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José Herrera Peña

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III

 EXURGE, DOMINE, JUDICA CAUSAM TUAM 

SUMARIO: 1. Polémica entre jueces: a) orden del virrey; b) la posición del arzobispo; c) reacción de Calleja; d) el capellán Morales. 2. La Sala de Declaraciones: a) la prensa; b) levántate, Señor, defiende tu causa; c) llegada a la Sala. 3. Los jueces comisionados: a) retrato del doctor Félix Flores Alatorre; b) retrato de Miguel de Bataller. 4. El juicio sumario: a) alteración de las actas; b) incompetencia del tribunal; c) ilegitimidad del gobierno enemigo; d) el acusado acusador.

 1. POLÉMICA ENTRE JUECES

El martes 21 de noviembre, al caer la noche, mientras las tropas de Concha avanzan de Tlalpan a México, el virrey comunica oficialmente a los jueces comisionados su resolución de someter a Morelos y Morales a proceso sumario ante la Jurisdicción Unida. De este modo, éstos se enteran hasta este momento que Morelos ya está en la capital, y que tienen el preciso término de tres días, a partir del siguiente, para cerrar la instrucción. Aunque el virrey insiste en que la formalidad del juicio no es necesaria, argumenta -a manera de concesión- que “en consideración a su carácter sacerdotal y a que en esta capital, donde debe verificarse (sic) la sentencia, hay todos los medios necesarios para que procedan a practicarse los cánones, he determinado ponerlos, como lo hago, a disposición de la Jurisdicción Unida”.[1]

Calleja les ordena también que “procedan a la formación de la sumaria degradación, de acuerdo con el ilustrísimo señor arzobispo electo, para que pueda ejecutarse la sentencia”.[2]

Su lenguaje, aparentemente oscuro, revela que no tiene idea del procedimiento. El virrey, por supuesto, no es abogado sino militar, y no le interesa sujetarse a la formas sino ir al fondo y acabar rápido, aunque lesione con ello la dignidad de otros funcionarios del reino, entre ellos, la del propio arzobispo, enfermizamente celoso de su alta posición y de los parcialmente perdidos fueros de su corporación. Manda a los jueces que degraden a los acusados a fin de que él pueda dictar sentencia de muerte y ésta se ejecute a la mayor brevedad. Les ordena que se pongan de acuerdo con el arzobispo para degradar a los reos. Y los conmina nuevamente a que lo hagan en forma sumarísima: “en el preciso término de tres días”.[3]

El arzobispo, en cambio, es un hombre versado en Derecho. En este asunto no sólo se opone a los golpes autoritarios del virrey sino considera que los casos de Morelos y Morales son diferentes y les da una solución distinta. Entregará a uno, pero el otro será para él. Desde el primer momento empieza a poner obstáculos de fondo y forma para entorpecer la iniciación de esta última causa.

Por lo pronto, al recibir copia del oficio enviado por Calleja a los jueces comisionados mencionado arriba, no puede disimular una mueca de impaciencia. Su amigo el virrey, a pesar de ser juez de jueces, no sabe Derecho o se burla de él o ambas cosas. Parece no importarle en lo absoluto el aspecto jurídico del problema. Dichos jueces comisionados no están facultados, como lo pide aquél, a proceder a la “formación de la sumaria degradación” sino sólo a la formación de la causa. Integran un tribunal instructor, no de sentencia.

Por otra parte, el auditor de guerra Bataller, juez seglar, no está autorizado para ponerse de acuerdo con el tribunal eclesiástico para la degradación, asunto de la exclusiva competencia de la Iglesia. Es representante del Estado: nada tiene qué ver con los fueros de la corporación eclesiástica.

Y por último, el provisor Flores Alatorre, juez eclesiástico comisionado, es subalterno del prelado, no del virrey. Tampoco puede ponerse de acuerdo con el otro juez comisionado del Estado y menos con su superior para tal efecto, a menos que éste se lo pida. Carece de facultades para tomar una decisión al respecto. Corresponde únicamente al arzobispo Fonte dictar la resolución judicial en el área de su competencia.

Además, es imposible saber, al menos teóricamente, en qué sentido habrá de dictarse la sentencia del tribunal eclesiástico antes de que se inicie el procedimiento. Puede ser condenatoria, pero también -¿por qué no?- absolutoria. Por pudor, vergüenza y dignidad, el juez-virrey no debe comunicar a funcionarios subalternos los términos en que va a darse el fallo sino únicamente ordenar que inicie el proceso hasta ponerlo en estado de sentencia, a fin de que lo turnen a la autoridad eclesiástica responsable y ésta resuelva lo procedente.

