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Análisis histórico y político

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José Herrera Peña

México, 2000

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La anormalidad democrática

Agustín Basave Benítez

México es tierra de contrastes. Humboldt se quedó corto: no somos sólo el país de las desigualdades, sino también de las asimetrías, de los desequilibrios, de las paradojas. Cierto, tenemos compañía. Gran parte de lo que se llamó antes el tercer mundo, después el sur, luego naciones en vías de desarrollo y ahora economías emergentes comparte ese sello distintivo. Es evidente, y de ello se ha hablado mucho, que coexisten en nuestras latitudes la opulencia y la miseria, la tecnología de punta y las técnicas más atrasadas, la globalización y el aislamiento. También lo es que hasta la naturaleza y nuestra respuesta a ella se han confabulado para marcar antípodas: inundaciones y sequías, macrocefalia y dispersión demográfica y un considerable etcétera. Pero hay otro tipo de claroscuros que si no son privativos de la realidad mexicana sí nos hacen conspicuos representantes de nuestros similares. Me refiero a los de nuestra historia y, más específicamente, a los de nuestros distintos procesos evolutivos.

Nadie está exento de contradicciones. En los individuos la noticia es la congruencia, y en los grupos la armonía. Mas veamos, con ejemplos recientes, si exagero al reclamar en este rubro un lugar destacado para nuestro devenir. No hemos podido lograr que avancen simultáneamente nuestra política y nuestra economía, y menos que mejoren al mismo tiempo nuestra economía y nuestra sociedad. Ayer se puso una disyuntiva: o impulsamos nuestra democracia o modernizamos nuestro modelo económico; hoy se insiste en otra: o alcanzamos éxitos macroeconómicos o mejoramos el nivel de vida de las mayorías. En estos casos, sin embargo, se esgrime la excusa de la prelación: con o sin razón se puede argumentar que no es posible hacer una cosa si no se hace primero otra. Pero sobran en los que no hay para donde hacerse. La relación entre el poder y los medios, verbigracia, en la que afortunadamente ha aumentado el costo político de reprimir a un periodista, mientras que por desgracia no se han creado las condiciones para que un hombre público honesto haga valer su derecho de réplica y de desagravio. O el ejercicio de la autoridad, donde pasamos del abuso provocado por la ausencia de rendición de cuentas a la parálisis causada por un gobierno con remordimiento de conciencia.

La mejor forma de ilustrar este desbalance es observar nuestra transición democrática. La longevidad de nuestro antiguo sistema de partido casi único, en efecto, ha prohijado muchas peculiaridades. Para combatir una situación de excepción la oposición impulsó normas de excepción que han derivado en una mentalidad de excepción. Me explico. Se restringieron los derechos político-partidarios de los servidores públicos porque prácticamente todos eran priistas, se amplió la gama de delitos electorales y se implantaron castigos draconianos para acabar con el fraude electoral, se difundió la idea de que no se vale que un gobernante -peor aun, ni siquiera un dirigente partidista- apoye a un candidato, así sea sólo moralmente. Y ahora que ha cambiado ya la correlación de fuerzas, ahora que los otrora opositores gobiernan buena parte del país, se mantienen esos criterios, plagando el escenario de contrasentidos y propiciando una nueva modalidad de hipocresía. Porque la oposición conserva su discurso savonarólico pero hace lo que puede por ayudar a sus correligionarios a ganar las elecciones. Y porque estamos presenciando un concurso interpartidista de acusaciones y escándalos, muchos de ellos a partir de actitudes y hechos que en cualquier democracia son legítimos.

Al PRI, sin duda, se le está imponiendo una penitencia moratoria por sus viejos pecados. Si Zedillo prefiere a Labastida y éste triunfa en su contienda interna, es un dedazo disfrazado; si Cárdenas hace que López Obrador sea el candidato del PRD al gobierno del DF o Fox logra que Creel lo sea por el PAN, nadie cuestiona la validez democrática de los procesos. Si un gobernador priista difunde su obra es proselitismo inmoral; si lo hace la jefa de Gobierno perredista de la capital o el gobernador panista de Nuevo León está bien. Cambiaron los tiempos pero no cambiamos nuestro rasero. No caemos en la cuenta de que el objetivo de cualquier partido político es obtener y conservar el poder y de que en vez de pretender que los políticos no hagan política, particularmente en épocas electorales, debemos crear las condiciones para que les sea más conveniente hacerla dentro de la legalidad que al margen de ella. Seamos realistas: el problema no es que el líder de un partido ejerza su influencia en favor de su precandidato o dirigente preferido, sino que no sean los militantes de su partido quienes tengan de veras la última palabra. Y algo similar puede decirse de los jefes de gobierno -que no de Estado- a cualquier nivel: lo malo no es que promocionen sus logros y con ello impulsen al abanderado de su instituto político a un puesto de elección popular, sino que usen ilícitamente recursos públicos para hacerle la campaña.

 El riesgo es incrementar nuestro catálogo de simulaciones. Pocas cosas le han hecho más daño a México que nuestra tendencia a simular, a aceptar la mentira. Por eso, porque nuestra situación política es distinta y nuestra actitud es la misma, nuestra transición está inconclusa. Sí, todavía hay iniquidades en la liza electoral, pero el que se tenga ante ellas la reacción que se tenía cuando la desigualdad era monumentalmente mayor no contribuye a salir de la anormalidad democrática. Si avanzamos en la democratización avancemos también en la cultura política. No caigamos de nuevo en el error de fijarnos paradigmas inalcanzables movidos por la certeza de que, aunque lo declaremos, no nos vamos a regir por ellos. Acerquemos la norma a la realidad. Y seamos, de una vez por todas, una sociedad de verdad.

Correo electrónico: abasave@campus.ccm.itesm.mx

Publicado en el diario Reforma el 29 de enero de 2000 y reproducido en esta página con autorización del autor.

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