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José Herrera Peña

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VIII. INSTALACIÓN CONFLICTIVA

1. INTERINO DE CARÁCUARO

El obispo fray Antonio de San Miguel, de 73 años, ya casi sordo y ciego, decide en abril de 1799 enviar a don Eugenio Reyes, cura interino de Carácuaro, a Churumuco, para conceder a Morelos la licencia solicitada; pero por sí o –más probablemente- bajo la influencia de alguien, en lugar de hacerlo regresar a las tierras altas, lo manda a Carácuaro; es decir, hace un enroque.

Morelos obedece, por supuesto; pero no se deshace en agradecimientos (no se dispulsa, diría él) como antes, cuando tomara posesión de su primer encargo; menos aún, al enterarse por algún amigo -quizá por el licenciado Camiña- o por su propia hermana, que no es el capellán que creyó ser. Apenado y todo, prepara sus cosas, ensilla su caballo y se despide de sus famélicos y agobiados feligreses. Irá a su nuevo curato, situado a unos cincuenta kilómetros del otro; tan infernal como el que va a dejar; con un territorio tan dilatado y una población casi tan numerosa como éste, pero más pobre. Cualquier cosa es preferible antes que seguir en Churumuco.

Al mismo tiempo, envía a varios hombres a Valladolid para que busquen a su hermana Antonia -a sus 25 años todavía soltera- y la conduzcan a Carácuaro, donde él la esperará. El camino es largo. Como él mismo lo dijo, se ve obligado a atravesar "el río peligroso y tránsito difícil, por servir de camino las veredas, huellas de animales, despeñaderos, precipicios, bosques cerrados y ásperos, que no hay quien quiera componerlos".

Al llegar a su nueva residencia tiene más de 33 años de edad. Allí también se había presentado el espectro de la peste el año anterior, "que destruyó -según los vecinos- acabó y aniquiló la mayor parte de los indios que ayudaban a soportar y llevar la pesada carga de las obvenciones". Al llegar a la cabecera de su curato, el hombre hace el necesario reconocimiento del terreno. Hay tres pueblos en su jurisdicción: Carácuaro, Nocupétaro y Acuyo. Los dos primeros están situados "a una legua de distancia", uno frente al otro, río de por medio. Su apariencia no difiere mucho de los otros de la Tierra Caliente: casas en desorden con techos de paja, "interpoladas" con árboles secos, sin sombra, de distintas variedades, y sin calles. Es un pueblo como muchos que todavía pueden verse en esa región. Sus recursos consisten, según Benítez, en la cría de ganado vacuno y el cultivo de las abejas ceríferas. La mitra es más precisa que el historiador -lo que es necesario para los efectos del diezmo-: produce caña de azúcar, trapiches, maíz, frijol, chile, becerros, potrillos, mulos, cría de ganado en general y cuero.

En Carácuaro hay 291 tributarios, en Nocupétaro 266 y en Acuyo 34, que hacen un total de 591; lo que implica la existencia de 3,000 habitantes aproximadamente, según Lemoine. Son, en realidad, de acuerdo con los censos del cura, alrededor de 2,500.

Caen dentro de la jurisdicción de Carácuaro cuatro ranchos y un potrero; en la de Nocupétaro, seis ranchos, y en la de Acuyo, veintiséis ranchos y siete haciendas. Esto significa que tendrá que atender a medio centenar de comunidades, en las que están regados los 2,500 habitantes; algunas de ellas, distantes 20 ó 25 leguas de la casa curial. Una de las más importantes haciendas -la de Cutzián, de doña Josefa Solórzano, con la que pronto tendrá un fuerte altercado- abarca ella sola la tercera parte del curato. Necesitará viajar 10 ó 12 leguas para llegar al casco de la hacienda, y otras tantas para alcanzar sus ranchos limítrofes, al otro extremo: un día de camino, a lomo de bestia, de ida, y otro de vuelta.