Al leer la copia del oficio anterior, pues, el doctor Fonte se indigna y le contesta en la misma fecha, ya entrada la noche, dándose por enterado de sus deseos y asegurándole que “aunque es muy doloroso y repugnante al carácter y sentimientos de un prelado aplicar las mayores penas que la Iglesia le permite decretar, no rehusaré aplicar las que merezca el rebelde Morelos, previo conocimiento judicial que sus delitos y circunstancias permitan”.[4]

En la forma más breve y elegante del mundo da cátedra a su interlocutor: le hace saber que no son los jueces comisionados los que -con su acuerdo- están encargados de “proceder a la sumaria degradación” sino sólo él, en calidad de prelado, aunque le sea “doloroso y repugnante”; que impondrá la máxima pena eclesiástica “al rebelde Morelos”, no al otro, y que esto lo hará sólo después de conocer los detalles del proceso, nunca antes. Cierto que la sentencia de degradación, como la de muerte, ya ha sido dictada de antemano; pero no hay que decirlo y menos dejar constancia de ello en la causa.

Además, le advierte que no dictará solo su sentencia, aunque tampoco con los jueces comisionados, como absurdamente lo ha planteado su amigo el soldado, “sino asociado de las personas que el Derecho prescribe”.[5] Ya que va a degradar a Morelos -previo conocimiento judicial de sus delitos- es necesario dar al acto la solemnidad y fuerza que amerita la situación. El fallo lo deben emitir las más altas dignidades eclesiásticas de la Nueva España residentes en la capital. Sólo así podrá empezarse a producir el espanto apetecido.

Por lo pronto, sostenida su autoridad en forma teórica, se decide hacerlo también en la práctica. La lección la dará no sólo con palabras sino también con hechos, para que no se olvide. No entregará al capellán Morales.

Su propósito a este respecto no es defender a éste sino aprovechar su relativa insignificancia política para hacer valer los lastimados fueros de su corporación. El juicio del héroe podrá despacharse en forma breve, como lo desea el virrey. Así ofrece hacerlo, por razones de Estado, en el ámbito de su competencia; pero el del capellán Morales requiere un tratamiento distinto. Sugiere que en este caso se conceda a la Jurisdicción Unida “mayor dilación” para instruir el proceso, pues los jueces no podrán conocer su asunto en tan breve término. Además,  desliza sutil pero firmemente la duda de que sus crímenes sean comparables a los del otro. Al final, no sin ironía, agradece a su amigo el virrey “el respeto con que mira los sagrados cánones en este paso que ha dado con la jurisdicción eclesiástica”, asegurándole que ésta ha sido creada, no para proteger los delitos sino para punirlos con justicia.[6]

La distinción entre uno y otro prisionero disgusta fuertemente al bilioso Calleja. De no ser tan noche ni tener asuntos más importantes que atender, relacionados con la inminente llegada de los prisioneros a la ciudad de México, replicaría de inmediato al arzobispo. No es hombre que se deje asustar tan fácilmente por las faldas de un cura, ni por lo “sagrado” de los “cánones” invocados por el doctor Fonte; pero lo hará al día siguiente.

Molesto con el argumento episcopal, en el sentido de que los crímenes del capellán Morales no son “tan notorios ni tan atroces” como los del “rebelde” Morelos, resuelve poner las cosas en claro. Los cánones que defiende el prelado serán muy “sagrados”; pero, en su opinión, lo son más los del Estado colonial a su cargo. Le advierte, para comenzar, que bien pudo haber pasado por las armas no sólo a Morelos sino también al capellán, sin mayores formalidades y desde el instante mismo en que fueran capturados. Agrega que, al girar sus instrucciones de que se les degradara, no había transgredido ninguna ley sino, al contrario, actuado con apoyo en la más importante de ellas: la promulgada “por esta Superioridad con Voto Consultivo del Real Acuerdo, en Bando de 25 de junio de 1812, que está en toda su fuerza y vigor”.[7]

Esta drástica disposición, como ya se dijo, declara reos de jurisdicción militar a todos los que “resistan a las tropas del rey” y ordena que sean pasados por las armas, previo juicio sumario ante consejo de guerra, sin darles más tiempo que el muy preciso para morir cristianamente. El caso del capellán, a juicio de Calleja, está perfectamente comprendido “en lo dispuesto por los artículos 6o. y 7o. de dicho Bando”. [8] Ha quedado por consiguiente sujeto a la pena capital. No importa que sus delitos no sean “tan notorios ni tan atroces” como los de su compañero y jefe. La ley señala que deben ser ejecutados los que “hubieran tomado parte en la insurrección y servido en ella con cualquier título o destino, aunque sólo sea en el de capellanes”.[9] Tal es el caso del capellán Morales. No hay ninguna razón para hacer excepción con él.

