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José Herrera Peña

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VII. Cura del infierno

1. REGRESO A LA TIERRA CALIENTE

Los próximos doce años -los mejores de su madurez, que corren de los 33 a los 45 de edad-, el presbítero Morelos se dedicará a ejercer la profesión para la cual estudiara intensamente los siete años anteriores.

Su vida, equilibrada y tranquila hasta entonces, da un vuelco inesperado. Hace a un lado los voluminosos libros de las escuelas y vuelve a enfrentarse al mundo torturado de la Tierra Caliente. De ella ha venido. A ella volverá.

Al iniciar el descenso de las montañas frescas y húmedas a las ardientes llanuras reverberantes por el sol, dijérase que emprende el de los dantescos círculos del infierno. Ante él surgen los rostros desencajados por la miseria, el hambre, la enfermedad, el dolor y la muerte. Su existencia empieza a parecerse a la de las abruptas, desoladas y martirizadas regiones a las que es enviado, azotadas por la sequía, el calor y la peste.

Enterrado en ese mundo, el tribunal de capellanías dicta sentencia nuevamente en su contra. Recibe a su madre Juana y a su hermana Antonia en su inhospitalario curato y las ve entrar en agonía. Queriendo escapar de la espiral dantesca por la que cae cada vez más profundamente, viaja de un lado a otro, como desesperado, sin poder salir de ella. Los pueblos, torturados por la miseria y flagelados por las epidemias, se niegan a su voz. Cae enfermo una y otra vez, ya de las plagas, ya de sus propios martirios interiores. Suplica que se le permita elevarse, escapar, regresar a Tierra Fría para curarse de sus males y continuar sus estudios. En lugar de oírsele, se le premia con un arraigo. Sigue el descenso.

En tales condiciones, decide apretarse a la tierra, abrasadora y violenta, es cierto; pero también sensual y generosa. Se le acerca amorosa, desesperada, irresistiblemente, como al regazo materno, y procura sacar de ella su telúrica energía.

Observa a sus parroquianos. Se convierte en uno de ellos. Renuncia a sus ambiciones académicas -que no intelectuales- y se lanza a la gran aventura del vivir. Le da cauce a su espíritu de servicio. Además de sus tareas pastorales, emprende polifacéticas actividades. Se hace amigo de sus amigos. Tiene socios y compadres. Grandes crisis interiores sacuden su alma; pero se adapta a la situación y acepta su destino con todas las implicaciones, consecuencias, satisfacciones y responsabilidades que éste trae consigo. Finalmente, ocurre lo peor -lo mejor-: se enamora...

De vez en cuando cae en la melancolía y en sus crónicas enfermedades; pero sale de ellas gracias a sus intensas ocupaciones, a sus relaciones, a sus amigos, a sus amores y a sus lecturas. Al final de su vida parroquial no es rico, pero dista de ser pobre. Ahorra con sistema y gasta con generosidad. Viaja constantemente, por razones de servicio y de negocios; pero también para visitar a familiares y amigos. Lee mucho, más de lo que uno pudiera imaginarse. Se entera de la situación política del reino e intercambia opiniones lo mismo con sus superiores que con sus amigos y feligreses.

En la plenitud de su vida recibe, al fin, su deteriorada herencia: aquélla que fuera disfrutada por su abuelo don José Antonio -por la que luchara durante 16 años-, cuando ya no la necesita. La nación está agitada y a punto de tomar una decisión política propia por primera vez en su historia. Se juega con ella su destino...

2. CONCURSO PARA LA TIERRA CALIENTE

Dice Lemoine que, una vez ordenado, "pescó la primera oferta de una estimable colocación"; pero ni fue estimable, ni se la ofrecieron, ni la pescó.

