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José Herrera Peña

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Capítulo II

DESPUÉS DE LAS DOCE DE LA NOCHE

SUMARIO: 1. Precedentes judiciales. a) Melchor de Talamantes; b) Miguel Hidalgo y Costilla; c) Mariano Matamoros; d) José de San Martín. 2. Los jueces: a) jueces instructores y jueces de sentencia; b) el procedimiento; c) el juez supremo. 3. Peligros del traslado: a) el itinerario seguido; b) las noticias en la prensa; c) preparación de la celda; d) entrada en la capital. 4. El lugar de reclusión: a) la Real Cárcel de Corte; b) la Acordada; c) las cárceles secretas del Santo Oficio, d) entrega de los reos; e) el calabozo número uno.

1. PRECEDENTES JUDICIALES.

Al caer prisioneros los próceres que tuvieron la calidad de clérigos antes de la insurrección, se les acusó de dos delitos: uno, querer alcanzar la independencia, y el otro, pretender obtenerla por medio de las armas. Al primero se le llamó traición a la patria, alta traición o delito de lesa majestad, por intentar sustraer los inmensos territorios del reino de la Nueva España -la América septentrional, América mexicana o América del Norte, en la terminología insurgente- al dominio y soberanía del monarca español. El otro no era precisamente un delito -el de tomar las armas para lograr el triunfo de su causa- sino un enjambre de delitos a los que denominaron “enormes y atroces”, por implicar la pérdida de numerosas vidas humanas y la destrucción de cuantiosos bienes patrimoniales.

Las causas se desahogaron ante un tribunal especial, mixto, formado por un juez de la Iglesia y otro del Estado, llamado Jurisdicción Unida. Según las llamadas “leyes carolinas” o “nuevas leyes”, promulgadas apenas en 1795 -quince años del estallido del movimiento independentista- la Jurisdicción Unida era el órgano competente para juzgar a los “clérigos sediciosos y traidores”, vale reiterar, a los partidarios de la independencia que luchaban por medio de las armas.

Dicho tribunal mixto se integró por primera vez en la ciudad de México el 19 de septiembre de 1808 para abrir causa a fray Melchor de Talamantes, considerado sospechoso de traición al rey al proponer abiertamente la independencia de México.

Se volvió a formar irregularmente en la villa de Chihuahua, en 1811, para procesar a Miguel Hidalgo y Costilla por alta traición y crímenes enormes y atroces.

En enero de 1814, en Valladolid, debió haberse constituido para conocer el caso de Mariano Matamoros, acusado de “resistir a las tropas del rey”, así como de cometer delitos atrocísimos y muy graves; pero lo que funcionó de facto fue un tribunal militar.

 A mediados de 1814 se integró en Puebla para abrir causa a José de San Martín, que había sido, en el ancien regime, canónigo lectoral de Oaxaca, y entre los insurgentes, vicario general castrense del Congreso mexicano, al que se consideró sospechoso de traición y acreedor a la pena de muerte, para los efectos de determinar si se le concedía o no el indulto que solicitara al caer preso.[1]

Como en los casos anteriores, el proceso de Morelos fue abierto, no para investigar la inocencia o la culpabilidad del acusado conforme al Derecho de Gentes, “Derecho Convencional de las Naciones” o Derecho Internacional, sino para legitimar su degradación sacerdotal y la ejecución de la pena capital, con base en las leyes carolinas ya citadas.

Para el sistema colonial, el héroe no era ningún defensor de una supuesta nación que luchaba por su independencia sino un alzado contra las instituciones establecidas. Y sus atentados contra las leyes eran de tal suerte públicos y notorios que, desde antes de su comparecencia ante los tribunales, ya había sido encontrado culpable de alta traición y crímenes enormes y atroces.

El juicio debía seguirse, sin embargo, para alcanzar los tres fines políticos citados por el doctor Fonte. No es ocioso recordarlos: producir entre sus partidarios un terror saludable; aplicarle un cruel y atroz castigo, y obligarlo a que “detestara” sus delitos y se retractara de ellos.

La Jurisdicción Unida estaba integrada por dos clases de jueces: los comisionados o instructores, que abrían la causa y la desahogaban hasta cerrarla, y los de sentencia, que decidían el asunto. En el caso de Talamantes, los jueces comisionados fueron, por la jerarquía eclesiástica, el doctor Pedro de Fonte, y por el Estado, el oidor decano Ciríaco Carbajal;[2] los de sentencia debieron ser el arzobispo de México y el virrey de la Nueva España, respectivamente; pero el doctor Fonte logró que, en lugar de asumir su papel de jueces supremos, procedieran de conformidad con lo dispuesto por las viejas leyes de la Recopilación de Indias, como resultado de lo cual se envió al reo, con su causa, a España, para que quienes dictaran sentencia fueran los de allá, que eran -según él- los verdaderamente supremos.

