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José Herrera Peña

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México, 20 nov 1997


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La Revolución Mexicana

A Ricardo Flores Magón, Francisco I. Madero y Venustiano Carranza, que pensaron, hicieron y dirigieron este gran movimiento histórico, iniciado formalmente el 20 de noviembre a las 6 de la tarde, pero que abarcó en realidad de 1906 a 1917

Transformación de la sociedad

Rezagos históricos

División de Poderes y Nuevo Federalismo

Actores y escenarios

Iniciada pacíficamente, debe proseguir así

 

La Revolución Mexicana comenzó como un reclamo político y democrático que hizo caer una larga dictadura. Prosiguió como un amplio y profundo movimiento popular que estremeció los cimientos de la nación. Y culminó como una expresión constitucional que proclamó, por primera vez en la historia universal, los derechos sociales.

De este modo, la Revolución se inscribió, con la Independencia y la Reforma, como uno de los grandes acontecimientos históricos de México.

La nación mexicana es fruto de esos fecundos y enormes esfuerzos populares. En la independencia, el pueblo desplegó sus energías para reafirmar la defensa de la soberanía nacional; en la Reforma, para establecer y consolidar el Estado, y en la Revolución, para rescatar las riquezas nacionales en un marco de democracia y justicia social.

Las instituciones creadas por la Revolución Mexicana forjaron el rostro del México actual. Nadie podría poner en duda su importancia. En 1910, había quince millones de habitantes; actualmente, estamos a punto de llegar a cien. Una sociedad eminentemente agraria, rural, enferma y analfabeta, con 33 años de vida en promedio por habitante, es hoy una sociedad industrial, urbana, informada y sana, con más de 70 años de vida por habitante.

La nación se transformó, la sociedad evolucionó y los ciudadanos se volvieron más celosos de sus derechos. Un país incomunicado se ha convertido en una complicada red de enlaces. Una nación débil es hoy una nación fuerte, ubicada dentro de los primeros lugares del mundo.

Rezagos históricos

Sin embargo, tanto la Independencia como la Reforma y la Revolución, a pesar del impulso histórico que representaron cada una en su momento y no obstante el alto precio en vidas humanas que tuvieron que cobrar y pagar, dejaron rezagos que se han acumulado y convertido en motivos de crítica y reproche.

Hubo cosas que no se pudieron o no se quisieron hacer. Problemas que, en todo caso, fueron heredados de nuestros mayores y que sería deseable fueran afrontados y resueltos por las presentes generaciones para no descargarlos en nuestros descendientes. Hay que heredar bienes, no males.

En el orden social, es manifiesta la desigualdad entre los que nada tienen y los que todo les sobra. En lo político, es igualmente patente la incongruencia entre una sociedad cada vez más exigente, participativa y plural, con las instituciones que deben estar a su servicio.

Por eso, desde el comienzo mismo de su mandato, el ciudadano Presidente de la República convocó a todas las fuerzas y organizaciones políticas nacionales a hacer una reforma política y una reforma social.

En 1995, los partidos políticos nacionales pactaron la agenda para la reforma del Estado. Al año siguiente, se desahogaron algunos de sus puntos sustantivos: se ciudadanizó el sistema electoral, se fortaleció la justicia en esta materia y se modificó la naturaleza política del Distrito Federal.

División de Poderes y Nuevo Federalismo

Pero hay pendientes. El principio de la división de poderes, regulado inicialmente en función de régimen cuasi mono-partidista y enriquecido a partir de 1977 con los diputados de representación proporcional -para dar cabida a las minorías en el Congreso de la Unión- debe actualizarse en función del régimen pluripartidista en el que vivimos.

El sistema federal, que fue asimismo fortalecido a través de la célula democrática fundamental de la población -que es el municipio libre-, necesita adecuarse a la actual etapa de desarrollo a la que ha avanzado la sociedad.

Es necesario reflexionar, por consiguiente, en un nuevo equilibrio de poderes que refleje la pluralidad política actual; no para que gane uno en detrimento del otro -el Legislativo a costa del Ejecutivo o viceversa-, sino para que todos se fortalezcan mutuamente. Debilitar al que es más fuerte es un propósito mezquino: los tres Poderes deben ser fuertes y cada uno ejercer a plenitud sus atribuciones.

