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José Herrera Peña

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IV

BASES JURÍDICAS

SUMARIO: 1. El Nuevo Código. 2. La Recopilación de Indias. 3 Las tres leyes del Nuevo Código. 4. Resistencia a las tres leyes. 5. Propuesta de derogación. 6. La alta traición y los crímenes enormes y atroces.

1. EL NUEVO CÓDIGO

En los últimos veinte años del siglo XVIII se produjo un enorme revuelo entre la clerecía del mundo hispánico, especialmente en Nueva España, debido a la posibilidad de que la Recopilación de Indias, vigente desde 1590, es decir, desde hacía más de dos siglos, fuese reformada de acuerdo con las nuevas teorías liberales que campeaban en el mundo.

Las propuestas fueron hechas en el Consejo de Ministros, no obstante que el asunto recaía o estaba bajo la jurisdicción del Consejo de Indias. El título del proyecto liberal fue el de Leyes del Nuevo Código, también llamado Código Carolino o Leyes Carolinas, en honor a Carlos IV, bajo cuyo reinado pretendióse llevar a cabo la reforma. El trabajo legislativo empezó por el principio, esto es, por el Libro I, De la Gobernación Espiritual, relativo a la organización y privilegios de las corporaciones eclesiásticas.

Al afectarse los añejos intereses de las corporaciones religiosas, éstas se alarmaron y –con el discreto pero eficaz apoyo del Consejo de Indias- se opusieron a la propuesta. La lucha por el Nuevo Código empezaría a expresar, en cierto modo, la lucha entre los dos continentes: el europeo y el americano, representado aquél por el Consejo de Ministros y éste por el de Indias. La primera victoria la obtuvo la corriente liberal europea; la segunda, la tradicional americana, y la tercera, mitad aquélla y mitad ésta.

En 1789, año en que estalla la Revolución Francesa, el Consejo de Ministros logró que el Nuevo Código -a nivel de proyecto- no fuese redactado por el Consejo de Indias. Aunque aquél no asumió tal tarea, logró que éste se abstuviera de intervenir. Así, una comisión especial de juristas -llamada Junta Codificadora- fue encargada de elaborarlo. Tal fue la primera victoria liberal.

Muro Orejón piensa que el Consejo de Indias, “molesto por las facultades que a la Junta Codificadora otorgaba el real decreto de 7 de septiembre de 1789, quiso imponer su marchamo a una obra en la que él no había tomado parte”.[1]

Y lo logró parcialmente. La pugna entre el Consejo de Indias y el Consejo de Ministros duró varios años, durante los cuales los más altos dignatarios eclesiásticos del nuevo continente tendrían la oportunidad de manifestarse en contra del proyecto y, por ende, de las teorías liberales que sometían a cuestionamiento sus intereses y privilegios.

Mientras tanto, la Junta Codificadora prosiguió su labor - con apoyo del Consejo de Ministros- y terminó la redacción del primer Libro. Entonces el Consejo de Indias, en plena rebeldía, declaró el 26 de abril de 1794 que “se oponía a la publicación del Libro I del Código hasta en tanto no se relea y se examine por el pleno del mismo”.[2]

Esta enérgica reivindicación de sus facultades no pudo ser pasada por alto por el monarca, quien ordenó por real decreto de 9 de julio de 1799 que el trabajo fuese turnado al órgano reclamante para su revisión. Así se hizo. Una vez bajo su jurisdicción, el Consejo de Indias lo dejó en el archivo y nunca le daría trámite. El poderoso cuerpo que gobernaba a los reinos de ultramar no emitiría jamás ningún dictamen. De este modo, “el Nuevo Código nunca llegó a tener más libros que el primero -dice Hera- y aún éste nunca fue promulgado”.[3]

Así, pues, el Consejo de Ministros perdió esta batalla; pero ejerció sobre el monarca cuantos recursos estuvieron a su alcance para hacerlo aprobar, al menos, algunas disposiciones aisladas de su proyecto liberal. Tuvo éxito. De esta manera “el Nuevo Código -añade Hera- no entró como tal en vigor, pero algunas de sus disposiciones fueron promulgadas separadamente, entre ellas, las tres leyes sobre inmunidad personal”.[4]

Serían estas tres famosas leyes las que se tomarían como base para juzgar a los héroes de la independencia nacional. ¿En qué consisten? ¿Qué establecen? ¿Cuáles son los antecedentes en la materia? ¿Por qué el Consejo de Indias -apoyado por los representantes de las corporaciones eclesiásticas de la Nueva España- se resistieron a ellas? ¿Qué diferencia hay entre estas nuevas leyes y las antiguas?