En el caso de Miguel Hidalgo y Costilla, los jueces de instrucción fueron Ángel Avella, por el Estado, y casi al final del proceso, el doctor Francisco Hernández Valentín, por la Iglesia; los de sentencia, el teniente coronel Manuel Salcedo y el obispo de Durango, quien delegó sus facultades -indelegables- en su juez comisionado para que éste ejecutara la sentencia de degradación; sentencia, que según los cánones, no podía llevar a cabo sino el obispo en persona.[3]

A Mariano Matamoros le instruyó proceso el capitán Alejandro Arana -quien aparecerá en la última parte de esta causa- por la jurisdicción del Estado y nadie por la eclesiástica, ya que no hubo juez comisionado en esta jurisdicción. Los jueces de sentencia serían el general brigadier Ciríaco del Llano y el obispo de Valladolid Manuel Abad y Queipo, respectivamente.[4]

En el caso de Morelos, los jueces comisionados serán el provisor del arzobispado doctor Félix Flores Alatorre y el oidor decano y auditor de guerra Miguel de Bataller, por la Iglesia y el Estado, respectivamente. El secretario, Luis Calderón. Los jueces de sentencia: el arzobispo doctor Pedro de Fonte y el virrey Félix Ma. Calleja.

Las leyes no estipulaban el procedimiento que se debía seguir en este tribunal. La ley 71, título 15, del Código Carolino sólo encargaba a ambas jurisdicciones la conformidad y la armonía en el desahogo de las actuaciones judiciales.[5]

Aunque dicha armonía y conformidad entre los jueces eclesiásticos y seculares nunca se rompió, cada tribunal estableció las reglas procesales que consideró más apropiadas, creando con ello una gran anarquía en la materia.

Es de suponerse que, en cuestión de procedimiento, los jueces debían someterse a lo dispuesto por las leyes en vigor, a la costumbre y a los principios generales del Derecho. En la práctica, sin embargo, cada tribunal interpretó de distinta manera lo anterior y mezcló los principios del proceso penal con los del civil, e incluso las viejas leyes de la Recopilación de Indias con las nuevas del Código Carolino, en función de los intereses públicos del momento y siempre a conveniencia del sistema colonial.

A pesar de todo, de la lectura de los principales procesos se desprenden ciertas normas generales. El juicio se dividía en dos partes fundamentales, como ya se dejó anotado: la instrucción y la sentencia.

Durante la instrucción se hacían los interrogatorios, se escuchaban las respuestas, se formulaban acusaciones generales, se presentaban cargos concretos, se oían defensas y se expresaban alegatos y conclusiones. En algunos casos, se aportaban pruebas documentales e incluso testimoniales y se concedía al acusado el derecho de nombrar un defensor en ambas instancias; en otras, no. El secretario se limitaba a levantar las actas de las diligencias, leérselas al acusado si éste lo pedía y hacer que las firmara, así como a dar fe de la autenticidad de los actos judiciales.

Terminada la instrucción, los jueces comisionados remitían los autos a la superioridad para que dictara sentencia; primero, a la eclesiástica, es decir, al prelado de la localidad, y luego, a la secular, o sea, a quien tenía la más elevada posición político-militar del lugar en que se había efectuado el proceso. La primera dictaba sentencia de degradación y “relajaba” al condenado al juez real, y éste, a su vez, procedía a “sentenciar, obrar y ejecutar”, como lo establecen las leyes carolinas.

El fallo del tribunal era inapelable.

2. LOS JUECES

Ya conocemos el rostro del doctor Fonte, uno de los jueces supremos que a veces parece convertirse en el “docto párroco” que vigila el proceso para que se cumplan los tres objetivos políticos que presiden esta causa. Nos falta el del capitán general Calleja, el otro juzgador que tiene en sus manos el destino de Morelos.

Originario de Medina del Campo, Valladolid, Castilla la Vieja, nuestro gobernante nace entre 1754 y 1759. Entra al servicio militar a los quince años. Desde muy joven participa en algunas batallas y dirige e instruye a los cadetes de Saboya y a los del Colegio Militar. En 1788 se embarca a la Nueva España con el segundo conde de Revillagigedo y desarrolla su carrera militar organizando cuerpos de tropa en el centro, norte y poniente de este inmenso país.

