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José Herrera Peña

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Capítulo I

La familia

1. PRESENTACIÓN DEL ACUSADO

El miércoles 12 de noviembre de 1815, a las doce del día -según las campanadas del reloj- se instaló el Tribunal del Santo Oficio en el palacio de Santo Domingo de la ciudad de México. Lo integraban dos jueces: el doctor Manuel de Flores, inquisidor general de México, y el doctor Matías Monteagudo, inquisidor ordinario de Valladolid (Michoacán) con el fin de juzgar sumariamente como hereje a un cura rebelde, recluido el día anterior en las cárceles secretas de la Inquisición.

¿Quién es Manuel de Flores? Un peninsular, miembro de la orden dominica, doctor en derecho canónico, emigrado a la Nueva España como integrante de la Inquisición. Ocupaba el cargo de Promotor Fiscal o acusador de oficio -adscrito a este tribunal en 1810- cuando estalló la guerra revolucionaria de Independencia. Encargado de perseguir las herejías, consideró que el tempestuoso levantamiento popular que se había iniciado en Dolores estaba animado por una de ellas. Con tal motivo, presentó al tribunal un enérgico escrito en el que solicitó se reabriera un viejo proceso contra el Maestro en Teología don Miguel Hidalgo y Costilla, archivado desde hacía aproximadamente diez años; formuló contra él numerosas acusaciones basadas en testimonios ya desechados ya por el propio tribunal, y pidió que se le citara a juicio a fin de que respondiera a los cargos. El tribunal accedió a su petición y citó públicamente al inculpado; pero éste, en lugar de presentarse a declarar, siguió al frente de sus "turbas revolucionarias", lo cual no le impidió impugnar públicamente, desde Valladolid, la actuación de dicho instituto; de lo que se valió el fiscal Flores para reafirmar sus acusaciones. Al ser capturado y ejecutado Hidalgo en el norte del país, el tribunal dispuso que se archivara el expediente.

Más tarde el doctor Flores pidió, en calidad de promotor fiscal, que se abrieran juicios políticos contra otros muchos reos, acusándolos siempre de herejes. Al pasar de parte acusadora a juez inquisidor, presidió el Tribunal del Santo Oficio para juzgar a los que antes había denunciado. En todo caso, el funcionario de referencia tenía experiencia en esta clase de asuntos. Ahora es inquisidor de México y presidente del tribunal mencionado.

Su colega, el doctor Matías Monteagudo, de Valladolid, que trajo consigo el expediente del acusado -originario y vecino de dicha provincia-, lo revisa fugazmente y lo deja abierto sobre la mesa, en la primera página.

Ambos visten túnica blanca bajo la amplia capa negra, la cabeza cubierta con un capuchón -que forma parte de la capa-, el escudo de la orden dominica, estampado en negro, sobre el pecho, y les cuelgan largos escapularios y un crucifijo también negros. Antes de admitir la acusación, los inquisidores están obligados legalmente a inquirir, averiguar o investigar quién es el detenido. Así que, después de instalarse, ordenan que se le haga entrar al amplio salón en que celebran la audiencia secreta y le permiten que se siente frente a ellos, en un banquillo verde sin respaldo.

El inquisidor de México ordena al secretario que lo haga jurar, en nombre de Dios, que se conducirá con verdad. Así se hace. En seguida, observándolo atentamente, inicia su trabajo; que será -se repite- el de inquirir, investigar o averiguar quién es. Primero le pregunta su nombre. El prisionero, que sabe quién es el inquisidor Flores, lo mira directamente a los ojos y le contesta con voz firme y sonora: "Me llamo don José María Morelos..."

Al que van a juzgar como hereje es un hombre "grueso de cuerpo y cara -según el acta-, barba negra poblada y un lunar entre la oreja y extremo izquierdo". Viste prendas llevadas en su morral al ser capturado. "Trae en su persona -señala el acta- camisa de Bretaña, chaleco de paño negro, pantalón de pana azul, medias de algodón blancas, zapatos abotinados, chaqueta de indianilla, fondo blanco, pintada de azul; mascada de seda toledana y montera negra de seda".

