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José Herrera Peña

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IX. El hombre de la mascada

1. INTENTOS DE ESCAPATORIA

En enero de 1800, en que se inician los conflictos de Carácuaro y Cutzián, nace entre fulgores el nuevo siglo XIX en las cálidas llanuras de Michoacán, sin que nadie se imagine la carga histórica que trae consigo.

Para muchos es motivo de júbilo. Para el nuevo cura interino de Carácuaro, no tanto. Nuevamente está enfermo. Ha contraído herpes, es decir, una erupción cutánea, que es -en sus propias palabras- un "mal incurable e insufrible en la Tierra Caliente". Pide licencia para retirarse a Tierra Fría, que en febrero -un mes después- le es concedida.

Pero antes de retirarse de la región, brota una nueva epidemia que se extiende con fuerza por diversos lugares. No tiene ni un auxiliar para atender a sus feligreses. ¿Cómo dejarlos abandonados? En lugar de marcharse, se queda. Durante sus estudios en el Seminario, ha aprendido que "aunque con riesgo de perder su propia vida, el párroco está obligado sub mortali a administrar los sacramentos en tiempo de grave necesidad. Y así, no puede desamparar su parroquia en tiempo de epidemia y pestilencia, sino que la debe asistir personalmente". Dichas enseñanzas se han convertido en parte de su ser. Le es totalmente imposible, por consiguiente, tomar licencia en esos días.

Así pasa marzo. En abril la plaga empieza a ceder; pero lo alcanza el tiempo de la cuaresma. Ahora se le dificulta salir de su curato por otras razones. Le pesa -según lo dice textualmente- "desamparar a su feligresía" en los momentos en que más lo necesita.

En mayo, habiéndose "cerrado todas estas causas" -excepto su propia enfermedad- cambia de opinión; es decir, en lugar de licencia, pide su retiro. Solicita al obispo para tal efecto que encargue su curato a otro presbítero y le permita retirarse definitivamente a Tierra Fría. Necesita "clima fresco para curarse".

Pero late también en él un secreto y viejo deseo. Terminados los estudios de las Humanidades, anhela proseguir el de las divinidades. Después de Filosofía, quiere cursar Teología. Obtenido hace tiempo el grado de Bachiller en Artes, sueña ahora con el de Teología. Y luego con la Maestría y el Doctorado en esta especialidad, como lo está haciendo su querido amigo y colega don José Sixto Verduzco, futuro cura de Tuzantla. Ahora, que ha dejado de sostener casa y familia en Valladolid -su madre Juana ha fallecido y su hermana Antonia se ha mudado a Nocupétaro-, la situación es menos difícil que antes. Ahora podría dedicarse más desahogadamente a los estudios.

Además, está por cumplir 35 años. Se inicia la madurez de su vida. Refiere Maneiro que el Maestro don Francisco Javier Alegre -el teólogo más grande de esta América mexicana- "solía decir que el conocimiento de las lenguas y el estudio de las bellas letras son propios de la juventud; pero la meditación de las cosas divinas es lo único digno y fundamental en la edad madura del hombre, pues fue creado para la inmortalidad". Por ello, en los 18 últimos años de su vida, de 1770 a 1788, Alegre escribió sus Instituciones Teológicas, su gran obra; la cual, por cierto, no alcanzaría a ver publicada.

Morelos es mucho más modesto. No se cree capaz de escribir nada trascendental; pero sí de leer lo más importante que se ha escrito al respecto. Así que "igualmente suplico a Vuestra Señoría -escribe- que se digne concederme licencia para seguir, entre tanto (mientras recupera su salud), mi carrera en los estudios, la que en otro tiempo no pude completar".

Se compromete a reportar a las autoridades eclesiásticas los avances que haga en su salud y en sus estudios o, en su propio lenguaje, "quedando a mi cargo el hacer constar, siempre que se me pida, tanto la enfermedad cuanto la puntual asistencia a la clase que cursare".