Aunque feliz de convivir con soldados, corteja durante varios años a la joven y hermosa Francisca de la Gándara, sobrina del alférez real de San Luis y dueño de la famosa Hacienda de Bledos; más por su fortuna que por su juventud o belleza. Contrae matrimonio con ella el 26 de enero de 1807. El dice tener cuarenta y ocho años, aunque es probable que haya pasado de los cincuenta; ella todavía no cumple los veinte.

El 16 de septiembre de 1808 -día en que se consuma el golpe de Estado contra el virrey José de Iturrigaray- Calleja se encuentra en la ciudad de México, sin saberse si participa en los acontecimientos golpistas de la noche anterior, aunque no es difícil que lo haya hecho. En todo caso, asiste a la toma de posesión de Pedro Garibay -nuevo virrey nombrado por los reyes locales de facto- y es comisionado para hacer guardar el orden en la capital. No es remoto que haya tenido algo qué ver con la captura de los funcionarios del Ayuntamiento de la muy noble y leal Ciudad de México y quizá hasta con la misteriosa muerte del síndico Primo de Verdad; pero no existe ningún dato que lo pruebe.

Dos años después, al estallar la insurrección de Hidalgo el 16 de septiembre de 1810 -la respuesta al golpe de Estado- Calleja forma el pequeño pero poderoso Ejército del Centro, que derrota al Generalísimo en Aculco, al coronel Allende -ascendido a Capitán General- en Guanajuato, y de nueva cuenta a Hidalgo en Calderón.

En 1811, persigue a López Rayón, presidente de la Suprema Junta Nacional Americana, y arrasa Zitácuaro, sede del organismo político que representaba a la nación independiente.

En 1812 se ve amenazado por los ejércitos de Morelos, cuyas avanzadas llegan hasta las goteras de la capital. Entonces, decide tomar la iniciativa, entra a los territorios del Sur -que es jurisdicción de su enemigo- y, al no poder tomar Cuautla, la pone en estado de sitio. Por primera vez en su carrera militar, el profesional de las armas es reducido a la impotencia por un humilde jefe popular, quien rompe el sitio con éxito varios meses después. El virrey Venegas exclama aliviado: “démosle las gracias a ese buen clérigo por habernos ahorrado la vergüenza de levantar el sitio”. La victoria es formalmente para Calleja, pero el honor y la gloria para su contendiente.

Un año después, Calleja es nombrado virrey de México. A esas alturas, los dilatados territorios de Morelos abarcan desde la frontera con Guatemala hasta el río Mezcala, y desde Acapulco hasta los límites de la ciudad de México. Casi al mismo tiempo, el Congreso reunido en Chilpancingo elige a Morelos Generalísimo y encargado del poder ejecutivo de la América mexicana. De esta manera, los viejos enemigos de Cuautla se vuelven a encontrar frente a frente, ahora en la cúspide de sus respectivos aparatos políticos, jurídicos y militares.

En diciembre de 1813, Morelos pasa nuevamente a la ofensiva, penetra a los territorios bajo la jurisdicción de las autoridades españolas y marcha sobre Valladolid. Previendo su estrategia, Calleja envía oportunos refuerzos a la plaza. Morelos es rechazado. El desastre que le causa Iturbide horas después así como la nocturna confrontación armada entre los propios insurgentes en las lomas de Santa María, son las primeras acciones que empiezan a apagar su rutilante estrella. A la derrota de Valladolid se suma la de Puruarán, en enero de 1814, a consecuencia de la cual cae preso su segundo Matamoros. El virrey Calleja ordena que se le fusile de inmediato, despreciando el canje de doscientos prisioneros españoles que le ofrecen sus enemigos a cambio de su vida.

Hombre resuelto y sin escrúpulos, se fija como objetivo central de su gobierno la destrucción de Morelos, hasta lograrlo. Tolera para ello los abusos de sus comandantes, casi todos formados por él, y se hace odiar no sólo por sus enemigos sino también por muchos de sus amigos; es, en cambio, respetado y admirado por sus compañeros de armas.

Al término de su mandato, será recibido en España como un héroe. El rey le concede en 1818 el título de conde de Calderón, en honor de la batalla en la que derrotara a Hidalgo. Lo condecoran con medallas, cruces y otros símbolos honoríficos. Se le hacen fiestas y se le distingue con altos nombramientos. No prevé que los pueblos vuelvan a erguirse y levantar la frente. En 1820, sus tropas se niegan a embarcarse para sofocar el movimiento separatista de las provincias americanas y lo reducen a prisión. Gracias a esto se consuma indirectamente la independencia de México.

