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José Herrera Peña

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XX. El nuevo prelado

1. CONSPIRACIÓN EN VALLADOLID

Después del golpe de Estado de 16 de septiembre de 1808, el centro de gravedad política de los criollos empieza a desplazarse a la provincia; primero a Valladolid; luego, a Querétaro y San Miguel.

Durante 1809 y 1810, diversos grupos conspirativos pretenden derrocar al gobierno ilegítimo de los transterrados peninsulares nacido del golpe de Estado, e instaurar el Congreso Nacional que propusiera el ayuntamiento de la ciudad de México; pero siempre serán descubiertos, reprimidos o dispersados antes de pasar a la acción.

La lección recibida es inolvidable. En política no bastan las ideas. Es necesario, además, la fuerza. No sólo la fuerza moral: la física también.

Los peninsulares habían impuesto su gobierno a toda la nación. No porque fueran más inteligentes, ni más razonables, ni porque se hubiesen apegado más a la ley, sino simplemente porque, al amparo de las sombras, se habían valido de la fuerza bruta para lograr sus propósitos.

La represión ejercida contra los criollos convierte en delito lo que antes era derecho: juntarse en cortes, en congreso, en parlamento, para llenar el vacío del soberano en cautiverio.

Luego entonces, según ellos, la lucha tendrá que cambiar de forma y naturaleza. La crítica será pública; la acción, clandestina.

En lugar de ideas y de leyes, se buscará la fuerza. Será preciso que la nación se organice y descargue dicha fuerza contra los que la han descargado contra ella.

Consiguientemente, deben participar ahora no sólo los abogados y las autoridades constituidas -de las ciudades y villas del reino-, como en la frustrada etapa previa, sino también los militares y, complementariamente, los curas; aquéllos, detentadores de la fuerza material, y éstos, de la fuerza moral.

Por último, ya no deberá pugnarse por instalar un Congreso nacional para legitimar la independencia, sino de realizar ésta para establecer aquél.

En lo sucesivo, pues, sin perder de vista el proyecto planteado desde el principio mismo de la crisis, esto es, el de la formación del Congreso Nacional Americano, los conjurados se consagrarán a buscar otros medios -ya no sólo el de la ley- para establecerlo, aún contra la voluntad de los peninsulares, a fin de obtener el poder. La fuerza se convertirá en una medida de legítima defensa. Su búsqueda, la búsqueda de la fuerza, en razón de todos sus esfuerzos.

De todas estas ideas se empapa Morelos durante sus cada vez más frecuentes visitas a Valladolid, sin que participe en su elaboración y menos en su ejecución. Más tarde escribirá, sin embargo: "¿Qué otro recurso queda que el de repeler la fuerza con la fuerza? ¿Y hacer ver a los españoles europeos que si ellos tienen por heroísmo rechazar el yugo de Napoleón, nosotros no somos tan viles y degradados que suframos el suyo?"

Las conspiraciones de Valladolid y de Querétaro, en 1809 y 1810, respectivamente, no serán más que expresiones distintas aunque continuadas de la nueva estrategia.

La primera de dichas conspiraciones, en la que participan don José Mariano Michelena, don José María García Obeso y fray Vicente de Santa María y en la que aparece como "jefe ostensible" don Antonio María Uraga, es descubierta el 21 de diciembre de 1809, gracias al delator don Francisco de la Concha.

Participa igualmente en ella el doctor don Manuel Iturriaga, ex-rector de San Nicolás y ex-sinodal de Morelos. Y anda también por allí, entre los personajes secundarios, don Luis Gonzaga Correa, administrador de las haciendas del Maestro Hidalgo.

La represión contra el grupo conspirador, aunque no tan brutal como la que se ejerce en 1808 contra el ayuntamiento de la capital, es igualmente eficaz.

2. LOS CONSPIRADORES

Michelena, siendo abogado, se había incorporado al regimiento de infantería de la corona, adquiriendo el grado de teniente. Al detenérsele en Valladolid, en 1808, se le dejó la ciudad por cárcel; pero al estallar el movimiento de Dolores, se le internó en San Juan de Ulúa y, habiendo sobrevivido a la fiebre amarilla, se le envió a España, no regresando a México sino hasta la consumación de la independencia, en 1821.