2. ESTUDIOS INICIALES

¿Quiénes son sus padres, abuelos paternos y maternos, tíos por ambas líneas, hermanos, hijos; dónde nació, qué edad y oficio tiene...? Sus padres -responde-, don José Manuel Morelos, "un honrado menestral en el oficio de carpintero", y doña Juana Pavón, hija de un maestro de escuela.

Sus hermanos, un hombre y una mujer; el primero, mayor, y la segunda menor que él: José Nicolás y María Antonia, respectivamente. A diferencia de su padre, originario de Zindurio, Michoacán, y de su madre, de Querétaro, él y sus hermanos han visto la luz en la ciudad de Valladolid, la bella capital rosada de Michoacán, corazón religioso del episcopado y centro político de la provincia del mismo nombre.


José Nicolás, el primero de los hijos del matrimonio Morelos-Pavón, viene al mundo en 1763; el segundo, José María -el declarante-, en 1765, y la última, María Antonia, en 1774. Habría también otra niña tardía llamada María Vicenta, nacida en 1785, pero ésta fallecería un año después. A su hermano Nicolás y a su hermana Antonia los cita en el tribunal. En cambio, a la última, se abstiene de mencionarla.

En cuanto a sus abuelos, "el padre de mi madre -declara Morelos- tenía escuela en Valladolid". Era, por consiguiente, propietario, director o administrador -o las tres cosas a la vez- de una modesta institución educativa de primeras letras. Su sombrero tenía tres plumas que indicaban que sabía: una, leer; otra, escribir, y la última, contar. Don Juan Bautista Rosales, "clérigo domiciliario de Valladolid", testificaría en 1790 que había conocido al profesor don José Antonio Pérez Pavón "en el ejercicio de maestro de escuela", debido a que su hermana estudiaba allí las primeras letras "para ser, como fue, religiosa capuchina".

¿Dónde hace José María sus estudios elementales? Esta pregunta no la formula el inquisidor. No lo considera necesario. ¿Para qué? Apoyándose en este vacío histórico, sus biógrafos aseguran que no recibió ninguna instrucción durante su niñez y que permaneció analfabeta durante toda su juventud, hasta la edad de veinticinco años; tesis que, por supuesto, no tiene ningún fundamento. Con un abuelo profesor, dueño de una pequeña escuela, y una madre educada, ¿no es inverosímil concluir que su descendiente era un ignorante? Si el abuelo era maestro, "su hija debió ser su discípula -dice Benítez-, y muy aventajada, por cierto, a juzgar por la redacción de las cartas y escritos que, con motivo del juicio de capellanías, obran en el expediente respectivo".

¿No sería más lógico, pues, observarlo vestido durante su niñez con el uniforme de escolar, haciendo sus estudios en la escuela del abuelo? "Si era descendiente de maestros -sentencia Edilberto Miranda Estrada-, era de buena familia". ¿Por qué no ver esos brumosos años con los ojos de los testigos?

Don Ignacio Guido, viudo de doña Josefa Mercado, declaró en 1790 haber conocido a los padres de Morelos por más de veinte años, o sea, desde antes de 1770, "con motivo de haber sido sus vecinos en el barrio de San Agustín". Si conoció a los padres, conoció a los hijos, entre ellos a José María, desde que éste tenía menos de cinco años hasta los catorce, por lo menos. Vecino de tan larga data no pudo haber dejado de observar la forma en que creció, jugando con los de su edad y asistiendo a la escuela del barrio.

El clérigo don Juan Bautista Rosales, quien dijera haber conocido al profesor "en el ejercicio de maestro de escuela", agrega que trató a José María desde el año de 1773, en que el niño tenía ocho años, hasta su mayoría de edad. Si la hermana del declarante cursaba en esos días sus estudios elementales en la escuela del abuelo "para ser, como fue, religiosa capuchina", debe suponerse que el José María estaba haciendo lo mismo que ella; esto es, estudiar en la misma escuela, situada a pocos pasos de la casa paterna.

Lo extraño, pues, no es que haya cultivado las primeras letras al igual que cualquier otro niño de su generación, y aún mejor -de los cinco o seis años de edad hasta los once o doce-, sino que no lo haya hecho. Así habrá que imaginarlo: asistiendo a clases desde antes de las ocho hasta las once y media de la mañana, y de las dos a las cinco y media de la tarde, como lo estipulaba el reglamento de la escuela de primeras letras anexa al Seminario, bajo el cual se rigió sin duda la escuela del profesor Pérez Pavón.