2. LA RECOPILACIÓN DE INDIAS.

Ambas disposiciones jurídicas, las carolinas y las reemplazadas por ellas, establecen la naturaleza y modalidades de los juicios contra clérigos por la comisión de diversos delitos, incluyendo los de carácter político.

Hasta el año de 1795, dichos delitos estaban previstos por las Leyes de la Recopilación de Indias, en vigor desde 1590, Libro 1o., leyes 9 y 10, Título 11.

La ley 9, título 11 señala, en el peculiar lenguaje del siglo XVI, que “los clérigos sediciosos y alborotadores y de mala vida y ejemplo, y que conviene que no estén en la tierra”, sean castigados por su prelado y echados de allí por la autoridad civil, previo parecer de la eclesiástica, y “sin otro respeto que el que se debe al bien común”.[5]

Esta disposición se aplicaba a los clérigos que intervenían en motines, rebeliones, asonadas o sediciones contra las autoridades  establecidas. Debían ser juzgados por su propio tribunal -el eclesiástico- y, de encontrarse culpables en primera instancia, entregados a las autoridades civiles del lugar, a efecto de que éstas los enviaran “registrados y con sus causas” a España, para ser definitivamente juzgados y sentenciados.

La ley 10, título 11, por su parte, se refiere a los “seculares (civiles) culpados de motines y traiciones que, por evadirse del castigo, se hicieren clérigos o entrasen en religión quedándose en la tierra”, y cuyo escándalo y daño que hicieren fuere notable. En estos casos, la autoridad real estaba obligada a “encargar a sus prelados que los castiguen y sean echados de la tierra, enviándolos a estos reinos (a España) registrados y con sus causas”.[6]

Esta otra disposición prevé situaciones en las que los civiles se incorporaban al clero para evitar ser castigadas por la comisión de “motines y traiciones”. En tales casos, la autoridad civil debía “encargar” a la eclesiástica que procesara a los nuevos clérigos y que luego se los entregara, previo castigo que merecieran en su jurisdicción, a fin de expulsarlos de lugar y remitirlos, con el cuaderno de su causa, a España, para ser  definitivamente juzgados.

Independientemente de la gravedad de las faltas, ambas disposiciones establecen que el religioso delincuente fuese juzgado por su propio tribunal -el eclesiástico-, y sólo de encontrar fundados los cargos en su contra -previo castigo en su propia jurisdicción- lo entregasen al “brazo secular” para ser remitido a la península con su expediente. En ambos casos, igualmente, la deportación del reo, “registrado y con su causa”, era el supremo castigo que podía ser aplicado por las autoridades civiles y eclesiásticas de la localidad, así como el requisito necesario para ser definitivamente sentenciado en España por sus superiores.

Bajo el imperio de las leyes de la Recopilación de Indias, nunca se aplicó a los clérigos delincuentes, ni en América ni en ninguna otra parte del mundo hispánico, ninguna pena que afectase su especial condición de religiosos, y menos que lesionase su integridad física, sino a lo máximo la reclusión provisional y el destierro a la península.

3. LAS TRES LEYES DEL NUEVO CÓDIGO.

Las tres nuevas disposiciones jurídicas, llamadas leyes carolinas o leyes del nuevo Código, determinan otras modalidades para conocer, juzgar y castigar el delito de lesa majestad así como los crímenes “enormes y atroces” cometidos por personas del estado eclesiástico. Dichas normas son la Ley 12, título 9; Ley 71, título 15, y Ley 13, título 12.

