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José Herrera Peña

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El sol del fuego

Un dios baja de lo alto y vuelve a flagelar el martirizado rostro de la Tierra.

La tercera pintura del Códice Vaticano -que corresponde a una nueva aspa del Calendario Azteca- presenta al dios de los fuegos volcánicos saliendo de un círculo rojo. Pareciera un cráter que surge de dos anillos concéntricos de piedras negras y amarillas.

El rostro del dios es terrible y amenazador. En las manos tiene, lanzándolo sobre la tierra, el estandarte que lo identifica, hecho con dos hileras de tecpatl, es decir, de piedras volcánicas, y una lluvia rojo-amarillenta de lava y fuego.

En la cauda del dios se ven los símbolos de los relámpagos y de los truenos.

Abajo, a los lados, dos franjas laterales simbolizan a los campos cultivados y florecientes, al ser tocados por la lluvia infernal. En una gruta se refugian un hombre y una mujer, alrededor de la cual vuelan tres aves enloquecidas.

Este cuadro revela que cuando se produjo este apocalipsis, las tierras estaban cultivadas y producían frutos, y los hombres se dedicaban a la reflexión, al sacrificio, al arte y a la poesía.

Las nuevas sociedades entran ya de lleno en un terreno mejor conocido por la historia. Si las anteriores, quizá más perfeccionadas, fueron devastadas por cataclismos de carácter universal, éstas, más rudimentarias, también lo serán, pero a escala continental. La tradición habla de una lluvia de fuego.

El cielo negro, encolerizado, furioso como el rostro del dios, fue iluminado por el rojo resplandor del fuego; la tierra, estremecida por terremotos y azotada por huracanes. De los cielos caían rocas y cenizas incandescentes. Las ciudades y los campos eran invadidos por el fuego líquido, la lava. El fuego cayó sobre la tierra incendiándolo todo, petrificándolo todo. Y todo gritó de terror en el universo: cielos, tierra, animales, hombres.


Jerogl{ífico del sol del fuego en el Calendario Azteca
Diseño: Prof. Humberto Herrera Martínez

La columna vertebral de México está formada por una cadena de volcanes, que hace algunos miles de años entraron simultáneamente en actividad. Las erupciones volcánicas brotaron como hongos que enrojecieron los cielos. La tierra convulsa fue cubierta por millones de toneladas de lava y ceniza incandescente.

Cerca del Pedregal de San Angel, a las orillas de la gran Ciudad de México, hay algunos vestigios de la hecatombe, restos de una Pompeya americana o por lo menos, de uno de sus observatorios astronómicos: la pirámide de Cuicuilco, parcialmente sepultada por la lava endurecida.

Asegura Jacques Berger que este observatorio astronómico fue levantado por inteligencias extraordinarias poco comunes en la Tierra. Esta teoría podrán ser aceptada o rechazada. El hecho subsiste. Allí están las silenciosas ruinas cubiertas por el fuego endurecido, esperando las inteligencias extraordinarias que sepan arrancarles sus secretos.

Hace apenas unos cuantos años un campesino de Michoacán, al remover una piedra con su rudimentario arado, tocó levemente el rostro del dios dormido. Esto fue suficiente para que despertara en un instante e hiciera nacer sobre la fértil llanura michoacana, rugiendo profundamente y despidiendo fuego, un nuevo volcán que estremeció a gran parte del continente y tiñó a los cielos de violentos colores.

Sólo las costas bañadas por los mares se salvaron. Esta vez ilustré mi relato con erupciones volcánicas, pero sobre todo con lo que se salvó. Es necesario visitarlo.


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