García Obeso, amigo de Allende, Aldama y Abasolo, sería el militar a quien los conspiradores confiarían el mando político y militar del movimiento subversivo. Aprehendido en vísperas de la fecha en que debía comenzar, llevado a México y defendido por Carlos María de Bustamante, obtuvo su libertad provisional; pero al darse el grito de Dolores se le encarceló nuevamente y se le mantuvo en su calabozo hasta 1813, en que se acogió al indulto.

De fray Vicente de Santa María, el colega de Morelos -al que por poco reprueban en el examen para obtener el presbiterado-, ya se habló en páginas anteriores.

Antonio María Uraga, por su parte, era doctor en Teología, orador sagrado distinguido y gran poeta clásico. Amigo de Hidalgo, había sido cura de Maravatío y rector del Colegio de San Nicolás. Dícese que fue el alma de esta conspiración. Por su participación en ella fue procesado por el tribunal del Santo Oficio. Dícese igualmente que fue el padre de don Melchor Ocampo, "el filósofo de la Reforma".

Por último, el delator don Francisco de la Concha era cura del sagrario de Valladolid, sin que se tengan más noticias de este judas vallisoletano. Al enterarse Morelos de su sucio comportamiento no es remoto que le haya retirado el saludo. Debe haber muerto atormentado de remordimiento.

 3. LA VIDA COTIDIANA DE NOCUPÉTARO

Morelos oye rumores durante todo el año de 1809 de que algo se prepara en Valladolid; pero él prosigue su vida normal, sin que nada ni nadie la altere.

Aunque de acuerdo con las ideas de los conjurados, no participa ni de lejos con ellos; primero, porque nadie lo ha invitado, y segundo, porque estos asuntos deben ser atendidos por sus mayores, no por gente modesta como él.

Se dedica, pues, al despacho normal de los asuntos de su curato. Así, en enero de 1809 informa a la mitra que no puede hacer otro cementerio porque está por terminar uno en Nocupétaro.

En julio, que algunas de las haciendas de su curato cargan capellanías; pero como él no ejerce control ni registro sobre ellas, poco es lo que puede señalar al respecto, por lo que recomienda que se solicite la información correspondiente a los dueños de las mismas, que lo son don Rafael Guedea, de la de Guadalupe, y don José María de Anzorena, de las de San Antonio y Las Huertas, "ambos vecinos de Valladolid".

Las haciendas de sus compadres Velasco y de la Piedra no tienen capellanías ni las necesitan por su proximidad a Nocupétaro.

En el caso de la hacienda de Cutzián, de doña Josefa Solórzano, recuerda que hay una disposición testamentaria para establecer una, pero que los albaceas y herederos del fundador de la capellanía no han cumplido hasta la fecha con la voluntad del testador.

A fines de ese mismo mes, se dirige al pueblo de Purungueo para asistir en su enfermedad al cura don Manuel Arias Maldonado, como lo ha hecho ya en otras ocasiones.

En septiembre, viaja a Valladolid para tomar posesión de su capellanía y divertirse con el odio que destila Abad y Queipo. Aquí celebra con los suyos sus 44 años de edad.

En octubre, recibe los menguados réditos de este beneficio. Por estas fechas, probablemente, se convierte en padre por segunda vez, de una niña de la cual se ignora tanto su nombre como el de su madre; probablemente nacida, como Juan Nepomuceno siete años antes, en su rancho de La Concepción...

En noviembre, de vuelta a Nocupétaro, el cabildo de Michoacán expide nueva circular en la que se "excita al patriotismo" de los "señores curas y jueces eclesiásticos y ministros de doctrina de los curatos listados en el derrotero", para moverlos a concurrir en el empréstito solicitado "por el Excelentísimo señor arzobispo-virrey a este cabildo", cuyo destino es el de sostener "los urgentísimos gastos de la guerra que justa y gloriosamente mantiene nuestra monarquía contra sus pérfidos invasores".

El 28 de ese mismo mes de noviembre, el cura Morelos recibe la circular anterior procedente de Huetamo, la lee y, conforme a las instrucciones contenidas en ella, la envía en la misma fecha al siguiente curato, que es el de Turicato; pero sin enviar un centavo.