La Ley 12, título 9, señala que los eclesiásticos no deben gozar de inmunidad en delitos “enormes y atroces” sino ser penados en términos que satisfagan la “vindicta pública” (la venganza social). No se especifica cuál es la pena aunque infiérese que es la muerte.[7]

La Ley 71, título 15, establece que el conocimiento de los casos en que un clérigo comete delitos “enormes y atroces” corresponde a la jurisdicción real -el Estado-, unida a la ordinaria eclesiástica -la Iglesia- hasta poner la causa en estado de sentencia. Esta es la Jurisdicción Unida. Ya no es sólo el juez eclesiástico el que juzga y, si lo considera pertinente, somete al indiciado a la autoridad secular para que proceda conforme a sus facultades. Ahora son los dos jueces, el eclesiástico y el del Estado, los que se reúnen en un solo tribunal mixto para juzgar y sentenciar a los clérigos.

Si de los autos resultan méritos bastantes para la “relajación” del reo al brazo secular (la entrega del reo al Estado), el juez eclesiástico debe pronunciar sentencia en este sentido y remitir proceso y reo al juez real, a fin de que éste “proceda a sentenciar, obrar y ejecutar”.[8] Ya no se dispone que se remita al reo con su causa a España. Ahora se conceden facultades a las auoridades locales para que juzguen y condenen.

Esta disposición jurídica tampoco señala la pena aplicable al caso, pero dada la magnitud de los delitos –enormes y atroces- supónese que es la capital. Y aunque encarga a ambas jurisdicciones -la eclesiástica y la real- la conformidad y la buena armonía en el desempeño de sus funciones, basta la presencia del juez del Estado en el procesamiento de un clérigo para inhibir de hecho la libertad del juez eclesiástico. 

Por último, la Ley 13, título 12, establece que el conocimiento del crimen de lesa majestad cometido por clérigos corresponde exclusivamente a los tribunales del rey, facultados para imponer la pena de muerte y ejecutarla sin necesidad de precedente degradación. Con base en esta norma, las autoridades del gobierno colonial de México -el virrey y la audiencia- dictaron el célebre Bando de 25 de junio de 1812, que ordena que cualquier eclesiástico que resista a las tropas del rey sea sumariamente juzgado en consejo de guerra y pasado por las armas sin el requisito de la previa degradación.[9]

En resumen, dos son las diferencias fundamentales entre las antiguas y las nuevas leyes:

           1.           En las leyes de la Recopilación de Indias, el tribunal competente para conocer cualquier delito cometido por los clérigos, por grave que sea e independientemente de su naturaleza -así sea de carácter político- es siempre el eclesiástico. En cambio, en las del llamado Nuevo Código, lo es la Jurisdicción Unida (compuesta por el juez real y el eclesiástico) para los crímenes “enormes y atroces”, y únicamente el tribunal real –sin intervención del eclesiástico- para el de “alta traición”. En ambos casos, la jurisdicción eclesiástica, antes exclusiva, es ahora acompañada o de plano sustituida por la real.

           2.           En la Recopilación, el tribunal eclesiástico no está facultado para dictar sentencia de degradación ni el tribunal real para imponer la pena capital, sino sólo para enviar a los reos eclesiásticos a España, a efecto de que se les sentencie con las penas que correspondan por el fuero real, previo parecer del eclesiástico. La pena más grave que pueden imponer los tribunales locales, por consiguiente, es la deportación. En las leyes del Código Carolino, en cambio, ambos tribunales están facultados para imponer localmente las penas máximas en su respectiva jurisdicción: el eclesiástico, la de degradación y “relajación”, y el real, la de muerte. En otras palabras, según las leyes tradicionales, si los reos eran acreedores a castigos graves, éstos se decretaban y aplicaban en España, nunca en suelo local, mientras que conforme a las nuevas leyes, las sanciones más graves - tanto de la Iglesia como del Estado- podrían ser decretadas y ejecutadas aquí, no en España.

4. RESISTENCIA A LAS TRES LEYES

El clero novohispánico no se mostró especialmente feliz al saber que había sido despojado parcialmente de sus fueros y que sus miembros podían ser no sólo juzgados por las autoridades locales sino incluso ejecutados. Su resistencia a que se aplicaran las tres nuevas disposiciones sobre inmunidad personal la manifestó antes, durante y después del estallido de la guerra de independencia.