La enseñanza primaria comprendía en ese tiempo "leer y escribir bien, la buena formación de los números y el arte de contar con las reglas más necesarias y usuales en el regular comercio humano, y los dogmas de nuestra sagrada religión".

3. DESGARRAMIENTO FAMILIAR

En cambio, todo parece indicar que, durante su temprana adolescencia, no prosiguió los estudios medios o, si los inició, no los terminó. Se trata de los "mínimos y menores" de aquel tiempo, seguidos de los "medianos y mayores", los cuales duraban generalmente de tres a cinco años y durante los cuales se aprendía latín; aunque había quienes los terminaban en dos, como lo haría en su oportunidad el propio Morelos.

Por lo pronto, en esta época, tuvo que trasladarse muy joven de la ciudad al campo y dejar la escuela por el arado. "Preguntado por el discurso de su vida -se sienta en el acta- dijo que nació en Valladolid y allí se mantuvo hasta la edad de catorce años, y que de allí pasó a Apatzingán".

¿Por qué abandona no sólo los estudios sino incluso su ciudad natal? ¿Por qué emigra a la Tierra Caliente de Michoacán? ¿Qué ocurre cuando tiene entre diez y trece años de edad? ¿Por qué a los catorce se va a Apatzingán? Los archivos del arzobispado de Valladolid registran el nacimiento de su hermana María Antonia, en 1774, nueve años después que él, y luego, dos desgracias: la separación de sus padres y el fallecimiento de su abuelo.

La separación tiene lugar en 1775, cuando José María tiene diez años de edad. Don Manuel Morelos, su padre, se marcha a San Luis Potosí, llevándose consigo a Nicolás, el primogénito de la familia, a la sazón de unos doce o trece. Deja en Valladolid a su esposa Juana, a su segundo hijo José María y a la recién nacida María Antonia.

¿Qué pasó? "Parece que una desazón de familia -dice Bustamante- hizo que don Manuel Morelos se ausentara de su casa y se fuera a vivir a San Luis Potosí, donde ejerció honradamente el oficio de carpintero".

Ignórase la clase de "desazón" que obliga al señor a poner tierra de por medio entre él y la familia; pero una queja de su esposa asentada ante el Notario Arrieta nos permite vislumbrarlo. Según ésta, su marido se ausenta "oprimido de muchas persecuciones que se acarreó en fuerza de sus perversas costumbres, dejándola en total abandono"; frase que permite sospechar que don Manuel tenía líos; quizá de juego, quizá de faldas, quizá de ambas cosas. Y que, además, era un incorregible aventurero.

Los líos que le ocasionaron juego, vino y mujeres, o las tres cosas a la vez, repercutieron en su casa. Desde temprano se deshizo de sus propiedades. El 3 de septiembre de 1760, a escasos meses de su boda, vende a su primo don Joaquín Pérez unos terrenos que poseía en el rancho de La Quemada, pocos kilómetros al poniente de Valladolid. A los pocos años, una propiedad situada "en la cuadra siguiente a la capilla del Prendimiento".

Poco después, es procesado por practicar juegos prohibidos, con apuesta. No es remoto que gane en ocasiones y pierda en otras; hasta que al final, como suele suceder, deje hasta la camisa en la mesa de juego e incluso cuentas sin saldar. Deudas de juego, deudas de honor. Se pagan con bienes o con la vida. Al no hacerlo con aquéllos habrá qué salvar ésta. En todo caso, no ve más salida que la de emigrar a San Luis Potosí. Lo único que escapa al naufragio financiero es la casa que doña Juana había llevado como dote al matrimonio.

El espíritu aventurero de don Manuel, se pone de manifiesto al escoger su destino. En San Luis Potosí se habían descubierto hacía apenas unos cuantos años riquísimas vetas de metales preciosos, sobre todo oro, que lo comparaban al famoso Potosí del Perú -del que había tomado su nombre-, y cuyo brillo fascinante estaba atrayendo a los espíritus más inquietos del continente. Creyendo que en medio de tanta abundancia no sería difícil hacer fortuna, se lleva a su hijo mayor, Nicolás, quien tenía ya edad suficiente para trabajar, con la esperanza de volver más tarde por el resto de la familia.