Sin embargo, para obsequiar la solicitud del prelado, admite que si los jueces comisionados tienen “algún impedimento que exija mayor dilación para ejecutar a Morales”, aprobará que se difiera el proceso, aunque no por largo tiempo sino sólo “en cuanto lo permita el orden de la justicia y la necesidad de desembarazarse de esta clase de reos”.[10]

Por lo demás, se manifiesta “bien persuadido de que ni el espíritu de la Iglesia, ni el de vuestra señoría ilustrísima es el de proteger los delitos”. Más conciliador, agrega: “Cuento para todo con el vigoroso celo de vuestra señoría ilustrísima”. Y por último, en tono francamente hipócrita -no se le puede llamar de otro modo- concluye: “Unido a sus sentimientos piadosos, puedo asegurarle también que no me es menos sensible verme en la necesidad de descargar el golpe de la ley sobre unos individuos tan distinguidos por su clase como por la enormidad de sus delitos”.[11]

Calleja, pues, no se siente un déspota arbitrario sino un “piadoso” y “sensible” gobernante. Se basa en una ley que defiende los fueros del Estado colonial, que están por encima de los de cualquier individuo, clase o corporación. Le duele descargar “el golpe de la ley” sobre personas tan selectas; pero es necesario hacerlo con ambas. Dura lex sed lex. La ley es dura pero es la ley. Puede esperar, desde luego, pero no mucho, ya que es imperiosa la necesidad de “desembarazarse” de tales miembros del clero, distinguidos por pertenecer a tal corporación, pero más aún por la gravedad de los crímenes que han cometido.

Aunque el virrey se funda en una disposición especialmente promulgada para justificar todos los atropellos de la bota militar en tiempos de guerra, mucho más rígida que la ordenanza, nunca llega a suponer que, de acuerdo con la interpretación jurídica del doctor Fonte, al aceptar la Jurisdicción Unida ha renunciado implícitamente a la formación de un consejo de guerra y, por consiguiente, a lo dispuesto por el Bando invocado. Al perder su base legal, pues, el soldado tiene perdido el caso frente al doctor en Derecho. Y en efecto, lo perderá...

¿Quién es el capellán Morales? Hecho prisionero en Temalaca con Morelos, las vidas de estos hombres no tiene nada de paralelas. Morelos se acercó a Hidalgo en 1810 para ofrecerle sus servicios de capellán; pero fue nombrado general y encargado de una comisión de tipo político y militar: la de tomar Acapulco y la Costa del Sur. Morales, en cambio, se presenta en 1813 al Siervo de la Nación para pedirle el grado de coronel, ofreciéndole levantar por su cuenta un regimiento. Al no verle por ningún lado madera de soldado -quizá por su exagerada inclinación a las bebidas embriagantes-, el Caudillo lo nombra capellán “porque tenía necesidad de sacerdotes para ocuparlos de su ministerio”.[12]

En Chilpancingo, el capellán Morales concurre como elector del Real de Zacuapan para nombrar diputado por la provincia de México al Congreso de Anáhuac. Habiendo cumplido con esta comisión, el Generalísimo lo designa más tarde capellán del propio Congreso, con tratamiento de señoría. Algún tiempo después, sin embargo, durante las marchas de Uruapan a Temalaca “se excedía tanto en la bebida -declara Morelos- que llegó el caso de caerse, por cuyo motivo lo depuso el Congreso del empleo de capellán el día anterior al de su prisión”.[13]

Así que ya no era capellán. No era nada. Si acaso, un borrachín que ni siquiera simpatizaba con la causa de la independencia. Según Morelos, no tenía por qué juzgársele y menos condenársele. Sólo con un testimonio así podía defenderle la vida. Durante la marcha a Tehuacán, el clérigo manifestó sus deseos de abandonar la marcha y le pidió “el mismo día de su deposición pase para cualquiera otra parte, el que no le dio, pero sí le ofreció que más adelante se lo entregaría”.[14] Ya no tendría tiempo de hacerlo: ambos serían capturados.

El doctor Fonte no contesta al requerimiento del virrey. Dos días después -el viernes 24- los jueces comisionados toman al capellán Morales sus primeras declaraciones. Serán las últimas. El clérigo queda bajo protección de la jurisdicción eclesiástica. El 27 de julio de 1816 -ocho meses después- el arzobispo explica al rey de España que la degradación que le había solicitado el virrey “todavía no la verificaba”, ya que de las actuaciones judiciales resultó “que Morales no había tomado, ni excitado a tomar las armas entre los rebeldes, sino que careciendo de subsistencia, se presentó a ejercer entre ellos su ministerio, con el fin de adquirirla”.[15]

Ni el rey ni sus ministros se ocuparían del asunto. El doctor Fonte conservaría una mancha política en su carrera. No sería suficientemente duro en este caso, como en exceso con el otro. El clérigo Morales, por su parte, al acogerse a la protección del arzobispo, conservaría su mediocre vida por algún tiempo más, perdiendo la oportunidad histórica de ser ejecutado al lado del hombre más extraordinario de la época.