Reitérase que, hasta entonces, cualquier crimen cometido por un clérigo, independientemente de su naturaleza y gravedad, era juzgado por el fuero eclesiástico sin intervención de la autoridad real. Para los miembros del clero, esto era no sólo correcto sino necesario: que cada quien fuera juzgado por sus iguales: los mineros por los mineros, los comerciantes por los comerciantes, los militares por los militares y los clérigos por los clérigos. Por otra parte, el tribunal eclesiástico, al no estar facultado para dictar sentencias mayores en estas tierras sino sólo en la antigua España, jamás se vio obligado a degradar a uno de los suyos y menos a entregarlo al brazo secular para ser inmolado, independientemente del delito que cometiese. Las tres leyes carolinas darían a este asunto un brusco giro.

El descontento mostrado por los cuerpos religiosos, afectados en sus naturaleza y privilegios, no tardó en expresarse y transmitirse al monarca. Los altos dignatarios eclesiásticos no se atrevieron a protestar contra la disposición que ordena que el delito de “alta traición” fuese juzgado exclusivamente por el tribunal real. En cambio, manifestaron fuertes dudas de que cualquier otro delito cometido por clérigos, por “enorme y atroz” que pareciera, fuera juzgado por otro tribunal distinto del eclesiástico.

Además de ser una cuestión de orden y buen gobierno, el asunto tenía un aspecto de carácter trascendente. Los fueros eclesiásticos no habían sido concedidos por la autoridad civil sino por Dios. Suprimirlos, por consiguiente, era atentar no sólo contra los miembros del clero sino también contra la más alta autoridad divina. Uno de los dignatarios que osaron objetar la decisión del monarca fue fray Antonio de San Miguel, el obispo que consagró a Morelos como sacerdote. El prelado de Michoacán recordó al rey, en carta fechada en 1799, que “la historia de todas las naciones y de todos los siglos nos enseña que todos los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares, constituidos en sociedad o errantes por las selvas, han honrado a la religión y distinguido mucho a sus ministros”.[10]

Lo anterior, cierto en lo general, lo era más particularmente en el caso de “la verdadera religión”, porque “en la ley escrita -dice fray Antonio- Dios mismo determinó las inmunidades y prerrogativas de los ministros”.[11]

El obispo de Valladolid reconoce que estos privilegios no se encuentran expresos en dicha ley, pero asegura que se infieren de ella. Tal es la razón por la que la prerrogativa de “ser juzgado por los de su clase” fue común a las monarquías española y francesa desde su fundación. “El fuero clerical fue reafirmado en las Leyes de Castilla y de Indias, sin más excepción -admite- que las de los clérigos que tengan participio en sediciones y motines, es decir, que son reos de lesa majestad”.[12]

El obispo de Puebla, por su parte, Manuel Ignacio González del Campillo, con el que Morelos tendría en su tiempo una polémica político-epistolar, “tratando de la misma materia en un dictamen reservado”, sostuvo una tesis parecida, aunque más moderada y prudente. Reconoce con San Miguel que “la inmunidad personal del clero -dice- no es cierta y evidente en Derecho Divino”. Pero era posible deducirse de sus fuentes. Consecuentemente, nás que “un privilegio concedido por los reyes”, se trataba de un “reconocimiento de éstos a la especial condición de los ministros del culto”. Y aunque nos deja sin saber su personal opinión sobre las leyes carolinas, no es difícil inferir que, como su colega de Michoacán, estaba de acuerdo en que los clérigos fuesen juzgados por sus propios tribunales, salvo en el caso de alta traición.[13]