Los últimos años de Calleja transcurren entre el cuartel, la prisión, el destierro, el consejo de guerra y, finalmente, el olvido de aquéllos a los que sirviera en forma tan brillante y cruel. Morirá en Valencia en 1828, sin merecer más nota necrológica que la elaborada por su propia familia.

A este hombre, de 60 años, le toca ser juez de Morelos. El ilustre cautivo será por el titular del Poder Ejecutivo, que es también cabeza del Poder Judicial: que se viven tiempos de absolutismo. En calidad de presidente de la Audiencia (la suprema corte de justicia de la época) el virrey estaba facultado para conocer asuntos en materias civiles, criminales, hacendarias, militares y aún eclesiásticas. No siendo letrado, tenía expresa prohibición de intervenir en estos asuntos, ni siquiera para mostrar su inclinación u opinión; pero esto era en las causas del fuero común u ordinario. En la de Morelos, de carácter político y extraordinario, aún no siendo letrado, no sólo se permitirá manifestar abiertamente su criterio mucho antes de iniciado el proceso sino también hacer a un lado la Audiencia para asumir el carácter de juez de jueces y resolverlo personalmente.

3. PELIGROS DEL TRASLADO

Todos los preparativos están secretamente hechos para montar el espectáculo judicial en la ciudad de México. Ya se fijaron los objetivos políticos del histórico proceso; los “delitos” por los que será acusado y culpado el reo; el carácter del tribunal que habrá de juzgarlo y condenarlo, las leyes que serán invocadas y el término perentorio de tres días para hacerlo. También se han seleccionado a los jueces comisionados y al secretario, e incluso escogido con celo el calabozo en el que se recluirá al gran personaje que se espera.

En la capital nadie sabe, ni siquiera los propios jueces comisionados, dónde ni cuándo se celebrará el juicio. El asunto se mantiene en estricto secreto entre Calleja y Fonte. Se ignora, por consiguiente, si entre los partidarios clandestinos de la independencia en la ciudad de México, la organización de Los Guadalupes, la de Los Serpentones u otras, toman providencias para rescatar a Morelos o ayudarle de alguna forma. Siempre procurarían hacerlo con los insurgentes en desgracia, con éxito en algunos casos, sin él en otros. Ahora tienen necesidad de intentar algo en su propio interés. Existe el grave e inminente peligro de ser descubiertos. El prisionero sabe que algunos de ellos son amigos del virrey y que otros tienen acceso a sus documentos y planes más reservados, cuyos datos se habían apresurado a transmitirle durante mucho tiempo. Todos, pues, corren el grave riesgo de ser delatados y perder libertad, patrimonio y hasta la vida.

Mientras tanto, las tropas virreinales tienen instrucciones, según Lemoine, de matar al prisionero sobre la marcha si alguien intenta alguna acción de rescate. El virrey ha dado órdenes al coronel Concha de que traslade al detenido (y a su compañero) en la forma más reservada posible.

De acuerdo con el itinerario que se le envía, debe partir el jueves 16 de noviembre de Tepecoacuilco a Buenavista, ocho leguas de por medio; el viernes 17, de Buenavista a San Gabriel, siete leguas; el sábado 18, de San Gabriel a Temixco, ocho leguas; el domingo 19, de Temixco a Cuernavaca, cuatro leguas; el lunes 20, de Cuernavaca a Huitzilac, cuatro leguas; el martes 21, de Huitzilac a San Agustín (Tlalpan), seis leguas, y el miércoles 22, de Tlalpan a México, cuatro leguas.[6]

Aún así, es posible que haya fugas de información. Llevado por sus recelos, Calleja decide cambiar de planes en el último momento para evitar cualquier sorpresa desagradable. El domingo 19, en efecto, modifica las modalidades del acceso a la ciudad de México. Despacha a un mensajero especial a fin de que, a revienta caballo, le entregue a Concha en su propia mano sus nuevas instrucciones, a más tadar temprano, al día siguiente. En lugar de que éste salga el miércoles de Tlalpan a la ciudad de México, como estaba anticipado, “y a fin de prevenir todo accidente, prevengo a vuestra señoría que en la noche del mismo día (martes 21) conduzca a esta capital, con una fuerte partida, a los reos Morelos y Morales, entregándolos a la Inquisición, cuyo tribunal estará advertido, dejando allí para su custodia una guardia permanente al mando de un oficial de confianza”.[7]