2. ARRAIGADO EN SU ENFERMEDAD

Sus enfermedades, probablemente de origen nervioso, son un suplicio en la Tierra Caliente. Serán un tormento durante toda su vida. Su herpes le producirá jaquecas tan espantosas, insoportables y violentas, que para procurarse algún alivio se pondrá en las sienes unas yerbas húmedas y atará alrededor de su cabeza un pañuelo, un paliacate o una mascada, de preferencia húmedos.

Sus dolores de cabeza son intensísimos, como los de la migraña; pero no únicos. "Yo todos los días me muero con mi cólico", escribirá en vísperas del Año Nuevo de 1805, poco antes del aniversario del fallecimiento de su madre. Dichos dolores lo perseguirán durante toda su vida. Los sufrirá en Tixtla, Cuautla, Orizaba, Oaxaca, Chilpancingo y otros lugares.

En 1813, mientras sus tropas estrechan el sitio a la fortaleza de San Diego, en Acapulco, dentro de la cual mueren de la peste diez personas al día, sus males se agudizarán de tal modo que, durante un doloroso trance, será necesario administrarle los últimos sacramentos. Moribundo, agonizante ya, logrará sin embargo reponerse. En Puruarán lo acabamos de ver en 1814 -víctima de un ataque de migraña-, cerrando fuertemente un gran paliacate mojado contra sus palpitantes y torturadas sienes.

La imagen de Morelos, con la mascada atada a la cabeza, se vuelve de tal suerte legendaria, que cubre toda su época y nos será transmitida hasta nuestra generación. Así aparece en frescos, lienzos, bronces y monumentos. Con el paño en la cabeza lo hemos sorprendido en la sala del tribunal del Santo Oficio. Al verlo, el secretario hizo constar en el acta: "Trae en su persona -escribió- mascada de seda toledana". Semanas más tarde, al enfrentar el pelotón de fusilamiento, dicha mascada le sería arrancada de la cabeza para vendarle los ojos.

En lugar de concederle la licencia solicitada, el anciano obispo decide compensar a Morelos de otra manera. ¿Para qué quiere estudiar? ¿Para ser propietario de un curato? ¿Que necesidad hay de perder tiempo y recursos? Que en lugar de interino, sea cura propietario inmediatamente. De este modo, en lugar de buscar otro destino, que el destino salga a su encuentro hasta donde está. En otras palabras, en lugar de buscar otro curato, que se quede en el suyo. De este modo, a fines de 1800, fray Antonio de San Miguel le concede "en propiedad" el curato de Carácuaro, que hasta entonces ha tenido a su cargo sólo ad interim.

La promoción es evidente. Se le da en definitiva lo que hasta la fecha ha administrado únicamente en forma provisional. Le ha ido mal. Acaba de perder a su madre. Está enfermo. Pero ha atacado algunos problemas de su curato, como el de los indios de Carácuaro y el de la hacendada de Cutzián, en una forma y con una firmeza que ha gustado y satisfecho al obispo.

¿Quiere curarse? Puede subir a Tierra Fría cuantas veces quiera, cada vez que se lo permitan las necesidades de su feligresía, sin necesidad de ningún permiso.

¿Quiere estudiar? Puede hacerlo por su cuenta, adquirir libros, leerlos y recurrir, en busca de orientación y consejo, a los sabios que administran los curatos vecinos.

¿Quiere obtener otro título universitario? Puede presentar sus exámenes a la Universidad de México y obtenerlo; pero, ¿para qué? Con ellos, ciertamente no obtendrá más de lo que se le va a dar.

En otras palabras, lo que podría eventualmente ganar con sus próximos estudios, le será otorgado sin necesidad de ellos. Su espíritu de sacrificio, su sentido de responsabilidad y su manera de resolver los problemas, ameritan que se le conceda esta especie de premio. Carácuaro será de él. Así, él ganará un curato y la mitra también un buen cura para ese lugar. Así sea. Amén. Así sea. "Y después -declaró el héroe en el Santo Oficio- me dieron en propiedad el curato de Carácuaro..."

3. LA EXPLOSIÓN DEL VIVIR

Morelos, el sacerdote católico, ha querido huir de su curato no sólo por las razones que ha expuesto al obispo, por escrito -sus deseos de curarse y de estudiar-, sino también por otra que le ha sido imposible confiar al papel y que hubiera querido confesarle de viva voz. Era inevitable. Se ha enamorado... 