Durante la guerra de independencia de México, Morelos no pudo dejar de emitir su opinión al respecto. Atendiendo más al fondo que a la forma y respondiendo a las acusaciones que se le hacían acerca de su poca religiosidad, contra-acusó a las autoridades coloniales de lo mismo y no pudo menos que manifestar su asombro de que éstas, fundadas en las leyes carolinas, se hubiesen atrevido a abrir cientos de causas contra clérigos considerados criminales por el puro hecho de simpatizar con la independencia o luchar francamente por ella. “¿No son estos bárbaros -preguntaría- los que ultrajan el sacerdocio, los que hacen gemir aherrojados a sus ministros y los que los juzgan en sus procesos, sin acordarse del sagrado carácter que los reviste y sin pensar en el fuero particularísimo con que la Iglesia los ha distinguido?”[14]

El Dr. José Ma. Cos, por su parte, criticó públicamente –en nombre de la nación- a los tribunales eclesiásticos de la colonia ya que, so pretexto de aplicar las leyes del Nuevo Código contra los partidarios de la independencia, se habían inmiscuido en asuntos que no eran de su competencia. La independencia, por ejemplo, no era asunto religioso, sino de Estado.

Además de las objeciones de fondo contra las mencionadas leyes carolinas que afectaron parcialmente la inmunidad personal del clero, expuestas por fray Antonio de San Miguel y compartidas por todos los religiosos, entre ellos, su discípulo Morelos, hubo otras, de forma, que no tardaron en ser puestas de manifiesto por los juristas más distinguidos de las corporaciones eclesiásticas -entre ellas nuestro doctor Fonte-, de las cuales se destacan tres:

           1.          Dichas leyes carolinas, remitidas por cédula de 25 de octubre de 1795, nunca habían sido publicadas en la Nueva España, condición necesaria para su observancia y cumplimiento, por lo que sin este requisito resultaba forzado e irregular observarlas y cumplirlas.

           2.           Las tres leyes no eran aisladas sino habían formado parte de un Nuevo Código, por lo que era necesario conocer éste para deducir el espíritu y la intención del legislador en lo relativo a los límites y alcances de aquéllas, resultando ocioso aplicar las partes de un todo mientras no se conociera el todo. 

Las leyes carolinas tantas veces mencionadas no habían derogado expresamente ninguna disposición jurídica que se opusiera a lo ordenado por ellas, en lo general, ni menos a las antiguas normas de la Recopilación de Indias, en lo particular, por lo que era de interpretarse y era correcto interpretar que, según el caso, tan aplicables eran unas como otras.

5. PROPUESTA DE DEROGACIÓN

En julio de 1816, seis meses después de la ejecución de Morelos y sofocado temporalmente el huracán de la guerra desatado en 1810, el arzobispo electo de México Pedro de Fonte reprodujo la mayor parte de las objeciones formuladas contra las tres leyes del Nuevo Código, “no publicadas -dice- pero remitidas a las autoridades de la Nueva España para su observancia”, y solicitó al rey que las derogara.[15]

Dichas leyes, según él, habían sido extraídas del Código Carolino y puestas en vigor, a pesar de no haberlo sido éste en su conjunto, y eran tanto más ambiguas e incongruentes cuanto que “no han sido acompañadas de sus precedentes, intermedios o posteriores, de manera que como partes de un todo que no existe, hasta su denominación repugna para que formen nuestra jurisprudencia actual para el juicio y castigo de los eclesiásticos delincuentes”.[16]

Las disposiciones de referencia repugnaban al más alto dignatario del reino de la Nueva España no sólo por su falta de coherencia sino también por razones de estricta política eclesiástica e incluso por razones de Estado. Despojaban al clero de la inmunidad que, durante más de dos siglos, conservara al tenor de las leyes de la Recopilación de Indias; pero también porque esto había ocurrido en una época particularmente difícil y violenta. 

