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Introducción Morelos fue sometido a tres tribunales: el de la Jurisdicción Unida, el del Santo Oficio y el militar. Dos semanas después de su captura, en lugar de ser juzgado sumariamente por un consejo de guerra formado sobre la marcha, como lo preveían las disposiciones jurídicas coloniales, se les trasladó a la ciudad de México con el fin de sujetarlo a proceso ante las máximas autoridades españolas de la Iglesia y el Estado, asociadas en un tribunal mixto al que se le llamó Jurisdicción Unida, para condenarlo por alta traición y otros delitos “enormes y atroces”. El juicio duró setenta y dos horas y debía concluir con la degradación y la muerte. Este es el primero de los procesos. Conforme
fueron transcurriendo las horas se presentaron nuevos acontecimientos
que hicieron conveniente el aplazamiento de la pena capital, no así la
degradación. Uno de ellos fue el de abrir un nuevo juicio ante el
tribunal del Santo Oficio, que duró escasamente cuatro días y culminó
condenando al cautivo como hereje. Tal es la segunda de las causas. Al
concluir ésta, el juez-fiscal del gobierno colonial pidió que se
condenara al prisionero a la pena de muerte y se descuartizara su cadáver,
colocando su cabeza en jaula de hierro colgada en la plaza pública de
la ciudad de México, y su mano derecha en la de Oaxaca. Sin embargo, el
juez supremo del reino -el virrey- no cedió a la demanda sin someter
previamente a Morelos a un exhaustivo interrogatorio ante un tribunal
militar que desahogó sus diligencias en el término de cuatro días.
Este es el tercero y último de los procesos. El
primero -ante la Jurisdicción Unida- es un juicio político. Justifica
la actuación de las autoridades coloniales ante el rey de España y fue
el recurso utilizado para condenar al acusado a la última pena. En él
se expresa el conflicto entre las concepciones ideológicas, políticas
y jurídicas que se dieron entre España y América durante la Guerra de
Independencia. El
segundo -el de la Inquisición- es doblemente interesante: inquiere
sobre la vida del acusado -su familia, su trabajo, sus estudios, sus
bienes, sus amores, sus lecturas- y, además, lo enjuicia y condena por
sus ideas filosóficas y políticas. Las
diligencias llevadas a cabo por el Tribunal Militar, prolongación de la
Jurisdicción Unida, la eclesiástica excluida -que forman el tercero-,
se concretan a interrogar al soldado acerca de sus campaña en la
guerra, sus victorias y sus derrotas, su lucha por hacerse del Poder
supremo entre los suyos, sus relaciones con los países extranjeros, sus
ocultos contactos en el campo enemigo, los escondites de sus riquezas,
el estado de sus fuerzas y su estrategia para ganar la guerra. En
el primer proceso, las autoridades coloniales se ven obligadas a hacerlo
aparecer, desde el punto de vista jurídico, como un clérigo español
que comete el delito de alta traición y otros crímenes enormes y
atroces durante “la revolución” de independencia, a fin de
justificar sus actos ante el gobierno español. En el segundo, se
pretende exhibirlo como jefe de un movimiento herético popular, de tipo
luterano, tendiente a producir un cisma religioso. En ambos, los
objetivos políticos son los mismos: aplicar al ilustre detenido un
castigo “ejemplar y espantoso”; producir entre sus ocultos
partidarios de la ciudad de México -y del resto del reino- un terror
saludable, y “hacerlo detestar sus delitos”. En
el tercer -el llevado a cabo por el tribunal militar-, en cambio, las
finalidades son otras: obligarlo a hacer una relación histórica de sus
campañas bélicas; presentar el estado actual de las fuerzas
nacionales; revelar los nombres de sus partidarios en las ciudades
dominadas por los realistas; descubrir los sitios en que dejara
escondidos los bienes que atesorara durante la insurrección; dar a
conocer el avance de las relaciones de la nación con otros países del
mundo, y producir un plan de pacificación que ahogara en definitiva
“el monstruo de la rebelión”. Aquí, las autoridades españolas ya