2. LA SALA DE DECLARACIONES.

El miércoles 22 de noviembre, mientras se lleva a cabo la polémica con el arzobispo, Calleja comunica a los jueces comisionados que los reos Morelos y Morales -llegados a México esa madrugada- están a su disposición en las cárceles secretas de la Inquisición para que procedan a formarles causa.[16]

A las diez de la mañana de ese día, por consiguiente, los jueces Flores Alatorre y Bataller, así como el secretario Calderón, se presentan al palacio de la Inquisición. Después de hacer las caravanas de estilo al doctor Manuel de flores, Inquisidor de México, pasan con su venia a la Sala de Declaraciones, cedida por éste para que practiquen sus diligencias judiciales, y le piden que ordene al alcaide de la prisión que haga comparecer ante ellos a don José Ma. Morelos.

¿Qué se dice en las calles? ¿Qué murmura la gente del pueblo? ¿Qué piensan en sus casas y palacios los poderosos partidarios de la independencia? ¿Cuántos “guadalupes”, “serpentones” y otros temen ser delatados por el acusado? ¿Qué publican los periódicos sobre el tema? ¿Qué estrategia han tomado los insurgentes escondidos en la ciudad “para liberar a su humillado héroe”? No hay un solo testimonio al respecto. Cierto que el traslado del gran prisionero se había efectuado en secreto, a altas horas de la noche, en medio de grandes cautelas; pero la concentración de tropas alrededor del Palacio de la Inquisición y de sus cárceles secretas -tan sintomática en esos momentos- suscitó toda clase de conjeturas y comentarios, de los cuales no quedó escrita ni una sola palabra.

La Gaceta de México del día siguiente -jueves 23 de noviembre- publica en primera plana el parte del coronel Ramón Monroy sobre la batalla del 8 de ese mismo mes en los Llanos de Apam. Otra noticia importante es el pronunciamiento de la villa de Cuernavaca que, como antes otras muchas villas y ciudades, declara que ningún individuo, “desde sus vecinos principales hasta el más inferior, en común ni en particular, ha autorizado ni conferido poder a persona alguna para que los represente en el burlesco llamado congreso mexicano, ni en otra reunión o asociación de infames, viles, traidores”. En las páginas interiores se ofrecen en venta Las Obligaciones del Hombre, de Anselmo del Río y García (educación para niños), a nueve reales; Máximas o Reflexiones Morales, a dos reales, y Cuadernos de Ortografía Castellana, a dos reales. Nada sobre los procesos de Morelos.[17]

Los que están al tanto de lo que ocurre, por su parte -los Concha, los Flores, los Bataller, los oficiales del Santo Oficio, los militares en servicio, los alcaides, los fiscales, los defensores, etc.- tampoco dejan registro escrito de lo que viven, sienten, oyen, palpan. Ni cartas, ni notas, ni diarios, menos un reportaje. Este caso es como un castillo amurallado con cámaras de tortura, habitado por fantasmas, alrededor del cual no existen más que los anchos y profundos fosos del silencio. Un silencio extraño sobre el juicio más importante de la época. Un silencio pesado que agobia, sobrecoge, irrita.

De las cárceles secretas al primer patio del Palacio de la Inquisición hay una serie de puertas, ventanas, escaleras y corredores por los que transitan o atraviesan Morelos y sus custodios. En el segundo piso de dicho primer patio se encuentran las salas de audiencias. En el arco principal de la escalera, mirando hacia adentro, hay una lápida en la que están anotados los nombres del Papa, rey de España y de las Indias, Inquisidor general e Inquisidor de la Nueva España bajo cuya protección y gobierno “se comenzó esa obra a 5 de diciembre de 1732 y acabó el mismo mes de 1736 años, a honra y gloria de Dios”.[18]

A la derecha de la escalera, en el corredor que mira al Poniente, hay una puerta que da entrada a las salas de los oficiales y ministros del tribunal del Santo Oficio. En la primera de ellas, que es la Sala de Declaraciones, cuelgan los retratos de los inquisidores de la Nueva España, que llegan a cuarenta. Sus columnas y demás ornatos arquitectónicos están cubiertos de damasco encarnado. “En el extremo que mira al Sur hay un altar bastante bien decorado y en su centro San Ildefonso, que recibe la casulla de la Santísima Virgen María. En el lado opuesto y después de una gradería de poco más de una vara de altura, está la mesa de los Inquisidores con sus tres sillas cubiertas de terciopelo carmesí, con franjas y recamos de oro, y sus tres cojines o almohadones correspondientes aforrados de lo mismo”.[19]