Al recibir su nuevo nombramiento, se da cuenta de que ha sido condenado a seguir viendo esos ojos, esa boca, esa silueta que le ha robado el sueño. La belleza de esa mujer le ha agudizado su herpes y sus infernales dolores de cabeza. Empieza a luchar contra sus propios sentimientos. Para olvidar la adorada imagen -para huir de otro modo-, empieza a dedicarse a una febril actividad: multiplica su capacidad de servicio, viaja, construye, frecuenta a sus amigos, hace socios y compadres, lee...

No es que abandone las funciones de su curato. Al contrario. Nunca como hoy las atiende con más solicitud y fervor. Predica, orienta, administra sacramentos: instruye en doctrina, oye confesiones, bautiza niños, celebra matrimonios, da la extremaunción. Personalmente se encarga de todas las necesidades de la gente dispersa en el dilatado territorio de su jurisdicción. Lo tiene que hacer él porque, se repite, no tiene ayudante alguno.

Pero, al mismo tiempo, aprovecha su gran capacidad de servicio, su enorme energía y su agudo sentido práctico en múltiples actividades. De lo que se trata es de rechazar, matar, enterrar y olvidar sus más profundos y prohibidos sentimientos. Con su frenética actividad, además de alejar las tentaciones que le dan vértigo, satisface otras necesidades de las comunidades a su cargo y, de paso, se gana unos "reales" adicionales.

De este modo, levanta simultáneamente su templo en Nocupétaro y su casona en Valladolid. Aquél lo empieza a principios y ésta a mediados de 1801. Al año siguiente estará concluida la iglesia parroquial. Tardará más su casa.

Empieza también a dedicarse a los negocios. Puesto que está en la construcción de obras en calidad de arquitecto, ingeniero, maestro de obras, albañil y carpintero, presta estos mismos servicios a los hacendados y rancheros que se los solicitan.

Por otra parte, el inquilino de su casa en Valladolid es comerciante y necesita los productos de la Tierra Caliente para realizarlos en la ciudad. El cura se los provee. Y vicecersa: sus parroquianos necesitan bienes de la ciudad y su socio se los manda a Nocupétaro. Forman una sociedad mercantil. Se hace de una buena recua de mulas -el transporte de carga de esos días- y se dedica en sus ratos de ocio al comercio.

Edifica hogar, residencia, templo y relaciones de negocios, todo al mismo tiempo, sin dar la espalda a sus ocupaciones fundamentales. Finalmente, a pesar de sí mismo, sucumbe al amor...

4. CURA PROPIETARIO

Provisto de un curato en propiedad, el sacerdote sabe que allí pasará toda su vida. Su beneficio no es bueno, pero tampoco malo. No lo dejará. No es funcionario del obispo sino titular inamovible y ad vitam de una carga de almas. Allí será enterrado.

Tal es el caso del cura de Purungueo. En 1804, Morelos se traslada hasta este lejano poblado para dar sepultura eclesiástica "en segundo tramo, cruz baja", al Bachiller don Santiago Ignacio Hernández, cura que fuera encargado de ese lugar, "cuya  parroquia  queda sin ministro -dice Morelos- y yo solo en la mía".

Muchas veces tendrá que volver a ese inhóspito poblado para socorrer al nuevo cura. La última de ellas, en 1809, por ejemplo, hallará moribundo a don Manuel Arias Maldonado, "cura propio de Purungueo" y le administrará los últimos sacramentos. Vale agregar que, para sorpresa de todos, el cura vuelve a la vida y se retira "con certificado médico" a curarse a Tierra Fría. De cualquier modo, Morelos hará constar, "en caso necesario (quizá pensando en sí mismo), que este maestro (el cura resucitado), al paso que puede desempeñar sus deberes, no es útil para Tierra Caliente, a causa de sus continuas y peligrosas enfermedades".