Cuando lo visitan otros curas o sus amigos hacendados les dice por qué. Ha leído una cosa pero entendido otra. Entiende que la América -y no España- es víctima de sus "pérfidos invasores"; no desde mayo sino desde el 16 de septiembre de 1808 e incluso desde hace tres siglos; que dichos invasores no son los franceses sino los españoles, particularmente los que descargaron el golpe de Estado, de los cuales el propio arzobispo de México es su último fruto.

Y entiende también que una contribución como la solicitada será utilizada, no contra los enemigos de la antigua España sino contra los enemigos de los "gachupines" en la Nueva España; es decir, no contra los franceses sino contra ellos, como de hecho ya ha ocurrido en México.

Consecuentemente, esta vez no ha girado ni girará ningún donativo al gobierno espurio de la capital. Ni él ni su ayudante. Y menos, cuando se entera, pocos días después, que los conspiradores de Valladolid han sido descubiertos, desorganizados y reprimidos.

En 1810 continúa ejerciendo la administración de su curato sin mayores contratiempos. En mayo de ese año, ante la imposibilidad de ir personalmente a Valladolid, comparece ante don Ramón Bravo, encargado de justicia de Carácuaro, con el fin de conceder poder notarial a su cuñado don Miguel Cervantes para que, en su nombre y representación, solicite un préstamo de 1,000 pesos a don Pascual de Alsúa, dejando en garantía potecaria su casa en Valladolid...

 4. NUEVA CIRCULAR

En junio de 1810, la reverberación de los grandes calores de su curato es interrumpida por el estruendo de diversas noticias que le llegan de la capital del obispado.

Primero, una circular del cabildo eclesiástico de Michoacán, y poco después, la toma de posesión de don Manuel Abad y Queipo como obispo electo de Valladolid.

En la circular de referencia se informa a los señores curas del obispado que "el señor arzobispo-virrey ha determinado un donativo extraordinario para proveer de armas a este reino y poder aumentar considerablemente nuestras fuerzas militares", de tal suerte que "si la patria -refiriéndose a la antigua España-, (que Dios lo evite) sucumbe allá, se levante aquí, y conservando a nuestro deseado Fernando esta bella porción de su corona, en su dura y cruel persecución, tenga siempre un asilo digno y seguro".

La parte más importante de dicho texto, sin embargo, aunque escrito por los españoles contra los franceses, diríase hecho por los criollos contra los españoles, para no permitir que ocurra nunca más lo que ocurrió en México la noche del 15 al 16 de septiembre de 1808. Dice así: "Debemos prevenirnos, no sea que el usurpador nos coja descuidados e inermes. Debemos velar nosotros principalmente, que somos atalaya de la religión y del Estado, para que el enemigo, que como el ladrón nocturno proyectará asaltarnos insidiosamente, no nos halle dormidos. Debemos ser los primeros en esta divina empresa, por razón de nuestro estado y porque somos también los más interesados. Pues si perdemos la patria y el altar, todo lo perdemos".

La lección es de tomarse en cuenta. Diríase escrita por un criollo para los criollos. El exhorto también: "La nación que quiera levantar el edificio de su gloria debe cimentarla en sí misma. La patria se funda sobre el patriotismo. Sólo este apoyo es firme. Y el patriotismo consiste en la virtud de cada uno y en la unión de todos. Unidos y valerosos nos quiere la patria. Consiste en el sacrificio de nuestros intereses particulares y de nuestras pasiones, porque la gloria y la felicidad de una nación es incompatible con el egoísmo e inercia de sus hijos. La presente generación -concluye proféticamente- va a decidir la suerte de las generaciones futuras. Esta será la época de nuestra gloria o de nuestra ignominia".

Con base en tan estupendos argumentos, la circular pide a los señores curas y a sus feligreses que "contribuyan con cuanto les sugieran sus facultades" y remitan las cantidades colectadas a la secretaría del gobierno episcopal. El cura Morelos toma debida nota de lo expuesto y remite la circular al siguiente cura para que siga su derrotero. En esta ocasión, por supuesto, como en la anterior, sólo toma nota y no envía ninguna contribución de él y de su ayudante -y menos la solicitará a sus feligreses- para la causa de "nuestro Deseado Fernando".

