La anormalidad democrática
Agustín Basave Benítez
México
es tierra de contrastes. Humboldt se quedó corto: no somos sólo
el país de las desigualdades, sino también de las asimetrías,
de los desequilibrios, de las paradojas. Cierto, tenemos compañía.
Gran parte de lo que se llamó antes el tercer mundo, después el
sur, luego naciones en vías de desarrollo y ahora economías
emergentes comparte ese sello distintivo. Es evidente, y de ello
se ha hablado mucho, que coexisten en nuestras latitudes la
opulencia y la miseria, la tecnología de punta y las técnicas más
atrasadas, la globalización y el aislamiento. También lo es que
hasta la naturaleza y nuestra respuesta a ella se han confabulado
para marcar antípodas: inundaciones y sequías, macrocefalia y
dispersión demográfica y un considerable etcétera. Pero hay
otro tipo de claroscuros que si no son privativos de la realidad
mexicana sí nos hacen conspicuos representantes de nuestros
similares. Me refiero a los de nuestra historia y, más específicamente,
a los de nuestros distintos procesos evolutivos.
Nadie
está exento de contradicciones. En los individuos la noticia es
la congruencia, y en los grupos la armonía. Mas veamos, con
ejemplos recientes, si exagero al reclamar en este rubro un lugar
destacado para nuestro devenir. No hemos podido lograr que avancen
simultáneamente nuestra política y nuestra economía, y menos
que mejoren al mismo tiempo nuestra economía y nuestra sociedad.
Ayer se puso una disyuntiva: o impulsamos nuestra democracia o
modernizamos nuestro modelo económico; hoy se insiste en otra: o
alcanzamos éxitos macroeconómicos o mejoramos el nivel de vida
de las mayorías. En estos casos, sin embargo, se esgrime la
excusa de la prelación: con o sin razón se puede argumentar que
no es posible hacer una cosa si no se hace primero otra. Pero
sobran en los que no hay para donde hacerse. La relación entre el
poder y los medios, verbigracia, en la que afortunadamente ha
aumentado el costo político de reprimir a un periodista, mientras
que por desgracia no se han creado las condiciones para que un
hombre público honesto haga valer su derecho de réplica y de
desagravio. O el ejercicio de la autoridad, donde pasamos del
abuso provocado por la ausencia de rendición de cuentas a la parálisis
causada por un gobierno con remordimiento de conciencia.
La
mejor forma de ilustrar este desbalance es observar nuestra
transición democrática. La longevidad de nuestro antiguo sistema
de partido casi único, en efecto, ha prohijado muchas
peculiaridades. Para combatir una situación de excepción la
oposición impulsó normas de excepción que han derivado en una
mentalidad de excepción. Me explico. Se restringieron los
derechos político-partidarios de los servidores públicos porque
prácticamente todos eran priistas, se amplió la gama de delitos
electorales y se implantaron castigos draconianos para acabar con
el fraude electoral, se difundió la idea de que no se vale que un
gobernante -peor aun, ni siquiera un dirigente partidista- apoye a
un candidato, así sea sólo moralmente. Y ahora que ha cambiado
ya la correlación de fuerzas, ahora que los otrora opositores
gobiernan buena parte del país, se mantienen esos criterios,
plagando el escenario de contrasentidos y propiciando una nueva
modalidad de hipocresía. Porque la oposición conserva su
discurso savonarólico pero hace lo que puede por ayudar a sus
correligionarios a ganar las elecciones. Y porque estamos
presenciando un concurso interpartidista de acusaciones y escándalos,
muchos de ellos a partir de actitudes y hechos que en cualquier
democracia son legítimos.
Al
PRI, sin duda, se le está imponiendo una penitencia moratoria por
sus viejos pecados. Si Zedillo prefiere a Labastida y éste
triunfa en su contienda interna, es un dedazo disfrazado; si Cárdenas
hace que López Obrador sea el candidato del PRD al gobierno del
DF o Fox logra que Creel lo sea por el PAN, nadie cuestiona la
validez democrática de los procesos. Si un gobernador priista
difunde su obra es proselitismo inmoral; si lo hace la jefa de
Gobierno perredista de la capital o el gobernador panista de Nuevo
León está bien. Cambiaron los tiempos pero no cambiamos nuestro
rasero. No caemos en la cuenta de que el objetivo de cualquier
partido político es obtener y conservar el poder y de que en vez
de pretender que los políticos no hagan política,
particularmente en épocas electorales, debemos crear las
condiciones para que les sea más conveniente hacerla dentro de la
legalidad que al margen de ella. Seamos realistas: el problema no
es que el líder de un partido ejerza su influencia en favor de su
precandidato o dirigente preferido, sino que no sean los
militantes de su partido quienes tengan de veras la última
palabra. Y algo similar puede decirse de los jefes de gobierno
-que no de Estado- a cualquier nivel: lo malo no es que
promocionen sus logros y con ello impulsen al abanderado de su
instituto político a un puesto de elección popular, sino que
usen ilícitamente recursos públicos para hacerle la campaña.
El
riesgo es incrementar nuestro catálogo de simulaciones. Pocas
cosas le han hecho más daño a México que nuestra tendencia a
simular, a aceptar la mentira. Por eso, porque nuestra situación
política es distinta y nuestra actitud es la misma, nuestra
transición está inconclusa. Sí, todavía hay iniquidades en la
liza electoral, pero el que se tenga ante ellas la reacción que
se tenía cuando la desigualdad era monumentalmente mayor no
contribuye a salir de la anormalidad democrática. Si avanzamos en
la democratización avancemos también en la cultura política. No
caigamos de nuevo en el error de fijarnos paradigmas inalcanzables
movidos por la certeza de que, aunque lo declaremos, no nos vamos
a regir por ellos. Acerquemos la norma a la realidad. Y seamos, de
una vez por todas, una sociedad de verdad.
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