El curato produce 288 pesos anuales; es decir, 24 pesos mensuales, pagados del siguiente modo: Carácuaro, cinco meses; Nocupétaro, otros cinco, y Acuyo, dos, "por ser el más chico". No es mucho, pero tampoco necesita más, porque sus gastos -si se les compara con los que tenía anteriormente- se reducirán. Antes tenía que sostener la casa de su madre en Valladolid y la suya propia en el curato. A la llegada de su hermana Antonia ya no tendrá más que una casa: la suya.

Pronto, sin embargo, se dará cuenta de que lo que produce el curato es más teórico que práctico...

2. CONFLICTO CON LOS NATURALES

Hay dos casos -dos conflictos- que ponen a prueba el carácter del hombre y la pericia del cura. Ambos nos permiten descubrir lo que es y lo que no es. No es obsequioso con los ricos y severo con los pobres. No es de los que adulan a los primeros y se vuelven arrogantes o déspotas con lo segundos. Tampoco es un demagogo que halaga a los grupos y se conduce hipócritamente con los poderosos. No. Es exigente con unos y otros, en cuanto al cumplimiento de sus obligaciones, y tan sencillo y amable con éstos como con aquéllos. Es afable y paciente pero firme y justo.

El primer conflicto lo tiene con la comunidad indígena de Carácuaro, inmediatamente, al llegar. El otro lo tendrá con la poderosa dueña de la hacienda Cutzián, un poco más tarde.

Desde el momento de su llegada, en efecto, el pueblo de Carácuaro le niega obediencia, tasación y servicio personal. No es necesario definir lo que es obediencia. La tasación es el impuesto que se paga para el sostenimiento del funcionario eclesiástico. Y el servicio personal, el uso de utensilios de cocina y la ayuda de un mandadero -un mensajero- un mozo de establo y una mujer para que muela el maíz y prepare la comida.

Los indios organizados invocan pobreza, hambruna, enfermedades, muertes, malas cosechas y cargas pesadas. Imposible sostener éstas a causa de aquéllas. Semblante hosco, mirada torva, actitud hostil, deciden no pagar ni las contribuciones ni el servicio personal. La insolencia es de inmediato reprendida por el subdelegado del partido, el hacendado don Francisco Díaz de Velasco –quien pronto se convertirá en un gran amigo de Morelos- quien ordena a los pobladores que rindan al nuevo cura no sólo la obediencia sino también las cargas que le corresponden.

A regañadientes, pues, éstos le proporcionan el servicio personal, y eso después de veinte días de dilación, no así la tasación. El párroco agradece la intervención de la autoridad civil; pero trata de resolver el problema a su modo, a base de caridad, comprensión, paciencia y astucia.

A pesar de ello, el pueblo sigue en rebeldía. Carácuaro empieza a darle dolores de cabeza. De las dos poblaciones gemelas –Carácuaro y Nocupétaro- es la más importante y la mejor situada a las orillas del río; la menos pobre y la menos castigada por las plagas, pero la que más se le resiste.

Se trata de un conflicto menor, pero molesto. A pesar de todo, piensa que puede resolverlo por sí mismo y en poco tiempo, por lo que considera innecesario informarlo a la superioridad; pero siete meses después, es decir, a mediados de noviembre de 1799, el problema todavía no se ha resuelto. Al contrario. Se ha complicado. Los naturales de Carácuaro, decididos a no pagar sus contribuciones parroquiales, elevan un escrito al obispo de Michoacán, el cual envía una copia al cura interino para que se entere de su contenido.

Los quejosos argumentan que no son capaces de sostener los gastos del pastor, tanto por la epidemia del año anterior, que los ha diezmado, cuanto por la falta de lluvias que ha ocasionado la pérdida de sus siembras ese año y el anterior. Afirman, además, que a pesar de que al párroco le constan "su pobreza y su miseria extremas", es intransigente en sus demandas: "nos regaña -se quejan- se enoja con nosotros y aún nos maltrata".