Pero hay más, mucho más, y peor, mucho peor...

5. EL OBISPO ELECTO

La otra noticia -la del nombramiento de Abad y Queipo como obispo electo-, cala hondo en todo el obispado. El cuerpo eclesiástico en pleno entra en efervescencia, indignado, como si hubiera recibido una fuerte bofetada. Es la chispa que enciende los bosques y valles de Michoacán.

El Bachiller Morelos se abstiene de felicitar al nuevo prelado por su designación y menos de manifestarle su voto de obediencia. No someterse es rebelarse. Su omisión es significativa; su silencio, elocuente.

Pero eso no basta. Hay que buscar la forma de hacerle saber su descontento. Y lo encuentra. Aprovechando un olvidado  insignificante asunto administrativo fechado desde el mes de febrero anterior -al que no había dado respuesta-, le informa en junio a Abad y Queipo que los fondos de la "fábrica espiritual" de su curato podrían encargarse, en calidad de mayordomo, "al único vecino de este pueblo, que es a propósito don Juan Antonio Díaz"; aunque aclarándole que de poco servirá, pues no existen fondos que administrar; explicando que éstos no han existido "desde el origen de este curato, que fue el año de 1735", y que tampoco hay trazas de que pueda haberlos en lo futuro debido a la extrema pobreza del lugar.

Ahora bien, lo importante de este superficial asunto no es dar cumplimiento a una materia inooperante y descuidada sino descargar un golpe al controvertido obispo electo donde más le duele. Y lo hace al firmar el informe. Se titula, en efecto, no Bachiller Morelos, como en otras ocasiones, sino -le refresca la memoria- "su afectísimo capellán..."

El breve mensaje es exquisitamente diplomático, vacuo, totalmente inocente y aparentemente inofensivo; pero el efecto que produce es devastador. Al firmarse como capellán, además de su triunfo judicial en última instancia, le recuerda al obispo la familia y le reitera, sin palabras, que él es "descendiente legítimo", a diferencia del otro, que ha sido y siempre será un "bastardo".

Al firmarse como capellán, por consiguiente, deja sugerido que si antes el destinatario fue sólo ilegítimo por su nacimiento, ahora lo es también por su elección. Sin decirlo expresamente, deja insinuado en el documento que su nuevo título de obispo no tiene ningún valor legal. Firma igualmente, "su menor súbdito", sin aclarar si es "menor" por lo pasado o por lo futuro; es decir, por la humildad de su condición parroquial o, lo que es más probable, por el escaso caso que hará a su nueva calidad episcopal.

El prelado, al recibir el latigazo en pleno rostro, lo contesta en forma no menos diplomática y sutil. El tema es lo que menos le importa. Lo significativo es hacer sentir al insolente cura pueblerino el peso real de su autoridad española. Decreta arrogantemente que se expida "el título de mayordomo al sujeto que propone el párroco", a pesar de que no hay fondos qué administrar, únicamente para darse el gusto -ilegítimo o no- de estampar su rúbrica en su nuevo título, que es el de "Ilustrísimo señor doctor don Manuel Abad y Queipo, del Consejo de Su Majestad, obispo electo y gobernador de esta diócesis".

A mediados de julio de 1810, el cura Morelos dobla la copia de la circular del arzobispo-virrey, en la que se hace el elocuente llamado a la generosidad patriótica de los curas y sus feligreses, así como la respuesta que le ha dirigido el inmoral obispo electo Abad y Queipo; las guarda en su pecho; deja encargado el curato a su ayudante; ensilla su caballo, y sale con rumbo a Valladolid.

A diferencia de otras ocasiones, en que ha solido permanecer algunos días en la rosada ciudad para arreglar los asuntos de su curato o los de sus negocios y, al mismo tiempo, disfrutar de la compañía de su pequeña familia: su hermana Antonia, su cuñado Miguel, su sobrina Teresita y, eventualmente, su hermano Nicolás, ahora omite su visita al palacio episcopal y llega a su casa sólo para descansar unas horas y apenas hablar con los suyos. A la mañana siguiente, muy temprano, continúa su camino.

Se dirige a Dolores...

 

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