no justifican su actuación ante el gobierno de la metrópoli -como en
los otros dos procesos- sino se aprovechan de su prepotencia para
pretender arrancar al reo comprometedoras declaraciones que sirvan a sus
intereses concretos y fines inmediatos. La
preocupación principal de esta obra es la descripción, interpretación
y análisis de las actuaciones desahogadas por los tres tribunales del
gobierno colonial. Para ello, se relata todo lo ocurrido al Siervo de la
Nación desde su captura, el 5 de noviembre de 1815, en Temalaca -un
olvidado pueblo a las orillas del Balsas- hasta que se le fusiló el 22
de diciembre del mismo año, a las tres de la tarde en punto, en San
Cristóbal Ecatepec, finca veraniega de los virreyes situada al Norte de
la ciudad de México. Al
conocerse en el palacio del virrey el parte militar en que se da cuenta
de su fortuita aprehensión, se relata cómo se ordenó que se
difundiera la noticia en un número especial y extraordinario de la
Gaceta de México, órgano oficial del gobierno colonial. En seguida, el
virrey y el arzobispo se dedicaron a resolver los problemas derivados de
su sujeción a proceso. De inmediato se presentaron las primeras dudas,
no en cuanto al destino del prisionero -la muerte- sino al lugar, tiempo
y modo de su ejecución. El virrey creyó que bastaba someterlo a juicio
sumario ante consejo de guerra. El arzobispo, por su parte, impuso su
opinión -fundada en la ley y precedentes judiciales- en el sentido de
que se le juzgara por la Iglesia y el Estado. Se relatan los pormenores
de la polémica habida al respecto entre virrey y arzobispo. Para
desahogar el proceso de la Jurisdicción Unida fue necesario trasladar
al detenido con lujo de precauciones desde la Tierra Caliente hasta la
ciudad de México. Los caminos estaban infestado de guerrillas
insurgentes. Tomáronse las medidas de seguridad necesarias. Su llegada
a la capital del reino se consideró altamente peligrosa ya que se
supuso que el pueblo estaba dispuesto a rebelarse para “liberar -en
frase del arzobispo- a su humillado héroe”. Tuvo que hacérsele
llegar “después de las doce de la noche” del miércoles 22 de
noviembre de 1815. Para resguardarlo durante el juicio sumario -que se
llevaría a cabo a puerta cerrada- se le alojó en las cárceles
secretas de la Inquisición. Se describe su traslado. Unas
cuantas horas después -a las once de la mañana- se inició la
instrucción ante los jueces comisionados de la Iglesia y el Estado -la
célebre Jurisdicción Unida- y concluyó al día siguiente, a las doce
horas en punto. Para comprender cabalmente la significación, propósitos
y finalidades del interrogatorio al que fue sometido en este tribunal,
se exponen las bases jurídicas en las que éste se apoyó así como los
precedentes más importantes en la materia: los juicios de Talamantes,
Hidalgo, Matamoros y San Martín. Las
respuestas del distinguido acusado no son de ningún modo improvisadas.
Al contrario: constituyen la expresión de sus más fuertes, maduras y
arraigadas convicciones políticas. Sin embargo, los principios de la
guerra y de la paz en que se fundó para actuar no son sólo de él sino
comunes a todo el grupo de combatientes que representó los intereses,
sentimientos e ideales de la nación en esta época. Por consiguiente,
las declaraciones de Morelos no pueden adquirir su pleno valor y sentido
si no se conocen previamente las ideas del grupo que él acaudilló. Se
hace un resumen de éstas antes de exponer aquéllas. El
antagonismo ideológico entre los magistrados españoles y el reo
insurgente es el mismo que existe entre el sistema político colonial y
la nación en pie de guerra. Por eso, en lo que se refiere el primer
proceso, se ponen en evidencia las estratagemas del tribunal para
presentar al detenido, no como un hombre de Estado y el alto jefe
militar de una nación, sino como un clérigo español levantado en
armas contra “su rey y señor” -dentro de las fronteras de la nación
española-, condición sine qua
non para legitimar su jurisdicción y competencia en este asunto.