El Bachiller Morelos, por su parte, es terminante en su respuesta, que firma en Nocupétaro el 22 de noviembre de 1799. Molesto, humillado y ofendido, no rechaza acusaciones ni alienta debilidades, tales como el ocio, el vicio o la ignorancia. Admite que los supuestos agraviados "pobres son", sí; pero exageran su pobreza, y aún siéndolo, "muy culpables en ellos, por el ocio y los vicios en que se hallan sumergidos". La ociosidad es la madre de todos los vicios. La peste ha flagelado a la región entera, es cierto; él lo sabe muy bien y ha sufrido sus consecuencias en carne propia; pero ellos -los de Carácuaro- han tenido suerte, pues "sólo murieron dos casados, dos muchachos y una mujer".

Por otra parte, recursos no les faltan, "pues tienen zafra de sal y algunas rentas". Para exhibir su mezquindad, el cura menciona a los vecinos del pequeño poblado de Nocupétaro -al que acaba de mudarse- "que sin tener río de agua, como el de Carácuaro, ni las proporciones de éste, trabajan y se dispulsan para mantener a sus familias, pagar sus tributos y la tasación". Será en Nocupétaro, por cierto, en donde fijará su residencia; primero provisional, luego definitiva. Allí vivirá hasta el día en que se lance a la guerra...

Por lo que se refiere "a los regaños, enojos y malos tratamientos -prosigue- aunque han dado motivo bastante, no ha pasado de advertirles, como a ignorantes, lo que deben hacer con sus respectivos superiores, instruirlos y darles consejos paternales, con el fin de reducirlos por amor, en cuanto dieren de sí la paciencia y la solercia".

Fuerte sabor a latín tiene el lenguaje del disgustado administrador de almas, al hacer mención a los que se dispulsan; que son los que se desbaratan o se deshacen en el trabajo para mantener a sus familias, o de la solercia que pondrá en juego; es decir, la astucia o sagacidad para una misión casi imposible: hacer trabajar a los haraganes.

En todo caso, más que recibir los ingresos a los que tiene derecho, "de los que hasta el día -escribe- no me han entregado ni medio real", lo que le interesa es que se sometan a la disciplina, acepten sus responsabilidades y cumplan con sus obligaciones. Es una cuestión de principios, más que de dinero. De allí que no vacile en proponer al obispo, en su sentencioso lenguaje, "ser de sentir y de mi parte consentir" en la cesión de la cuarta parte de sus ingresos, a cambio de que los quejoss le paguen, sin mayores problemas, las otras tres cuartas partes; que se reducen a 16 pesos, 2 de maíz y el servicio personal, durante cinco meses del año.

3. DE CARÁCUARO A NOCUPÉTARO

El Bachiller don Eugenio Reyes, por su parte, quien le antecediera en el curato de Carácuaro y administra ahora el de Churumuco -el del enroque- se indigna al conocer las pretensiones de sus antiguos fieles. Asegura al obispo que "si no pueden llevar las cargas de las obvenciones, no es por su corto número sino por su mucha ociosidad y desidia", que le constan.

En cuanto a la peste, de la que se quejan e invocan como excusa para no cumplir con sus obligaciones, "es un engaño manifiesto": tuvieron pocas víctimas. Además, los indios son muy tragones: tal es su experiencia. "Los serviciales y molendera, y aún sus maridos y mujeres, comen en casa del cura, y así, se llevan lo que traen". Su conclusión no puede ser más clara: "Es más el gasto que hace el cura manteniéndolos. Todo el aparato de contribuir con 24 pesos y 3 reales para el maíz, chile, sal, manteca, etc., es para que ellos mismos se lo coman".

Y por último: que el cura Morelos los perdone y les haga el 25 por ciento de rebaja, "supongo -dice- que es por la presente estación, porque de lo contrario es perjudicar al que se empleará en lo futuro en propiedad". La concesión de Morelos, que no es más que interino, podría afectar los ingresos del que será cura propietario del curato.

Catorce años más tarde, siendo vocal de la Suprema Junta Nacional Americana, el general Morelos mandará publicar un bando firmado en el cuartel general de Oaxaca el 29 de enero de 1813, en el que recuerda algunos de los principios del nuevo gobierno nacional, "por observar que no todos los han entendido", y ordena asimismo que sea reproducido "en todas las villas y lugares de esta provincia, así como en las demás del reino, para que llegue a noticia de todos y nadie alegue ignorancia".

