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Cesión
inteligente de soberanía
José
Herrera Peña
14 octubre 2000. El proyecto de crear una comunidad económica
con los países de América del Norte puede ser conveniente o no; pero
suponer que para ello es necesario ceder una parte de la soberanía es técnicamente
inexacto, jurídicamente incorrecto y políticamente contraproducente.
El gobierno representa la soberanía, pero no es su titular. Tampoco
lo son el Congreso de la Unión, ni los partidos políticos, ni los
sectores organizados, ni las clases sociales del país.
Consecuentemente, aunque el gobierno quisiera, no podría ceder la
soberanía a nadie -ni total, ni parcial, ni inteligente, ni torpemente-
porque no tiene derecho a ceder lo que no es suyo, con aprobación del
Congreso o sin ella.
El único soberano es el pueblo. Es la fuente suprema del derecho y
del poder. Y dicha fuente no se puede dividir en dos, tres o cien
partes. Tampoco se puede ceder a título oneroso o gratuito. No se puede
vender, negociar, arrendar, obsequiar o transferir de alguna otra forma,
a corto o a largo plazo.
Los políticos suelen ceder lo que sea -territorio,
población, derechos o posiciones políticas- cuando son constreñidos a
ello, por razones internas o externas. Lo que no pueden hacer es ceder
soberanía.
La
desafortunada expresión debe ser expulsada del vocabulario político
panista. Concita a la discusión estéril, inoportuna e innecesaria.
Sobre todo, porque el concepto encierra no sólo complejas ideas políticas sino también profundas emociones históricas. Mutilarlo es correr el riesgo de producir inútilmente sismos sociales de efectos y plazos impredecibles.
En México hemos tenido múltiples experiencias que tienen como
referente a Estados Unidos. En el pasado, le cedimos parte de nuestro
territorio así como la población que ocupaba dicho territorio.
En los últimos años, le hemos cedido millones de trabajadores
emigrantes; el derecho a controlar nuestra frontera común; el derecho a
participar en la lucha contra el narcotráfico dentro del país y varias
cosas más, sobre todo en materia de negocios. Pero nunca le hemos
cedido soberanía.
Felipe González, exprimer ministro de España, ha justificado “la cesión de parte de la soberanía de su país para ingresar a la Unión Europea”. El presidente electo Vicente Fox, al escucharlo, ha considerado que es válido hacer lo mismo para crear una Comunidad Económica Americana. Pero Felipe no tiene razón. Tampoco Fox.
En Europa, el concepto de soberanía nació para
justificar el poder supremo de los reyes frente a las potencias externas
y los rivales internos. El monarca era el soberano, el señor, el
Estado. Sus asuntos personales eran asuntos de Estado.
La revolución francesa trastocó el concepto. El
nuevo soberano fue el pueblo. Los atributos del monarca, o sea,
legislar, administrar los recursos de la sociedad y hacer justicia,
fueron asumidos por el pueblo.
Ahora, los asuntos del pueblo son asuntos de
Estado. Y los asuntos de Estado son asuntos del pueblo.
En México, Morelos dio a la soberanía su
significado actual. En los Sentimientos de la Nación escribió
que ésta dimana del pueblo y sólo la deposita en sus representantes.
La Constitución de Apatzingán de 1814 siguió esta idea y agregó que,
por ello, “la sociedad tiene derecho incontestable a establecer el
gobierno que más le convenga, alterarlo, modificarlo y abolirlo
totalmente cuando su felicidad lo requiera” (Art. 4).
Nuestro concepto definitivo de soberanía se
estableció en la Constitución Federal de 1857. Es el concepto vigente.
Está redactado en los siguientes términos: “La soberanía nacional
reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público
dimana del pueblo y se instituye para su beneficio. El pueblo tiene en
todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su
gobierno” (Art. 39).
México ha suscrito desde el inicio de su vida
independiente innumerables tratados internacionales. Todos ellos han
producido efectos internos. De otro modo, hubiera resultado ocioso
aprobarlos.
Ultimamente ha firmado acuerdos de libre comercio
con Estados Unidos, la Unión Europea y otros países, todos los cuales
han implicado la adecuación de la legislación nacional al espíritu de
tales acuerdos.
Pero ni antes ni ahora esto ha significado ceder
soberanía sino al contrario: ejercerla.
¿Qué es lo que se pretende? ¿Cuáles son los
puntos fundamentales del proyecto comunitario? ¿Despejar la vía no sólo
a las mercancías sino también a los capitales, a las personas y al
desarrollo sustentable? ¿Sujetar las políticas fiscales, cambiarias,
financieras y laborales del país a un esquema común internacional?
¿Abrir las áreas estratégicas de la economía
nacional a la inversión extranjera? ¿Flexibilizar las leyes laborales?
¿Someter las ganancias de los sectores productivos, de servicios y
financieras a regulaciones aprobadas conjuntamente por varios países?
¿Construir un mercado común no sólo de mercancías
sino también de mano de obra y de inversiones? ¿Vincular el valor de
la moneda nacional a una unidad monetaria internacional?
¿Llegar en un futuro lejano a la supresión de
pasaportes, visas y demás requisitos para viajar, residir, trabajar y
ejercer derechos políticos en cualquiera de los países signatarios del
convenio respectivo?
Todo ello se puede hacer sin ceder nada a nadie.
Lo único que se requiere es muy simple: legislar
en consecuencia, esto es, ejercer la soberanía conforme a uno de sus
principios fundamentales: que las leyes que se expidan y los poderes que
se instituyan sean para beneficio del pueblo.
Eso es todo.