas consecuencias son recibidas con escepticismo generalizado.

Esa suspicacia no es gratuita. Muchos años de impunidad la han alimentado hasta generar en los ciudadanos la convicción de que la corrupción es una característica inherente a la condición mexicana. De hecho, la discusión pública sobre el fenómeno de la corrupción en México tiene un fuerte componente cultural. Lo mismo en las reflexiones académicas que en las pláticas cotidianas, se asegura que la corrupción es inherente a nuestro carácter nacional. Según estas versiones, nuestra historia habría dejado en los mexicanos una poderosa tendencia a la simulación y un intenso desprecio por la legalidad. Las instituciones nacionales no serían entonces sino reflejo de esas corrientes profundas de la cultura mexicana. Pretender su transformación resultaría tan fútil como querer modificar la geografía del país.

Estas opiniones son contradecidas, sin embargo, por los cientos de luchas cívicas libradas a lo largo de décadas, por la construcción paulatina de espacios de integridad y por la variación regional en la incidencia de corrupción. Esas experiencias muestran que la corrupción en México no es primordialmente un asunto de deshonestidad personal o de predisposiciones culturales, sino un problema político. Los gobiernos posrevolucionarios construyeron un vasto entramado de complicidades y chantaje como mecanismo de control que sirvió de sustancia aglutinadora para la clase política. El alimento de la corrupción era la impunidad, la certeza de que la disciplina política sería premiada con la libertad plena para cometer abusos de autoridad. A su vez, las olas concéntricas de la corrupción produjeron un incremento de la impunidad, con lo cual se generó un círculo vicioso que atrapó a casi todas las instituciones públicas del país.

En última instancia, la corrupción es la manifestación de un divorcio entre la ley y la realidad. Esa separación no se elimina ampliando hasta el infinito el universo de regulaciones. Por décadas, se dijo querer combatir a la corrupción multiplicando los trámites burocráticos, llenando planas del Diario Oficial, estableciendo procedimientos administrativos bizantinos, generando expedientes y atiborrando archivos. En el trasfondo, empero, subsiste un umbral inmenso de discrecionalidad, donde cientos de decisiones residen en la voluntad o el capricho de algún funcionario. De hecho, la proliferación de trámites no hizo sino ampliar las oportunidades para el chantaje y la extorsión. Un empresario, enfrentado con un laberinto burocrático para abrir un negocio, tiene incentivos para resolver el problema por la vía de la mordida. Un funcionario público, ante la posibilidad de perder su trabajo por un error contable, se ve obligado a callar ante abusos mayores.

El problema de la corrupción en México no se resuelve con una mejor Secodam, con regulaciones bizantinas o con el encarcelamiento de chivos expiatorios. Por la extensión del fenómeno, por la gravedad de sus efectos, por su naturaleza sistémica, la corrupción debe ser combatida con un sentido estratégico. Es una tarea transversal que atraviesa cada una de las acciones de gobierno. En primer término, es necesario precisar el objetivo central del esfuerzo: la finalidad no es la erradicación de la corrupción -tarea imposible- sino la erradicación de la impunidad. Cada presunto violador de la ley debe saber que muy probablemente será descubierto y si lo es, será procesado. Para ello, es imprescindible establecer a la transparencia como principio rector de gobierno. Eso no significa crear un ambiente persecutorio en el gobierno; sí implica en cambio someter cada acción de gobierno a diversos niveles de escrutinio y vigilancia.

Esa tarea exige mantener un delicado equilibrio. Por un lado, se deben desmantelar rápidamente las redes de corrupción. Ello obliga a desechar los criterios de "borrón y cuenta nueva": los actos del pasado deben ser investigados. Sólo así se romperán los vínculos de impunidad y silencio que permiten el florecimiento de la corrupción. Sin embargo, resulta imprudente e innecesario lanzar al país a una cacería despiadada en contra de todos lo corruptos, de todos los tiempos, todos los niveles y todos los grados de responsabilidad. Una ofensiva de ese tipo paralizaría la marcha de la administración pública y colocaría a México ante una grave crisis política de impredecibles consecuencias. Por ello, es imperativo construir un camino intermedio entre el olvido y la persecución implacable, responsable pero eficaz.

Ese camino pasa en primera instancia por la participación social. Las organizaciones sociales y civiles y los ciudadanos en general deben actuar como una contraloría descentralizada, como la primera línea de defensa contra la corrupción. No existe sistema de información, proceso administrativo o mecanismo de vigilancia que pueda sustituir a las denuncias ciudadanas. Pero la participación social será brutalmente detenida, si la información procedente de los ciudadanos se envía a alguna bodega a acumular polvo. Las instituciones de la República deben asumir su responsabilidad y participar en un esfuerzo general que involucre a todos los poderes y a todos los niveles de gobierno.

El Congreso de la Unión debe jugar un papel fundamental en este esfuerzo. Sus poderes de vigilancia y control son aún limitados; es necesario ampliar el alcance de sus facultades de investigación para eliminar los espacios de oscuridad que subsisten en la administración pública federal. Sin embargo, el combate a la corrupción no debe partidizarse o quedar sometido a agendas electorales; de lo contrario, el proceso perdería legitimidad y se volvería fuente de pugnas estériles e interminables, como de alguna manera está ya sucediendo. Para evitarlo, el Congreso debe construir mecanismos autónomos para la exigencia de responsabilidades, instancias que permitan indagar con plena libertad sin interferencia de los partidos. Por su parte, el Poder Judicial debe producir fallos que gocen de credibilidad total. En la percepción de la ciudadanía, los tribunales son cotos de impunidad y los jueces cómplices de la corrupción. Esa impresión puede resultar injusta, pero no deja de ser problemática para el combate a la corrupción. La baja calificación que la ciudadanía le otorga a su sistema judicial deslegitima todo proceso legal y transforma a todo procesado en víctima.

En última instancia, la responsabilidad de la batalla corresponderá al gobierno. Las nuevas autoridades estarán ante una oportunidad extraordinaria para limpiar los establos y Vicente Fox ha manifestado ya su intención de combatir la impunidad. Es por ello el momento de iniciar una amplia discusión entre todos los sectores de la sociedad. Sin el concurso de todas las fuerzas políticas y la participación de la sociedad, el saneamiento de nuestras instituciones podría quedar desnaturalizado por sesgos partidistas y convertirse en una inútil cacería de algunas víctimas propiciatorias. Si eso sucede, los cadáveres seguirán apareciendo con una regularidad macabra.

Correo electrónico: lectore_aaz@hotmail.com

Publicado por Reforma, 08 septiembre 2000

 


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