Siendo el fraude judicial del todo punto necesario -tanto por razones de
Estado cuanto por restricciones de la ley- para llevar adelante el
proceso, se destacan en esta obra las pruebas
de la mala fe que presidió las actuaciones del tribunal mixto de la
colonia y lo condujo a alterar las actas a fin de justificar la
sentencia de muerte. En
la primera parte del juicio ante la Jurisdicción Unida se describe la
forma en que el tribunal se esfuerza por hacer aparecer al acusado como
un traidor al rey, mientras que aquél, por su parte, logra afirmarse
como Vocal del Supremo Consejo de Gobierno y Capitán General de una
nación llamada América mexicana. De paso, sienta en el banquillo de
los acusados al propio rey de España y demuestra que no fue él -el
Siervo de la Nación- quien traicionó al monarca sino éste a todas las
Españas. Al
acusársele de la comisión de crímenes “enormes y atroces” da una
réplica basada en el Derecho de Guerra y de Gentes. En esta parte del
interrogatorio, por cierto, se percibe claramente una omisión en las
actas ocasionada por los magistrados: la contra-acusación del detenido
responsabilizando a sus captores de la comisión de los mismos delitos
contra la nación. Dentro
de este mismo proceso -el primero- se analiza una larga y al parecer
contradictoria declaración de Morelos -la de su proyecto de ir a España
a pedir perdón al rey-, cuya lectura a primera vista revela una de sus
supuestas flaquezas. Se analizan, dentro de su contexto histórico, las
partes constitutivas de dicha declaración y se desentraña su
significación política concreta. Morelos, a pesar de no ser enterado
del contenido del acta, acepta firmarla, pero logra que el tribunal haga
constar, al final, una sutil pero reveladora observación que arroja luz
sobre este asunto. Pasarla desapercibida por su brevedad y su carácter
meramente procesal sería interpretar erróneamente todo el expediente. Este
es un caso concreto, que se juzga conforme a leyes específicas, en
circunstancias perfectamente determinadas y por hombres con características
bien definidas. Para dar una idea de la calidad política y humana de
algunos individuos que integran el tribunal eclesiástico -parte de la
Jurisdicción Unida- que condena a Morelos a la degradación, se ofrecen
algunos de sus rasgos distintivos, lo que permite comprender la razón
de su voto condenatorio. Se
explican las causas por las cuales el reo es sujeto al día siguiente,
23 de noviembre, a un nuevo proceso ante el tribunal del Santo Oficio.
Aquí, en este segundo juicio, se ve al compareciente hacer referencia a
los puntos más importantes de su vida privada, desde que nace hasta el
momento en que recibe el orden de presbítero de manos del obispo de
Michoacán. En esta parte se incluye su ocupación de labrador
adolescente en Apatzingán; la de joven estudiante universitario en el
Colegio de San Nicolás, en Valladolid, y la de maduro seminarista
externo y novel catedrático en Uruapan. Este relato autobiográfico se
completa con la siguiente etapa de su vida, que corre desde su ordenación
y su primer nombramiento como cura de Churumuco, hasta el día en que
abandona su curato de Carácuaro para lanzarse a la insurrección,
incluyendo sus actividades profesionales, el registro de sus bienes, el
relato de sus amores y la reseña de sus lecturas. En
este segundo proceso, los inquisidores se interesan muy especialmente en
su vida privada y en los libros que leyó. Se ofrece una visión panorámica
de sus lecturas fundamentales, la de los teólogos y la de los filósofos,
las permitidas y las prohibidas. Para reconstruir las fuentes en que
bebió sus ideas se recurre a uno de los libros que se encontraron en
uno de los huacales que se le decomisaron, a la acusación del fiscal
del Santo Oficio y a las propias respuestas del declarante. Fuera
de proceso, se relatan tres acontecimientos que, no por oscuros y
desconocidos, son menos apasionantes: la supuesta intercesión de la
virreina por la vida del héroe; la visita del virrey al calabozo
secreto del detenido, y el presunto proyecto de suicidio de éste para
producir al Estado colonial, al decir de Calleja, “un daño político
de no poca gravedad y trascendencia”. Dentro del segundo proceso se describen igualmente las ideas de Morelos sobre el Santo Oficio así como su elegante -pero no menos contundente- estilo para impugnar su jurisdicción y competencia, acusando de paso a sus jueces y acusadores de graves faltas contra su propia nación, contra el Derecho que les sirve de fundamento y contra la moral que debe regir las relaciones entre los hombres, independientemente del país al que pertenezcan. En
el tribunal del Santo Oficio hay dos audiencias -de las ocho que se
celebran- en que se cruzan acusaciones y defensas, aunque sería más
propio decir que se formulan acusaciones y sutiles contra-acusaciones.