La mitra convocó a un concurso para varias plazas de cura interino en la Tierra Caliente, a la que concurrieron diversos aspirantes, entre ellos, Morelos. Nadie lo premió con un jugoso empleo; luchó por un curato pobre y lo ganó. "Se opuso a los curatos..." declaró ante el tribunal de la Inquisición. El concurso de oposición se lleva a cabo en los últimos días de diciembre de 1797 o en los primeros de enero de 1798, mientras está todavía en Valladolid con motivo de su reciente ordenación. Sin saber su resultado, se despide de su familia y sus amigos, y regresa a Uruapan. Allí está cuando, casi a fines del mes -el 25 de enero de 1798- el obispo San Miguel, de 72 años de edad, ordena que se le notifique su nombramiento como cura interino de Churumuco. Al enterarse de ello en Uruapan, el 31 de enero siguiente, acusa recibo y agradece su designación. Un día después, el 1 de febrero, remite el documento respectivo a su superior.

Un sacerdote no tiene jurisdicción eclesiástica ni cargo pastoral. Un cura, en cambio -interino o propietario- está a cargo de una feligresía, de una administración, de un pueblo. Tiene territorio, población, jurisdicción, autoridad. Morelos acababa de ser ordenado presbítero. Ahora será cura en una de las aldeas de esa dilatada región de la Tierra Caliente de Michoacán, que él conoce tan bien.

La comarca de Churumuco, recién descubierta por los españoles, fue descrita como una zona "de temple muy caliente pero muy sano". Siglos después, en la época de Morelos, no podía sostenerse lo mismo. De "muy buen cielo", caía sobre la árida tierra un  sol  ardiente, dejándola "sin árboles -dice la crónica- ni otras sombras, de suelo muy enjuto y seco".

Hacía pocos años, en 1759, la región había sido arrasada por la súbita erupción del volcán El Jorullo, y luego, en la época en que emprendiera su viaje el nuevo cura, flagelada por la peste. Hace relativamente poco, Timmnons calificó a Churumuco como el "más caliente y quizá el más miserable de todos los pueblos de Michoacán". Lo del clima es indiscutible; no así lo de su miseria, ni en esa época ni en la actualidad. No podría calificarse de próspero, por supuesto; ni entonces ni ahora, pero tampoco del más miserable, strictu sensu. Es uno de tantos pueblos pobres de la Tierra Caliente envuelto, eso sí, por un calor pavoroso e infernal.

En todo caso, Morelos escribe a su obispo, desde Uruapan, que abraza el cargo "con increíble regocijo", sin dejar de advertirle que lo hace "aún con sacrificio de su vida"; palabras que de ningún modo son una hipérbole, ya que existía la posibilidad real de perderla, y por poco la pierde, como después se verá. En todo caso, la perderá su madre. Así, pues, que haya "regocijo" de parte del presbítero en recibir un pobre y abandonado curato, azotado por la peste, es auténticamente "increíble". Aunque no tanto, después de todo, si se piensa que era su primer curato -aún en calidad de interino-; que lo había ganado a pulso frente a otros concursantes, y que aceptarlo en condiciones difíciles le daba la oportunidad de demostrar su capacidad de servicio. De allí que dé "repetidas gracias a Vuestra Señoría Ilustrísima, que se digna elegir pequeños para empresas grandes".

3. AGONÍA EN CHURUMUCO

Agradecido, pues, deja las tierras templadas, de buen clima; las montañas boscosas, los valles floridos, los espléndidos lagos, los frescos manantiales, las ciudades bien trazadas, los colegios, las casas palaciegas, los libros, los buenos amigos, las hermosas doncellas, y empieza a descender, como lo hiciera dieciocho años atrás -a la edad de catorce- a las comarcas torturadas por los desastres naturales; a la Tierra Caliente herida por el hambre y la peste; a las dilatadas llanuras olvidadas por la historia pero nunca por el sol.

Toma rumbo al Sur de Michoacán y desciende por la escarpada sierra volcánica, de más de dos mil metros de altura, hasta llegar a la cuenca del Balsas-Tepalcatepec, a menos de cien metros sobre el nivel del mar, de clima seco y muy caliente.