También le hace otra advertencia: “Tome vuestra señoría sus medidas con cautela y reserva, de modo que nadie entienda esta providencia, y que los reos entren a esta capital poco después de las doce de la noche”.[8]

El virrey arregla las cosas, pues, para que Concha reciba sus órdenes el lunes 20, mientras marcha de Cuernavaca a Huitzilac. El martes 21, muy temprano, éste sale de Huitzilac rumbo a Tlalpan. Ese mismo día, por cierto, la Gaceta de México publica en primera plana el siguiente titular: Detalles de la derrota y prisión de Morelos en Temalaca.[9] Se reproduce el texto de los dos partes militares suscritos por los entonces teniente coroneles Concha y Villasana en Tepecoacuilco, magnificando desproporcionadamente la escaramuza ocurrida el 5 de noviembre anterior en el poblado arriba citado, asentado a las orillas del Balsas, a consecuencia de la cual se capturó casualmente al héroe, su compañero, el capellán Morales, y a unos cuantos hombres de tropa ,a los que inmediatamente se pasó bajo las armas. Nada más.

Bustamante asegura que ese martes se organiza una romería que sale de México a San Agustín (Tlalpan) con la intención de conocer al prisionero insurgente. Es difícil que esto sea cierto. Nadie sabe en ese momento en la ciudad de México que esa tarde Concha y sus prisioneros llegarán a ese lugar. Pero aún sabiéndolo, pocos serán los que tengan el privilegio de lograrlo. Calleja había ordenado terminantemente a Concha que no permitiera a nadie que lo viera, salvo los que llevaran pase de su firma, y parece que no extendió ninguno.

En todo caso, no es sino hasta en la noche de ese día –en que la tropa sale de Tlalpan rumbo a la capital- que el virrey comunica al doctor Manuel de Flores, Inquisidor de México, que “los reos Morelos y Morales” serán recluidos en las cárceles secretas del tribunal del Santo Oficio, “donde permanecerán a mi disposición y de la Jurisdicción Unida, que debe proceder a las formalidades de suma degradación”.[10]

Los dos reos, pues, aunque internos en las cárceles secretas de la Inquisición, no estarán a disposición del inquisidor sino sólo del virrey y, durante setenta y dos horas, de los jueces comisionados del tribunal mixto, para el único efecto de que éstos desahoguen la causa. El coronel Concha -agrega en su mensaje- dejará en el edificio “para su custodia, una guardia permanente”. No comunica al inquisidor, por desconfianza o precaución, cuándo llegará la partida militar con el reo, ni menos a qué hora.

El Inquisidor Flores le contesta de inmediato y le dice que ya ha girado sus instrucciones a Esteban Para y Campillo, alcaide de dichas cárceles, para que haga los preparativos correspondientes; pero por lo que se refiere a la guardia permanente que debe custodiar el edificio, salta en defensa de sus fueros. Acepta, en principio, que la tropa se aposte en las afueras del edificio “para impedir una exterior sorpresa”.[11] La calle es incumbencia del virrey, no así el inmueble, del cual él es el único responsable. Por ello le pide que dé instrucciones a la guardia de “que no se entrometa en otra cosa, ni suba la escalera o pase del primer patio, sino en el caso de que pida auxilio el tribunal”.[12]

Mientras tanto, la fuerte columna de Concha, arrastrándose por las frías montañas en medio de las sombras, llega a la ciudad de México -conforme a las órdenes virreinales- “después de las doce de la noche”. Estos hombres llegan a la gran ciudad, no como soldados vencedores, en medio de las aclamaciones de la multitud, el repique de las campanas y el tronar de los cañones, sino como criminales, a altas horas de la noche y en secreto. No hay ningún relato de este espectral desfile. Habrá que recurrir a la imaginación y reproducirlo en tres o cuatro pinceladas. Cabalgaduras que hacen resonar sus cascos en las empedradas, oscuras y abandonadas calles. Asesinos profesionales uniformados, fatigados, friolentos, envueltos en sus pesadas capas para protegerse del viento. Hierros de sables y bayonetas que centellean en las tinieblas. Ojos adormilados pero brillantes y alertas, que escudriñan y penetran las sombras más espesas, las más negras, las más peligrosas.