En este documento se dan a conocer no sólo las leyes fundamentales de la nación sino también una nueva moral, vieja como el mundo: "No se consentirá el vicio en la América septentrional. Todos debemos trabajar en el destino que cada cual fuera útil para comer el pan con el sudor de nuestro rostro y evitar los incalculables males que acarrea la ociosidad. Las mujeres deben ocuparse en sus hacendosos y honestos destinos. Los eclesiásticos, en el cuidado de las almas. Los labradores, durante la guerra, en todo lo preciso de la agricultura. Los artesanos, en lo de primera necesidad. Y todo el resto de hombres se destinará a las armas y al gobierno político".

Después de ganar el pleito a los obstinados indios de Carácuaro "en lo teórico, no en lo práctico" -pues nunca llega a recibir los ingresos acordados- Morelos se dedica a buscar su confianza, su respeto y su afecto. Pero el pueblo sigue en rebeldía. Entonces, decide castigarlo. En 1801, cambia definitivamente la casa curial de Carácuaro a Nocupétaro. No siendo suficiente esta sanción, en 1802 pide a la mitra que formalice el cambio de la sede parroquial de uno a otro lugar.

En 1803, en vísperas de morir, "el ilustrísimo señor maestro don fray Antonio de San Miguel, obispo de Michoacán y del consejo de su majestad", declara "aprobadas, por justas y legítimas, las causas alegadas por el párroco de Carácuaro para las traslación de la parroquia al pueblo denominado Nocupétaro". Con base en esto, solicita al virrey de España que, conforme a lo prevenido en la ley 13, título 3, libro 6, de la Recopilación de Indias, se sirva aprobar dicho traslado.

El asunto llega al palacio de los virreyes; pero sabido es que "en palacio las cosas van despacio". El virrey recibe esta solicitud en julio de 1803. Siete años después aún permanece en los voluminosos legajos de las cosas pendientes. Y allí se quedará para siempre. Nunca se resolverá.

De cualquier forma, Morelos no volverá a vivir en Carácuaro. Sólo a servirlo. A partir de entonces se instala en Nocupétaro, que le abrirá sus brazos y su corazón. Pero a fuerza de constancia y perseverancia, de paciencia y de solercia, terminará al final por ganarse el respeto, el cariño y el apoyo de ambos pueblos y no sólo de Nocupétaro.

Será precisamente de estos dos pueblos, de Nocupétaro y Carácuaro, de donde sacará los hombres de su primer pelotón de libertad...

4. CONFLICTO CON CUTZIÁN

Casi al mismo tiempo, el Bachiller Morelos se mete en un pleito con una poderosa hacendada.

Al enterarse que en la lejana e inmensa hacienda de Cutzián se celebran los servicios religiosos en una destartalada capilla por alguien sin autoridad ni competencia, con autorización de la hacendada -una recia y autoritaria mujer llamada doña Josefa Solórzano- decide visitar a la doña y pedirle que le explique las razones de tal irregularidad.

No hay ninguna, según ella. Todo está en orden. Al cura le consta la enorme distancia que media entre la hacienda y la sede parroquial, sin contar con que hay que atravesar el río, "demasiado peligroso aún en la seca e intransitable en el tiempo de aguas". Así lo ha reconocido previamente Morelos. Fue por ello que el obispo, no el actual, sino uno de sus antecesores -varios de ellos inclusive- concedieron a la hacienda licencias "no sólo para celebrar el santo sacrificio de la misa" en la capilla del casco, sino aún para enterrar allí a los cadáveres que de otra manera, por la dificultad del río, "quedarían sepultados en campo raso". Capilla y licencias, pues, las ha tenido Cutzián desde "inmemorial tiempo".