Sobre la mesa hay un dosel de terciopelo carmesí, con un crucifijo orlado de franjas y borlas de oro; las armas reales, y una inscripción sobre el globo de la corona: Exurge, Domine, judica causam tuam. Es la divisa de la Inquisición, que podría traducirse como sigue: Levántate, Señor, defiende tu causa. Salmo 73.[20]

Así, pues, por los pétreos corredores, escaleras y patios del Palacio de Santo Domingo es conducido Morelos hasta llegar a la Sala de Declaraciones. En lo alto de la mesa están sus señorías, el doctor Flores Alatorre, vestido de eclesiástico, y el auditor Bataller, en traje militar. En una mesa lateral, el secretario Calderón, también de sotana. El acusado, “grueso de cuerpo y cara, barba negra poblada, un lunar entre la oreja y extremo izquierdo, trae en su persona camisa de Bretaña, chaleco de paño negro, pantalón de pana azul, medias de algodón blancas, zapatos abotinados, chaqueta de indianilla, fondo blanco, pintada de azul, mascada de seda toledana y montera negra de seda”.[21]

La sala está vacía. En las graderías no hay público. En el cuarto secreto situado al lado de ella, ni un solo testigo. Al lado del acusado, nadie: ni un defensor, ni un consejero, ni un auxiliar. Los ruidos resuenan fuertemente en las dilatadas bóvedas del recinto. De acuerdo con los planes, el castigo será público; el juicio, secreto. Afuera, en los corredores del segundo piso, se pasean y hacen comentarios en voz baja algunos -muy pocos- empleados superiores del tribunal del Santo Oficio, y unos cuantos oficiales de elevado rango en el ejército colonial. Abajo, en el primer patio, doscientos hombres de infantería guardan el interior del edificio. En las calles aledañas, un bosque de bayonetas protege el exterior, apoyado por caballos y cañones. Media ciudad está convertida en un cuartel.

Al sonar las once campanadas, se inicia el juicio secreto. Según el acta, se hizo comparecer “al presbítero don José Ma. Morelos”.[22] No al capitán general del ejército mexicano ni menos al Vocal del Supremo Gobierno de la América mexicana sino “al presbítero”. Sería a éste, no a aquél, “al que le recibieron juramento que hizo como sacerdote y bajo el cual ofreció decir verdad”.[23] Las trampas judiciales, como se ve, empiezan desde el momento mismo en que se inicia el juicio. Ya las analizaremos detenidamente con la debida oportunidad.

3. LOS JUECES COMISIONADOS

¿Quiénes son los jueces comisionados? Poco es lo que se puede decir de ellos. El canónigo Flores Alatorre, criollo de Aguascalientes, doctor en Derecho y profesor de la Universidad de México, es “segundo” del arzobispo Fonte. Al terminar de fungir como juez instructor en el proceso de Morelos, hace un estudio jurídico sobre las leyes carolinas que sirvieron de base para condenar a los héroes de la independencia nacional. En julio de 1816, el arzobispo Fonte envía una carta confidencial al rey de España en la que, además de darle cuenta sobre el proceso de Morelos, le pide que derogue dichas leyes y restablezca los privilegios de los cuerpos eclesiásticos, y a la que adjunta el estudio de su provisor. Dicha solicitud nunca será acordada.

Flores Alatorre hace cuantos méritos le es posible en obsequio de sus superiores para adquirir una mitra. Es inútil. A pesar de sus conocimientos, que no son pocos, y de su reconocido servilismo, docilidad y obediencia, que le sobran, no alcanzará tal distinción. No es su tiempo. Al consumarse la independencia, la opinión pública convertirá en fallas y delitos todos los actos cometidos por las crueles autoridades coloniales. El papel de juez comisionado que desempeña en la causa de Morelos, lejos de seguir siendo motivo de orgullo, empezará a serlo de reproche y crítica. Sin embargo, nuestro canónigo no se inmutará. Al contrario. Al cambiar la situación política, él cambia con ella. De este modo, cuando se rinde homenaje a Morelos en 1823 y se trasladan sus restos de San Cristóbal Ecatepec a la catedral metropolitana, su falta absoluta de pundonor lo hace ser de los primeros en concurrir al acto. El asombrado Bustamante, bajo el seudónimo de Andrés López, comenta: “¡Y que asista al funeral del héroe que juzgó, degradó y entregó al carnicero Concha para que lo asesinara...!”[24]

El otro magistrado, el que representa el fuero del Estado, Miguel de Bataller, lo encontramos desde 1808 oponiéndose ferozmente a los proyectos del virrey José de Iturrigaray y del Ayuntamiento de la ciudad de México para convocar a “un Congreso de representantes de todas las ciudades y villas del reino”. Para él, convocar al Congreso era convocar a una revolución. Resultó lo contrario: la revolución estalló por no convocarlo. Luego, destacó entre los amotinados que dieron el golpe de Estado la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808 y aprehendieron a los partidarios de la independencia, entre ellos, Talamantes, Primo de Verdad y Azcárate.