Las tres leyes carolinas, lejos de ser mejores que las antiguas, eran peores o, cuando mucho, de igual calidad, por lo que habían resultado, si no dañinas, por lo menos inútiles. Las tradicionales, “por más de dos siglos -dice Fonte- han sido la garantía de la administración de justicia en este punto; la cual, si no ha empeorado, por lo menos nada ha aventajado con las tres llamadas del Nuevo Código”.[17]

Por otra parte, dadas las irregularidades del procedimiento para poner las nuevas leyes en vigor, el arzobispo expresaba sus dudas de que hubiesen derogado a las anteriores. “Las tres disposiciones modernas -dijo- en cierto modo derogaron a las antiguas”.[18] Las derogaron sólo “en cierto modo”, no en otro. Las nuevas, además, “aún no tienen completamente el carácter augusto de las otras leyes, a las cuales parecen derogar”.[19] Las otras, las antiguas, tenían un carácter augusto porque, además de haber estado en vigencia durante más de dos siglos, consagraban la autoridad suprema de la jurisdicción eclesiástica en asuntos en que los delincuentes eran clérigos o los clérigos, delincuentes. Las nuevas no, por lo menos, “no completamente”. Además, no habían derogado del todo a las anteriores sino sólo parecido derogarlas.

Fonte dudaba también que la aplicación de las nuevas leyes hubiera traído como consecuencia efectos saludables durante la guerra de independencia. “Aunque estoy distante de dudar de la recta intención con que se dictaron -dice- dudo si fueron útiles los resultados que tuvieron”.[20] Estos resultados serían no sólo las infamantes muertes de Hidalgo, Matamoros y Morelos –entre los más importantes- sino también la ulterior falta universal de respeto que se advertiría acusadamente entre los fieles hacia sus prelados peninsulares, aunque también hacia el clero en general; resultados que formaron, por cierto, los vergonzosos precedentes judiciales en la materia: la repugnante jurisprudencia que se vio obligado a denunciar el arzobispo-juez.

Hasta antes de las tres nuevas leyes “no se halla ejemplo -dice Fonte- de que se hayan ejecutado con los eclesiásticos delincuentes otras penas que las que cabían en la jurisdicción eclesiástica”.[21] Cierto, pero a partir de 1808 entró en juego la jurisdicción real para formar la famosa Jurisdicción Unida, que decidió los casos de los clérigos “infidentes”, todos los cuales serían castigados con penas que lastimaban los fueros de las corporaciones eclesiásticas; penas que, por otra parte, a pesar de no estar previstas expresamente por las citadas leyes carolinas para el supuesto de los “crímenes enormes y atroces”, no podían ser - según el juez comisionado Flores Alatorre- de diferente naturaleza a las del crimen de alta traición. Dada la gravedad de las faltas no podían concluir más que en la muerte.

El texto del doctor Fonte parece sugerir, a veces, que si no hubieran existido las tres leyes del Código Carolino impugnadas por él, sino sólo las de la Recopilación de Indias, los héroes de la independencia no hubieran sido severamente castigados sino sólo juzgados por el fuero eclesiástico y, en todo caso, remitidos a España “registrados y con sus causas”, a fin de que las más altas autoridades eclesiásticas y civiles de allá decretaran las penas que consideraran convenientes.

Pero la situación durante la guerra de independencia fue tal que, con las antiguas o con las nuevas leyes -y hasta con leyes o sin ellas-, de cualquier forma habrían sido asesinados. El caso de Talamantes, aunque suficientemente ilustrativo al respecto, no fue el único: a pesar de haber sido enviado a la metrópoli “registrado y con su causa” -como otros muchos- nunca llegaría a ella. Hidalgo, Matamoros y Morelos también hubieran sido de un modo u otro eliminados. Es nuestro propio arzobispo el que tristemente lo confiesa, al admitir que la pena máxima “se les hubiera aplicado igualmente, aunque dichas disposiciones (carolinas) no existieran”.[22]

Vale agregar que las leyes del Nuevo Código nunca serían derogadas por la monarquía española. Dejarían de estar en vigor -lo que favorecería a fray Servando- al restablecerse la Constitución de Cádiz, en 1820.

6. ALTA TRAICIÓN Y CRÍMENES ENORMES Y ATROCES

Al aplicarse las leyes carolinas durante la guerra de independencia, éstas fueron interpretadas por los jueces coloniales, como es obvio suponer, en función de los intereses de la administración virreinal. Esto ocurrió, sin embargo, con no pocas dificultades.