Al quedar destruido el pueblo de La Huacana por la reciente erupción de El Jorullo, surgido del llano como lo hiciera el Parícutin doscientos años después, sus escasos habitantes se trasladaron, unos, a Tamácuaro de La Huacana, y otros, a Churumuco. Estos dos pueblos pertenecían a la jurisdicción de Apatzingán. Buena parte de las tierras bajas de Churumuco están hoy cubiertas por las aguas de la represa de El Infiernillo, de las que sobresalen los remates de las viejas torres parroquiales.

En 1744 había en el dilatado y seco curato 328 tributarios; en 1789 ya eran 430, y en 1799 -un año después de haber llegado el cura Morelos- 514. Desde el siglo XVI se habían traído negros para trabajar como esclavos las haciendas de ganado, azúcar y añil, pero su número, aunque grande, es desconocido. Por otra parte, en 1744 había en el curato 104 familias de "españoles" y 327 de castas, que para 1798 -año en que llega el cura Morelos- ya habían aumentado, aunque no notablemente. Además de lo expuesto, el censo de 1799 registra 927 tributarios mulatos. La población estaba distribuida en 74 haciendas, 63 ranchos y dos pequeños reales de minas.

Los dos pueblos más importantes del curato son Churumuco y Tamácuaro de la Huacana. El pueblo de Churumuco está rodeado de "cerros melancólicos". Su vista no puede ser más desoladora. "Es un caserío sin forma de calles y todo de chozas cubiertas de paja". Lo habitan, según Lemoine, 144 familias indias y 7 "españolas", sin señalar el número de mulatos ni de negros. Tamácuaro de la Huacana, por su parte, no es muy distinto. "Las casas -dice un cronista- son miserables chozas de tierra con techos de paja, sin orden alguno e interpoladas con árboles llamados zirandas, capiris y pinzanes; todos de escasa corpulencia y frondosidad por la falta de agua, que absolutamente escasea en la estación de secas, hasta el punto de no hallarse apenas para beber, pues ésta es sólo la que resulta de un ojito de agua de caudal muy pobre".

Después de recorrer las dos aldeas, el cura Morelos decide sentar su residencia en la segunda, en Tamácuaro de la Huacana. Al poco tiempo, cae gravemente enfermo. Su madre, además de enterarse de sus males, recibe por esos días en Valladolid -según Benítez- la notificación de la sentencia del Juzgado de Capellanías, Testamentos y Obras Pías, fallada nuevamente en su contra. La herencia, como se dijo anteriormente, le sería confirmada a don José Joaquín Carnero, es decir, al mismo que recientemente la había perdido; el cual, por cierto, nunca pasaría de la tonsura y fallecería seis años después, en 26 de marzo de 1804.

Al conocer el fallo, la contrariada señora Pavón difícilmente acepta que su hijo esté enfermo en su curato y que el tribunal haya resuelto contra él. El golpe lo siente muy duro. Después de tantos años de sacrificios y esperanzas; desvelos en los estudios, deudas acumuladas y una gran paciencia en el litigio, es absurdo y monstruoso que, de repente, todo se venga abajo. Su hijo la necesita. Empaca sus cosas, deja su hogar y se lleva con ella a Antonia, aún soltera.

Se ignora a dónde anda el aventurero de Nicolás, su hijo mayor. Doña Juana y Antonia emprenden el largo viaje hasta los abismos de la Tierra Caliente. La señora llevará al cura la mala noticia, sí; pero también su amor, y le brindará la asistencia y atención que nadie mejor que ella y Antonia son capaces de darle.

Y así, las dos buenas mujeres, de 53 y 24 años de edad, respectivamente, descienden al pueblo de Tamácuaro de la Huacana durante los agobiantes calores de 1798. No importan fallos judiciales, ni deudas, ni frustraciones, ni penas, ni enfermedades. En septiembre, la familia estará reunida y celebrará el 33 aniversario del nacimiento del cura Morelos.