Durante los años siguientes se dedica a aplicar atroces castigos a los insurgentes o, cuando menos, a los que considera como tales. Bustamante le da con razón el título de genocida. “Este juez inicuo -dice- metió en la zanja cuadrada o foso de México, en dos años, a más de tres mil hombres, como debe constar en el archivo de la Sala del Crimen, que yo mismo vi cuando era receptor del alguacil Roldán, tirapié fidelísimo de Bataller; allí deben existir las listas de los muertos, si no las han quemado los verdugos de los mismos americanos. A éstos -prosigue-, sin formalidad de juicio ni visos de delitos, los condenaba el bribón de Miguel con su llamada Junta de Seguridad, por meras sospechas, a una muerte cierta, que sufrían acosados por el hambre, el trabajo, los golpes y el agua de la zanja, en que estaban metidos medio cuerpo y el otro medio expuesto a los rigores del sol. De hierro que hubieren sido estos infelices, se habrían destemplado, luchando con tan opuestos elementos”.[25]

En 1812, poco después de publicado el Bando que autoriza al Estado colonial a ejecutar sumariamente a sus enemigos, sean de la condición que fuesen, sufre un atentado que por poco le cuesta la vida y que lo enseña a ser un poco más cauto. Además de juez comisionado en el juicio de Morelos actuará como fiscal de Estado. Será juez y parte. Así se las gastaba la justicia colonial. Al consumarse la independencia -seis años después- se le tenía reservado el mismo destino que a Concha: ser “asaltado” y ejecutado “al defender la bolsa” -no merecía otro-; pero, siendo más astuto que éste, lo advirtió “y se supo preservar”, al decir de Bustamante, quien concluye con una elocuente exclamación: “¡qué lástima!”. Emprendió sin mayores contratiempos la graciosa huida, como lo hicieran tantos otros criminales de la administración pública colonial, y vivió el resto de sus días en forma oscura y atosigado por sus remordimientos en España.

Tal es la calidad moral y política de los hombres que instruyen la causa del Caudillo: uno, cínico, inescrupuloso, sin principios ni dignidad; el otro, asesino en grado de genocida. Dice el mismo Bustamante que “reducido a prisión se le presentó Bataller para tomarle declaración; Morelos le dirigió la vista poniéndose la mano derecha sobre la cejas para observarlo...¿Usted es el oidor Bataller? (le dijo). Sí soy, le respondió el golilla con altanería... ¡Cuánto siento no haber conocido a usted algunos días antes...! Echábala de fisonomista aquel letrado -concluye el historiador- y no sé qué descubriría en aquel modo de observarlo”.[26] Aunque desconocemos de dónde pudo tomar el cronista tan extraño dato, creamos con reservas en él; veamos el héroe ponerse la mano sobre las cejas para observar bien al juez Bataller; hagamos caso omiso de su supuesto comentario; ignoremos también el significado de su raro gesto y sigamos adelante.

4. EL JUICIO SUMARIO.

A diferencia de otros procesos, éste se desahoga en forma sumarísima. El de Hidalgo dura más de tres meses; el de Matamoros, casi un mes, y el de Morelos, sólo veinticinco horas. Hay prisa por acabar con él. El tribunal formado por el clérigo y el militar celebra sólo dos audiencias. En la primera, que concluye “a las dos y media de la tarde”, formula al acusado 22 preguntas tendientes a hacerlo confesar sus delitos: el de lesa majestad y otros “enormes y atroces”. En la segunda, “en la tarde del mismo día”, según el acta (después de comer), se le hacen otras 18 preguntas a fin de hacerle reconocer crímenes del fuero común y del eclesiástico, y se le formulan los dos cargos de rigor para que responda lo que a sus intereses convenga: el de alta traición y el de “delitos enormes y todo género de atrocidades”.[27]