Una de ellas, por ejemplo, fue la tipificación del delito de lesa majestad a que se refiere la Ley 13. Al iniciarse la guerra no había rey. Los europeos -como se llamaba a los españoles para distinguirlos de los criollos, americanos-, aún estando en posesión de todos los cargos del Estado colonial, no eran el rey, ni habían sido nombrados por él. Luchar contra ellos, por consiguiente, no podía considerarse como delito de lesa majestad, ni siquiera dentro del marco de la legislación española. “En caso de ser alguno -aclaraba el Dr. Cos- sería el de lesos europeos, y éstos no son majestad”.[23]

Por otra parte, Su Majestad se encontraba en Europa, no en América, e incluso en Francia, en estado de cautiverio, no en España. A partir de septiembre de 1808, el llamado virrey de la Nueva España, aún debiendo ser el alter ego del rey, no era el rey, sino el que supuestamente estaba en lugar de él. Pero no había recibido de éste su nombramiento. Y aunque hubiera sido nombrado legalmente, Su Excelencia -el virrey- no era Su Majestad -el rey-, por lo que luchar contra aquél no era necesariamente luchar contra el rey, ya que cabía la posibilidad de resistirse a la autoridad por causas locales e invocarse el principio de la legitimidad de la resistencia a esta opresión local.

En todo caso, con fundamento en las leyes carolinas, resistir a las tropas del rey, de delito ordinario, aunque serio, sería elevado por decreto del gobierno colonialista a la categoría del más grave de los delitos políticos, el de “alta traición”.

Otra de las dificultades para aplicar las citadas leyes carolinas fue la falta de una sanción específica para las figuras delictivas establecidas por ellas. Tradicionalmente, la pena por el delito de “alta traición” así como por la comisión de delitos “enormes y atroces” era la muerte; pero las nuevas leyes no señalan expresamente ninguna. A pesar de que estaba por medio la vida, túvose que hacer acopio de la lógica jurídica para justificar la gravedad de la sentencia y la ejecución de la misma. Pero no se puede imponer la pena de muerte por tradición o por mayoría de razón. Bien se sabe que no hay pena sin ley: nulla pena sine lege.

Además, estaba la naturaleza misma de los delitos o "crímenes enormes y atroces”. El doctor Flores Alatorre afirmaba que éstos eran exactamente los previstos en la legislación ordinaria: homicidio, lesiones, robo, asalto, violación, rebelión, etcétera. Lo que hacía “atroz” o “enorme” a cualquiera de los delitos ordinarios, en su opinión, no era su diferente naturaleza sino sólo la forma y modo de su ejecución. Un homicidio perpetrado por un clérigo al calor de una riña, por ejemplo, era un crimen, sin duda alguna, pero ordinario o común. El mismo delito, el homicidio, hecho por el mismo clérigo con premeditación, alevosía y ventaja, se volvía “enorme y atroz”. Consecuentemente, no existían delitos “enormes” y delitos “atroces”. Existían delitos. Punto. Los cuales podían ser cometidos en circunstancias agravantes o atenuantes.

Y por último, no había diferencia entres delitos “enormes” y delitos “atroces”. Eran los mismos. Lo “enorme” de ellos era “atroz” y su “atrocidad” lo volvía “enorme”. En otras palabras, “substancialmente no eran dos clases de crimen sino uno y el mismo denominado en dos formas distintas”.[24]

Volviendo al tema de las penas, y éste es el punto, estos delitos no tenían ninguna, no obstante implicar la máxima. Era impropio tener que justificar la pena de muerte a pesar de no estar expresamente establecida por la legislación. Para ser “enorme y atroz”, el crimen “debe ser tal -dice Flores Alatorre- que el delincuente se haga acreedor a la pena capital”.[25] Y esto es así porque, al ofenderse a la sociedad con este tipo de delitos, la vindicta pública no queda satisfecha con la imposición de cualquier pena, por grave que ésta sea, sino sólo con la muerte del clérigo criminal o, como decía Fonte, con “su exterminio legal”. A delitos ordinarios, castigos ordinarios; pero a delitos extraordinarios, castigos extraordinarios.