El cura propietario, en términos generales, no conoce cambios. El único avance que tiene ante sí es el de ser obispo. Los grandes y ricos sacerdotes hacendados criollos no pueden ni siquiera ser canónigos, más que por excepción -como el conde de Sierragorda gracias a sus títulos nobiliarios-; pero jamás obispos, ni por excepción. Todo futuro les está vedado.

Allí está el caso del Maestro Hidalgo y Costilla, condenado a ser cura. El sitio podrá ser malo o mediano, bueno o mejor, y llamarse Colima, San Felipe Torresmochas o Dolores; pero el cargo será igual. No pasará de allí. A pesar de su notable talento, sólida preparación cultural y no mala posición social, y no obstante ser sobrino de un canónigo peninsular -el doctor don Vicente Gallaga-, no podrá aspirar a cargo semejante, ni heredarlo, ni comprarlo; ya que éste tendrá necesariamente que recaer en un europeo, en un español, en otro peninsular. Y efectivamente, a la muerte de don Vicente, en 1807, el cargo pasará, no a manos de Hidalgo y Costilla, un criollo, sino a las de su amigo europeo Manuel Abad y Queipo.

El cura propietario sabe, pues, que no tiene ningún futuro. La tentación para él será no será la de tener todos los curatos, en calidad de prelado, sino si acaso, de alcanzar un curato más grande o más rico... o huir; ambas cosas, irrealizables.

Michoacán tiene 120 curatos en esa época; más de 1,000 sacerdotes y más de 40,000 feligreses, la mitad de ellos indígenas. La proporción es, por consiguiente, de un sacerdote por cada 400 feligreses. Pero el promedio engaña. La distribución es desigual. Por una parte, hay 500 sacerdotes que no tienen trabajo, y por la otra, hay escasez de ellos en las parroquias menos deseables, las más remotas y más pobres.

De este modo, el promedio difiere y resulta un sacerdote por cada 2,000 habitantes. Atrás de las frías cifras hay muchas lágrimas, dolor y sangre. A Morelos le toca atender personalmente 2,500 feligreses. La educación para el sacerdocio implica grandes sacrificios económicos. La recompensa es pobre: parroquia sin ingresos, población indígena ignorante, enferma, agobiada por los vicios, la pereza y las supersticiones. A propósito de estas últimas -las supersticiones-, podría citarse el caso de María Candelaria...

5. MARÍA CANDELARIA

Esta mujer, ni siquiera india, sino mestiza, de 38 años, casada, es originaria de El Platanillo, jurisdicción de Itúcuaro y vecina de Santa Bárbara.

Un buen día, su marido Guillermo, mestizo, de 50 años, del mismo origen y de la misma vecindad, se presenta ante el cura Morelos y le dice que "hace quince años -según lo hace constar- está casado con María Candelaria, viuda ya diecisiete años de Diego Franco, sepultado en Copullo de Tajimaroa; que hace catorce años que oye decir a algunas personas que su esposa no está bautizada; que no había querido dar crédito a esta especie; pero que ahora se ha instalado una voz (de ultratumba) en su casa, pidiéndole que busque padrino a su mujer y la bautice y que, por último, esta voz la oyeron también otras personas que presentó por testigos".

El más serio de ellos declara que hace tiempo, "entre tres o cuatro hombres" no pudieron detener a María Candelaria cuando salió desnuda de su casa; que presenció como que se la llevaban -por así decirlo- por una barranca; "que en un agujero la hallaron enterrada de cabeza, y que es voz común que no está bautizada, pero que no sabe la realidad".

El cura Morelos recela una broma pesada y ordena a Guillermito y María Candelaria que vayan al curato del lugar donde nacieron, pidan a su titular la fe de bautismo de ella, en su nombre, y se la lleven de vuelta.

Al regreso, la extraña pareja -muy dispareja- le informa que el cura no había encontrado el documento respectivo. Morelos empieza a dudar de que efectivamente haya sido bautizada. "De esta duda -dice-, resulta la de su válido matrimonio".

Espantados de vivir en el pecado, los esposos se separan. "María Candelaria y Guillermito -concluye Morelos- están en disposición de continuar su vida en común, pero encuéntranse atormentados. En la actualidad están separados sin escándalo, y en ella no se observa sino una naturaleza aniquilada y el espíritu azorado".