Lo que la hacendada alega, en lo referente a la gran distancia que hay de la hacienda a la cabecera curial, que en algunos puntos es hasta de 26 leguas, es cierto. Lo admite el cura. Pero -habiendo investigado los antecedentes del caso- precisamente por eso, el Bachiller don Francisco Javier Ochoa, primer cura de Carácuaro y dueño originario de la hacienda Cutzián, "dejó fincados ocho mil pesos antes de morir para que, con sus réditos y la ayuda de los vecinos, se mantuviera un capellán de pie fijo".

Ahora bien, a pesar de los 16 años transcurridos desde entonces a la fecha, la capellanía no se ha instituido y el resultado es que "cada día está en peor estado la capilla y sus paramentos". Morelos pide a la hacendada doña Josefa, por consiguiente, que mientras se establece -por voluntad del testador- la mencionada capellanía -porque es necesario establecerla- busque los papeles de las licencias que ha mencionado, y que además, independientemente de lo anterior, reconstruya el deteriorado inmueble religioso.

La señora hacendada siente fuerte el golpe. Si no está dispuesta a reparar la sufriente capilla, que cuesta relativamente poco, menos lo estará para establecer la capellanía, cuyos réditos ha usufructuado desde hace 16 años. Insiste en que si no tuviera licencias de la mitra para celebrar los servicios -como lo ha venido haciendo- no lo habría hecho, y además, que los muertos no pueden esperar.

El cura, a su vez, le reitera que establezca en un plazo razonable, digamos, un año, la capellanía fundada por su antecesor. Y, mientras tanto, que busque los papeles mencionados, en los que constan las autorizaciones que invoca. Luego se marcha y espera.

Transcurren los años de 1800 y 1801 sin que se hagan las mejoras necesarias en la capilla de Cutzián, ni aparezcan los papeles de las supuestas licencias episcopales, ni menos se establezca la capellanía de ley, que es dos veces más grande que la que fundó su bisabuelo don Pedro Pérez Pavón.

Reconviene varias veces al mayordomo de la hacienda para que, "con noticia de su ama", se avance en este asunto, sin éxito. En enero de 1802, el cura -que ha dado bastantes muestras de paciencia- decide dar un golpe de moreliana solercia, es decir, de astucia. Se presenta en la hacienda sin previo aviso y recoge personalmente "siete piezas de ornamentos, así para evitar que volviesen a celebrar con ellas", dice, como para ordenar que fueran restauradas, "como de facto compuse ya algunas -dice- que devolveré cuando esté reparado lo demás", es decir, cuando esté reconstruida la capilla y creada la capellanía.

La hacendada, al saber lo anterior, se pone furiosa, y a través de su apoderado don Ignacio Bibriesca, presenta en julio de 1802 una queja contra el cura de Carácuaro; pide al obispo que le refrende o que le conceda de nuevo las licencias para celebrar los servicios religiosos en la capilla de la hacienda, y que, además, ordene "que se devuelva lo recogido por el referido cura". No menciona para nada la capellanía que está obligada a proveer.

El prelado envía a Morelos copia del escrito de doña Josefa y le pide su opinión al respecto. El cura, al recibir el documento, manda llamar a don Cipriano de Santa Cruz, mayordomo de la hacienda -el 30 del mismo mes de julio- a su curato, para que le diga cómo está la capilla. El mayordomo se presenta el 24 de agosto, casi un mes más tarde, y le informa que la hacendada está en Valladolid, lo que es cierto; que la capilla ya empezó a ser reparada, lo que es falso, y que "en orden a los ornamentos sagrados, su ama le ha dicho que mandará (nuevos) los necesarios, pero que aún no los envía".

Morelos manda su informe a su superior ese mismo día -con todos los antecedentes del caso- y le recalca que es importante obligar a la dueña de Cutzián a que respete la última voluntad del testador don Francisco Javier Ochoa, nombrar al capellán fijo que se necesita en ese lugar, "y que todo se verifique dentro de este año, porque estos asuntos ya no admiten más dilación".