Sin embargo, al llegar a su destino, aunque grande es la alegría de esas mujeres, más fuerte resulta su dolor. El hombre está realmente enfermo, más de lo que se habían atrevido a suponer. Está postrado, grave, casi agonizante. La señora doña Juana María, en lugar de dar a su hijo moribundo la mala noticia del fallo dictado en su contra, le dice lo contrario, con la sana intención de reanimarlo, mejor dicho, de revivirlo. Le cuenta que ya es capellán, el cuarto capellán en la línea de la sucesión fundada por don Pedro Pérez Pavón. Le recalca que ha ganado no sólo un título testamentario sino sobre todo su dignidad familiar, puesta en tela de juicio por un juez enfermo, inmoral y deshonesto. Debe sanar y celebrarlo en cuanto sea posible.

A las pocas semanas del encuentro, el mortífero clima de la región y los negros humores de la peste también hacen estragos en las recién llegadas. El cura, debido a su fortaleza física y, quizá, al entrenamiento recibido durante los diez años de Apatzingán, a pesar de su delicado estado, resiste los efectos de la plaga. Su madre y su hermana, en cambio, caen tan gravemente enfermas, que el cura interino -a pesar de su debilidad manifiesta- decide llevarlas, a mediados de diciembre, a Pátzcuaro, a Uruapan o a la capital de la provincia. Es vitalmente necesario respirar la atmósfera sana de la Tierra Fría y ser atendidos por los médicos.

Pero todo está en su contra. Incapaz de dominar a su nerviosa y asustadiza cabalgadura, el cura es sacudido por ésta, cae al suelo y queda incapacitado. Es preciso llevarlo a cuestas y dejarlo nuevamente en su modesto catre de enfermo. No pudiendo moverse, suplica a algunos de sus fieles que lleven urgentemente a las debilitadas mujeres a la Tierra Fría.

4. DESESPERACIÓN EN TAMÁCUARO

No alcanzan a llegar -escribe el héroe- "ni en silla de manos". Su hermana Antonia, debido a la fuerza de su juventud, empieza a recuperarse poco a poco en el camino; pero la señora Pavón, abatida por la edad, por la extraña enfermedad y por la pena que le causara la adversa sentencia judicial; agotada también por el esfuerzo de mantener unida a la familia y hacer de sus hijos personas de honor y de bien, languidece notablemente y se debilita más y más.

Es preciso que las viajeras, acompañadas por los sirvientes enviados por el cura Morelos, se detengan en Pátzcuaro en casa de los parientes. Trátase de don Antonio Conejo, el que fuera segundo capellán; padre del frustrado aspirante de seis años a la capellanía; primo de la señora Pavón y, consecuentemente, tío segundo del cura. Imposible seguir adelante. El 30 de diciembre de 1798, un día antes de celebrarse el Año Nuevo, don Antonio escribe a Morelos, desde Pátzcuaro: "Juana sigue sin ningún alivio, tanto que el médico ha mandado que se disponga". Al recibir la nota anterior, que le es enviada a marchas forzadas, el cura de Churumuco escribe angustiado y desesperado desde Tamácuaro de La Huacana, el 3 de enero siguiente, una breve y dramática petición; no a su superior el obispo, sino a su amigo don Santiago Camiña, secretario del obispado, que refleja su dolor y su impotencia. Quiere salir de la Tierra Caliente, pero le es imposible hacerlo.