Esta causa, como la siguiente que se seguirá al héroe -la de la Inquisición- es presidida por el dolo y la mala fe, tal como lo confiesa el doctor Fonte al rey de España, según se ha visto en las páginas que anteceden. Las actas están deliberadamente alteradas para dar a las declaraciones del encausado el sentido político requerido por los jueces, no el expresado por aquél. Al necesitar exhibirlo como un súbdito español de estado eclesiástico rebelado contra “su señor y rey natural”, lo hacen jurar como “presbítero”, según lo vimos hace un momento, no como soldado ni como hombre de Estado. Lo hacen declarar que es español, no americano. Ponen en su boca frases que no expresa jamás. Cuando se refiere, por ejemplo, a Fernando VII, el monarca, lo hacen pronunciar la fórmula sacramental “rey nuestro señor”, que es de los jueces, no de él. A los suyos los llama rebeldes y secuaces, como sus verdugos, no miembros del nuevo Estado que representa a la nación. A la lucha armada la nombra “revolución”, como quiere el tribunal, no guerra (entre dos Estados, el español y el americano), como lo sostiene él. A Calleja le da el título de “excelentísimo”, como sus empleados, no el que se merece. Es natural. En un proceso como éste, presidido por el odio, enmarcado por la mala fe y subordinado a los objetivos políticos revelados por nuestro doctor Fonte, las alteraciones, falsificaciones e interpolaciones de los documentos judiciales no podían ser sino obligadas.

Esta es una de las razones por la cual la lectura literal de las actas ha generado equívocas interpretaciones. Algunos historiadores han llegado inclusive a afirmar que el héroe flaqueó en estos momentos. Alamán, por ejemplo, asegura que tuvo algunas “debilidades”. Otros han pretendido hacernos creer que el hombre que nunca dudó en hacer frente a la muerte en mil batallas, ni temió a las más desalmadas tropas enemigas (entre ellas, las de Calleja) tembló en cambio ante dos miserables a los que no reconoció personalidad jurídica ninguna.

El asunto no será esquivado en estas páginas sino rigurosa y exhaustivamente analizado. Habrá que advertirse, sin embargo, que la lectura de las actas requiere una suerte de lente jurídica, no únicamente literaria, para que se vean las verdaderas dimensiones del declarante en su proceso. Sólo así, a pesar del lenguaje de los tramposos jueces, se sentirá la presencia del héroe y la fuerza de sus convicciones. En ocasiones, bastará llamar a las cosas con su nombre, con la sencillez con la que él las concibió y nombró, para verlo surgir de cuerpo entero. En otras, se tendrá que hacer a un lado la basura conceptual puesta por los tribunales de sus enemigos para descubrir su auténtica silueta; pero no será una labor difícil. Se hará en su momento. Por lo pronto, para los fines del relato, importa destacar que, en su defensa, Morelos aprovecha las preguntas de los jueces comisionados para objetar la competencia de la Jurisdicción Unida, cuestionar la legitimidad del gobierno colonial e imprimir al proceso su verdadero carácter político y militar.

“Cuando lo prendieron -le pregunta uno de los jueces- ¿hizo resistencia a las tropas del rey?”[28]

El declarante capta de inmediato la doble intención de la pregunta. Se le quiere situar dentro del supuesto previsto tanto por el Bando de 25 de junio de 1812 como de las leyes carolinas. Se intenta presentarlo como el súbdito español que toma las armas contra su soberano, es decir, de exhibirlo como traidor a su supuesto “rey nuestro señor”, y además, se pretende dar a su lucha el carácter de un movimiento interno contra el Estado español. Su respuesta es fulminante. Sí, hizo resistencia, “pero creyendo que eran tropas de España y no del rey”.[29] Así, con una concisión sorprendente, plantea el verdadero problema. Sin decirlo expresamente -sus jueces no se lo permiten- deja sentado hábilmente que él no se considera “español” ni “súbdito del rey” y mucho menos “clérigo”, a pesar de que así lo ha anotado en el acta el secretario Calderón. No otra cosa se desprende de alguien que lucha contra las fuerzas armadas de un Estado extranjero; es decir, “contra las tropas de España y no del rey”. Más adelante afirma y define su verdadera condición política. Se le pregunta:

“´¿Qué cargos ha tenido en la rebelión?”[30]

No en la nación que se estaba abriendo sitio en la historia universal a base de sangre, dolor y lágrimas, sino “en la rebelión”. Al hacer una relación de ellos, el acusado aparece en toda su fuerza y plenitud. No es el “presbítero sedicioso” el que declara: es el “comandante de la Costa del Sur” nombrado por el Generalísimo Hidalgo; el “capitán general” -grado equivalente al que tiene Calleja-, designado por la Suprema Junta Nacional Americana, con sede Zitácuaro, a cargo de López Rayón; el “generalísimo” electo por el Congreso de Anáhuac instalado en Chilpancingo; el “vocal diputado” del Congreso que contribuye a la formación de la Ley Fundamental de la América mexicana, y el “vocal del supremo consejo de gobierno” nombrado conforme a la nueva Constitución del recientemente creado Estado mexicano: éste y no otro “es el empleo último -concluye- en el que ha servido y ejercido hasta el día de su prisión”.[31]