En la primera de ellas, los cargos recaen sobre la persona del héroe y
su conducta pública y privada, antes y durante la Guerra de
Independencia. En la segunda -la más importante de este juicio- la
materia de controversia es nada menos que sus ideas filosóficas y políticas.
En esta parte, el declarante parece desdecirse de sus convicciones, lo
que se ha considerado como otra de sus flaquezas. Las larguísimas
acusaciones del fiscal y las breves y aparentemente contradictorias
respuestas del detenido son debidamente analizadas, ordenadas y
aclaradas. Aquí también se ponen de manifiesto las formas del fraude
judicial. El fiscal concluye su requisitoria con el ofrecimiento de
pruebas (entre las que se encuentra la Constitución
de Apatzingán) que demuestran la supuesta culpabilidad del reo. Los
jueces inquisidores dictan sentencia condenatoria el domingo 26 de
noviembre. Una de las piezas jurídicas que sobresale por sus
implicaciones políticas -antes de la sentencia- es la que contiene la
abjuración de Morelos, calificada también como otra de sus
debilidades. Se hace de ella un breve análisis y se le interpreta en su
contexto. A
pesar de haber terminado sus actuaciones, la Jurisdicción Unida -el
primer tribunal- vuelve a constituirse el mismo 26 de noviembre para
tomar nuevas declaraciones al prisionero -de carácter eminentemente
militar- sobre el estado actual de la “rebelión” y sus relaciones
con el gobierno de los Estados Unidos. Morelos rinde su deposición y
ofrece que si se le proporcionan “avíos de escribir” hará un plan
de pacificación: una supuesta flaqueza más, de enormes repercusiones
políticas y militares. La
sentencia del tribunal eclesiástico -parte de la Jurisdicción Unida-
así como la del Santo Oficio, se ejecutan el lunes 27 de noviembre en
el Palacio de la Inquisición ante un reducido grupo de notables. Se
describe la forma en que se llevan a cabo, primero, el auto de fe, por
el Santo Oficio, y luego, la solemne degradación, por uno de los
prelados de la colonia. Despojado
de su oficio y beneficios eclesiásticos, Morelos es entregado al
“brazo secular”, es decir, al Estado. Las cárceles secretas de la
Inquisición se convierten en un punto vulnerable. La indignación
popular aumenta. El condenado es secretamente trasladado -a altas horas
de la noche del 27 de noviembre- a una nueva prisión en el cuartel
militar del Real Parque de Artillería, en La Ciudadela. Cumplidos
los objetivos políticos indispensables para obtener del rey la aprobación
de las causas seguidas al prisionero, el virrey se percata de que debe
también satisfacer otras necesidades políticas y militares, de carácter
exclusivamente local, y lo somete a un interrogatorio ante un tribunal
militar: tal es el tercer proceso. Sus finalidades concretas son
precisas. Ya se invocaron: obligarlo a hacer la historia de la “rebelión”
desde que tomó las armas hasta el día de su prisión, y además,
hacerlo revelar los nombres de sus partidarios en las ciudades bajo el
dominio colonial, el estado actual de las fuerzas insurgentes y los
lugares en que ocultara el atesorado botín de sus campañas. En este tribunal -que funciona del 28 de noviembre al 2 de diciembre- ya no hay acusaciones ni defensas sino sólo preguntas y respuestas. El distinguido reo da cuenta de todas sus campañas, desde que toma las armas hasta que es capturado. De sus respuestas surge la historia de la Guerra de Independencia, desde octubre de 1810 hasta los primeros días de noviembre de 1815. Dícese
que en este tribunal produce también informaciones que ponen en riesgo
la causa por la que luchó. Una de ellas, la forma y términos en que se
hizo del Poder entre los suyos. Y otra, un plan de pacificación para
acabar con ellos. En el primer caso, se comparan sus respuestas con la