Por eso es que, al cometer crímenes de esta categoría, el eclesiástico no podía ser sancionado únicamente por la jurisdicción eclesiástica. Era imperioso que cayera bajo la Jurisdicción Unida. Y la sanción, aunque no prevista por las leyes carolinas, tampoco podía ser otra que la muerte. Por eso la participación del juez real era no sólo necesaria sino imprescindible. Sólo así era posible dictar dicha sentencia, ya que ésta, al implicar la efusión de sangre, es la única que está imposibilitado a decretar el juez eclesiástico. “Las demás de destierro, reclusión perpetua y otras que hay -dice Alatorre- muy graves y que no incluyen efusión de sangre, bien puede imponerlas el fuero eclesiástico, por sí o con el correspondiente auxilio (del secular) sin menoscabo de su lenidad y mansedumbre”.[26]

En otras palabras, si el legislador del Nuevo Código hubiese querido castigar al clérigo delincuente con una pena muy grave –pero que no fuera la capital- habría conferido competencia exclusivamente al juez eclesiástico para conocer este tipo de casos, como en la antigua Recopilación. Al no hacerlo así y hacer intervenir al juez real, dejó entrever su propósito que era el de castigarlo con la muerte.

De este modo, la nueva legislación carolina había obligado a la jurisdicción eclesiástica a ser partícipe, aunque indirecta, en la imposición y aplicación de esta severa pena; motivo por el que recomendaba su reemplazo por la antigua.

El velado reproche a la autoridad real, en el fondo, era haber condicionado a la jerarquía eclesiástica a manchar sus manos de sangre, al hacerla intervenir legalmente en el procesamiento de muchos de los suyos que fueron condenados a la última pena.

Pero lo cierto es que si hubieran existido las disposiciones antiguas, la situación de la jerarquía habría sido peor. Si no hubieran entregado a los reos eclesiásticos a la autoridad secular, se los hubieran arrebatado por la fuerza y esto habría ocasionado un peligroso conflicto entre la Iglesia y el Estado. Y si los hubiera entregado, su complicidad en los crímenes no habría tenido ninguna excusa legal. Para todo efecto práctico, de todos modos se hubiera ejecutado a los clérigos de la independencia “aunque dichas disposiciones (carolinas) no existieran”. 

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    [1] Muro Orejón, Antonio, Leyes del Nuevo Código vigentes en América, Revista de In­dias, Madrid, 1944, p. 34.

     [2] Ibid.

    [3] Hera, Alberto de la, Reforma de la Inmunidad Personal del Clero en Indias bajo Car­los IV, en Anuario de Historia del Derecho Español, Tomo XXX, Madrid, 1960, p. 573.

     [4] Ibid.

     [5] Ibid.

     [6] Doc. 299. (Ver nota 13 del Capítulo I).

     [7] Ibid.

     [8] Ibid.

     [9] Ibid. Cf. Soberanes Fernández, José Luis, Los Tribunales de la Nueva España, Anto­logía, UNAM, México, 1980, pp. 162-163.

     [10] Soberanes Fernández, José Luis, Op. Cit., pp. 145 a 163. Cf. Rodríguez de San Mi­guel, Juan, Curia Filípica Mexicana, UNAM, México, 1978, pp. 20 a 36.

     [11] Ibid.

     [12] Ibid.

     [13] Ibid.

    [14] Doc. 22. Proclama de Morelos a los “amados americanos y compatriotas míos que militais bajo los estandartes de este Ejército del Sur”, fechada en Cuautla el 8 de febrero de 1812. (Lemoine, E., Op. Cit.).

     [15] Doc. 299. (Ver nota 13 del Capítulo I).

     [16] Ibid.

     [17] Ibid.

     [18] Ibid.

     [19] Ibid.

     [20] Ibid.

     [21] Ibid.

     [22] Ibid.

     [23] Cos, José Ma., Plan de Paz y Guerra, de marzo de 1812, enviado por su autor a nom­bre de la Suprema Junta Nacional Americana, no al virrey sino al “Teniente General de los Reales Ejércitos de España”.

     [24] Ibid.

     [25] Doc. 298. (Ver la nota 1 del Capítulo II).

     [26] Ibid.

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