5. DURA COMO UNA ROCA

El obispo fray Antonio de San Miguel resuelve no conceder a la hacienda de Cutzián las licencias solicitadas por doña Josefa y ejerce discretamente cuantos medios de presión le son posibles para que cumpla con sus obligaciones en los términos planteados por el cura.

Es inútil. La doña es tan obstinada como los indios de Carácuaro y resiste, como ellos, toda clase de presiones. Ni repara la capilla, ni establece la capellanía. Peor aún, convence a su hermana, propietaria de la hacienda de Santa Cruz -vecina de la suya propia- que apoye sus pretensiones y mande a sus hombres a los curatos de Turicato y Churumuco -no al de Carácuaro- en busca de servicios religiosos.

Morelos considera que las disposiciones de la hacendada no son irrazonables. Al contrario. Su nueva decisión es más apropiada, al menos en forma provisional, que la anterior. Es preferible que un cura -nombrado legalmente- celebre los servicios religiosos, aunque careza de jurisdicción, a que lo alguien más lo haga una destartalada capilla, sin autoridad ni competencia. dicho de otra manera, ya que no hay poder humano -ni divino- que obligue a la doña a respetar la voluntad del fundador de la capellanía -ni siquiera a reparar la capilla- es mejor que los habitantes de la dilatada hacienda reciban los servicios religiosos de curatos establecidos como Dios manda, aunque no sea el suyo propio, y no los que en forma deficiente e irregular se han dado.

Pero la situación debe resolverse no sólo de hecho sino también de derecho. Cinco años después de estos sucesos -el 13 de abril de 1807- el cura Morelos da instrucciones a su apoderado don José Nazario María Robles para que, a su nombre, promueva unas diligencias que, de antemano, sabe que son irregulares y totalmente improcedentes; pero no exentas de cierto sentido práctico (pues le permiten revivir de alguna manera el caso, sin tener que volver a mencionarlo).

Pide a su apoderado, en efecto, que gestione su renuncia "a las haciendas de Cutzián y Santa Cruz, pertenecientes a la administración de este curato de Carácuaro de mi cargo, y que son propias, la primera, de doña María Josefa Solórzano, y la segunda, de doña María Bernarda Solórzano, para que por vía de buen gobierno y administración de los santos sacramentos, se anexen al curato de Turicato".

Solicita al mismo tiempo que "las estancias de Atijo y La Parota, que son de la dicha (hacienda) de Santa Cruz", se les transfiera a otro curato: el de Churumuco". Las razones que esgrime son cuatro, pero se reducen a dos: los lugares descritos están, en sus límites extremos -no en sus centros de población- más cerca de los curatos mencionados que del suyo -algunos centímetros- y además, que los feligreses prefieren ir a éstos que al de Carácuaro.

El cabildo eclesiástico declara tres meses después, el 4 de julio, que no ha lugar al pedimento de Morelos, pues no tiene facultades para renunciar a una jurisdicción que no fue establecida por él, sino por la mitra.

En dicha resolución se omite toda referencia a la deteriorada capilla; pero se agrega que, en lugar de hacerse la transferencia solicitada por el cura de Carácuaro, se pase el expediente "al señor juez de capellanías (que era lo que en el fondo quería Morelos) para que disponga la fundación que, con el principal de ocho mil pesos, dejó instituida el Bachiller don Francisco Javier Ochoa".

Morelos respira satisfecho. En vano. A pesar de la resolución anterior, el tribunal de referencia tampoco logrará que la belicosa y resistente doña establezca la mencionada capellanía.

Dos años después -en 1809- a requerimiento de la mitra, el cura Morelos informa que hay capellanías en las haciendas de Guadalupe, San Antonio y Las Huertas, no así en la de Cutzián, porque en ésta "no han cumplido los albaceas ni los herederos" con esta obligación, a pesar de sus múltiples gestiones al respecto; "con lo que tengo descargada mi conciencia -dice- aunque nada se ha remediado".

Y nada se remediará. Un año después estallará la fiesta de la independencia. Y la doña no habrá establecido la capellanía.

No la establecería jamás...

 

VII. Cura del infierno

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IX. El hombre de la mascada


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