No lo dice expresamente, pero se deduce de sus palabras: por este cargo último -no por el de presbítero- debe ser juzgado: por el de Vocal del Supremo Consejo de Gobierno y Capitán General del Ejército mexicano, columna vertebral del nuevo Estado nacional en lucha por su independencia. El tribunal de la Jurisdicción Unida, formado para condenar a clérigos españoles sediciosos, carece de jurisdicción y competencia en este caso.

El duelo que se lleva a cabo en la Sala de Declaraciones del Palacio de Santo Domingo será, a la vez, dramático y brillante. Pero antes de presenciar las audiencias que se llevan a cabo ese día, examinemos brevemente las disposiciones jurídicas que sirven de marco a este juicio, las famosas leyes carolinas, así como los precedentes judiciales en la materia. Acerquémonos también al campo insurgente para saber la opinión que se tenía sobre una y otra cosa. Este paréntesis nos permitirá comprender más cabalmente el sentido del fulgurante interrogatorio que tendrá lugar en ese tribunal...

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     [1] Doc. 70. Oficio del virrey a los jueces comisionados de la Jurisdicción Unida fechado el 21 de noviembre de 18156, en el que les comunica que tienen el preciso término de tres días para concluir las causas de Morelos y Morales. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [2] Ibid.

     [3] Ibid.

     [4] Doc. 120. Oficio del arzobispo de México doctor Pedro de Fonte al virrey fechado el 22 de noviembre, en el que le asegura que hará justicia en el caso de Morelos, pareciéndole que en el de Morales debe aplicarse un criterio distinto. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [5] Ibid.

     [6] Ibid.

     [7] Doc. 12. Oficio del virrey al arzobispo fechado el 22 de noviembre, en el que le recuer­da que ambos reos deben sufrir la pena capital (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [8] Ibid.

     [9] Gaceta de México, martes 30 de junio de 1812, Tomo III, No. 253.

     [10] Doc. 12. (Ver nota 7 de este Capítulo).

     [11] Ibid.

     [12] Doc. 45. Acta levantada por el tribunal militar el 1o. de diciembre de 1815, en la que constan las declaraciones de Morelos sobre el último punto del interrogatorio del virrey y responde a otras diez preguntas (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [13] Ibid.

     [14] Ibid.

     [15] Doc. 299. (Ver nota del Capítulo I)

     [16] Doc. 8. Oficio del virrey a los jueces comisionados de la Jurisdicción Unida fechado el 22 de noviembre, en el que les informa que los reos Morelos y Morales están a su disposición en las cárceles secretas de la Inquisición a fin de que procedan a formarles causa. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.

     [17] Gaceta de México, jueves 23 de noviembre de 1815, Tomo VI, No. 825.

     [18] Noticias de la Inquisición de México. (Ver nota 22 del Capítulo II)

     [19] Ibid.

     [20] Traducción libre del autor.

     [21] Causa formada por el tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos. Diligen­cia de cala y cata. (Ver nota 13 del Capítulo II).

     [22] Doc. 73. Acta de la primera audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la mañana del 22 de noviembre, en la que constan las declaraciones rendidas por Morelos a 22 preguntas de los jueces. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [23] Ibid.

     [24] Doc. 98. Tristes recuerdos de los terribles insultos que sufrió en esta capital el mes de diciembre de 1815 el héroe más distinguido de la América, el Excmo. Sr. ciudadano presbítero José María Morelos, y muerte y resurrección del ciudadano Brigadier Lobato. Firma Andrés López. Nota 5 al pie de página. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [25] Ibid. Nota 1 al pie de página, segunda parte.

     [26] Bustamante, Cuadro Histórico, p. 224. (Ver nota 5 del Capítulo I)

     [27] Doc. 75. (Véase nota 22 de este Capítulo). Doc. 74. Acta de la segunda audiencia llevada a cabo por la Jurisdicción Unida en la tarde del 22 de noviembre, en la que constan las respuestas producidas por Morelos a 18 preguntas de los jueces, así como a los cargos de traición al rey y de haber causado la ruina y la desolación de su patria. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

    [28] Doc. 73, pregunta No. 2 (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [29] Ibid, respuesta a la pregunta No. 2.

     [30] Ibid, pregunta No. 17.

     [31] Ibid, respuesta a la pregunta No. 17.

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