Hay quien asegura que no va a ver a su moribunda madre porque está dedicado a contar los "reales" que le empieza a proporcionar el pobre lugar. "Si el cura no desatendió su feligresía en Churumuco para acompañar a doña Juana en su agonía -dice Lemoine- se debió, entre otras razones, a la muy imperativa de no disminuir sus ingresos". Esto es monstruoso. Morelos no es, no ha sido, no será nunca así. Al acompañarlo en sus años de juventud como labrador, lo hemos visto desprenderse de su sueldo para que viva su familia, y después, renunciar a su vida propia y consagrarse “a los estudios” para satisfacer los anhelos de su madre. Este rasgo de su carácter volverá a ponerse de manifiesto permanentemente a lo largo de los años. Lo sorprenderemos renunciando a grandes haciendas de su jurisdicción -y a un "jugoso" porcentaje de sus ingresos- en función del bienestar espiritual de sus habitantes; a la herencia de su abuelo don José Antonio, para que pueda estudiar un primo lejano suyo, el hermano del capellán Carnero; a la modesta herencia que le legara su madre doña Juana, para que la disfrute su hermana Antonia; a sus bienes en Tierra Caliente, para ayudar a dos de sus ahijadas y, de paso, para pagar deudas contraídas, no por él en lo personal, sino por la Nación -en nombre de la cual empezó a actuar- o, si se prefiere, por el ejército insurgente que empezó a formar. Siempre lo veremos actuando con la misma generosidad y análogo desprendimiento. Es organizado y minucioso, pero no avaro ni tacaño. Es de noble corazón y mano fácil, no inhumano. Es, en fin, un buen hombre, no un mal hijo. Ya tendremos la oportunidad de constatarlo.

Si no puede salir de Churumuco, por ahora, es porque no puede moverse, literalmente hablando. Desgastado por la enfermedad, debilitado al extremo por las fiebres y postrado en su catre por un funesto accidente, es incapaz de hacerlo físicamente. Además, necesita el permiso de su superior. Este impedimento es lo que lo angustia y desespera. Por eso, su dramática nota del 3 de enero de 1799 es una de las más dolorosas de su vida. Suplica a su amigo Camiña que le dé "un destino para Tierra Fría" con el fin de reponerse de sus males; pero, sobre todo, para atender a su madre, "que -le cuesta trabajo escribirlo- está acabando en Pátzcuaro..."

5. FUNERALES EN PÁTZCUARO

La señora Pavón fallece dos días después, el 5 de enero de 1799, víspera de la fiesta de los Reyes Magos. Benítez publica un documento que, no por ser de carácter mercantil -trátase de una factura- deja de ser al mismo tiempo hondamente conmovedor. Son los gastos -increíblemente altos- de los funerales de la señora. Es una escueta y fría relación de cifras cuya lectura estremece. Se inicia con los gastos relativos a la "mortaja, misa y asistencia". Sigue el costo de "la caja pintada de negro para sepultarla". Luego, los salarios de "los que abrieron el sepulcro", de los que "la velaron la noche en que murió", de los que "llevaron la caja para el entierro..." No se omiten los precios de los cirios y veladoras que ardieron estando tendida, y después, enterrada; ni el de la cera que se consumió en todo ese tiempo, etc.

Al final de dicho papel se anota que el mensajero don Basilio de la Seiba, que viaja de Pátzcuaro a Tamácuaro de la Huacana para presentar al cura la cuenta de los mencionados gastos -que suman un total de 167 pesos con seis reales y medio- está igualmente autorizado para recibir el pago. Dicho mensajero recibe únicamente 160 pesos, no del cura, sino de un tal "don Juan"; es decir, de uno de los feligreses de Churumuco, a quien el mensajero otorga el recibo correspondiente. El "codicioso" cura, pues, no está contando los "reales" que ha ganado. Ese pobre enfermo, en cama, paralizado, solo; con todo el dolor del mundo a cuestas por tan irreparable pérdida, carece del dinero suficiente para pagar la factura; pide prestado a don Juan, y queda aún a deber siete pesos con seis reales y medio...

Tres semanas más tarde, mejorado de sus males -pero imposibilitado para cualquiera otra cosa- reanuda su correspondencia oficial con su amigo, el licenciado don Santiago de Camiña, secretario del obispo. Le envía un lacónico informe de sus actividades y, recordando a su madre recién fallecida, lo firma como "su afectísimo y atento capellán", creyendo sinceramente serlo, por así habérselo dicho ella. Más tarde se percatará que no lo es y bajará la cabeza entristecido y apenado. Su buena madre le había dicho una piadosa mentira para animarlo a sanar...