El virrey considera que ya es tiempo de hacer saber al inquisidor la inminente llegada de sus nuevos huéspedes. A la mortecina luz de una lámpara escribe: “Esta noche, después de las doce, le serán entregados los reos”[13]. En lo concerniente a los fueros reclamados por aquél, cede parcialmente y le ofrece que prevendrá a la tropa que no pase del primer patio, a menos que el tribunal pida auxilio, dejando entender que, en cambio, podrá subir por la escalinata principal sin necesidad de previa autorización. El Estado, pues, arrebata las escaleras al temido tribunal.

5. LAS CÁRCELES SECRETAS

Calleja ha resuelto encarcelar a Morelos, no en la Real Cárcel de Corte, ni en la Acordada -reservadas a los reos comunes- ni tampoco en alguno de los conventos habilitados como reclusorios para clérigos acusados de infidencia o sospechosos de ella, como los de Belemitas, San Camilo, San Diego, La Merced, Espíritu Santo y otros, sino en las cárceles secretas de la Inquisición, por ser las más adecuadas, dadas las circunstancias.

La Real Cárcel de Corte estaba situada en el costado Sur del Palacio Real -hoy Palacio Nacional- con vista a la plazuela de El Volador –en la que hoy se levanta el edificio de la Suprema Corte de Justicia- y se dividía en dos partes: una para hombres y otra para mujeres. Tenía “sus bartolinas, calabozos y separaciones para gentes distinguidas y frívolas (ricos y pobres) y una espaciosa capilla para misa de reos”.[14] Formaban parte de sus instalaciones “la sala de confesiones y otra de tormentos, con su cuartito, en el que se separa a los reos que los han de sufrir”.[15] Era la cárcel de los delincuentes comunes acusados de delitos como robo, homicidio, riña, heridas y golpes, delitos sexuales, fraude, fuga de presidio, portación de armas prohibidas, vagancia y ebriedad, conducta sospechosa y otros. Morelos no podía ser recluído allí. No era un delincuente ordinario sino extraordinario.

La otra cárcel, la de la Acordada, había sido especialmente levantada para los reos de alta peligrosidad, entre ellos, los asaltantes de caminos, los homicidas y los ladrones. Se mantenía en pie -y en servicio- no obstante el decreto de las Cortes españolas, que habían, ordenado su cierre desde 1812. “En el interior sólo se oía el rumor de las cadenas que arrastraban los presos, el canto melancólico de algunos o el lúgubre quejido de los azotados y de los que eran sometidos a la prueba del tormento. Aquellos infelices tenían casi siempre a la vista el verdugo y el cadalso”.[16] Para las autoridades coloniales, Morelos no era más que un asaltante de caminos, un homicida peligroso y un ladrón monstruoso. De eso lo acusarían los jueces. Sin embargo, a diferencia de otros insurgentes destacados, entre ellos, el gran Leonardo Bravo -capturado al romperse el sitio de Cuautla- que fue internado allí, Morelos tampoco debía ser recluido en ese lugar. Don Leonardo era civil. A Morelos no se le reconocía tal condición sino la de clérigo. 

Las cárceles secretas de la Inquisición, por su parte, estaban ubicadas en el Palacio de Santo Domingo y ya habían alojado a un ilustre huésped político: Melchor de Talamantes, de septiembre de 1808 a abril de 1809, en el calabozo número cinco, y al intentar evadirse de éste, en el dieciséis.[17] Eran las más apropiadas. Así, pues, en 1815 reciben a Morelos y al capellán Morales, como cino años antes a fray Melchor de Talamantes y dos después a fray Servando Teresa de Mier.

No existe relato alguno sobre la llegada de la partida militar que conduce a Morelos a dichas cárceles. Es necesario recurrir nuevamente a dos o tres golpes de imaginación. Al llegar al Palacio, ¿uno de los soldados baja de su caballo y descarga su puño contra la gran puerta principal, encima de la cual alcanza a distinguirse -entre las sombras- la gran cruz de su fachada? ¿Resuena el eco de los golpes en el silencio sepulcral que envuelve a la ciudad dormida? ¿La puerta cruje y rechina sobre sus goznes al abrirse? ¿Se asoma un personaje encapuchado, un hombre sin rostro, con la capa negra hasta los pies? ¿Cruza el inquisidor unas cuantas palabras en voz baja con el jefe del destacamento armado? ¿Hace éste descender de un carruaje negro a un hombre bajo y corpulento que arrastra las cadenas al caminar? ¿Detrás de él viene otro, de estatura regular, la cabeza baja y el ánimo decaído...? En todo caso, al cruzar la puerta del edificio, el inquisidor exige al militar que se despoje a los prisioneros de los hierros que les sujetan pies y manos. Así lo hace.