Ignórase cómo concluye este caso.

O Guillermito viaja lejos, con la aparentemente ganosa de María Candelaria -hasta Tuzantla- para bautizarla con la ayuda de un "testigo equívoco -al decir de Morelos-, de origen oscuro tanto por su sangre como por su patria". 

O su separación tranquiliza a ambos poco a poco y ella se resigna a la soledad.

O el bueno del Guillermito termina por encontrar para su mujer el padrino que le recomendaba la voz cavernícola, y éste se la hace oír de tal modo y con tal cariño, que la hace olvidarse de todo: del bautismo, del pecado y del infierno, para felicidad de María Candelaria, del padrino, del propio marido y hasta del cura.

6. OCUPACIONES ADICIONALES

El párroco, como se ha visto, tiene que ser pastor, médico y psicólogo, pero en otros casos, alcalde, juez, boticario y muchas cosas más. Su trabajo es exigente, difícil, agotador. Cada ser humano reclama para sí tiempo y atención.

El cura tiene que viajar constantemente. Vive a lomo de bestia para atender nacimientos, confesiones, matrimonios y defunciones. Sobre todo estas últimas. Según el censo levantado por el mismo Morelos, hay de 75 a 150 defunciones anuales en su curato. Son dos o tres por semana, en promedio. Tiene que atenderlas donde quiera que se den, dentro de su vasto territorio, y no pocas veces, en los curatos vecinos; como el de Urecho, por ejemplo, a donde se ve obligado a ir por ausencia del enfermo don Rafael Larreátegui, cura "propio" del lugar -que tampoco cuenta con auxiliar- para dar cristiana sepultura a varios mulatos y españoles. Frecuentemente tiene que viajar grandes distancias para atender las defunciones ocurridas en lugares distantes y virtualmente abandonados.

El tedio, el aburrimiento, el subempleo y la miseria, han empujado al cura pueblerino -en todas partes del mundo y en todas las épocas de la historia- a actividades profanas. Va a las ferias, juega en las plazas públicas, come y bebe generosamente con sus feligreses, se mete con las mujeres del pueblo y goza de una gran popularidad entre los parroquianos.

Los concilios siempre han renovado la prohibición de que asista a los espectáculos, entre a las tabernas, porte armas; pero el cura, por contraste, por compensación, por evasión, por completar sus recursos, por distraerse, por sacrificar alguna pasión o por matar el tiempo, tiende a infringir tales disposiciones.

El sacerdote no debe jugar a los dados, ni tener barraganas, ni aparecer en los banquetes públicos; pero la tentación es grande y, por compulsión nerviosa, por dar salida a sus energías en un mundo en el que no tiene ninguna perspectiva, come, bebe, juega y tiene amantes. Es un escándalo.

Morelos, en este sentido, es la excepción. Tiene demasiadas cosas qué hacer para pensar en distraerse. Goza de una gran popularidad en el pueblo, pero no por vicioso, jugador, bebedor o escandaloso. No va a las tabernas, ni porta armas, ni aparece en los banquetes públicos, ni va a las ferias, ni anda con mujeres, ni es enamorado... aunque termina por enamorarse -y cómo- de una mujer, la más hermosa de todas las mujeres.

Tampoco puede dedicarse a las actividades lucrativas, ni ser abogado, histrión, militar, cirujano, barbero. Sin embargo Morelos, en esta materia, por canalizar sus energías creadoras, al principio -a fin de olvidar a esa mujer-; pero también -por qué no decirlo- por escasez de recursos, se ve obligado a ser ingeniero, comerciante, transportista, ranchero y ganadero.

Tiene que dedicarse a algo productivo. Humboldt se queja. El arzobispo gana 130,000 pesos al año y la mayoría de los curas sólo de 100 a 200. En Michoacán, Abad y Queipo gana 3,600 pesos -según Lemoine-; Hidalgo, de 600 a 1,000, y Morelos, apenas 200 anuales...

 

VIII. Instalación conflictiva

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X. Idilio prohibido


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