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José Herrera Peña

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La aduana de la razón

Agustín Basave Benítez

Para Joaquín López Dóriga,

porque las muestras de amistad en los momentos difíciles no se olvidan.

 

Los debates políticos son como el box. Lo son en más de un sentido: los contrincantes pueden ser estilistas o fajadores, pueden ganar por decisión o por knock out y, sobre todo, los golpes que a fin de cuentas resultan decisivos son los ganchos al hígado y no los jabs a la cabeza. Esto último es fundamental. Como en el ring de los pugilistas, en el cuadrilátero de la contienda pública por el poder no hay que dirigir la ofensiva tanto a las neuronas cuanto a las fibras sensibles del adversario y del electorado. Esto, huelga decirlo, no presupone un juicio de valor sino un hecho comprobado para bien y para mal. Para mal, porque muchas veces pierden las ideas ante la pirotecnia verbal, y la gente se inclina por el polemista más hábil y no por el candidato que tiene el mejor proyecto de gobierno. Para bien, porque gobernar requiere de inteligencia, por supuesto, pero también de sensibilidad y emoción, y es bueno que el votante sea receptivo a estas cualidades.

El problema es, como siempre, de perspicacia. ¿Cómo evitar que el ciudadano común se vaya con la finta? Ese es el origen del lugar común churchileano de que la democracia es el peor sistema que existe con excepción de todos los demás que se han inventado: que su buen funcionamiento exige una sociedad educada e informada. Por eso aquí no hay más respuesta que la del avance educativo y la práctica democrática. En la medida que los mexicanos nos eduquemos democráticamente disminuirá el riesgo de que nos engañen, porque en esa medida tendremos elementos para evaluar con mejor tino las candidaturas. Y eso incluye, desde luego, el boxeo político televisado, que será cada vez más seña ineludible de nuestra democracia.

Los debates por televisión son un instrumento importante para normar el criterio del elector. Desgraciadamente, conforman un episodio relativamente nuevo aun en el Primer Mundo, y todavía hay mucho que aprender para hacerlos verdaderamente útiles para el televidente. El pionero, el primero de cuatro que habrían de sostener John F. Kennedy y Richard M. Nixon en 1960, dejó como enseñanza la trascendencia de la imagen: quienes lo vieron en TV le dieron la victoria a Kennedy, mientras que quienes lo escucharon en la radio se la negaron. De ahí en adelante los electorados primermundistas han ido adquiriendo experiencia, y aunque hay evidencias de que siguen dejándose influir por características que no son las que hacen al buen gobernante, ya no se cuecen al primer hervor. En México, sin embargo, estamos apenas empezando. El anunciado encuentro de los actuales candidatos a la Presidencia de la República sería el segundo de ese nivel en nuestra historia.

El primero no fue malo. Los tres contendientes se prepararon bien y los mexicanos nos beneficiamos porque se inició nuestro proceso de aprendizaje en la materia. El ganador fue Diego Fernández de Cevallos, y su impresionante repunte dejó claras tres cosas: 1) el gran impacto inmediato de los debates en las preferencias electorales; 2) su carácter no necesariamente definitorio; y 3) la importancia de apelar a la conciencia más que a la ciencia. Creo que al menos el tercer punto se volvió a comprobar con la polémica que el mismo Diego y Andrés Manuel López Obrador sostuvieron recientemente en el programa de Joaquín López Dóriga. Como observador de la pelea yo le daría el triunfo a Fernández de Cevallos, pero como observador del público se lo daría a López Obrador, porque tengo la impresión de que a pesar de la proverbial pericia del panista esta vez fue el perredista quien conmovió a la gente. (Por cierto, Andrés Manuel, te mal informaron: yo no subí a tribuna en el debate de los paquetes electorales).

La mercadotecnia política llegó para quedarse, con todo y debates televisados. Voltearle la espalda argumentando que rebaja la contienda por el poder es abandonar la plaza. Lo sensato para quienes pensamos que debe prevalecer la sustancia sobre la envoltura es usar las herramientas mercadotécnicas para envolver mejor lo más sustancioso. Que los candidatos con las mejores propuestas sean también los que mejor las vendan, pues. Y que aquéllos que tengan otras cualidades de estadistas adquieran también, si no la tienen, la de practicar bien la dialéctica, que mucho les ha de servir tanto para ganar los debates como para gobernar. Y algo similar puede decirse de la devaluada presencia de lo "sentimental" en la política. Más aun, no sólo es eficaz llegar al votante por la vía sensible, es igualmente positivo mantener una comunicación afectiva con el gobernado. Gobernar es mucho más que administrar, y sólo los líderes que sienten y hacen sentir a la gente despiertan esa mística de superación que levanta a los pueblos. La política debe planearse con la mente pero debe ejecutarse con el alma. El cálculo frío no es suficiente para conducir a un país y por sí solo genera desánimo; combinado con la convicción y la vehemencia puede en cambio detonar entusiasmo. Que no nos asuste el político emotivo si lo es de verdad. Mientras sus emociones pasen por la aduana de la razón su liderazgo podrá ser fecundo.

Correo electrónico: abasave@campus.ccm.itesm.mx

 

Publicado en el diario Reforma (10 mar 2000) y reproducido en esta página con autorización del autor

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