A continuación, el sargento mayor de la plaza hace formal entrega de los dos hombres al alcaide de las cárceles secretas de la Inquisición, en presencia del coronel Concha y del inquisidor Flores, y el alcaide, a su vez, le extiende el correspondiente acuse de recibo; documento vital, dadas las circunstancias.[18]

Luego, mientras el alcaide Para y Campillo, auxiliado por su adjunto y otros oficiales del Santo Oficio, conduce a los detenidos por el primer patio del edificio, rumbo a la escalinata principal, el inquisidor Flores escribe al virrey, a la luz temblorosa de una vela: “A la una y media de la mañana se han recibido en las cárceles secretas del Santo Oficio a los reos Morelos y Morales”.[19] El silencio de su oficina es roto por los ruidos metálicos procedentes del exterior, producidos por los soldados que han quedado custodiando el edificio en todas las calles a la redonda. Luego suspira y agrega: “Y este tribunal queda entendido de la disposición de vuestra excelencia sobre que la guardia no pase del primer patio, a menos que se le pida auxilio”.[20]

El alcaide, mientras tanto, conduce a los prisioneros a su destino: sube las escaleras, avanza hasta las oscuras profundidades del edificio, llega a un segundo patio y pasa por una puerta que tiene en su parte superior la siguiente leyenda: “Mandan los señores inquisidores que ninguna persona entre de esta puerta para adentro, aunque sean oficiales de esta Inquisición, si no lo fueren del secreto, pena de excomunión mayor”.[21] Detrás de ella está la sala de tormentos, de los cuales los únicos que utiliza legalmente el Santo Oficio son aquéllos en los que no hay efusión de sangre, tales como los cordeles, el agua, el hambre, la garrocha, el bravero, la plancha caliente, el escarabajo, las tablillas y el potro.

El grupo sigue adelante. Llega a otra sólida puerta, que al abrirla deja ver un estrecho corredor por el que se logra el acceso a un edificio anexo: en él se encuentran disimuladas las cárceles secretas. Al bajar una escalera, llega a un cuarto que tiene dos puertas. Una de ellas conduce a la ropería. La otra, a un inesperado y espacioso patio “más largo que ancho”, en cuyo centro hay una fuente rodeada por algunos naranjos. Al fondo del gran patio se yerguen veinte arcos, y entre ellos, las sólidas puertas dobles de diecinueve calabozos. A esa hora probablemente no se distingue una lápida en la que están inscritos los nombres de los funcionarios inquisitoriales bajo cuya administración “se acabó esta fábrica de cárceles secretas, para terror de la herejía, seguridad de estos reinos y honra de Dios”.[22] Fecha de la piedra: 27 de septiembre de 1646.

Los calabozos tienen “de largo dieciséis pasos y diez de ancho, aunque hay algunos más chicos y otros más grandes, cerrados con puertas dobles. Un agujero o ventana con rejas dobles -por donde escasamente les llega la luz- deja ver una tarima de azulejo para poner la cama”.[23] Morelos es recluido “en la cárcel número uno”.[24] Su aterrorizado compañero en otra. El alcaide enciende una vela en cada calabozo. Morelos deja sobre la tarima de azulejo un pequeño saco conteniendo sus pertenencias. “una chaqueta de indiana, fondo blanco; una camisa vieja de Bretaña, un sarape listado, un pañito blanco, dos taleguillas de manta, unas calcetas gallegas y un chaleco acolchado”.[25]

Pasan de las dos de la mañana cuando “las dos gruesísimas puertas” se cierran, una después de otra, tras el ilustre prisionero. Quedar solo hubiera sin duda un enorme alivio; pero, ¿lo dejan solo? Allí estaba la tarima para poner la cama. Acostarse y dormir hubiera sido un descanso; pero, ¿le permiten dormir? Al consumirse el cabo de la vela que se deja a los reos en sus celdas, la oscuridad es completa, el silencio, total; pero, ¿lo tratan igual que a los otros reos? Entre los oficiales del Santo Oficio que acompañan al alcaide hasta los calabozos secretos, ¿está el “docto párroco” del arzobispo Fonte para iniciar inmediatamente su “labor de convencimiento” con el reo? ¿Es arzobispo quien asume personalmente tan benemérita misión...?