6. QUINCE AÑOS DESPUÉS...

El 3 de enero de 1814, el generalísimo, recién derrotado en la batalla de Valladolid del 21 de diciembre; derrota que le infligieran no sólo los realistas sino también sus propias tropas -que se batieron entre sí durante la noche, por error, en las colinas de Santa María, al Sur de la ciudad- se detuvo en Pátzcuaro unos instantes. El viento del invierno soplaba con fuerza en todas direcciones. Las violentas lluvias se habían desatado y hacían difícil la marcha de sus desmoralizados hombres en retirada. Hacía frío. Apartándose unos momentos del camino, el generalísimo llegó al cementerio, situado a un lado del templo de La Salud, y rindió visita a la tumba de su madre, doña Juana María Pavón. Era necesario detener el avance del ejército realista que lo venía persiguiendo, y luego, volver a la ofensiva. A la ofensiva, como siempre lo había hecho. Pero no en Pátzcuaro. En Pátzcuaro, no. Arrodillándose en el lugar donde yacía su madre sepultada, oró unos instantes y luego se marchó.

Envuelto por el encapotado y gris cielo de la sierra, prosiguió su retirada por los caminos fangosos en los que se hundían las piezas de artillería, cada vez más abajo, con rumbo a la Tierra Caliente. Iba enfermo. Al sentir el tibio aire de Puruarán, ordenó hacer alto. Quizá había cometido un error. Probablemente debió haberse detenido en Pátzcuaro. Al clarear el día 4 de enero, dio instrucciones de que se construyeran fortificaciones en la hacienda de Puruarán para resistir a sus persecutores. Algunos de sus hombres –reunidos en estado mayor- trataron de disuadirlo. No era el momento de presentar batalla en ese lugar, tanto por razones técnicas, de tipo militar, cuanto fundamentalmente por la baja moral de sus tropas, no habituadas a las derrotas. Sin embargo, en opinión del generalísimo, tampoco era posible seguir retrocediendo y entregar al gobierno colonialista la frontera de la Tierra Caliente, que desde hacía varios años pertenecía a la Nación. Además, lo único que levantaría la moral de las tropas sería la victoria, no el tiempo, y la victoria debía obtenerse allí y ahora. El dirigiría las operaciones, aunque le costara la vida. Su segundo, el mariscal republicano don Mariano Matamoros, ex-cura de Izúcar, lo apoyó. La catástrofe de Valladolid no había sido resultado de la acción del enemigo sino de una lamentable confusión de las propias tropas insurgentes, que entraron en encarnizada batalla al no reconocerse entre sí durante la noche. Era necesaria reanimarlas con el combate.

Sus hombres acataron sus disposiciones, pero le rogaron que no se expusiera. Era inútil. Sus dolores de cabeza eran atroces. La migraña lo estaba consumiendo. Era evidente que no estaba en condiciones de dirigir ninguna operación bélica. Entre todos, lo convencieron de que delegara el mando en su segundo, Matamoros; que no participara en la batalla y que se retirara a una hacienda cercana. Así lo hizo.

Al día siguiente, 5 de enero de 1814, víspera de los Reyes Magos y aniversario del fallecimiento de su madre, las operaciones se resolvieron en pocos momentos. La derrota fue total. El ejército nacional quedó totalmente deshecho.

 

Perdiéronse todas las armas y cañones que las tropas victoriosas habían acumulado a lo largo de numerosas y duras campañas; cayeron prisioneros cientos de soldados y oficiales, todos los cuales fueron inmediatamente pasados por las armas, sin juicio previo, y se capturó al mariscal don Mariano Matamoros, segundo del generalísimo, destinado a sucederlo en el mando supremo; degradado más tarde -sin ninguna formalidad- por el obispo electo Abad y Queipo, y fusilado finalmente -bajo un cielo azul purísimo- en las poéticas arcadas de la preciosa ciudad de Valladolid...

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VI. El presbítero

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VIII. Instalación conflictiva

 


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