información al respecto. Y en el segundo, se describen los resultados
del plan. Del
2 al 20 de diciembre de abre un gran vacío procesal. Se ignora lo que
ocurre en esos días en el calabozo de La Ciudadela. El hombre que
capturó al héroe -el coronel de la Concha- es comisionado el lunes 4
de diciembre al norte de la capital: Villa de Guadalupe, San Juan
Teotihuacán, Llanos de Apam, y regresa varios días después a hacerse
cargo del prisionero. En su ausencia se dan a Morelos “avíos de
escribir” -fuera de actuaciones judiciales- y produce una extraña
carta fechada el 12 de diciembre que, según Lemoine, lo compromete
seriamente ante la historia. Es una carta confidencial dirigida al
virrey en la que le dice dónde arrojaron sus compañeros de armas
algunos metales inservibles; dónde existen minas de dichos metales y
quiénes son los hombres al servicio de Calleja en las poblaciones
insurgentes. El papel no se incluye en ninguno de los procesos, pero su
carácter y contenido se analizan a la luz de los intereses del sistema
colonial. Se
describe cómo el Congreso mexicano se dirige, no al virrey -al que no
reconoce como gobernante- sino al “general español” Calleja;
intercede por la vida de Morelos, y ofrece cesar el derramamiento de
sangre y la desolación del país. De no respetarse la vida del héroe,
amenaza con pedir cuentas a los sesenta mil españoles residentes en la
América mexicana. El virrey da como respuesta un “despreciable
silencio”, pero suspende la sentencia. Pocos días después, el
coronel Manuel Mier y Terán, comandante insurgente de la Villa de
Tehuacán, disuelve no sólo el Congreso mexicano sino también las
otras dos corporaciones -el supremo gobierno y el tribunal de justicia-
que representan al Estado nacional. Al
saberlo, el virrey y juez supremo de la colonia ordena el 20 de
diciembre que se reconstituya el tribunal militar en el calabozo de La
Ciudadela a efecto de que el prisionero produzca su última declaración.
En 1812 se mandó a una mujer a envenenarlo. Se quiere saber cómo se
previno del peligro y quién le dio la información al respecto. Después
de leer las actas que contienen las respuestas, el mismo virrey dicta
sentencia de muerte y ordena que se la notifiquen al ilustre reo al día
siguiente, 21 de diciembre -tres días antes de Nochebuena-, en el
dieciochoavo aniversario de su ordenación sacerdotal. El
22 de diciembre se conduce al sentenciado al norte de la capital; se
pasa por la Villa de Guadalupe, se llega a San Cristóbal Ecatepec y se
le ejecuta allí mismo a las tres de la tarde, sin más testigos que las
tropas del coronel de la Concha. En
los tres procesos, por consiguiente, fuera de ellos, en la sentencia
capital y aún después de ésta, hay numerosas referencias a las
supuestas debilidades del héroe. En el primero aparece su intención de
ir a España a pedir perdón al rey. En el segundo reconoce los errores
que se le señalan sobre la Constitución de Apatzingán y abjura de
ellos. En el tercero ofrece formular un plan de pacificación. Fuera de
los procesos, existe la carta confidencial que dirige al virrey sobre
los metales que los insurgentes arrojaran a la basura. A lo anterior se
agregan -como dijo Calleja- sus “vagas e indeterminadas ofertas”
para disuadir a los suyos que abandonaran las armas. Y aparece, al
final, su retractación y su llamado a los suyos para que abandonen las
armas, publicada en la prensa colonial al día siguiente de su muerte. ¿Qué
significan estas fallas, flaquezas o debilidades del héroe? ¿Fueron
efectivamente tales? Este libro está destinado a explicarlas... José
Herrera Peña
Ciudad
de México, diciembre de 1984 ArribaCap. I. Castigo ejemplar y espantoso |
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