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     [1] Doc. 298. Estudio presentado por el Dr. Félix Flores Alatorre sobre las tres “leyes lla­madas del Nuevo Código” así como de las “dificultades y tropiezos que ha experimentado en las causas de la Jurisdicción Unida”, firmado en México el 14 de julio de 1816 (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [2] Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes por sospechas de infidelidad al rey de España y de adhesión a las doctrinas de la independencia de México, 19 de septiembre de 1808. (García, Genaro, Documentos Históricos Mexicanos, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, México, 1910, p. 2).

     [3] Causa contra Miguel Hidalgo y Costilla, publicada por Hernández y Dávalos, J. E., en Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México, Tomo I, México, 1882, y reproducida por Ediciones Fuente Cultural, México, 1953. (Véase nota 18 del Capítulo I)

     [4] Proceso instruido en contra de Mariano Matamoros, publicado por Herrera Peña, José, en la Colección Biblioteca Michoacana, Gobierno del Estado, Vol. 1, Morelia, México, 1964.

     [5] Doc. 298. (Ver nota 1 de este Capítulo).

     [6] Doc. 1. (Ver nota 4 del Capítulo I).

     [7] Doc. 2. Oficio del virrey al coronel Concha fechado en México el 19 de noviembre, en el que le ordena que entre en esta capital el martes 21, con una fuerte partida, custodiando a los reos Morelos y Morales (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [8] Ibid.

    [9] Doc. 65. Parte del teniente coronel Eugenio Villasana al virrey fechado en Tepecoa­cuilco el 12 de noviembre de 1815, en el que le da cuenta de la derrota y prisión de José Ma. Morelos. Dicho parte fue publicado por la Gaceta de México del martes 21 de no­viembre de 1815, Tomo VI, Núm. 824. Cf. el Doc. 67, Parte del teniente coronel Manuel de la Concha al virrey fechado en Tepecoacuilco el 13 de noviembre, en el que le da cuenta detallada de la acción en que se aprehendió a Morelos en Temalaca el 5 de noviembre anterior. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [10] Doc. 3. Oficio del virrey al inquisidor fechado en México el 21 de noviembre, en el que le previene que los reos Morelos y Morales serán encerrados en las cárceles secretas del Santo Oficio. (Hernández y Dávalos. Op. Cit).

    [11] Doc. 6. Oficio del Inquisidor al virrey fechado en México el 21 de noviembre, en el que le informa que tiene dadas las órdenes al alcaide de las cárceles secretas para que reciba a los reos Morelos y Morales. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [12] Ibid.

     [13] Causa formada por el Tribunal del Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos, publi­cada en el Boletín del Archivo General de la Nación, Tomo XXIX, No. 2, Secretaría de Gobernación, México, 1958, Oficio No. 2.

    [14] Malo Camacho, Gustavo, Historia de las Cárceles en México, Instituto Nacional de Ciencias Penales, No. 5, México, 1979, p. 84.

     [15] Ibid.

     [16] Ibid.

     [17] Causa instruida contra Fr. Melchor de Talamantes, pp. 312 y 313. (Ver nota 2 de este Capítulo).

     [18] Doc. 7. Acuse de recibo de los reos Morelos y Morales firmado por Esteban Para y Campillo, alcaide de las cárceles secretas del Santo Oficio, fechado en México el 21 de noviembre de 1815. (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [19] Doc. 9. Oficio del Inquisidor al Virrey fechado el 22 de noviembre, en el que le in­forma que a la una y media de esa mañana se recibieron a los reos Morelos y Morales en las cárceles secretas (Hernández y Dávalos, Op. Cit.).

     [20] Ibid.

     [21] Piña y Palacios, Javier, La Cárcel Perpetua de la Inquisición y la Real Cárcel de Corte de la Nueva España, Ed. Botas, México, 1971, p. 41.

     [22] Malo Camacho, Op. Cit., p. 64.

     [23] Noticias de la Inquisición de México, publicadas en Semanario Político y Literario de México, Tomo I, Imprenta de D. Mariano Zúñiga, calle del Espíritu Santo. Año de 1820. “Aún se aprecia el patio, la puerta, las arcadas y los calabozos; estos últimos han sido tapiados, por lo que no es posible su acceso”. (Piña y Palacios, Op. Cit.).

     [24] Causa formada por el Santo Oficio contra D. José Ma. Morelos (Ver nota 13 de este Capítulo).

     [25] Ibid. Acta de cala y cata, de 23 de noviembre de 1815, levantada por el secretario del tribunal del Santo Oficio y agregada a la causa relativa.

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