No tardaría en constatar que en nuestros países, a manera de maldición bíblica, allí donde reina la abundancia, reina la miseria. En ese nuevo Potosí, a la par que metales preciosos, riqueza, opulencia y belleza, existía igualmente indigencia, hambre, insalubridad, enfermedades y muerte. Y era más fácil caer en este mundo que elevarse a aquél. En estas condiciones, ¿cómo ejerce su oficio de carpintero? ¿En la ciudad, a cielo abierto y a la luz del sol, como en Valladolid? ¿O más bien en las profundidades de las minas, en el reino eterno de la oscuridad, llenas de metales preciosos, pero también de graves riesgos y peligros...?

Algunos historiadores han criticado duramente a don Manuel por haber dejado sola a la dama, desamparada y a cargo de sus dos hijos menores. "Con la separación del lado de su esposa -dice Benítez-, que se llevó a cabo justificada o injustificadamente -los móviles nos son perfectamente desconocidos-, comprometió, por razones económicas, el porvenir de sus hijos". Lemoine Villicaña, más drástico, lo acusa de irresponsable, inestable y trotamundos; le reprocha haber mal vendido sus propiedades y lo condena abiertamente por haber abandonado a la familia.

El caso es que el señor Morelos conoce en San Luis Potosí una vida mucho más dura que la que él llega a imaginar. No se entera de las angustias de su mujer, doña Juana, ni de las tribulaciones de su suegro, el profesor Pérez Pavón. Le sobran las suyas propias. No regresa por su esposa ni manda por ella. Tampoco retorna al seno del hogar. ¿Envía por lo menos alguna ayuda? Todo indica que no. De otra manera, los problemas de doña Juana no hubieran sido tan graves. Probablemente carece de medios para hacerlo. ¿Se encuentra a otra mujer? Sea lo que haya sido no vuelve a dar señales de vida, para bien o para mal, durante largo tiempo...

4. FALLECIMIENTO DEL ABUELO

El profesor Pérez Pavón resiente brutalmente el drama. La situación es no sólo económicamente difícil para su hija, bastante madura para la época -tiene 30 años de edad-, desposeída de bienes, sin recursos, sin posibilidades de trabajar y con dos menores a su cargo -uno de ellos recién nacido-, sino también degradante en cierto modo para la familia. La mujer, aunque no repudiada, ha sido dejada. El viejo profesor -de 50 años de edad- empieza a ayudarla económicamente, apoyarla moralmente y protegerla socialmente; pero la carga es indudablemente superior a sus mermadas fuerzas. Al año siguiente, en 1776, le estalla el corazón.

Además del dolor que esto trae consigo, sobreviene la quiebra total de las finanzas familiares. Dolor y angustia a la vez. La pequeña escuela queda sin administración, sin dirección, sin apoyo. Pronto cierra sus puertas. Se seca una fuente de ingresos. Dejan de percibirse también los frutos de una modesta herencia que el maestro Pérez Pavón había venido percibiendo.

Doña Juana piensa en sus hijos. Nicolás está con su padre; pero José María necesita estudiar. La pobre y angustiada madre quiere inscribir a su hijo en el Seminario -en el que aceptan sólo a los mayores de doce años de edad- para que inicie sus estudios de nivel medio; después, la carrera universitaria, y luego, el sacerdocio. ¿Qué madre -aún ahora- no ha soñado en semejante porvenir? Pelea a brazo partido para obtener una de las becas "de erección o de merced", concedidas a aquéllos que son pobres "y no pueden costear los estudios ellos ni sus padres"; pero fracasa en sus empeños. Las autoridades le niegan reiteradamente el beneficio, dejándola atormentada, agobiada, triste, a pesar de sus tenaces esfuerzos, un año, dos, tres...

Ella, que hubiera querido hacer de su hijo un bachiller, un profesor, un hombre serio y respetable, como su padre don José Antonio, y quizá hasta sacerdote, tendrá que resignarse a verlo convertido en un artesano, un menestral o un campesino y, quizá, en un correcaminos y un aventurero, como su marido don Manuel, y como parece que lo será su lejano hijo Nicolás. ¿Qué hacer...?

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