Es imperativo pensar igualmente en un nuevo federalismo, no para que las entidades federativas desarrolladas se beneficien a costa de las más débiles o para que algunas de ellas pongan en riesgo la unidad nacional, sino para que todas refuercen sus vínculos con la nación y progresen con justicia y equidad. 

Actores y escenarios

Para ello, no basta con la voluntad de uno de los Poderes del Estado. Como tampoco es suficiente con la expresada por las entidades federativas más importantes, ni por el partido más poderoso, ni por las organizaciones sociales más significativas, ni por los ciudadanos más connotados del país.

Es necesario incorporar en este esfuerzo nacional a los tres Poderes, a todas las entidades federativas, a todos los partidos políticos -registrados y no registrados-, a todas las organizaciones sociales y a todos los ciudadanos interesados en el destino de la República.

En estas condiciones, tan positivo será ventilar las ideas de los grupos de vanguardia como de los demás y adoptar las mejores, independientemente de su procedencia. Las mejores serán las que mejor se adecúen a nuestras tradiciones, a nuestras circunstancias y a nuestros anhelos nacionales. Lo que importa no es que ganen los grupos sino que gane México.

Dichas ideas deben discutirse no sólo en un foro especial sino en todos los foros de la República. De lo que se trata no es que haya un escenario privilegiado sino que haya escenarios y que todos gocen del mismo respeto y atención.

La nueva composición del Congreso de la Unión así como de algunas entidades federativas, entre ellas, el propio Distrito Federal, son ya resultado tangible de la reforma parcial del Estado.

Ello quiere decir que el paso de una etapa de nuestro régimen político y democrático a otra se está logrando en este sexenio sin llegar al extremo -como lo vaticinaban algunos- de enfrentamientos estériles o sacudimientos sociales dolorosos.

Pero la obra no ha sido completada. Es imperativo proseguirla, despojándonos de todo aquello que nos divide y acentuando lo que nos une; es decir, haciendo a un lado prejuicios e intolerancias; anteponiendo un permanente y acentuado respeto al adversario, y buscando en todo tiempo el equilibrio entre los componentes estructurales de la nación.

El Estado está sujeto normalmente -en un régimen pluripartidista- a fuertes tensiones por la hegemonía a la que tienden, por una parte, las funciones legislativa, de vigilancia y de control, y por otra, las ejecutivas y de administración.

El sistema federal también se tensa con frecuencia por las diferencias entre el gobierno central, cuya finalidad es mantener la unidad del conjunto, y las entidades federativas, alentadas por el deseo de aumentar su autonomía.

Ninguna de estas fuerzas es más legítima que la otra. Todas son igualmente legítimas. Lo que se requiere en la situación actual es encontrar un nuevo centro de equilibrio entre sus pesos y contrapesos, en congruencia con los cambios sociales e internacionales que han tenido efecto en los últimos tiempos.

Lo que se requiere, en fin, es un fino trabajo de ingeniería política que encuentre ese nuevo punto de armonía, el cual representará igualmente un nuevo grado de justicia. Para ello son necesarias las concordancias, no las disonancias.

Iniciada pacíficamente, debe proseguir así

La reforma del Estado debe traer como consecuencia una reestructuración institucional que tienda necesariamente hacia la conciliación y la solución de los conflictos por la vía pacífica, no hacia su agudización.

Dicha reforma deberá reforzar no sólo las relaciones entre los Poderes Públicos sino también las del Estado con los ciudadanos.

Probablemente en otras épocas de nuestra historia fue necesario avanzar a través de la fuerza, por falta de voluntad política para hacerlo democráticamente, como ocurrió en la Independencia, en la Reforma y en Revolución.

Hoy, la voluntad política es la única fuerza que podrá lograr tal avance, en un clima de tolerancia, respeto y libertad. Porque dicha voluntad existe no sólo en algunos representantes de los Poderes Públicos sino en todos, compartida lo mismo por partidos políticos que por organizaciones sociales y por ciudadanos.

Es necesario aprovechar esta energía histórica para actualizar nuestras instituciones y soñar con un Estado más fuerte, una sociedad más fuerte y un México cada vez más fuerte, más próspero, más libre, más democrático, más justo y más respetado.

Lanzado el sueño por delante, es probable que la sociedad mexicana logre realizarlo en poco tiempo en función de su identidad nacional, su mejoramiento material y cultural, y su desarrollo democrático.

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